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Aprendizaje no asociativo

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Se suele clasificar este aprendizaje «primitivo» en dos grandes categorías: el aprendizaje no asociativo, que se produce cuando los organismos se habitúan o se sensibilizan a un determinado estímulo, y el asociativo, que se da cuando el organismo establece relaciones entre estímulos o entre estímulos y acciones. Ambas categorías de aprendizaje utilizan mecanismos moleculares diferentes y requieren conexiones neuronales distintas y por lo tanto también aparecen en momentos diferentes del desarrollo. Concretamente, se sabe que la habituación de las personas a imágenes familiares, como la cara de los progenitores, por ejemplo, medida como el tiempo de fijación visual a lo largo de 10 exposiciones, se puede detectar a partir de los dos o tres meses de edad, mientras que las formas de aprendizaje asociativo aparecen mucho más tarde, al cabo de un año, más o menos, y continúan mejorando en eficacia y complejidad durante varios años más.

En la vida diaria, las formas elementales de aprendizaje no asociativo son la habituación y la sensibilización. La primera es la forma más simple de aprendizaje implícito y se refiere a la disminución de la respuesta a un estímulo benigno cuando este se presenta repetidas veces. En la habituación, un sujeto responde primero a un estímulo nuevo prestándole atención con una serie de respuestas de orientación; si el estímulo no es ni benigno ni perjudicial, el sujeto aprende, después de la exposición repetida, a ignorarlo. Así, el sobresalto que nos causa inicialmente un ruido intenso y repentino se va reduciendo a medida que la percepción del ruido se repite sin consecuencias nocivas. La habituación es, como hemos indicado ya, una forma de aprendizaje evolutivamente antigua, ya que se observa en especies en las que no existe cerebro como tal, sino una cadena ganglionar (de ganglios nerviosos) bastante primitiva. Uno de esos organismos, la Aplysia californica (un caracol de mar), permitió a Eric Kandel hacer descubrimientos que le valieron el Premio Nobel y le permitieron explicar los mecanismos neurales del aprendizaje, al confirmar que la experiencia es capaz de modificar la intensidad de las conexiones sinápticas. Dicho de otro modo, la experiencia de percibir un tipo de ruido como inocuo nos permite no sobresaltarnos tanto la segunda vez que nos sorprenda. Tal como lo vio Kandel, la conducta refleja del individuo sufre modificaciones al repetirse el estímulo que la provoca. Y este proceso es vital, porque es la manera de insensibilizarnos progresivamente ante lo predecible, o lo desagradable, y de excluir de nuestra consciencia los aspectos repetitivos o irrelevantes del entorno. Otro ejemplo de habituación es el que nos permite acostumbrarnos a trabajar en ambientes ruidosos, o malolientes, simplemente porque somos capaces de habituarnos al ruido o al olor desagradable, y lo percibimos menos intenso de lo que es. Ese proceso no es algo «consciente», sino más periférico, se da ya en nuestros órganos perceptivos.

Sin embargo, en algunos casos, la repetición del estímulo puede tener justamente el efecto contrario, y originar la sensibilización de la respuesta. La sensibilización se da cuando reaccionamos ante un estímulo nuevo o amenazante intensificando la respuesta refleja. Paradójicamente, tal reacción se produce incluso cuando el estímulo ha cesado o ha disminuido su intensidad. Dicho de otra manera: la sensibilización significa que los individuos expuestos repetidas veces a un riesgo o peligro pueden desarrollar de manera progresiva respuestas más intensas. En ese sentido, la exposición temprana, por ejemplo, a factores de exclusión social, pobreza, guerra o discriminación configuran un aprendizaje y unas creencias negativas no solamente duraderas sino que pueden condicionar conductas negativas potencialmente amplificables con el tiempo. Como sociedad debemos plantearnos si nuestro egoísta modelo de indiferencia frente a la desgracia ajena no está predisponiendo (sensibilizando) a los individuos que lo padecen a conductas antisociales, y por tanto en qué medida deberíamos asumir nuestra parte de responsabilidad. Ello no solamente se aplica a situaciones extremas, sino también a nuestro modelo educativo y social de competencia extrema, mal entendida y basada en preceptos de desigualdad que no proporcionan las mismas oportunidades. Este modelo sin duda genera sensibilizaciones con consecuencias claramente negativas. Quizá en un mundo más humano habríamos de plantearnos en qué medida las responsabilidades que se exigen no deberían estar moduladas por las ventajas o desventajas que cada individuo ha tenido.

Cómo aprende (y recuerda) el cerebro

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