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Aprendizaje asociativo
ОглавлениеLa segunda categoría de aprendizajes que podríamos definir como primitivos son los ya anunciados aprendizajes asociativos. Mientras que en el no asociativo el sujeto aprende sobre las propiedades de un único estímulo, en el aprendizaje asociativo el sujeto aprende sobre la relación entre dos estímulos o entre un estímulo y una conducta. Es decir, el cerebro aprende que dos estímulos están relacionados. Estos aprendizajes asociativos, a su vez, pueden clasificarse en dos formas: condicionamiento clásico y condicionamiento instrumental. El primer tipo puede ilustrarse con el famoso experimento de Iván Petrovich Pávlov, quien demostró la capacidad de un perro para asociar el sonido de una campana con la presencia de comida, una asociación expresada en las secreciones gástrica y salivar, que constituyen un reflejo normal ante la presencia de comida.3 Desde que se produjo la «asociación» del sonido (una campana) con la comida, el perro salivó simplemente al escuchar la campana (lo cual es parecido a lo que nos sucedía en el instituto cuando sonaba el timbre previo a la comida). Pávlov describió este aprendizaje asociativo al afirmar que con frecuencia el aprendizaje consistía en responder a un estímulo que en origen no desencadenaba respuesta.
En este aprendizaje asociativo que ejemplifica el experimento de Pávlov se identifican varios componentes: 1) el estímulo no condicionado, en este caso, la comida; 2) la respuesta no condicionada, que es la secreción gástrica o salivar; 3) el estímulo condicionado, la campana. Aquí, la asociación del estímulo no condicionado con el condicionado modifica la respuesta normal, de forma que, ante la presencia del estímulo condicionado solo, ya se produce una respuesta condicionada prácticamente idéntica a la que se ocasiona en presencia de la comida. En este tipo de aprendizaje, entre otros factores, el orden de presentación de los estímulos es crítico para que la asociación tenga lugar. Así, el estímulo condicionado debe preceder o coincidir con el incondicionado o, de lo contrario, el aprendizaje suele fallar.
Por otra parte, el condicionamiento instrumental consiste en la modificación de la probabilidad o intensidad de un comportamiento por causa de un estímulo que se llama «de refuerzo». El ejemplo clásico es el del premio (o castigo) recibido si se ejecuta una determinada tarea. Una vez establecida la asociación, la probabilidad o eficacia de ejecutar la tarea aumenta (o disminuye). Cuantas más veces se presenta la asociación, más intenso es el aprendizaje. De hecho, este tipo de condicionamientos se ha utilizado con frecuencia para inculcar hábitos o «educar». Un famoso ejemplo lo constituye el de los métodos para que los bebés aprendan a dormir mediante condicionamientos aversivos. En nuestro país, esta corriente fue liderada por el médico Eduard Estivill, que propone «educar» el sueño del bebé mediante condicionamientos aversivos. El método Estivill se popularizó en España a partir de 1996, cuando este médico publicó, en colaboración con Sylvia de Béjar, el libro Duérmete, niño, un manual para «solucionar el problema del insomnio infantil». Se trata, en realidad, de un método que en casi todo el mundo se conoce como «método Ferber», creado por Richard Ferber, un médico estadounidense que, a mediados de la década de 1980, publicó un texto donde explicaba exactamente lo mismo: cómo lograr que los bebés aprendan a dormirse por su cuenta. La técnica consiste en dejar al bebé en su habitación solo y despierto. Cuando los padres se van, el bebé llora, y hay que dejar pasar un minuto antes de que uno de los progenitores acuda a consolarle. Pero no le tomará en brazos ni tratará de calmarlo, sino que le hablará durante diez segundos y luego volverá a salir. El tiempo de separación se va incrementando, tal y como se hace para conseguir un aprendizaje más duradero. Según Estivill, siguiendo al pie de la letra las instrucciones, en siete días, estarán durmiendo todos de un tirón. Por supuesto, el libro no incluye referencias a estudios científicos que certifiquen los resultados ni la eficacia de la propuesta, pero simplemente con lo que ya sabemos del aprendizaje podemos intuir que este tipo de condicionamientos tempranos tendrán una huella ciertamente perenne. Y lo aprendido por el bebé es que, por muy desesperado que esté, sus padres no le harán caso. Y obviamente aprende que lo mejor es callar. Un estudio publicado posteriormente, en 2002, por Allan Schore, neuropsicólogo de la Universidad de Los Ángeles, California, enfatizaba que el trauma que se produce en el niño cuando clama por la presencia y el contacto con su madre y no cuenta con ellos provoca dos tipos de respuestas. De hecho, incluso se ha publicado una «Declaración sobre el llanto de los bebés», firmada por numerosos profesionales de la pediatría,4 encabezada por la siguiente cita de Michel Odent: «Cuando un recién nacido aprende en una sala de nido que es inútil gritar [...] está sufriendo su primera experiencia de sumisión».
Si reflexionamos un momento sobre los casos y las consecuencias que acabamos de exponer, comprenderemos que el fundamento y la misión de la educación del niño es crear las mejores oportunidades de aprendizaje presente y futuro, para el desarrollo más completo de la persona. Y obviamente las experiencias vitales de los primeros años de vida están impulsando la formación y estructuración de las redes neuronales que subyacen a la memoria y al aprendizaje, pero también las que sustentan otros dominios cognitivos —en el ámbito del aprendizaje, dominio se refiere a una categoría cognitiva concreta; se admiten los dominios cognitivo, psicomotor y afectivo—. Hemos de tener en cuenta que durante los primeros años de vida estamos ante un cerebro extremadamente plástico, que por tanto absorberá los conocimientos de forma mucho más eficiente que un adulto, pero también en cierta medida lo hará de modo diferente… Sin embargo, nuestro sistema educativo no ha asumido los conocimientos biológicos, que ciertamente indican que la experiencia se convierte en «estructura» neuronal. Desde esa perspectiva, el docente no solamente ha de «verter» información para que el alumno la retenga en su «memoria académica» (por cierto, generalmente durante un tiempo bien limitado, véase el recuadro «La conjura del olvido, o por qué olvidamos lo aprendido»), sino que ha de proporcionar una experiencia de aprendizaje capaz de dejar «huella» biológica (véase el capítulo «Aprendiendo toda una vida»).