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El calor flotaba sobre el asfalto al salir de Motala. Era temprano y la carretera se extendía lisa y vacía. Kollberg y Melander iban delante; Martin Beck, atrás con la ventanilla bajada para que el viento le diera en la cara. Estaba mareado por el café que se había tomado a toda prisa mientras se vestía.

A Martin Beck le pareció que Kollberg conducía mal, y aceleraba y desaceleraba pero por lo menos no hablaba, algo poco habitual en él. Melander miraba aburrido por la ventanilla y mordía la pipa con fuerza.

Cuando llevaban tres cuartos de hora en silencio, Kollberg señaló con la cabeza un lago que se asomaba entre los árboles por la izquierda.

—El lago Boren —dijo—. Boren, Roxen y Glan. Que yo recuerde, eso es más o menos lo único que aprendimos en el colegio, joder.

Los otros dos permanecieron en silencio.

Pararon en una cafetería de Linköping. Martin Beck seguía sintiéndose mal y se quedó en el coche mientras sus compañeros desayunaban.

El desayuno animó a Melander y durante el resto del viaje, los dos hombres de delante intercambiaron ocasionalmente algunas frases sueltas. Martin Beck continuaba callado. No le apetecía hablar.

Al llegar a Estocolmo, se marchó directamente a casa. Su mujer estaba tomando el sol sentada en el balcón. Solo llevaba puesto unos pantalones cortos y al darse cuenta de que se abría la puerta, cogió el sujetador de la barandilla del balcón y se levantó.

—Hola —dijo—. ¿Qué tal?

—Mal. ¿Dónde están los niños?

—Se han ido con las bicicletas a bañarse. Tienes mala cara. No habrás comido bien. Te voy a preparar el desayuno.

—Estoy cansado —dijo Martin Beck—. No me apetece desayunar.

—Pero te lo preparo en un momento. Siéntate y...

—No quiero desayunar. Voy a echarme un rato. Despiértame dentro de una hora.

Eran las nueve y cuarto. Entró en el dormitorio y cerró la puerta. Cuando lo despertó, tuvo la sensación de que apenas había dormido un par de minutos.

Era la una menos cuarto.

—Te dije una hora.

—Parecías muy cansado. Te llama el comisario Hammar.

—Joder.

Una hora más tarde se presentó en el despacho de su jefe.

—¿Habéis avanzado algo?

—No. No hemos averiguado nada. Ni quién es, ni dónde la mataron y menos aún quién lo hizo. Sabemos más o menos cuándo y cómo sucedió, eso es todo.

Hammar había posado las palmas de las manos sobre la mesa y estudiaba sus uñas con el ceño fruncido. Le sacaba quince años a Martin Beck, un hombre bastante grueso, de pelo canoso y abundante, y cejas muy pobladas. Era un buen jefe, tranquilo, a veces incluso un poco lento, y se llevaban bien.

El comisario Hammar cruzó las manos y alzó la vista hacia Martin Beck.

—Mantente en contacto con Motala. Probablemente será como tú dices: la mujer se marchó de vacaciones y la gente cree que está de viaje, tal vez en el extranjero. Pueden pasar por lo menos quince días hasta que alguien la eche de menos. Eso calculando que disfrutaba de tres semanas libres. Pero me gustaría disponer de tu informe cuanto antes.

—Lo tendré listo esta tarde.

Martin Beck entró en su despacho, quitó la funda a la máquina de escribir, pasó un rato hojeando las copias que le había dado Ahlberg y se puso a escribir.

A las cinco y media sonó el teléfono.

—¿Vienes a cenar?

—Creo que no.

—¿No hay más policías que tú? —se quejó su esposa—. ¿Es que debes hacerlo todo? ¿Cuándo tienen previsto que veas a tu familia? Los niños preguntan por ti.

—Intentaré estar en casa a las seis y media.

Un par de horas más tarde terminó el informe.

—Vete y acuéstate —le dijo Hammar—. Pareces cansado.

Martin Beck lo estaba. Cogió un taxi para ir a casa, cenó y se fue a la cama. Se durmió enseguida.

A la una y media de la madrugada, sonó el teléfono.

—¿Estabas durmiendo? Siento despertarte. Solo quería avisarte que ya está resuelto. Se presentó voluntariamente.

—¿Quién?

—Holm, el vecino. Su marido. Se vino abajo. Celos. ¿A que es raro?

—¿El vecino de quién? ¿De quién estás hablando?

—De la tía de Storängen, ¿de quién va a ser? Solo quería decírtelo para que no te quedaras despierto toda la noche comiéndote la cabeza... ¡Dios mío! ¿Me he equivocado?

—Sí.

—Joder, es verdad. Tú no estuviste. Fue Stenström. Lo siento. Hasta mañana.

—Gracias por llamar, ha sido un detalle.

Volvió a la cama, pero ya no pudo dormir. Se quedó mirando el techo escuchando los ronquidos de su mujer. Se sentía vacío y desesperado.

Cuando los rayos de sol iluminaban el dormitorio, se dio media vuelta pensando: «Mañana hablaré con Ahlberg».

Llamó a Ahlberg al día siguiente y otras cuatro o cinco veces durante aquella semana, pero ninguno de los dos tenía gran cosa que decir. La procedencia de la chica seguía siendo un misterio. Los periódicos dejaron de informar sobre el caso y Hammar no volvió a preguntar. No llegaba ninguna denuncia de desaparición que encajara con la víctima. A veces daba la sensación de que no existía. Todos parecían haberla olvidado, menos Martin Beck y Ahlberg.

A primeros de agosto, Martin Beck cogió una semana de vacaciones y se fue al archipiélago con la familia. Al volver siguió ocupándose de los asuntos rutinarios que se le amontonaban. Se sentía deprimido y dormía mal.

Una noche a finales de agosto yacía en la cama con la mirada perdida en la oscuridad.

Ahlberg le había llamado tarde. Estaba en el Stadshotellet y le pareció algo bebido. Hablaron durante un rato del asesinato y, antes de colgar, Ahlberg dijo:

—Sea quien sea y esté donde esté, lo cogeremos.

Martin Beck se levantó y salió descalzo y sigiloso al salón. Encendió la lámpara del escritorio y contempló la maqueta del Danmark. Todavía le quedaban los aparejos.

Se sentó al escritorio y sacó una carpeta de la cajonera. Dentro guardaba la descripción de la chica que había escrito Kollberg y las copias de las fotos que el fotógrafo de Motala había tomado hacía menos de dos meses. Aunque se la sabía casi de memoria, la repasó lenta y minuciosamente. Luego extendió las fotos delante y las estudió durante mucho tiempo.

Cerró la carpeta y apagó la luz: «Fuera quien fuera ella y viniera de donde viniera, lo averiguaré».

Roseanna

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