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Con la publicación del segundo volumen de Las letras del horror, esta vez enfocado en la Central Nacional de Informaciones, CNI, el periodista Manuel Salazar da un paso más en la tarea de develar los entretelones y el modus operandi de la maquinaria de violencia y muerte utilizada por el régimen en contra de gran parte de la población del país, durante los diecisiete años que duró la dictadura militar en Chile tras el derrocamiento de Salvador Allende en 1973.

A la persecución indiscriminada de los primeros tiempos –emanada principalmente de las direcciones de inteligencia de las distintas ramas de las Fuerzas Armadas–, la sucede una represión articulada en una estructura monolítica y, en los hechos, autónoma de cualquier supervisión institucional, a no ser la del propio Augusto Pinochet: la DINA. Dirigida por el entonces coronel Manuel Contreras, las repercusiones internacionales de las operaciones de esta en el exterior –como los atentados en contra de Carlos Prats, Orlando Letelier y Bernardo Leighton, y los constantes reclamos de organismos de derechos humanos y de gobiernos democráticos de todo el mundo– obligaron al régimen a cancelar su existencia. Sin embargo, su disolución no significaría un cese de la violencia de Estado, sino que esta tendría su particular aggiornamento en el nuevo organismo que se caracterizó por un trabajo represivo de mayor especificidad, lo que significó la creación de diferentes brigadas encargadas de perseguir a los militantes de los distintos partidos en la clandestinidad y de una “profesionalización” de sus miembros y métodos, si un término como este le cabe al vil oficio del exterminio programado. En esta nueva etapa de operaciones de la CNI, y que se prolongó hasta el momento de la vuelta a la democracia en 1990, innumerables seguirían siendo los casos de violación a los derechos humanos, algunos de ellos de los más emblemáticos de que se tenga memoria en el trágico compendio del horror en nuestra historia política.

A partir de la investigación de este período particular y su agenda de imposición de un modelo neoliberal extremo, resulta imprescindible tener en cuenta que como sustento de los regímenes totalitarios y sus estructuras represivas (la DINA y la CNI), existió la Doctrina de Seguridad Interior del Estado, cuya verdadera función no era otra que la de cautelar los intereses del capital económico y que indefectiblemente se aplicaba allí en donde este se sintió amenazado por demandas y pretensiones de justicia e igualdad social.

En el caso de estas dos entidades chilenas de triste memoria, ambas fueron los medios de aplicación de estas políticas de guerra antisubversiva, que el Ejército chileno y su Academia de Guerra adoptaron en la Latin American Ground School y luego en la Escuela de las Américas o Instituto de Cooperación para la Seguridad del Hemisferio Occidental, SOA, como se conoce hoy; pero de igual modo en Brasil, en el Centro de Instruçao de Guerra na Selva –el Centro de Entrenamiento de las Fuerzas Especiales de Manaos–, donde muchos oficiales latinoamericanos, entre ellos militares chilenos que tendrían activa participación en el Golpe de Estado y la represión posterior, recibieron instrucción de parte de exmiembros franceses de los servicios de inteligencia. Estos, que durante la guerra de Argelia en la década del 50 del siglo pasado sistematizaron por vez primera los métodos de tortura y desaparición de los adversarios, tuvieron en una parte de la oficialidad chilena adiestrada en Inteligencia, alumnos aventajados.

Aun cuando en los años que siguieron a la dictadura distintas entidades e investigadores se dieron a la tarea de indagar en los hechos de violencia dirigida desde el Estado, muchos casos siguen, cuarenta años después, en la más absoluta oscuridad y otros apenas cuentan con algunos antecedentes que solo permiten vislumbrar los padecimientos y destino de miles de nuestros compatriotas. Sin embargo, nos asiste la mayor de las convicciones de que un texto de esta naturaleza, con su duro estatuto de documento de un difícil período de la historia chilena reciente, es capaz de inscribir a fuego en nuestras conciencias el hecho indesmentible de que no se trató de un mal sueño colectivo, sino de una realidad demasiado escabrosa como para, simplemente, dejarla pasar.

Para Lom ediciones, la publicación de los dos volúmenes de Las letras del horror es una forma de contribuir a la construcción de una memoria del país, en el entendido de que esta no es una operación que pueda cerrarse sin más al cabo de un determinado tiempo, sino que cada testimonio, cada evidencia e investigación permite un acercamiento más detallado y fiel a los sucesos del pasado y se constituyen como un manifiesto moral ofrecido a las generaciones chilenas actuales y futuras.

Las letras del horror. Tomo II: La CNI

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