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Eran las once y media de la mañana y el tercer día de Martin Beck en Motala. Se había levantado temprano sin saber por qué, no le había servido de nada. Llevaba ya un rato sentado en el pequeño escritorio hojeando su cuaderno de notas. Había manoseado el teléfono un par de veces con la idea de llamar a casa, pero al final, por dejadez o por la razón que fuera, no lo hizo.

Como tantas otras cosas.

Se puso el sombrero, cerró la puerta de su habitación con llave y bajó la escalera. Los sillones del vestíbulo estaban ocupados por algunos periodistas y en el suelo se podían ver dos bolsas con equipamiento fotográfico y trípodes plegados y atados con cuerdas a las bolsas. Apoyado en la pared de la entrada, uno de los fotógrafos estaba fumando, un hombre muy joven que se llevó el cigarrillo a la comisura de los labios, levantó su Leica y miró por el visor.

Al pasar junto al grupo, Martin Beck se bajó el ala del sombrero, encogió los hombros y aligeró el paso. Fue un acto reflejo, aunque siempre hay alguien que se molesta, ya que uno de los reporteros saltó en un tono sorprendentemente irónico:

—Oye, ¿entonces esta noche cenamos con los jefes de la investigación?

Martin Beck murmuró algo, ni él mismo sabría decir qué, y siguió andando hacia la salida. Un segundo antes de abrir la puerta escuchó un pequeño chasquido, el fotógrafo le acababa de hacer una foto.

Caminó sin aminorar el paso por la acera hasta que consideró que había salido de su campo de visión. Entonces se detuvo indeciso tal vez durante diez segundos. Tiró un cigarrillo a medias a la calzada, se encogió de hombros y cruzó la calle en dirección a la parada de taxis. Se dejó caer en el asiento trasero y se rascó la punta de la nariz con el dedo índice de la mano derecha, mientras miraba de reojo la entrada del hotel. Por debajo del ala del sombrero vio al tipo que se había dirigido a él en el vestíbulo. El periodista estaba plantado en medio de la puerta siguiendo con la mirada al taxi que se alejaba. Pero fue solo un momento, luego él también se encogió de hombros y entró en el hotel.

Los periodistas y los de la brigada nacional de homicidios se alojaban a menudo en el mismo hotel, y si la investigación concluía con rapidez y éxito solían cenar juntos y beber bastante la última noche. Con el tiempo, aquello llegó a convertirse en una costumbre. A Martin Beck no le gustaba, pero la mayoría de sus colegas no compartían su opinión.

Había aprendido bastante acerca de Motala durante esos dos días, aunque su estancia, por lo demás, no hubiera sido demasiado provechosa. Al menos reconocía el nombre de las calles por las que iba pasando: Prästgatan, Drottninggatan, Östermalmsgatan, Borensvägen, Verkstadsvägen. Le pidió al taxista que le dejara en el puente, le pagó y se bajó. Apoyó las manos en la barandilla y miró abajo, al canal, que se abría paso cortando la larga pendiente verde como una escalera. Mientras lo observaba, se dio cuenta de que había olvidado pedir al taxista que le escribiera la ruta en el recibo; si la apuntaba con su letra, tal vez tendría que aguantar alguna disputa estúpida cuando pasara a cobrarlo por caja. Lo mejor era escribir aquellos datos a máquina, parecía más serio.

Caminaba por el lado norte del canal sumergido aún en esos pensamientos.

Habían caído un par de chaparrones por la mañana y se respiraba un aire sano y ligero. Se detuvo en medio de la cuesta para disfrutarlo. Percibió el aroma fresco y puro a flores silvestres y a húmedo verdor. Recordó su infancia como un rosario de las mismas sensaciones, pero eso fue antes de que el humo del tabaco y de los coches y sus desgastadas mucosas le hubiesen privado de la agudeza de los sentidos. Ahora sensaciones como aquella le llegaban muy de vez en cuando.

Martin Beck pasó de largo las cinco esclusas y continuó andando a lo largo de la pared del muelle, cubierta de revestimiento. Unos pequeños barcos estaban amarrados en la presa de la esclusa, junto al rompeolas, y más allá, en el lago Boren, navegaban dos barcos de vela. A cincuenta metros del extremo del rompeolas, y controlada por unas gaviotas que planeaban perezosamente en amplios círculos, la draga de cucharón retumbaba y chirriaba. La cabeza de los pájaros se movía de un lado a otro esperando lo que el cucharón de la draga pudiera sacar del fondo. La atención y la capacidad de observación de las gaviotas le resultaron admirables, igual que su perseverancia y optimismo. «Me recuerdan a Kollberg y a Melander», pensó Martin Beck.

En el extremo del rompeolas volvió a detenerse. Aquí estuvo ella. O mejor dicho: sobre una lona doblada, depositaron el cuerpo malherido y lacerado de alguien, prácticamente expuesto a los ojos de todo el mundo. Al cabo de unas horas fue trasladada en camilla por dos señores serios de uniforme, y después un viejo que lo tenía por oficio la abrió y destripó, volvió a cerrarla por decoro, cosiendo solo lo imprescindible, y fue a parar a un congelador de la morgue. En cuanto a él, no lo había visto. Debería estar agradecido, reflexionó.

Martin Beck se dio cuenta de que tenía las manos cruzadas en la espalda mientras se mecía sobre las plantas de los pies, una costumbre de los años de patrulla tan difícil de evitar como insufrible. Además, se había quedado mirando fijamente un trozo de suelo de cemento gris que carecía de interés, pues la lluvia había borrado hacía mucho tiempo los últimos restos de la silueta trazada con tiza en la primera investigación rutinaria. Aparentemente, debió de quedarse un buen rato en esa posición, pues el entorno sufrió ciertos cambios. El más llamativo era un pequeño barco blanco de pasajeros que se dirigía hacia la esclusa a considerable velocidad. Al pasar la draga, una veintena de cámaras enfocaron hacia esta extraña embarcación; en respuesta, el operario de la draga salió de su cabina e hizo una foto a los pasajeros. Martin Beck siguió la nave con la mirada al dejar atrás el extremo del rompeolas y reparó en ciertos detalles repugnantes. El casco, de líneas puras, tenía el mástil cortado y la chimenea original, que sin duda debió de ser alta, recta y bella, había sido sustituida por un extraño capuchón aerodinámico de metal. En las entrañas, donde la maquinaria debería dar golpes rítmicos, ronroneaba algo que probablemente fuera un motor diésel. La cubierta se encontraba abarrotada de turistas. Casi todos parecían viejos o de mediana edad, y algunos llevaban sombrero de paja con cintas de flores.

El barco se llamaba Juno. Recordó que Ahlberg le había mencionado este nombre ya el primer día que se conocieron.

Ahora había una llamativa cantidad de gente en el rompeolas y en ambas orillas del canal. Algunos pescaban con caña y otros tomaban el sol, pero la gran mayoría se dedicaba a observar el barco. Por primera vez en varias horas, Martin Beck tuvo un motivo para decir algo.

—¿Siempre pasa a la misma hora?

—Sí, si sale de Estocolmo. A las doce y media, eso es. El que va en la otra dirección llega más tarde, a las cuatro y pico. Se encuentran en Vadstena. Atracan allí.

—Mucha gente por aquí..., quiero decir en tierra...

—Bajan a ver el barco.

—¿Siempre hay tanta gente?

—Normalmente sí.

El hombre con el que hablaba se sacó la pipa de la boca para escupir en el agua.

—Menudo entretenimiento —comentó—. Quedarse mirando boquiabierto a unos malditos turistas.

Cuando Martin Beck regresaba por la orilla del canal, volvió a pasar aquel barco de pasajeros. Había superado ya la mitad de las esclusas y chapoteaba apaciblemente en la tercera. Muchos pasajeros habían bajado a tierra. Algunos estaban fotografiando la embarcación, otros hacían cola en los puestos de recuerdos, donde compraban banderines, tarjetas postales y recuerdos turísticos de plástico fabricados, sin duda, en Hong Kong. Martin Beck no consiguió convencerse a sí mismo de que tenía prisa y por el respeto acostumbrado a los recursos económicos del estado, volvió en autobús.

No había periodistas en el vestíbulo ni mensajes en recepción. Subió a la habitación, se sentó a la mesa y miró por la ventana a la plaza. En realidad tenía que regresar a la comisaría, pero ya había estado dos veces antes de comer.

Media hora después telefoneó a Ahlberg.

Hola. Me alegro de que hayas llamado. Está aquí el fiscal provincial.

—¿Y?

Va a dar una conferencia de prensa a las seis. Parece preocupado.

—¿Sí?

Quiere que vayas.

—Voy.

—¿Te llevas a Kollberg? No me ha dado tiempo a avisarle.

—¿Y Melander?

Ha salido con uno de los míos a comprobar una pista.

—¿Te pareció que podía ser importante?

—¡Qué va!

—¿Y por lo demás?

Nada. Al fiscal le preocupa la prensa. Llaman por el otro teléfono.

—Vale. Hasta ahora.

Se quedó sentado fumando apáticamente hasta que terminó el paquete. Luego miró el reloj, se levantó y salió al pasillo. Se detuvo tres puertas más allá, llamó y entró, a su manera, en silencio y como un rayo.

Kollberg estaba tumbado en la cama leyendo el periódico vespertino. Se había quitado los zapatos y la americana, y tenía desabrochada la camisa. Su arma reglamentaria descansaba sobre la mesilla, enredada en la corbata.

—Hoy hemos retrocedido a la página doce —dijo—. Están jodidos los pobres, no es fácil.

—¿Quiénes?

—Los malditos periodistas, quiénes van a ser. «El misterio en torno al brutal asesinato de una mujer en Motala sigue sin resolverse. No solo la policía local sino también los curtidos inspectores de la Brigada de Homicidios buscan a ciegas en las tinieblas más impenetrables». ¿De dónde sacan todo eso?

Kollberg era corpulento y daba la impresión de ser impasible y cordial, lo que había llevado a mucha gente a cometer errores fatales.

—«Al principio pareció un caso rutinario, pero se complica por momentos. El equipo que dirige la investigación se muestra sumamente reservado, se siguen varias líneas de investigación. La belleza desnuda del lago Boren...».

—Bah, que se jodan.

Echó una ojeada al resto del artículo y luego dejó caer el periódico al suelo.

—Me cago en diez. Menuda belleza. Una tía patizamba de lo más normal con mucho culo y pocas tetas.

Martin Beck recogió el periódico y se puso a hojearlo como ausente.

—Bueno, hay que reconocer que tenía un buen coño —dijo Kollberg.

—Que se convirtió en su desgracia —añadió filosóficamente.

—¿La has visto?

—Claro. ¿Tú no?

—Solo en fotos.

—Pues yo sí la he visto —dijo Kollberg—. Joder —añadió.

—¿Qué has hecho esta tarde?

—¿Tú qué crees? He leído los informes de los compañeros que han ido llamando a las puertas para recoger información en el vecindario. Una basura. Es una locura mandar a un montón de chavales así, a la deriva. Todos se expresan de manera diferente y ven cosas distintas. Algunos redactan cuatro páginas porque han encontrado un gato tuerto o críos con mocos, mientras que otros serían capaces de despachar tres cadáveres y una bomba de acción retardada en una oración subordinada de relativo. Además, todos formulan las preguntas a su manera.

Martin Beck no dijo nada. Kollberg suspiró.

—Deberían tener unos formularios —aconsejó—. Nos ahorraría tres cuartas partes del tiempo.

—Sí.

Martin Beck rebuscó algo en los bolsillos.

—Como es bien sabido, yo no fumo —advirtió Kollberg maliciosamente.

—El fiscal provincial da una conferencia de prensa dentro de media hora. Quiere que vayamos.

—Ajá. Sin duda será un acontecimiento muy divertido.

Señaló el periódico y propuso:

—¿Y si esta vez preguntamos nosotros a los periodistas? Este tío lleva cuatro días seguidos escribiendo que se espera un arresto en el transcurso de la tarde. Y la tía un día se parece a Anita Ekberg, y otro, a Sofía Loren.

Se incorporó y se sentó en la cama, se abrochó la camisa y se dispuso a atarse los cordones de los zapatos.

Martin Beck se acercó a la ventana.

—Va a llover —dijo.

—Y una mierda —contestó Kollberg bostezando.

—¿Estás cansado?

—Anoche dormí dos horas. Recorrimos los extensos bosques bajo la luz de la luna buscando a aquel tipo del manicomio de Sankt Sigfrid.

—Es verdad.

—Pues sí. Y cuando llevábamos siete horas arrastrando el culo por ese maldito póster turístico, alguien se tomó la molestia de decirnos que los compañeros del distrito de Klara ya habían cogido a ese cabrón anteayer en el parque de Berzelii.

Kollberg se terminó de vestir y se enfundó el arma. Echó un rápido vistazo a Martin Beck y dijo:

—Pareces deprimido. ¿Qué te pasa?

—Nada.

—Venga, vamos. La prensa mundial nos espera.

Ya había una veintena de periodistas en la sala donde iba a celebrarse la rueda de prensa, además del fiscal provincial, el fiscal de la ciudad, el comisario Larsson y un fotógrafo de la televisión con cámara y dos focos. A Ahlberg no se le veía. El fiscal provincial, sentado tras una mesa, hojeaba pensativo los papeles de una carpeta. Casi todos los demás se encontraban de pie. No había suficientes sillas. Todo el mundo hablaba a la vez y se quitaban la palabra unos a otros. Había poco espacio y el ambiente estaba cargado. Martin Beck, que odiaba las aglomeraciones, dio unos pasos hacia atrás y se colocó de espaldas a la pared, en la zona fronteriza entre los que contestaban y los que hacían las preguntas.

Al cabo de unos minutos, el fiscal provincial se dirigió al fiscal de la ciudad y le dijo algo. Este se volvió hacia Larsson y le preguntó en un susurro de apuntador que se abrió paso entre tantas voces:

—¿Dónde demonios se ha metido Ahlberg?

Larsson cogió el teléfono y cuarenta segundos más tarde Ahlberg entró en la sala con los ojos rojos, sudando y la americana a medio poner.

El fiscal provincial se levantó y dio unos golpecitos sobre la mesa con su estilográfica. Era alto y fuerte, y vestía de manera sumamente correcta, rayando en la elegancia.

—Señores míos, me alegra ver a tantos periodistas en esta improvisada sesión informativa. Distingo representantes de todos los medios de comunicación, prensa, radio y televisión.

Hizo una ligera reverencia hacia el cámara de televisión, aparentemente el único entre los presentes que era capaz de identificar con seguridad.

—Asimismo, me alegra poder decir sin dudarlo que su manera de tratar esta trágica y... delicada historia, ha sido, en general, correcta y responsable. Por desgracia, hay también algunas excepciones, el sensacionalismo y las especulaciones sin fundamento están fuera de lugar en casos tan... lamentables como...

Kollberg bostezó exageradamente y ni se molestó en taparse la boca con la mano.

—Como comprenderán ustedes, y seguramente no hará falta que vuelva a insistir en ello, esta investigación es de una naturaleza especialmente... delicada y...

Desde el otro extremo de la sala, Ahlberg observaba a Martin Beck con sus claros ojos azules llenos de un triste entendimiento.

—Y precisamente estos... casos tan especiales exigen, como es lógico, un tratamiento más que prudente.

El fiscal provincial continuaba hablando. Martin Beck miró por encima del hombro al periodista de delante y vio cómo dibujaba una estrella en su cuaderno con maestría. El cámara de televisión estaba apoyado en el trípode.

—... y naturalmente no queremos, bueno, ni queremos ni podemos ocultar que estamos muy agradecidos por toda la ayuda recibida en esta... delicada investigación. En resumen, necesitamos la ayuda de lo que solemos llamar «el público, el gran detective».

Kollberg bostezó. La cara de Ahlberg ya solo mostraba desesperación.

Finalmente, Martin Beck se atrevió a mirar a los presentes en la sala. Conocía a tres de los periodistas, eran mayores y venían de Estocolmo; reconoció a dos más. Casi todos parecían muy jóvenes.

—Así pues, señores míos, el equipo que dirige esta investigación está a su entera disposición —concluyó el fiscal y se sentó.

Con aquella intervención, por lo visto había dicho todo lo que tenía que decir. El comisario Larsson contestó al principio a las preguntas. La mayoría las hacían tres jóvenes reporteros que se interrumpían entre ellos sin cesar. Martin Beck reparó en que algunos de los periodistas permanecían en silencio y no tomaban notas. La actitud que demostraban hacia la dirección de la investigación parecía mostrar compasión y comprensión. Los fotógrafos bostezaban. La sala estaba ya muy cargada por el humo del tabaco.

PREGUNTA: ¿Por qué no se ha convocado una rueda de prensa hasta ahora?

RESPUESTA: El equipo que dirige la investigación se ha visto desbordado por una sobrecarga de trabajo. Además, ciertos datos sustanciales son de tal género que no se pueden hacer públicos sin arriesgar la investigación.

PREGUNTA: ¿Se prevé algún arresto inminente?

RESPUESTA: Es posible, pero de momento, desafortunadamente, no podemos dar una respuesta concreta.

PREGUNTA: ¿Realmente tienen alguna idea en este caso?

RESPUESTA: Todo lo que les puedo decir es que se está siguiendo una línea específica en la investigación.

(Después de esta asombrosa serie de medias verdades, el comisario dirigió una mirada triste al fiscal provincial, absorto en sus propias uñas.)

PREGUNTA: Acaban de criticar a algunos de mis colegas, ¿acaso cree el equipo de investigación que los periodistas, de manera más o menos intencionada, hemos distorsionado los hechos?

(La pregunta fue hecha por un reportero, conocido por sus fabulaciones sin fundamento, cuyos artículos habían hecho una profunda impresión en Kollberg.)

RESPUESTA: Sí, desgraciadamente.

PREGUNTA: ¿Y no ha sucedido más bien que la policía nos ha dejado a los periodistas en la estacada al no facilitarnos información objetiva e, intencionadamente, nos ha abandonado a nuestro propio albedrío?

RESPUESTA: Hummm...

(Algunos de los periodistas menos habladores empezaron a dar muestras de incomodidad.)

PREGUNTA: ¿Han identificado a la víctima?

(El comisario Larsson pasó la pelota a Ahlberg con una rápida mirada en su dirección, se sentó y con gesto ostensivo sacó un puro del bolsillo del pecho.)

RESPUESTA: No.

PREGUNTA: ¿Es probable que provenga de la ciudad o de los alrededores?

RESPUESTA: No parece probable.

PREGUNTA: ¿Por qué?

RESPUESTA: En caso de que así fuera, habríamos podido determinar su identidad.

PREGUNTA: ¿Es esta la única razón para suponer que la víctima proviene de alguna otra parte del país?

(Ahlberg miró sobriamente al comisario, quien dedicaba toda su atención al puro.)

RESPUESTA: Sí.

PREGUNTA: ¿Ha dado resultado la búsqueda en el fondo del canal, junto al rompeolas?

RESPUESTA: Hemos hallado algunos objetos.

PREGUNTA: ¿Se pueden relacionar esos objetos con el crimen?

RESPUESTA: Resulta difícil de decir.

PREGUNTA: ¿Qué edad tenía?

RESPUESTA: Probablemente entre veinticinco y treinta años.

PREGUNTA: ¿Exactamente cuánto tiempo llevaba muerta cuando fue encontrada?

RESPUESTA: Tampoco es sencillo de precisar. Entre tres y cinco días.

PREGUNTA: La descripción que se ha hecho pública parece difusa. ¿No pueden ser más precisos?

RESPUESTA: Hemos realizado una nueva descripción. Tenga. Asimismo, se ha retocado una foto de su rostro que les agradecería que publicaran.

(Ahlberg cogió una pila de papeles de la mesa y empezó a repartirlos. El ambiente de la sala resultaba pesado y sofocante.)

PREGUNTA: ¿No tenía alguna marca particular en el cuerpo?

RESPUESTA: Por lo que sabemos, no.

PREGUNTA: ¿Qué quiere decir?

RESPUESTA: Pues que no tenía marcas, simplemente.

PREGUNTA: ¿El examen de la dentadura ha dado alguna pista?

RESPUESTA: Que sus dientes estaban sanos.

(Siguió una pausa larga y tensa. Martin Beck vio que el reportero de delante continuaba perfeccionando su estrella.)

PREGUNTA: ¿Qué han concluido tras la operación puerta a puerta?

RESPUESTA: Se está trabajando con ese material.

PREGUNTA: ¿Sería posible que el cuerpo hubiera sido lanzado al agua lejos de aquí y que la corriente lo hubiera arrastrado hasta el rompeolas?

RESPUESTA: No lo veo probable.

PREGUNTA: En resumen, ¿podemos decir que la policía se encuentra ante un misterio?

Contestó el fiscal provincial:

—La mayoría de los delitos parecen misterios al principio.

Y así concluyó la conferencia.

Cuando abandonaban la sala, uno de los periodistas mayores se acercó a Martin Beck, le puso la mano en el brazo y le preguntó:

—¿No sabéis nada?

Martin Beck negó con la cabeza.

En el despacho de Ahlberg dos agentes estaban repasando todos los informes de las entrevistas de la operación puerta a puerta.

Kollberg se acercó a la mesa, echó un vistazo a un par de páginas y se encogió de hombros.

Entró Ahlberg. Se quitó la americana y la colgó en el respaldo de la silla. Luego se volvió hacia Martin Beck y dijo:

—El fiscal provincial quiere hablar contigo. Continúa ahí dentro.

El fiscal provincial y el fiscal de Motala estaban aún sentados en la mesa.

—Beck —empezó el fiscal provincial—, ya no considero necesaria su presencia aquí. Simplemente no hay trabajo para ustedes tres.

—Estoy completamente de acuerdo.

—Además, creo que gran parte del trabajo pendiente puede realizarse en otro lugar.

—Es posible.

—En resumen, no quiero retenerle aquí, sobre todo si su presencia resulta más necesaria en otro sitio.

—Soy de la misma opinión —se sumó el fiscal de la ciudad.

—Yo también —convino Martin Beck.

Se dieron la mano.

En el despacho de Ahlberg seguía reinando el silencio. Martin Beck no lo rompió.

Después de un rato entró Melander. Se quitó el sombrero, lo colgó y saludó serio con un movimiento de cabeza. Luego se acercó a la mesa, a la máquina de escribir de Ahlberg, metió una hoja de papel y escribió unas líneas. Lo firmó y lo archivó en una de las carpetas de la estantería.

—¿Tienes algo? —preguntó Ahlberg.

—No —respondió Melander.

No se había inmutado desde que entró.

—Regresamos mañana —dijo Martin Beck.

—Menos mal —contestó Kollberg bostezando.

Martin Beck dio un paso hacia la puerta, se dio la vuelta y miró al hombre de la mesa.

—¿Me acompañas al hotel? —le propuso.

Ahlberg inclinó la cabeza hacia atrás y miró al techo. Luego se levantó y se puso la americana.

En el vestíbulo del hotel se despidieron de Melander.

—Ya he cenado. Buenas noches.

Melander era un hombre de costumbres sanas. Además, economizaba el dinero de las dietas y se mantenía fundamentalmente a base de perritos calientes y refrescos.

Los otros tres entraron en el comedor y se sentaron.

—Un gin tonic —dijo Kollberg—. Gordon y Schweppes.

Los demás pidieron filete, cerveza y aguardiente. Le trajeron a Kollberg su bebida y la apuró en tres tragos. Martin Beck sacó la nueva descripción y la leyó.

—Me voy a la cama —dijo Kollberg.

—¿Me haces un favor?

—Siempre dispuesto.

—Quiero que redactes otra descripción especialmente para mí. No solo de las características físicas, sino una descripción más completa. No la de un cadáver, sino la de una persona. Detalles. Cómo podría haber sido cuando vivía. No hay prisa.

Kollberg se quedó callado un rato.

—Entiendo lo que quieres decir —aseguró—. Por cierto, hoy nuestro amigo Ahlberg mintió a los medios de comunicación internacionales convocados. Ella, de hecho, tenía un lunar en la parte interna del muslo izquierdo. Marrón. Con forma de cerdo.

—No reparamos en eso —reconoció Ahlberg.

—Yo sí —replicó Kollberg.

Antes de marcharse, dijo:

—No te preocupes. Uno no puede verlo todo. Además, ahora es tu homicidio. Olvida que he estado aquí. Fue un espejismo. Hasta luego.

—Hasta luego —se despidió Ahlberg.

Cenaron en silencio. Pasado un buen rato, Ahlberg, sin levantar la vista de su coñac, añadió:

—¿Piensas dejar esto ahora?

—No —contestó Martin Beck.

—Yo tampoco —dijo Ahlberg—. Nunca jamás.

Media hora después se despidieron.

Cuando Martin Beck entró en su habitación, se encontró una hoja de papel doblada que alguien había metido por debajo de la puerta. La abrió y enseguida reconoció la letra de Kollberg, ordenada y de fácil lectura. Conocía bien a Kollberg desde hacía mucho tiempo, así que no se sorprendió.

Se desnudó, se lavó de cintura para arriba con agua fría y se puso el pijama. Luego sacó los zapatos al pasillo, colocó los pantalones debajo del colchón, apagó la luz del techo, encendió la lámpara de la mesilla y se metió en la cama.

Kollberg había escrito:

En lo que se refiere a la mujer que ocupa tus pensamientos se puede concluir lo siguiente:

1. Medía 1,67 (como ya sabes), tenía ojos azul grisáceo y el pelo castaño oscuro. Los dientes completamente sanos, sin marcas de cicatrices por intervenciones quirúrgicas ni ningún otro tipo de marcas en el cuerpo, con la excepción de un lunar en la parte alta de la cara interna del muslo izquierdo, a cuatro o cinco centímetros de la ingle. Marrón, del tamaño de una moneda de diez céntimos y con forma oval, parecía un pequeño cerdo. Tenía veintisiete o veintiocho años (según la opinión que conseguí sonsacarle por teléfono al forense). Pesaba aproximadamente cincuenta y seis kilos.

2. Su constitución: hombros delgados y cintura bastante fina, caderas anchas y glúteos bien desarrollados. Sus medidas debieron de haber sido, aproximadamente: 82-58-94. Los muslos: fuertes y largos. Las piernas: pantorrillas musculosas, espinillas relativamente fuertes, aunque no gruesas. Los pies apenas tienen deformaciones, con dedos largos y rectos. Ausencia de callos, pero con fuertes durezas en las plantas de los pies, como si anduviera mucho descalza y el resto del tiempo en sandalias o botas de goma. Tenía mucho vello en las piernas, probablemente las llevaba desnudas la mayoría del tiempo. Forma de las piernas: defectuosa. Sin duda andaba juntando las rodillas y con los dedos de los pies apuntando hacia fuera. Tenía bastante masa corporal, pero no era obesa. Brazos delgados. Manos pequeñas, pero dedos largos. Número de calzado: 37.

3. El bronceado del cuerpo indica: había tomado el sol en bikini y con gafas de sol. Había calzado sandalias de tiras.

4. El sexo bien desarrollado con abundante vello oscuro. Los pechos pequeños y flácidos. Los pezones grandes y de color marrón oscuro.

5. El cuello bastante corto. Rasgos de la cara bien definidos. Boca grande con labios carnosos. Cejas rectas, pobladas y oscuras; pestañas de un color más claro, no muy largas. Nariz recta, corta y bastante ancha. No hay rastro de maquillaje en la cara. Las uñas de manos y pies duras y probablemente cortas. No hay restos de esmalte.

6. En el informe de la autopsia (que ya has leído) me fijé en que no había dado a luz ni había tenido ningún aborto. El crimen no se relacionaba con un coito convencional (no hay rastro de esperma). Había comido de 3 a 5 horas antes de morir: carne, patatas, fresas y leche. No hay rastro de enfermedades o cambios orgánicos. No fumaba.

He pedido que me despierten a las seis. Hasta luego.

Martin Beck leyó el resumen de Kollberg dos veces antes de doblar el papel y dejarlo sobre la mesilla. Luego apagó la lámpara y se dio la vuelta hacia la pared.

Había empezado ya a clarear cuando se durmió.

Roseanna

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