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Capítulo 7 El suave y lo normal
ОглавлениеAlba se despertó a las cinco de la madrugada del jueves, después de una pesadilla angustiosa. Hacía más de un año que no soñaba con su expareja, pero en la última semana, por la proximidad de la boda, se había convertido en un tema recurrente que le despertaba angustiada en mitad de la noche.
Recuperó el aliento, aliviada al verse sola en su cama. No había vuelto con él, solo había sido un mal sueño. No tenía que volver a huir.
Estaba a salvo.
Habría cogido el móvil para ponerse algo de música y relajarse, pero si lo encendía, vería los mensajes de chat y no quería hacerlo. Le había afectado más de lo que podía controlar la aparición estelar de su ex en el grupo de la boda.
No podía dejar de pensar que él se había decidido por fin a participar, cosa que no había hecho antes, únicamente para dejar claro que tenía novia y que era perfecta y que con ella sí que se iba a casar.
En los meses que la tropa había estado chateando, su ex no había saludado ni respondido a ninguna pregunta, ni subido vídeo de felicitación alguno y tampoco se iba a molestar en cantar con ellos para Alejandro y Susana. No había contestado ni siquiera cuando otro de los amigos le había pedido directamente que se llevase el teclado electrónico para tocar la melodía.
—Al Cerdosupremo lo único que le interesa tocar es la moral —masculló Alba para sí—, tocarme las narices y tocarse los cojones mientras los demás hacemos todo el trabajo. No va a cambiar.
Se levantó de la cama y sacó de debajo de esta una pequeña maleta amarilla. Había dejado para el final lo de hacer el equipaje y, aunque quedaban horas hasta el amanecer, prefería ponerse con ello. Preparar lo que fuera que se fuese a llevar a la boda era mejor que estar mirando el techo y pensando en su ex. Dormir no era una opción, estaba demasiado nerviosa.
No quería despertar a su hermana, que estaba en el cuarto de al lado y madrugaría para ir a trabajar al día siguiente, por lo que trató de no hacer ruido. Cogió unos vaqueros del armario, un par de camisetas y no puso mucha atención al elegir la ropa interior, salió al azar al meter la mano en el cajón. A la boda iba a ir con un vestido verde de seda, sin transparencias, que tenía la espalda al descubierto. La parte delantera no tenía escote, se ataba al cuello con un lazo y parecían tres tiras distintas de tela plisada, pero era una única pieza con sujetador incorporado. No hacía falta que llevase más que el puesto y daba igual de qué color fuese, no hacía falta que casase con las bragas, nadie se las iba a ver. Echó un vistazo a las que había cogido, dos negras de algodón, unas de girasoles y unas blancas tan cómodas como feas, que se pondría para el viaje.
Suficiente.
Como mucho tendría que hacerse una foto con el culo al aire con Gago y las bragas no se verían. Se rio sola y al momento su cabeza volvió a entrar en bucle de manera obsesiva.
Se sentía débil y estúpida por dejar que el mensaje de su ex le afectase así, que era justo lo que él había tratado de conseguir. Estaba segura de que él había subido aquella foto con su nueva novia para que ella los viese. Una foto en la que la chica sonreía a la cámara y él la sonreía a ella, con los ojos cerrados como si sintiese un amor tan inmenso que se le fuesen a salir de las cuencas si no los recogía con los párpados. Era pura pose exagerada, la misma cara de idiota que ponía con Alba en muchas otras fotos que ella misma había borrado. Era solo una máscara, una puesta en escena de cara a la galería, y en su galería de fotos sobraba.
Cuantísimo odiaba su sonrisa falsa.
«Me voy a tatuar un Joker triste», recordó que le había dicho su ex a un amigo común el mismo día en que Alba se mudó con su hermana.
Ella estuvo a punto de escribirle solo para decir que le parecía un tatuaje perfecto para su hipocresía. No creía que él estuviese triste, sino enfadado porque había perdido el control sobre ella.
Finalmente, fue ella quien terminó por hacerse un tatuaje para no olvidar lo que había vivido y sobre todo para no repetirlo. Por eso llevaba una frase de su canción favorita de Óscar Navas en el tobillo izquierdo.
Se rascó el tatuaje subconscientemente. Había cogido de las redes sociales del cantante aquella estrofa manuscrita al verla en una foto, era una frase que sonaba sin música en un susurro y para ella era lo más importante.
Le gustaba el mensaje y le gustaba pensar que llevaba su letra en la piel, aunque Óscar Navas ni siquiera supiese que ella existía. No hacía falta, su música le había marcado y salvado, el tatuaje era la cicatriz visible de su alma y a veces le picaba, como todas las cicatrices.
Las letras de tinta azul rodeaban su tobillo como un grillete, pero la primera palabra no se juntaba con la última, una se torcía hacía arriba y la otra hacia abajo. Era un grillete roto que decía: «La esperanza es la palanca universal».
La canción hablaba de la sonrisa de Sísifo, que cumplía un castigo eterno en el inframundo y tenía que empujar una piedra colina arriba para verla caer colina abajo y empezar de nuevo.
La letra a Alba le daba fuerzas, para ella simbolizaba que no renunciaría jamás a la esperanza de la felicidad ni en el infierno, que se pondría siempre en pie para seguir subiendo y bajando la montaña, con o sin piedra, pero sin perder la sonrisa a pesar del absurdo.
Su ex quería borrarle la sonrisa al Joker y ella se aferraba con uñas y dientes a la suya, a la posibilidad de imaginar un Sísifo feliz, como decía la canción de Óscar Navas y como defendía el libro de Albert Camus que había inspirado la canción.
Pensó lo fácil que le resultaba a su ex borrarle a ella la sonrisa cada vez que le decía: «Si me dejas, me mato».
Pensó si a la mujer de la foto le diría lo mismo, si la convertiría en un pulmón artificial a juego con su corazón artificial y sus emociones fingidas.
Se repitió que eso no era de su incumbencia y que tenía que dejar de pensar, pensar y pensar en ello. Aquella noche, al menos, había una novedad a la que darle vueltas. De tanto girar sobre sí misma con el tema, se convenció de que su ex había puesto ese mensaje, tan solo dos días antes de la boda, para ver si conseguía que ella se echase atrás y no fuese, pero Alejandro era uno de los mejores amigos de Alba y se merecía que toda la tropa fuese a su boda. Incluso Gago iba a ir, estando su mujer como estaba sin poder salir de casa.
Iban todos los que habían formado parte de la tropa original, los mismos que habían ido juntos al colegio y al instituto, a los hospitales y a los entierros, a las bodas y a los primeros nacimientos.
Alba también iría, aunque no tuviese coche, ni trabajo, ni pareja y no fuese «perfecta». Iría con la cabeza muy alta y el culo y las bragas muy limpios, por si acaso. No iba a dejar que la mierda de otro le amargase ese día especial.
Además, allí no estaría sola. Jana había salido en su defensa, hilando fino y dejándole claro a su ex que, si se casaba, a Alba, a Marisa y a ella, sus mejores amigas y las dueñas de los otros culos que salían en la foto, les importaba exactamente eso: tres culos.
Jana había sido sutil, incisiva y más que suficiente.
Marisa no había dicho nada todavía, pero Alba sabía que era muy despistada y no prestaba mucha atención a los chats. Seguramente ni lo habría leído y, cuando lo leyese, siendo tan comedida y tímida como ella era, no iba a decir que el tercer culo era el suyo en el grupo general, por evidente que fuese, pero llamaría a Alba y se reirían un rato.
Solían hablar casi todos los domingos por la mañana, recogían la casa y planchaban la ropa mientras se planchaban la oreja con lo que había pasado durante la semana o las dos semanas que, como mucho, llevasen sin hablar.
Alba y Jana hablaban por teléfono entre semana, algunos días a la hora de comer, y Alba estaba segura de que, en cuanto pudiese, su amiga le iba a decir:
—¿Qué te ha parecido la «Janada»?
No iba a hacer falta decir mucho más, tenían su propio lenguaje y así era como les llamaban a los momentos en los que Jana era brutalmente sincera y ponía a la gente en su sitio, con mucha educación.
La sinceridad era una cualidad que las tres compartían y cuya carencia le había hecho ganarse el sobrenombre de Cerdosupremo al ex de Alba, apodo con el que lo había bautizado Marisa un domingo cualquiera mientras hacían la colada. Alba recordó con alivio que ya no tenía que lavar los calzoncillos de su ex a mano y con un cepillo de cerdas duras, porque él dejaba manchas de heces a menudo. Ni siquiera se molestaba en meterlos en la lavadora y donde se los quitaba se quedaban, hasta que ella los recogía. De ahí, el apodo.
Las charlas con sus amigas habían sido de gran ayuda para Alba, Jana además era psicóloga y, aunque a menudo bromeaba sobre ejercer de terapeuta gratuitamente con ella, al final la había convencido para que fuese a la Seguridad Social y pidiese cita en su nueva ciudad.
Alba había acudido a terapia con una psicóloga dos veces al mes durante casi un año. Su terapeuta era quien la había aconsejado mantener contacto cero con su ex y propuesto cierta rutina para vencer la distancia y conservar las relaciones de amistad con sus amigas. Con Jana y Marisa lo había conseguido y era como si nada hubiese cambiado. Quizá porque en realidad tampoco se veían mucho cuando vivían cerca.
Vivir con su hermana, que se pasaba casi todo el día fuera de casa, en una ciudad en la que no conocía a nadie y con un trabajo esporádico e intermitente por distintas localidades, hacía que las redes sociales y el móvil fuesen la única manera que tenía Alba de estar con sus amigos.
Entre pensamiento circular y vuelta con vuelta al tema, la maleta estaba hecha y llevaba un rato sentada enfrente, mirándola.
Cogió el móvil, lo encendió y decidió que para su salud mental lo mejor sería silenciar el chat de la tropa. Lo hizo rápido, como se habría quitado una banda de cera de la piel. No le apetecía leer la avalancha de felicitaciones que le iba a caer a su ex por lo de su posible boda y tampoco quería leer más intervenciones de él, en el caso de que las hubiese.
El vídeo estaba terminado y enviado, ya había cerrado el tema de la canción con Silvia, la mejor amiga de la novia, y si alguien quería hablar con ella podía escribirle un privado o llamarla.
Era hora de dejar de pensar en su ex, tenía que intentarlo al menos.
Se puso los auriculares y, por curiosidad, por la necesidad de distraerse con cualquier otra cosa, empezó a escuchar las listas de reproducción de los enlaces que Don Kiwi había subido a Carropool.
Las primeras canciones consiguieron su objetivo, eran de sus favoritas, tanto que podría haber sospechado que él las hubiese copiado de su perfil, pero Alba no había compartido nunca sus playlists. Era pura suerte, una coincidencia real y positiva, de esas que crean lazos y provocan sonrisas.
Y se sorprendió sonriendo al pensar en Ojos de Kiwi y el viaje que tenían por delante, con ilusión e intriga.
Canturreó muy bajito mientras limpiaba el polvo de su cuarto y se imaginó que estaba en un concurso de la televisión, adivinando los títulos de los temas solo con los primeros acordes.
Cuando no hubo polvo que limpiar, pasó al salón, repasó la estantería y sacó a bailar a la escoba y al recogedor. Había conseguido elevar su humor y se sentía muy bien, hasta que una melodía comenzó de improviso y reavivó el dolor y la ira que sentía.
Era una de las canciones favoritas de su ex, una que habían escuchado juntos muchas veces.
Paró la música, pero ya era tarde. Terminó de barrer con rabia, no quería hacer ruido y al mismo tiempo sentía que ya estaba bien de pasar desapercibida. Le sobrevino aquel sentimiento contradictorio de que por una parte necesitaba olvidarlo todo y, por otra, quería que todo el mundo supiese su historia.
Quería quitarle la careta al Joker y que todo el mundo pudiese ver lo que en verdad había debajo: un enfermo manipulador y desalmado, un psicópata de manual.
Solo le había contado a sus mejores amigas y a su hermana lo que había pasado en realidad entre ellos durante los años que habían estado juntos. Lo contó cuando consiguió dejarle, nunca antes. Nunca mientras pasaba porque ella no era capaz de poner en voz alta las palabras que la psicóloga no había tardado en pronunciar: que era un maltratador psicológico.
Ver aquella foto de su nueva novia le había afectado, pero no del modo en que él habría esperado. No eran celos lo que Alba sentía, era miedo y culpabilidad. Sabía que no era lógico, pero no podía evitar sentirse responsable de haber consentido que él le hiciese todo lo que le hizo… Y otra mujer iba a sufrir su misma suerte.
Hubiese querido poder hablar con la prometida de su ex y contárselo, sacarlo todo fuera y avisarle de lo que le podría pasar, para que no aguantase lo que ella había aguantado.
Sin embargo, sabía que esa mujer no la creería porque él ya se habría encargado de decirle que estaba loca. Acercándose, Alba solo parecería una ex vengativa.
No le diría nunca nada, ni aunque les sentasen en la misma mesa en la boda, cosa que no iba a suceder porque Alejandro les había situado en lados opuestos del salón y ya se lo había confirmado. Alba nunca le diría nada a esa mujer porque había sido ella y sabía que ya estaba perdida, puede que incluso ya se hubiese dado cuenta y por eso le sonriese a la cámara en la foto y no a él, sonriendo para los que miraban, para que nadie supiese la verdad, para que nadie preguntase.
Alba sabía que sentirse culpable no era sano y se dijo lo que con seguridad le dirían sus amigas, su hermana y hasta su psicóloga:
—Si él le hace daño, la culpa es de él. Ni de ella, ni tuya, de él.
Lo repitió varias veces, susurrando, como un mantra.
No cambiaría nada que ella intentase avisar a esa mujer, que estaría embelesada y ciega como Alba misma lo había estado. Su ex sabía cómo ser encantador, el mejor, cuando quería. Si no llevaban más de un año, de seguro estarían en la fase de conquista y él sabía cómo hacerlo, era hombre de pocas palabras y grandes gestos, sobre todo al principio.
Le haría sentir el centro de su universo y en verdad le convertiría en su razón de existir, se presentaría vulnerable y le contaría cómo no tenía suerte en el amor, ni siquiera con sus padres, que lo trataban con desdén y se preocupaban solo de su hermana.
Alba recordó con dolor aquellos tiempos en los que ella había confiado en su ex ciegamente. Le había querido tanto, le había elegido por encima de todo y de todos hasta convertirse en su defensora acérrima, con sus amigos, con su familia, hasta en su trabajo le escribía algunos correos electrónicos cuando le surgía un conflicto porque él decía que no sabía expresarse ni defenderse.
Poco a poco, ella se había ido quedando tan sola como él y lo había aceptado, porque él siempre tenía razón, porque la había convencido de que como él no la iba a querer nadie, ¡quién la iba a querer siendo como era, sobre todo con su enfermedad crónica! Menos mal que a él eso no le importaba, aunque se lo recordase constantemente, para que ella no olvidase nunca el gran favor que le hacía.
La enfermedad de Alba no interfería en su vida desde que era muy pequeña, se había estancado en un estadio que le permitía hacer vida normal y a veces incluso a ella se le olvidaba. Entonces, ahí estaba su ex para recordarle que no era como los demás y convencerla de que si él le decía todo lo que hacía mal y le apuntaba todo lo que había malo en ella, era para que intentase mejorar, era por su bien. Decía que lo hacía todo por amor y ella también se convenció de que lo tenía que aguantar todo… por amor.
Y como a su alrededor los demás solo veían la piel del kiwi y no sabían que por dentro su vida era de un color muy diferente, cuando le decían la suerte que tenía de tener a su lado a un hombre tan guapo y tan buena persona, ella se lo creía y sonreía.
Él nunca discutía con nadie y no era capaz de enfrentarse a nadie, le hiciesen lo que le hiciesen, se bloqueaba y no reaccionaba, pero después lo pagaba con ella. Se desahogaba en casa de todo lo que pasaba fuera y salía a la calle, muy tranquilo, a seguir siendo «el Suave», que era como le llamaban los demás en la tropa. Suave porque no levantaba la voz, porque rehuía todos los enfrentamientos, porque bajaba la cabeza cuando le pisaban y ni rechistaba.
Sin embargo, él solo era suave por fuera, su interior era áspero y lo sacaba a la luz con ella.
Eso era y había sido siempre lo normal entre ellos hasta que Alba se fue a más de mil kilómetros y poco a poco fue entendiendo que nada de lo que había vivido con él era «lo normal».
Recordó que la psicóloga le había hecho escribir todo lo que sentía en un cuaderno y que hacerlo le había ayudado bastante a desahogarse y ordenar su vida.
Se sentó en el sofá, reinició la música y uso la misma canción que le había hecho estallar como inspiración para escribir. Cogió algo de papel y empezó a soltar todo lo que le quería decir a la mujer de la foto.