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Árida lengua

Para aprender a hablar tehuelche tuve que emborrachar a mi abuelo Camilo. Era noche cerrada y parecía que pronto llovería porque oíamos cada vez más fuertes los gemidos del cielo. Estábamos solos en el cuarto, mi abuelo y yo. Mi padre no había regresado del pueblo desde aquella última mañana de primavera en la que prometí no repetir jamás la palabra octubre. Mi madre se había dormido antes de lo acostumbrado. Mi hermano, nunca supe dónde hallarlo.

Había querido aprender la lengua tehuelche hacía ya mucho tiempo. Pero mis padres sólo lo hablaban de noche y en la oscuridad para que ni mi hermano ni yo pudiéramos verlos. Decían que así nadie nos molestaría después. Yo no entendía por qué hablar una lengua u otra podía determinar la vida que uno llevara de grande.

Mi padre no era indio sino turco y algunos dicen que por eso se fue. Muchas veces intenté convencer a mamá cuando nos quedábamos solas de que me hablara en paisano ahora que éramos todos indios y nadie nos podía delatar. Mientras se lo pedía sabía que no me estaba escuchando. Ella pasaba las horas en su cuarto durmiendo o llorando para tapar el silencio de esos pasos que no vuelven. Sabía oírla detrás de la puerta cuando se acostaba a rezarle a un Dios que nunca conocí. El resto del tiempo se sentaba en la cocina y me repetía en un español difícil que el pan de los blancos no le hablaba lo que ella quería escuchar. Yo la agarraba de las piernas y la apretaba fuerte rogándole mamá dígame cómo se dice abrazo en tehuelche, cómo se dice azúcar.

Al Camilo lo llamábamos abuelo porque se había hecho cargo de mi madre como un padre de sangre. Conocía la lengua tehuelche como todos los adultos y aunque también la callaba frente a los niños, sabía gritarla bien alto cuando estaba borracho. Así lo descubrí una madrugada en que daba vueltas por el valle tambaleándose y gritando palabras, en aquel entonces incomprensibles para mí.

Esa noche de tormenta fue la primera. Empecé a meter alcohol en la boca del abuelo Camilo lista para mi primera clase. Mientras el abuelo hablaba, yo iba anotando en unas hojas palabra por palabra y sin saber su significado las practicaba de día mientras cosechaba la tierra que mamá había dejado de trabajar. Después, a la noche, se las decía al abuelo cuando ya estaba en su quinto vaso de vino y como él no tenía con quién hablar ninguna lengua, abría su boca riéndose y me decía más palabras que yo seguía anotando en mi nuevo diccionario.

Mi abuelo se convirtió en mi cómplice y maestro. Durante años el ritual se repetía mientras mamá lloraba o dormía en la cocina o en la cama. De día Camilo nunca decía nada. Ni siquiera en español. Yo sabía que sus borracheras eran para él una manera inconsciente de conservarse. Nos embriagábamos en secreto y siempre sabíamos cuándo había que parar.

Pero una noche el abuelo no quiso detenerse. Había tomado bastante y quería más. Yo no quería darle porque entendí que lo que me pedía no era vino sino algún líquido que lo limpiara de sus culpas. Él no me lo dijo pero yo lo sabía. Cuando le negué otra botella se enojó y me la sacó de las manos diciendo en tehuelche que yo era demasiado chica y no podía seguir creciendo todas las noches junto a un viejo borracho y egoísta que siempre estaba hablando de más. Después me dijo que me fuera. Me lo repitió con los ojos, y obedecí.

A la mañana siguiente lo encontré muerto. Estaba tirado sobre unas piedras en una ladera cercana. Tenía la botella en la mano. Llamé a mamá y se lo mostré. Nunca supimos qué fue lo que le pasó. Mamá, que hacía años no salía de la casa, se lo llevó sin decirme a dónde.

Aún hoy practico las palabras del abuelo cada noche y también todas esas que nunca llegó a decirme. No las hablo con nadie porque nadie sabe que las sé, pero sigo escuchándolas cada vez que me siento en la noche a mirar el vino caer por la ladera, humedeciendo la aridez en la que habito.

Todavía puedo vernos, embriagados, los dos. Los ojos del abuelo dibujando círculos de fuego en los que me veía espejada como en un gran lago al caer el sol. Hoy pienso que no debería haberle hecho caso aquella noche. Él fue el que me enseñó que obedeciendo no se aprende. Cuando me lo pidió, debería haber mirado para otro lado, para seguir diciendo en voz fuerte y clara y en todas las lenguas posibles soy nacida en el Lote Seis, paisana, hija de una tehuelche pura que duerme y de un turco que no ha sabido volver.

Nomadía

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