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3.2 Preponderante el papel de la bona fides en la evolución de la responsabilidad contractual

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La fides bona se caracteriza por su carácter dúctil, variable, compresivo de muchas situaciones y circunstancias, no encasillables, pues sería restarle toda eficacia; singularizable según el caso concreto y la naturaleza de los negocios. Así, el gran pontífice Quinto Mucio Escévola, maestro de Cicerón, refiriéndose a ella, expresaba ese manare latissime, que se hace realidad en problemas jurídicos determinados, mediante la traducción a reglas concretas, que explican y concretan el principio sin agotarlo. Por ello, el contenido ético-jurídico de la fides bona, no puede ser circunscrito en una definición conceptual (Neme, 1987).

La bona fides ya no se agota en el respeto por la palabra empeñada, también obliga a los deberes propios del tráfico social y obliga no solo a lo prometido sino a todo aquello que se podría exigir entre gente de bien. Por ello el pretor la considera como una nueva fuente de obligaciones, separada de las acciones del antiguo ius civile, y resulta trascendente el valor normativo de la cláusula oportere ex fides bona. Con base en este principio de la buena fe, el juez pondera y “dimensiona el contenido de las obligaciones de las partes” Cardilli (como se citó en Neme Villareal, 2010, p. 157). Deber, por demás, de indeclinable orden público que lo torna irrenunciable por las partes del acuerdo (Neme, 2010).

Así se perfila el principio, con naturaleza normativa cambiante según el caso concreto y el negocio de que se trate; esas normativas o deberes que emanan de la buena fe integran el contrato para su cabal comprensión y darle el real alcance a las obligaciones asumidas por las partes; que el juez apreciará sin reducirlo a fórmulas preestablecidas y del cual derivarán una serie de reglas que se constituirán en la teoría de los acuerdos negociales.

La buena fe pasa a ser la fuerza vinculante de los negocios, el respeto por la palabra empeñada y la estricta observación y cumplimiento de los pactos. “La fides llega donde no alcanza la fuerza vinculante de la forma” (Dors, 58-59), en el comercio con extranjeros, donde los pactos no tenían protección procesal, es la palabra comprometida la que viene a adquirir relevancia. La buena fe es la que manda a cumplir lo que se convino (Neme, 2010).

La buena fe lleva a las partes a atender a la realidad del negocio; más que la letra, obliga el espíritu del negocio. Corresponde al signo age quod agis, que invita a adecuar la conducta de las partes a la finalidad y a la plena realización del compromiso. Superando la mera concepción formal de la fides, la buena fe despunta rebasando el compromiso de respetar la palabra empeñada, para dar un paso al adeudo de una conducta leal, propia de la persona honesta, que atiende especiales deberes de conducta que se desprenden de la naturaleza de la relación jurídica y de las finalidades buscadas por las partes con su negociación (Neme, 2010). Surge además el principio de corrección de los negocios planteado por Escévola, cuando no se adecua lo convenido a los postulados de la buena fe (Neme, 2010).

Hacia la mitad del siglo i d.c. el valor vinculante del negocio jurídico se relaciona con el alcance de los fines buscados por las partes (Neme, 2010). Se desborda el tenor literal, para darle paso al fin buscado y a la función del mismo negocio. La buena fe es ya un deber de comportamiento probo, que inspirará todo el derecho de las obligaciones. En el periodo clásico es clara la función de la buena fe, superando los meros lineamientos normativos del contrato, en busca de una conducta más adecuada a sus propósitos y finalidades.

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