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Procesos vinculados a la emoción, selectivos y creativos

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La memoria y el aprendizaje tienen algunas propiedades interesantes: una de ellas es su relación con la emoción. Fundamentalmente dotamos a lo que aprendemos de un tinte emocional, en especial a lo que tiene que ver con nuestras experiencias vitales (que veremos que se traducen en lo que se llama «memoria episódica»). Así, la misma fiesta puede producir un recuerdo muy agradable para quien conoció en ella a alguien interesante o sumamente desagradable para quien tuvo que lidiar con un «plasta». Lo mismo sucedería si alguno de los asistentes a la fiesta se encontrase mal aquella noche: su recuerdo se vería empañado por ese malestar. De la misma manera, las personas que sufren estrés postraumático «sobreaprenden» una experiencia traumática, que queda tan grabada que no pueden olvidarla. Los científicos buscan también la forma de «desaprender», de eliminar recuerdos debidos al sobreaprendizaje traumático. Algunos investigadores, mediante técnicas de optogenética —la combinación de métodos genéticos y ópticos para controlar eventos específicos en ciertas células de tejidos vivos—, han conseguido «borrar» en roedores el recuerdo de descargas eléctricas. Sería algo parecido al neutralizador de la película Men in Black, el objeto utilizado por Will Smith y Tommy Lee Jones para eliminar cualquier recuerdo de extraterrestres de las mentes de las personas, o de la varita mágica que Hermione usa en la saga de libros y películas de Harry Potter, con el fin de borrar la memoria a sus padres y enfrentarse a Voldemort. Quién sabe si, en un futuro no muy lejano, estas técnicas aún en fase de investigación servirán para desarrollar un nuevo tratamiento para las experiencias traumáticas.

Veamos otras dos características interesantes del aprendizaje y la memoria: son procesos selectivos —por eso nos permiten olvidar lo que nos resulta doloroso o, simplemente, no almacenar aquello que no nos interesa— y creativos, es decir, no se trata de un «almacenaje» fidedigno, sino que, al igual que sucede con la percepción, no somos receptores pasivos de la información: intervenimos de manera activa en su adquisición, en la forma en que se almacena y, por lo tanto, en el modo en que se recuerda. De hecho, aunque la mayoría de nosotros confiamos en que lo que recordamos de lo aprendido es fiable, un fragmento fidedigno de la realidad, la información que almacenamos a largo plazo está sometida a procesos de modificación y reorganización que dependen de que aprendamos nuevas informaciones relacionadas, que permiten dar nuevas interpretaciones a lo que sabíamos y que también pueden producir una pérdida de parte de la información con el paso del tiempo. Cada vez que recordamos, «reinventamos» un poco el recuerdo. Es como si tuviéramos que reaprenderlo. Eso es porque cuando traemos esa memoria al plano consciente se vuelve frágil, y al reconsolidarla incorporamos elementos que no estaban en ella originalmente. Por esa razón, el recuerdo está sujeto a errores, distorsiones o ilusiones que pueden proceder del propio sesgo perceptual, o bien ser producto de la interpretación posterior que hacemos de la información.

El aprendizaje parece a veces extremadamente «selectivo». Algunos ejemplos sorprendentes nos los proporcionan las memorias de reconocimiento. Hay personas que parecen tener una especial habilidad para «quedarse» con las caras, mientras que otras poseen una prodigiosa capacidad para aprender los nombres. Algunos estudios sugieren incluso que tenemos neuronas específicas que «responden» frente a un rostro concreto (la famosa «neurona de Jennifer Aniston»2 que descubrió Rodrigo Quian Quiroga, de la Universidad de Leicester) o que reconocen una nota musical sin necesidad de un tono de referencia. ¿Acaso esas neuronas almacenan específicamente una especie de «clave» neural de tales estímulos? Y de ser así, ¿en qué forma? ¿Como un sutil cambio químico? ¿Como un cambio estable en su estructura que permanece en el tiempo?

Cómo aprende (y recuerda) el cerebro

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