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—He conocido a muchos tíos bestias en mi vida —dijo Per Månsson—. Pero Bertil Mård es uno de los peores.

Estaban sentados en la terraza de Månsson que daba a Regementsgatan, con una sensación muy agradable.

Martin Beck había tomado el autobús a Malmö, más que nada por moverse un poco y para al menos poder decir que había recorrido el trayecto que Sigbrit Mård a todas luces no había hecho.

También había tratado de interrogar al conductor del autobús, con pobres resultados, ya que el hombre era un sustituto y no había conducido el autobús ese día.

Månsson era un hombre grande, tranquilo, que se tomaba las cosas con calma y que raramente exageraba. Pero ahora declaró:

—Ese tipo parecía un matón.

—Muchos capitanes de barco son algo peculiares —advirtió Martin Beck—. Muy a menudo son personas muy solitarias y si tienen una cierta predisposición al carácter tiránico se vuelven duros y autocráticos. Matones. Socializan solo con el jefe.

—¿El jefe?

—El maquinista naval primero.

—Ah.

—Muchos beben y se comportan de forma tiránica con la tripulación. A veces hacen como si esta ni existiese. Ni siquiera tienen trato con los segundos de a bordo.

—Sabes mucho de barcos.

—Sí, es mi hobby. Una vez tuve un caso en un barco. Asesinato. En el océano Índico. En un buque de carga. Uno de los más interesantes que he tenido.

—Bueno, yo conozco al capitán del Malmöhus. Es un tipo muy majo.

—Las cosas suelen ser distintas en los barcos de pasajeros. En ellos las compañías navieras colocan a otra clase de oficiales porque los capitanes deben pasar el rato con los pasajeros. En los barcos grandes tienen la captains table y todo eso.

—¿Captains table?

—Sí, tienen su propia mesa en el comedor. Para entretener a ilustres pasajeros de primera clase.

—Vaya.

—Pero Mård navegaba en barcos de carga. Y eso es bastante distinto.

—Sí, era un jodido chulo —dijo Månsson—. Nos ponía a parir, a mí y a su parienta. Un cabronazo. Se creía alguien superior. Descarado y arrogante. Suelo tomarme las cosas con calma, pero esta vez casi me puse de mala leche. Era demasiado.

—¿Qué hace ahora?

—Tiene una taberna en Limhamn. Conoces la historia, ¿verdad? Se destrozó el hígado a fuerza de beber en Ecuador o Venezuela. Estuvo en el hospital por allí un tiempo. Luego la compañía lo puso en un avión de vuelta a casa. No obtuvo certificado de buena salud, así que no se pudo enrolar de nuevo. Regresó a Anderslöv y las cosas no le fueron nada bien. Empinaba el codo y felpeaba a su esposa. Ella quiso divorciarse. Él no quería. Pero ella obtuvo el divorcio. Fue pan comido.

—Nöjd dice que tiene una coartada para el día 17.

—Sí, más o menos. Cogió el ferry a Copenhague para irse de juerga. Pero es una coartada de mierda. En mi opinión. Dijo que iba sentado en el salón de proa. El ferry ahora sale a las doce menos cuarto, antes lo hacía a las doce. Dijo que iba solo en el salón y que el camarero tenía una resaca de mil demonios. Un miembro de la tripulación estaba allí jugando a la máquina tragaperras. Yo mismo suelo hacer ese recorrido. El camarero, Sture se llama, está siempre resacoso y tiene bolsas bajo los ojos. Y el mismo miembro de la tripulación suele estar siempre jugando en la máquina tragaperras.

Månsson sorbió de su copa. Siempre tomaba lo mismo, un combinado con grapetonic. Es una especialidad sueco-finesa que se denomina Gripenberger en honor de un dudoso oficial noble.

Hacía buen tiempo en Malmö, de modo que la ciudad parecía casi habitable.

—Creo que deberías hablar con Bertil Mård tú mismo —sugirió Månsson.

Martin Beck asintió con la cabeza.

—Los testigos lo identificaron —añadió Månsson—. Tiene un aspecto un poco especial. El problema es que lo mismo sucede todos los días. El ferry sale desde aquí a la misma hora y por lo general con los mismos pasajeros. No se puede esperar que el personal de a bordo sea capaz de reconocer a alguien unas pocas semanas más tarde y estar seguros de no haberse equivocado de día. Habla con él y verás.

—¿Tú ya lo has interrogado?

—Sí, y no me quedé muy convencido.

—¿Tiene coche?

—Sí. Vive en la zona oeste, a un tiro de piedra de aquí, si lanzas la piedra lejos de la hostia. Mäster Johansgatan 23. Tarda media hora en llegar en coche a Anderslöv. Aproximadamente.

—¿Por qué subrayas eso en particular?

—Bueno, parece haber hecho el viaje alguna que otra vez.

Martin Beck no hizo más preguntas sobre la cuestión.

Era 3 de noviembre, sábado, y casi todavía verano. A pesar de que era festivo, Martin Beck tenía la intención de perturbar la paz del capitán Mård. Era de suponer que él tampoco era religioso.

Kollberg no había llamado. Tal vez le había fascinado Växjö y había decidido quedarse más de un día. En ese caso, ¿cuál era la causa de tal fascinación? Tal vez alguien le había tentado con cangrejos pescados ilegalmente. Si bien es cierto que por entonces se podían comprar congelados, Kollberg no era de los que se dejan engañar fácilmente. Menos aún cuando se trataba de cangrejos de río.

Rhea le había llamado por la mañana. Le puso muy contento. Como siempre. En un año ella había cambiado su vida y le había proporcionado mayor satisfacción de la que le habían dado veinte años de matrimonio con una persona que en su momento había querido y que le había dado dos hijos y muchos momentos felices. Si se ponía a contarlos. «Le había dado hijos»: qué puñetera expresión, por cierto. ¿No tienen los dos progenitores algo que ver en el asunto? Él nunca había tenido esa sensación, en todo caso.

Con Rhea Nielsen todo era diferente: era desde luego una relación abierta, quizás un poco demasiado abierta. Eso pensaba alguna que otra vez. Pero, sobre todo, tenían un compañerismo que se extendía mucho más allá de su amor por esta mujer peculiarmente perfecta. Junto a ella había socializado con otras personas de una manera que nunca antes había sido posible. El inmueble en Estocolmo del que ella era propietaria constituía algo muy diferente de un común edificio de apartamentos de alquiler. Casi se le podía llamar una gran familia, una comuna, mas sin ninguna de las connotaciones negativas —muchas veces justificadas, pero a menudo imaginarias— de esa desacreditada palabra. Los miembros de las comunas fuman marihuana y se aparean unos con otros como conejos. Entre una y otra cosa, hablan de chorradas y comen comida macrobiótica, no trabajan, y viven a costa de los servicios sociales. Los miembros se consideran a sí mismos como víctimas de un sistema social fracasado. A menudo toman LSD y creen que pueden volar o darle una puñalada en el vientre a su mejor amigo solo para vivir una experiencia enriquecedora, o incluso se suicidan. No hace mucho, él pensaba lo mismo, al menos en parte y de vez en cuando. Y, ciertamente, había un grano de verdad en ello, o más bien, un campo de maíz entero.

Su posición le proporcionaba el dudoso placer de participar en investigaciones secretas. La mayoría eran de tipo político, de modo que él las arrojaba de inmediato a la cesta de papeles secretos para que fueran reenviadas al siguiente burócrata que había prestado juramento de secreto. Por el contrario, solía leer aquellas que podía considerarse que afectaban a su propio trabajo. El suicidio era, por ejemplo, un tema que había empezado a interesarle cada vez más. Mensajes secretos sobre esta cuestión también llegaban con mayor frecuencia. La situación de partida era siempre la misma: Suecia iba en cabeza de la liga mundial con un amplio margen, que parecía aumentar de un informe a otro, pero, al igual que con otros asuntos, el jefe nacional de policía había decretado que nada podía salir de allí. Por otro lado, las explicaciones eran diversas. Otros países hacían trampa en las estadísticas. Durante largo tiempo había sido popular poner en la picota a los países católicos, pero luego el arzobispo y algunos peces gordos religiosos de la policía empezaron a quejarse. Los estados con una forma socialista de gobierno sirvieron como reemplazo, pero la policía de seguridad se había puesto a dar coces de inmediato debido a que ya no podía usar a sacerdotes como espías. Como la actividad secreta de la policía de seguridad pertenecía a la clase de cosas que siempre, ineludiblemente, salían a la luz, en la Dirección General de Policía todo el mundo dio un suspiro de alivio, y cuentan las malas lenguas que el propio jefe nacional de policía expresó sus dudas sobre la idea de que los sacerdotes suecos, algunos de los cuales eran pura y simplemente rojos organizados, pudieran espiar a los comunistas suecos o tener la capacidad de hacer caer a un adversario tan formidable como la Unión Soviética.

Pero todo esto, como de costumbre, eran rumores sin fundamento. «Nada de allí podía salir», se decía a veces en broma. O al menos para variar la formulación. Pero los ortodoxos no toleraban casi nada. Había que decir: esto no sale de aquí.

Y punto.

El servicio secreto no toleraba bromas. Quizás uno se hacía de tal pasta en una profesión de la que constantemente todo el mundo se reía. Unas semanas más tarde, aquel contraatacó. Los agentes detuvieron a dos escritores muy incómodos para el régimen e hicieron una redada en la redacción de un periódico. Las acciones se llevaron a cabo al estilo de las mejores películas de gánsteres, por policías secretos disfrazados de policías secretos y sin poderes. Probablemente les habían quitado las marcas de tintorería a las gabardinas, para el caso de que todo fuera como solía ser, es decir, una locura. Por si acaso arrestaron también a uno de sus propios agentes secretos y el fiscal jefe se emocionó tanto por esta repentina actividad que probablemente se habría arrestado a sí mismo de no haber sido por la obligatoria pena de prisión que sigue a una prueba confidencial.

Incluso el primer ministro parecía haberse quedado mudo, lo cual era tan sensacional como un concierto de gala.

Poco antes, había utilizado un atraco bancario que por una vez había fracasado, así como la defunción de Su Majestad el Rey para sostener un discurso electoral, si bien disfrazado con diversos ropajes y expresiones faciales.

El uso de la lengua también era un poco curioso.

Una persona transportada por la policía desde la prisión a las instalaciones del banco se hacía acreedora del apelativo de «monstruo» o «inhumano» en las retransmisiones televisivas en directo.

Con el tiempo, sería condenado a seis años de prisión sin haber participado en el atraco ni ser culpable de cualquier otro delito.

Pero nada de dolor innecesario para el líder político del país.

En todo caso, la palabra deshonestidad no salía de su boca. Y, después de todo, puede considerarse deshonesto intentar atracar un banco, incluso si la propiedad es del Estado, dentro del fingido socialismo de economía mixta.

El jefe nacional de policía tenía un mal día. No había tenido la oportunidad de pronunciar su discurso, y además había estado sentado en un mal lugar durante la conferencia de prensa, de manera que en gran parte fue eclipsado por periodistas ansiosos.

El aspecto del ministro de Justicia había sido triste.

Tenía fama de ser un hombre honesto y sosegado y, dentro de ciertos círculos de la policía, su cuota de mercado era muy baja.

Tal vez pensaba en el último informe secreto sobre suicidios.

La esencia del mismo era la siguiente: como la mayoría de la gente no se pega un tiro ni se tira desde el puente de Västerbron, sino que primero se emborrachan y luego se meten un tarro entero de somníferos, esta última categoría puede descartarse, en cuanto constituye un envenenamiento accidental, o eliminarse completamente de las estadísticas, que así de repente son notablemente favorables.

El propio Martin Beck pensaba con frecuencia sobre este tema.

Por ejemplo, en ese momento.

Månsson vertió más grapetonic en su Gripenberger.

Llevaba un largo rato sin decir nada, y a juzgar por su vestimenta tampoco tenía intención de salir.

Vestía una camiseta de rejilla, pantalones de franela y zapatillas de felpa, además de una bata que parecía concordar con todo lo demás.

—La parienta llegará en un ratito —anunció—. Suele aparecer cerca de las tres.

Al parecer, Månsson continuaba con su vida de soltero entresemana, en la medida de que pasaba cinco días de la semana solo y los fines de semana con su esposa.

Vivían en pisos separados.

—Es un buen sistema —comentó—. Claro que he tenido una novia en Copenhague durante un año o así. Ella estaba bien, pero acabó siendo muy pesado a largo plazo. Ya no soy un jovencito.

Martin Beck reflexionó un momento sobre lo que su interlocutor acababa de decir.

Månsson ciertamente era algo mayor que él, pero la diferencia no podía ser superior a un par de años.

—Pero estuvo muy bien mientras duró. Se llamaba Nadja. No sé si la llegaste a conocer.

—No —respondió Martin Beck.

De repente, quería dejar el tema.

—¿Cómo está Benny Skacke, por cierto?

—No está mal. Ahora es inspector de policía criminal y se ha casado con su fisioterapeuta. Tuvieron una niña la primavera pasada. Nació un domingo, algo más pronto de lo que esperaban, y él estaba en Minnesberg jugando al fútbol cuando sucedió. Dice que las cosas más importantes de su vida le ocurren cuando juega al fútbol. A saber lo que quiere decir con eso.

Martin Beck sabía muy bien a qué se refería Skacke, pero no dijo nada.

—En cualquier caso, es un buen policía —añadió Månsson—. De los que empiezan a escasear. Por desgracia, tengo la sensación de que echa de menos esto. Es como si no pudiera acostumbrarse a esta ciudad. Aunque lleva aquí casi cinco años, todavía echa de menos Estocolmo.

Antes de apurar su copa, agregó en tono filosófico:

—¿Cómo demonios puede echarlo de menos?

Luego miró fijamente el reloj.

—Quizás es mejor que me vaya ya —observó Martin Beck.

—Sí —asintió Månsson—. Iba a decirte que es mejor que te reúnas con Mård mientras esté sobrio. Pero la verdadera razón es diferente.

—¿Cuál?

—Si te quedas quince minutos más, te encontrarás con mi esposa. Y si es así, debo vestirme. Ella es un poco convencional y nunca va a aceptar que trate con altos mandos de la policía con este atuendo. ¿Te pido un taxi?

—La verdad es que prefiero caminar.

Había estado en Malmö varias veces y se orientaba bien, al menos por el centro.

Por otra parte, hacía buen tiempo y quería aclararse las ideas antes de conocer a Bertil Mård.

Era consciente de que Månsson le había proporcionado una idea preconcebida.

Estaba claro que este sería un caso en el que ese tipo de ideas iban a jugar un papel muy importante.

Las ideas preconcebidas nunca son buenas. El riesgo de ser influido por ellas es igual al riesgo de no tenerlas en cuenta. Uno siempre debe ser consciente de que una idea puede ser correcta incluso si es preconcebida.

Martin Beck estaba ansioso por formarse su propia opinión acerca de Mård. Sabía que pronto se conocerían.

La taberna estaba cerrada por ser día festivo y Månsson se había tomado la molestia de destacar un policía en prácticas para que vigilase la casa de Mäster Johansgatan, con instrucciones de avisar si Mård salía de la misma.

El asesino de policías

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