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Las bases biológicas del aprendizaje

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Para poder entender estos procesos es necesario que identifiquemos las moléculas y mecanismos responsables del almacenamiento de la información. Obviamente, la psicología y la neurociencia están invirtiendo un gran esfuerzo para desentrañar la naturaleza y el funcionamiento de la actividad mental, y en especial del aprendizaje y la memoria. Desde la época de Ramón y Cajal se ha dado por supuesto que es en los sitios en los que unas células nerviosas entran en contacto con otras, denominados «sinapsis», donde ocurren los cambios cerebrales que acompañan a los procesos de aprendizaje y memoria. Esa visión de una memoria «sináptica» ha sido la prevalente durante mucho tiempo y sigue dominando la opinión neurocientífica.

Sin embargo, en los últimos años, y fundamentalmente a partir de nuevas técnicas de neuroimagen, la neurociencia de sistemas ha empezado a defender que el aprendizaje requiere redes neuronales distribuidas, parcialmente solapadas. No queda claro, sin embargo, dónde se encuentran estas redes o cómo se distribuyen, organizan o activan, pero se podrían visualizar como patrones de actividad neural que posiblemente se producen en regiones específicas de forma coordinada.

Es factible pensar que los mecanismos subyacentes sean diferentes para los distintos tipos de aprendizaje. Hay aprendizajes asociativos, en los que se adquiere la noción de la relación entre dos ítems (dos objetos, como llave-cerradura; dos personas, como padre y madre; o dos situaciones, como la famosa campana que anuncia la hora de la comida). No obstante, también existen aprendizajes no asociativos, en los que adquirimos conocimientos de experiencias, como veremos en los diferentes capítulos de este volumen.

Por último, contamos también con procesos para desaprender lo adquirido, especialmente relevantes en los aprendizajes asociativos, en cuyo caso se llaman «procesos de extinción». Así, si de pequeños nos mordió un perro, puede que nuestro cerebro haya aprendido que hay que tenerles miedo a todos los perros. Esa conducta no es adaptativa, y por tanto podemos utilizar estrategias como la extinción para desaprender, que en el fondo no es sino aprender de nuevo pero esta vez, en el ejemplo del perro, a asociar el animal con algo agradable. El psicólogo alemán Hermann Ebbinghaus estudió la pérdida de información o conocimientos que se ocasiona con el tiempo y determinó que esta se produce de manera progresiva si no se refresca dicha información. Desde la perspectiva del autor, esa pérdida es fruto tanto del paso del tiempo como de la no utilización de la información. En el fondo estamos hablando de que el aprendizaje, para consolidarse, requiere de unos procesos de estabilización. Los resultados de los experimentos de Ebbinghaus y el análisis en la curva del olvido indican que, en los primeros momentos tras la adquisición de la información, es cuando esta es más frágil y cuando la curva del olvido tiene una pendiente más pronunciada. De este modo, el material memorizado decae drásticamente, con lo que puede desvanecerse de la consciencia más de la mitad de lo aprendido a lo largo del primer día. Después de esto, el material sigue desvaneciéndose, y, dos días más tarde, lo que recuerdas no llega al 30 %. Con todo, la cantidad de información que se olvida a partir de ese punto va disminuyendo pero solo hasta aproximadamente una semana después del aprendizaje, momento en el que no se produce mayor pérdida. Sin embargo, el material que se retiene después de este tiempo es prácticamente nulo: tendrás suerte si logras recordar más de un 3 %. Aun así, el hecho de que sea necesario menos tiempo para reaprender un material que para aprenderlo desde cero, incluso en los fragmentos que se han desvanecido de la memoria, sugiere que quizá la información aprendida ha dejado algún tipo de «huella» neuronal.

Por tanto, desde la perspectiva neurobiológica, nuestro sistema educativo, basado en «intoxicar» de información durante horas sin reflexionar sobre ella, es garantía biológica de fracaso.

En este breve texto procuraré explicar de forma sencilla algunas de las cuestiones que hemos aprendido desde la neurociencia acerca de los códigos biológicos que permiten que todas esas funciones se lleven a cabo con un coste energético asumible (que en el cerebro es excepcionalmente bajo). No pretendo ser exhaustiva, ni repetir los esfuerzos de otros colegas que han revisado este tema de forma brillante muy recientemente, sino más bien presentar ideas generales, y expresar algunas de mis (o quizá nuestras) dudas acerca de la biología del aprendizaje y la memoria. Pretendo que sea entretenido, y accesible, aunque a veces para lograrlo deba hacer pequeñas concesiones a la superficialidad, pero sin perder en ningún caso el rigor.

Mi interés científico se ha centrado durante toda mi carrera (salvo un breve flirteo inicial con los centros respiratorios) en los mecanismos neurobiológicos subyacentes a la memoria y el aprendizaje, y sus modificaciones genéticas y/o ambientales. En la década de 1990, trabajé en nuevas terapias para la enfermedad de Alzheimer, identificando mecanismos de acción que sentaron las bases para la síntesis de nuevos compuestos. Posteriormente, dirigí mis investigaciones hacia la discapacidad intelectual. Mi grupo de investigación fue el primero que utilizó, validó y generó modelos genéticos de síndrome de Down en ratones, delineando los correlatos celulares y moleculares de la discapacidad intelectual. Fuimos pioneros en determinar qué alteraciones de la plasticidad neural subyacen a los déficits cognitivos de este síndrome. Este concepto de plasticidad significa que el cerebro cambia su estructura y función con la experiencia, y es clave en el aprendizaje y la memoria, pero además ha revolucionado los tratamientos terapéuticos de trastornos cognitivos. Posteriormente identificamos mecanismos moleculares que afectan a la formación de redes neuronales en síndrome de Down, lo que nos permitió hallar un potente candidato para explicar esta patología. Este importante descubrimiento ha abierto nuevas oportunidades terapéuticas que se han consolidado en la realización de ensayos clínicos que muestran efectos beneficiosos significativos en población con discapacidad intelectual. Ello ha constituido una revolución en la terapia de estas enfermedades y demuestra que la investigación científica tiene valor per se y es un buen medio para lograr una sociedad mejor. No puedo terminar este prefacio sin mencionar a mis colaboradores: Pablo, Luis, gracias por ayudarme con vuestras correcciones y críticas a que el texto sea más claro y a que esté libre de «palabros» o conceptos excesivamente técnicos; Trini, gracias por los fantásticos dibujos, que ciertamente dan un enorme valor añadido al texto.

Espero que este libro despierte la curiosidad del lector, pero sobre todo espero que sea un acicate para que quiera saber más. ¡Que se diviertan!

Cómo aprende (y recuerda) el cerebro

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