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De todo eso, Martin Beck no sabía nada.

Se encontraba en su despacho, en la jefatura sur de policía en Västberga, ocupado con asuntos de índole bien distinta. Con la silla echada hacia atrás, se había acomodado con las piernas extendidas y los pies apoyados en el cajón inferior del escritorio, que estaba abierto a medias. Mordía el filtro de papel de un Florida recién encendido, tenía las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos y miraba por la ventana con los ojos entreabiertos. Estaba pensando.

Como era comisario de la Brigada Nacional de Homicidios, uno podría suponer que reflexionaba sobre, por ejemplo, el asesinato a hachazos en el barrio de Söder, que, transcurrida una semana, seguía sin resolverse. O sobre el cadáver de la mujer no identificada que el día anterior habían pescado en la bahía de Riddarfjärden. Pero no era así.

Estaba pensando en qué comprar para la cena que iba a ofrecer esa misma noche.

A finales de mayo, tras agenciarse un pequeño apartamento en Köpmangatan, Martin Beck había abandonado su casa. Llevaba dieciocho años casado con Inga, pero hacía tiempo que el matrimonio se había ido al traste. En enero, cuando Ingrid, su hija, lio el petate y se fue a vivir con un compañero, Martin Beck le planteó a su mujer la separación. En un principio, ella protestó, pero cuando Martin Beck alquiló el apartamento, no tuvo más remedio que afrontar la realidad y al final aceptó la decisión. Rolf, el hijo favorito de Inga, tenía solo catorce años y Martin Beck sospechaba que, en el fondo, la idea de quedarse sola con el chico le parecía bastante satisfactoria.

El apartamento resultaba acogedor, ni demasiado grande ni demasiado pequeño. Cuando finalmente logró poner en orden las cosas que se había traído de su anterior vivienda, situada en el oscuro barrio de Bagarmossen, y tras adquirir el resto de las cosas que necesitaba, invitó a sus tres mejores amigos a cenar, en lo que podía considerarse un arranque de presunción. Teniendo en cuenta que sus destrezas culinarias se limitaban, todo lo más, a hervir un huevo y preparar una taza de té, advirtió que esta decisión había sido, cuando menos, bastante atrevida. Intentó recordar qué solía preparar Inga cuando tenían invitados, pero solo consiguió evocar imágenes difusas de guisos imponentes, cuyos ingredientes y preparación le resultaban de todo punto ignotos.

Martin Beck encendió otro cigarrillo y pensó confusamente en el lenguado Walewska y el filete Oscar, por no hablar del cœur de filet provençale. A esto se añadía una circunstancia adicional que no había tenido en cuenta al pronunciar su precipitada invitación: sus tres eventuales invitados eran las personas más voraces que conocía.

Lennart Kollberg, su hombre de confianza, era gourmet a la par que gourmand, como Martin Beck había tenido ocasión de constatar las veces que se había aventurado a bajar a la cantina de la comisaría. Además, su cuerpo voluminoso denotaba a las claras un gran interés por las delicias de la buena mesa, y ni siquiera un feo navajazo en el estómago recibido el año anterior había podido remediar ese rasgo distintivo. Gun Kollberg no tenía las dimensiones de su marido, pero sí compartía su buen apetito. Y Åsa Torell, convertida ahora también en colega tras ser destinada a la brigada antivicio una vez licenciada en la Academia de Policía, era una auténtica Gargantúa.

Martin Beck recordaba perfectamente el aspecto de Åsa un año y medio atrás, después de la muerte de su marido —el policía más joven del equipo, víctima de un asesino múltiple—: pequeña, flaca y enjuta. Ahora ya había superado lo peor, recuperado el apetito e incluso engordado un poco. Debía de tener un metabolismo formidable.

Por un momento, Martin Beck consideró la idea de pedir a Åsa que viniera un poco antes para echarle una mano, pero la rechazó en seguida.

De repente, un carnoso puño golpeó la puerta, que acto seguido se abrió para dejar paso a Kollberg:

—¿En qué estás pensando? —preguntó mientras se dejaba caer en la silla de visitas, que chirrió considerablemente al recibir su peso.

Nadie hubiera sospechado que Kollberg, con toda probabilidad, conocía más artimañas y sabía desenvolverse en las técnicas de lucha mejor que cualquier otro miembro del cuerpo.

Martin Beck bajó los pies del cajón y acercó la silla al escritorio. Antes de contestar, apagó el cigarrillo con mucho cuidado en el cenicero.

—En ese asesinato a hachazos en Hjorthagen —mintió—. ¿Ha habido alguna novedad?

—¿Has visto el informe de la autopsia? Allí pone que el hombre murió tras el primer hachazo. Al parecer, tenía un hueso craneal muy fino.

—Sí, ya lo sé —respondió Martin Beck.

—Todo se aclarará cuando podamos hablar con la mujer —dijo Kollberg—. Sigue en estado de shock, según afirmaban en el hospital esta mañana. Lo mismo fue ella quien lo mató, vete a saber.

Kollberg se levantó y se acercó a abrir la ventana.

—Ciérrala —le pidió Martin Beck.

Kollberg cerró la ventana.

—¿Cómo puedes aguantarlo? —se quejó—. Esto es un horno.

—Prefiero asarme que envenenarme —replicó Martin Beck filosóficamente.

La jefatura sur de policía estaba ubicada justo al lado de la carretera de circunvalación de Essingeleden, y cuando el tráfico era denso,como entonces, al comienzo de las vacaciones de verano, se notaba claramente el alto grado de contaminación atmosférica.

—¡Allá tú! —exclamó Kollberg, dirigiéndose con pasos pesados hacia la puerta—. De todos modos, intenta sobrevivir hasta esta noche. Dijiste a las siete, ¿no?

—Sí, a las siete —repuso Martin Beck.

—Ya tengo hambre —dijo Kollberg de forma provocadora.

—Serás bienvenido —contestó Martin Beck, pero la puerta ya se había cerrado de un portazo.

Un momento después empezaron a sonar los teléfonos y a presentarse personas con papeles que firmar, informes que leer y preguntas que contestar, de modo que Martin Beck apartó de su mente cualquier pensamiento relacionado con el menú de esa noche.

A las cuatro menos cuarto, abandonó la jefatura sur de policía y cogió el metro en dirección al centro, hasta el mercado de Hötorgshallen. Pasó tanto tiempo en el mercado realizando sus compras que, al final, no le quedó otra opción que coger un taxi hasta su casa en Gamla Stan para tener tiempo de prepararlo todo.

A las siete menos cinco terminó de poner la mesa. Se quedó mirándola.

Sobre la mesa había arenques al eneldo, nata agria y cebolleta picada. Un cuenco con huevas de alburno, adornado con una tira de cebolla picada, eneldo y gajos de limón. Salmón ahumado en rodajas finas sobre delicadas hojas de lechuga. Huevos cocidos cortados a gajos. Arenque ahumado. Platija ahumada. Salami húngaro, chorizo polaco, salchichón finlandés y morcilla de Escania. Una gran fuente de ensalada llena de gambas frescas, plato del que estaba especialmente orgulloso, pues lo había preparado él mismo y, para su gran asombro, estaba delicioso. Seis quesos diferentes encima de una tabla de picar de madera. Rabanitos picantes y aceitunas. Pan Pumpernickel alemán, pan de hogaza húngaro y pain-riche francés recién salido del horno. Mantequilla campera servida en una bonita tarrina tradicional, de madera. Las patatas nuevas hervían a fuego lento sobre los fogones, emitiendo pequeñas nubes de aroma de eneldo. En la nevera había cuatro botellas de Piesporter Falkenberg y latas de Carlsberg Hof, y en el congelador, una botella de aguardiente Løjtens Akvavit.

Martin Beck estaba muy contento con el resultado de sus esfuerzos. Ahora solo faltaban los invitados.

Åsa Torell llegó la primera. Martin Beck preparó Campari con soda para ambos y, con el aperitivo en la mano, dieron una vuelta por la casa.

El apartamento consistía en un dormitorio, salón, cocina, cuarto de baño y recibidor. Las habitaciones eran pequeñas, pero prácticas y acogedoras.

—No creo que haga falta preguntarte si estás a gusto —dijo Åsa Torell.

—Como la mayoría de la gente de Estocolmo, supongo que siempre he soñado con una casa en el casco viejo —reconoció Martin Beck—. Además, estoy encantado de poder vivir a mi aire.

Åsa asintió con la cabeza. Estaba apoyada en el alféizar de la ventana, con los pies cruzados, sosteniendo la copa con las dos manos. Era pequeña y delgada, con grandes ojos marrones y pelo oscuro, corto. Lucía un bonito bronceado y tenía un aspecto sano, tranquilo y relajado. Martin Beck se alegraba de verla así, porque superar la muerte de Åke Stenström le había costado lo suyo.

—¿Y tú qué tal? —preguntó Martin Beck—. También te has cambiado de casa hace poco, ¿no?

—Pásate a verme un día y así la ves —dijo Åsa.

Tras la muerte de Åke Stenström, Åsa se instaló durante un tiempo en casa de Gun y Lennart Kollberg, y como no quería volver al piso que había compartido con su marido, lo cambió por un apartamento junto a Kungsholmsstrand. También se despidió de su empleo en una agencia de viajes para ingresar en la Academia de Policía.

La cena fue todo un éxito. Aunque el propio Martin Beck no comía mucho —no lo hacía muy a menudo, por no decir nunca—, los manjares fueron desapareciendo a buen ritmo. Llegó a preguntarse con ansiedad si sería suficiente, pero cuando los invitados se levantaron de la mesa, parecían llenos y satisfechos; Kollberg incluso se desabrochó discretamente el botón de sus pantalones. Åsa y Gun preferían beber aguardiente y cerveza antes que vino, así que al terminar la cena, la botella de Løjtens Akvavit estaba tan vacía como la propia mesa.

Martin Beck sirvió coñac con el café, levantó su copa y dijo:

—Vamos a asegurarnos una buena resaca mañana por la mañana, ahora que por una vez libramos todos.

—Yo no —protestó Gun—. A las cinco de la mañana, Bodil vendrá a despertarme y se pondrá a saltar sobre mi estómago para que le dé de desayunar.

Bodil era la hija de Gun y Lennart Kollberg. Tenía dos años.

—No te preocupes —la tranquilizó Kollberg—. Mañana yo me encargo de Bodil, con o sin resaca. Y no hables del trabajo, Martin. Si hubiera podido conseguir un trabajo honrado, habría dejado el cuerpo después del golpe, hace un año.

—No pienses en eso ahora —dijo Martin Beck.

—Es muy difícil no hacerlo —replicó Kollberg—. Tarde o temprano, el cuerpo de policía se vendrá abajo. No hay más que ver a esos pobres paletos que van por ahí rondando las calles en uniforme sin saber muy bien qué hacer. Por no hablar de la dirección...

—Ya —dijo Martin Beck para tranquilizar a su amigo, mientras se estiraba para coger la botella de coñac.

También Martin Beck estaba preocupado, sobre todo por la politización y la centralización que se habían producido en el cuerpo tras las últimas reorganizaciones. Y tampoco venía precisamente a mejorar las cosas el hecho de que los agentes de patrulla fueran cada vez menos competentes. En cualquier caso, ese no era el mejor momento para hablar del tema.

—Ya —repitió, melancólico, mientras levantaba su copa.

Después del café, Åsa y Gun querían lavar los platos, y cuando Martin Beck protestó, le explicaron que les encantaba fregar en cualquier sitio menos en su propia casa. Él las dejó y se fue a por whisky y agua.

Sonó el teléfono.

Kollberg echó un vistazo al reloj.

—Las diez y cuarto —constató—. Seguro que es el maldito Malm que llama para decirnos que tenemos que trabajar mañana sí o sí. Yo no estoy.

Malm era comisario jefe y había sucedido a Hammar, su anterior jefe, que acababa de jubilarse. Malm había surgido de la nada, es decir, de la Dirección General de la Policía, y sus méritos parecían ser exclusivamente políticos. En todo caso, el nombramiento resultaba un poco raro.

Martin Beck se puso al teléfono.

De inmediato, su rostro se contrajo en un gesto muy elocuente.

No era Malm, sino el mismísimo jefe de la Dirección General de la Policía, que, con su peculiar acento de Escania, le comunicó:

—Ha sucedido algo que me obliga a pedirle que vaya a Malmö mañana por la mañana. —Luego añadió, con un cierto retraso—: Perdóneme por molestarle a estas horas.

Martin Beck no contestó a esto último, sino que preguntó:

—¿A Malmö? ¿Qué ha pasado?

Kollberg, que acababa de prepararse un whisky, alzó la vista y meneó la cabeza. Martin Beck le devolvió una mirada resignada mientras señalaba su copa con el dedo.

—¿Sabe quién es Viktor Palmgren? —preguntó el jefe de la Dirección General de la Policía.

—¿El hombre de negocios? ¿El pez gordo?

—Sí.

—Claro que sí, pero la verdad es que lo único que sé es que es propietario de un montón de empresas y que es muy rico. Bueno, y también que, por lo visto, tiene una mujer joven y guapa que ha sido modelo o algo así. ¿Qué le pasa?

—Está muerto. Ha muerto esta misma noche en la planta de neurocirugía del hospital de Lund, después de que un individuo desconocido le disparase en la cabeza mientras comía en el restaurante del Hotel Savoy de Malmö. Sucedió anoche. ¿No leen ustedes los periódicos en Västberga?

De nuevo Martin Beck prefirió no contestar. En lugar de hacerlo preguntó:

—¿No se las pueden arreglar solos, los de Malmö?

Cogió la copa de whisky que Kollberg le ofrecía y tomó un trago.

—¿No está al cargo Per Månsson? —prosiguió—. Él debería ser capaz de...

El jefe de la Dirección General de la Policía le interrumpió, impaciente:

—Pues sí, el inspector Månsson está trabajando en ello, pero quiero que vaya usted a echarle una mano, o, mejor dicho, que se encargue del caso. Y quiero que salga en cuanto pueda.

«Vaya, vaya», pensó Martin Beck. La verdad es que había un vuelo del aeropuerto de Bromma a la una menos cuarto de la madrugada, pero no tenía ninguna intención de cogerlo.

—Quiero que vaya mañana a primera hora —aclaró el jefe.

Al parecer, no estaba al tanto del horario de vuelos.

—Esta es una historia complicada y sumamente delicada que debemos resolver con la mayor celeridad.

Se hizo el silencio durante un momento. Mientras esperaba, Martin Beck tomó un sorbo de whisky. Al final, el jefe continuó:

—Una instancia muy alta ha expresado su deseo de que se encargue usted personalmente del caso.

Martin Beck frunció el ceño y se encontró con la mirada expectante de Kollberg.

—¿Tan importante era ese Palmgren? —dijo.

—Resulta obvio que lo era. Ciertos aspectos de su actividad afectan a intereses de suma importancia.

«¿Por qué no dejas a un lado los tópicos y hablas claro? —pensó Martin Beck—. ¿Qué intereses? ¿Y qué aspectos de su actividad?».

Al parecer, en la conversación se imponía el hermetismo.

—Me temo que no me ha quedado del todo claro a qué tipo de actividades se dedicaba.

—De todo eso ya le irán informando poco a poco —dijo el jefe de la Dirección General de la Policía—. Lo importante es que llegue a Malmö cuanto antes. He hablado con Malm y está dispuesto a dejarle marchar. Tenemos que hacer todo lo posible para atrapar a ese individuo. Y tenga cuidado cuando hable con la prensa. Como comprenderá, va a haber mucha atención mediática. Bueno, ¿cuándo puede salir?

—Creo que hay un vuelo que sale a las nueve y cuarto de la mañana —dijo Martin Beck dubitativo.

—Muy bien. Cójalo —ordenó el jefe de la Dirección General de la Policía y colgó.

Asesinato en el Savoy

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