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Nomadía:

Relatos del fin del mundo

En frecuentes viajes a esa suerte de «tierra prometida» que es la Patagonia, porque es desértica, porque abundan los arbustos espinosos y las ovejas hacen la fortuna y la miseria de esforzados pobladores de todo tipo, María Casiraghi ha ido recogiendo versiones, leyendas, sucedidos, sueños que se le han ido acumulando y que han conformado, sospecho, un imaginario que previamente se deslizaba por el terreno menos áspero de la lírica. Otros viajeros, en diferentes épocas y llevados por diversas tentaciones, han recorrido ese territorio, atraídos por su silencio y su desolación y han dejado testimonios, crónicas, relatos, etcétera. Pero, por lo que veo, lo que hizo Casiraghi es diferente, sale de otra experiencia y de otra mirada y, en consecuencia, despierta otra cosa.

Todo el caudal de palabras y de imágenes que Casiraghi debe haber acumulado tomó forma, por fin, en una serie de relatos de un rigor sorprendente, cada uno de los cuales es como una fotografía en profundidad de la vida y la muerte de ese pedazo de país, desconocido, casi ignorado, pero en el que bulle una secreta y dramática vida. Esa región, que por su extensión equivale a dos países, es una realidad y un mito o, quizás, un conjunto de mitos que irradian una luz espectral, fascinante y misteriosa, refugio de esperanzas y frustraciones que exploradores audaces o escritores atrapados por el atractivo del fin del mundo han intentado penetrar desde hace siglos. Gloriosos ensayos limitados por el viento y el hielo o el abandono de que ha sido objeto por la entidad mayor, el país de la que forma parte.

En cuanto a los relatos de Nomadía, de la delicada poeta que es María Casiraghi, se diría que cada uno está presentado en un doble registro o, mejor dicho, son como dos textos en acorde, uno en cursiva precede al otro y en alguna medida lo anticipa pero, en realidad, aparentando presentarlo o explicarlo pueden ser vistos a la manera de una sonata, dos instrumentos que se conjugan y se requieren. El primero, de tono coloquial, abre el tema, el segundo lo varía, se va para otro lado sin abandonarlo y, de este modo, en esta sutil complementación se va desplegando una música o, en otro plano, una pictórica en la que personajes, lugares, situaciones, fantasías, descripciones, se van sucediendo con armonía y firmeza y una extraña certeza de la escritura.

De la sonata brota algo más, otro rasgo: una suerte de desafío a la ilusión de realidad o, más precisamente, a la idea de ficción que acompaña, como un fantasma, todo intento de narración en el que se reconoce y aun se declara un origen, de observación o de experiencia. Pareciera que un relator sintiera la necesidad de decir de dónde procede el que vendrá, pero la consecuencia no es que se otorgue una importancia especial a lo que se va a narrar, un fragmento de mundo agónico, sino, más bien, lo entiendo como un gesto, poco común o francamente inesperado, implícito, no estridente, de internarse en otra zona narrativa, homólogamente desértica, como lo es siempre la aventura del escribir. Es como si la «escritora» Casiraghi, y no una oportuna antropóloga, sin hacer declaraciones teóricas de principios, nos quisiera hacer creer que, porque lo que nos va a narrar tiene su fuente en narraciones orales recogidas en una zona olvidada y lejana del país, no ha sido «inventado» por ella, en el sentido corriente de la noción de ficción, sino sólo transcrito. Es un «hacer creer», pura ilusión de realidad porque, en realidad, se trata de escritura y de lo que ésta puede transformar y configurar.

Por otra parte, aún admitiendo que los textos fueran producto de esa ilusoria transcripción, podemos dudar de su fidelidad; lo refuta el simple hecho de que nos encontramos frente a relatos ajustados, articulados, dotados de un inusual equilibrio entre un seco lenguaje y felices imágenes líricas. Y si la sequedad del lenguaje puede hacer pensar en efectos de oralidad, como lo propio de transcripciones, lo que queda de ella son meros restos, exteriores, que desaparecen rápidamente en la literaria atmósfera que los engulle: en realidad, me parece, la presunta oralidad originaria ha sido transformada, de modo tal que el efecto que podemos registrar es un dramatismo «artístico», por decir así, propio de la literatura y que, por supuesto, va más allá, o es de otra índole, de la conmoción que la imagen real podría provocar, si tuviéramos la posibilidad o la suerte de escuchar los testimonios que ha recogido y de lo cual nos advierte con tenacidad.

Libro disfrutable y emocionante, por las imágenes que pinta, sin duda, pero también por la seriedad de su lenguaje y ese rigor poético que está en armonía con él, al mismo tiempo que presenta un mundo doloroso, cercano y lejano al mismo tiempo, menos mito que tragedia ancestral y pérdida irrecuperable.

Noé Jitrik

Nomadía

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