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Capítulo 11 El arcoíris

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Óscar tenía que esperar dentro del coche porque la visibilidad de las cámaras que llevaba encima no era óptima, aunque no llovía tan intensamente como lo había hecho en las últimas horas.

No tenía que moverse del coche y, sin embargo, lo olvidó en cuanto vio salir el arcoíris de uno de los portales cercanos. Era un paraguas multicolor, inclinado como un escudo, y él deseó que detrás estuviese ella.

Óscar hacía ondear en todos sus conciertos la bandera arcoíris, símbolo del orgullo gay y paraguas figurado bajo el cual se acogía la diversidad de la identidad de género y las orientaciones sexuales. Era símbolo de libertad para ser y desear, sin discriminación alguna. Era un icono de lucha y esperanza.

Quería que fuese ella.

Tenía que ser ella.

Corrió hacia el portal justo a tiempo de ver cómo la dueña del paraguas lo ponía en vertical y se guarecía debajo, con todo su equipaje.

Alba llevaba el paraguas con la mano izquierda, con el brazo derecho apretaba contra su cuerpo la funda del violín y con esa mano sujetaba la maleta. Con los dientes, mordía el gancho de la percha del vestido, protegido por una bolsa de basura.

Era la mujer orquesta del portaequipaje, por lo demás no destacaba bajo la lluvia, vestía vaqueros oscuros y una sudadera negra con capucha.

A Óscar le habían vestido del mismo modo y había sido pura coincidencia, aunque sus vaqueros eran negros. Para caracterizarlo, habían escogido la ropa más barata de unos grandes almacenes y, al parecer, ella también.

No es que él esperase verla vestida de Versace para meterse en un coche doce horas, pero no se había planteado cómo de humilde sería su compañera de viaje hasta ese momento, cuando comprendió que lo de ser una Cenicienta de barrio le iba en verdad como anillo al dedo y el dinero le vendría de perlas, aún mejor. Se sintió muy bien por haberla elegido, incluso se atrevió a bromear:

—¡Señorita Albaricoque, su carroza le espera! —le gritó.

Ella levantó la vista y prácticamente le vio ya a su lado, con el pelo apelmazado atrapando las gotas de lluvia. La peluca las retenía en lugar de absorberlas, como si le hubiesen prendido en la cabeza un centenar de alfileres brillantes.

—Dame, que te ayudo con eso —dijo él y le arrebató el violín, galantemente.

Se agazaparon bajo el paraguas y se repartieron el equipaje.

—Gracias —logró decir Alba, una vez su boca estuvo libre de la percha. Se miró en el reflejo de las gafas de aviador de él y se vio sonreír, algo azorada.

Caminaron deprisa hasta el maletero, que iba prácticamente vacío excepto por dos maletas.

La actriz abrió una de las puertas de atrás para ella y Alba pudo entrar, quitándose la capucha y sacudiendo la cabeza como un perro mojado.

Se sentó y saludó sonriente.

—Hola, soy Alba.

—Hola, yo soy Claudia. —Llevaba un vestido negro con rayas blancas horizontales, que recalcaban todavía más su ya exagerado embarazo. Acariciándose su enorme barriga, la actriz añadió—: Y estos son Jaimito y Jorgito.

Alba se quedó un poco sorprendida al ver el avanzado estado de gestación de su compañera de asiento, pero replicó, educada:

—Encantada y enhorabuena.

—Gracias, linda. Espero que tengamos buen viaje.

Alba se obligó a dejar de mirarle aquel inmenso bombo y se centró en la alfombrilla, celeste como el resto de la tapicería, que al absorber el agua de lluvia de sus zapatos se había tornado añil.

El techo del coche también era azul grisáceo y estaba impoluto. Todo olía a nuevo y a frutas, a kiwi concretamente, por el frasquito de aceite esencial que colgaba del retrovisor y oscilaba como un péndulo.

Óscar entró en el coche en ese momento, se sentó en el asiento del conductor y giró la cabeza hacia la recién llegada, sentada justo detrás de él.

—Señorita Albaricoque, ¿no serás por casualidad doctora? —preguntó, con sorna—. Nos vendría bien alguien que sepa qué hacer si cogemos un bache gordo y Claudia se nos pone de parto.

—So… soy profesora —respondió ella por inercia, con el miedo asomado a los ojos. Tragó saliva y, dirigiéndose a la mujer, preguntó—: ¿Cuánto… cuánto te falta para dar a luz?

—Unos dos meses —calculó la actriz—, pero al ser gemelos parece que estoy de más, ¿verdad?

Óscar introdujo una dirección en el GPS y la voz mecánica del dispositivo les informó de que les quedaban ochenta kilómetros para llegar a su próximo destino y de que el tiempo estimado de la ruta eran unos cincuenta minutos.

—Si sigue lloviendo así —les avisó Óscar, arrancando el motor—, es posible que tardemos más.

—Tardaremos más —corroboró Claudia. Tomó una bocanada de aire, esperó y se agitó en su asiento como si tuviese contracciones—. Conozco bien el camino y la última carretera que tenemos que tomar está llena de curvas… Uff, son de esas que no se pueden tomar a más de treinta por hora. Vamos a tardar mucho en llegar.

—Por mí no hay problema —le tranquilizó Alba, resuelta y optimista, abrochándose el cinturón de seguridad.

En verdad no le importaba tardar más porque no quería llegar a Santejo. El momento de volver a ver a su ex en la boda era algo que no tenía prisa por ver y el viaje le daría tiempo a prepararse para hacerlo.

Empezaba a enfrentarse a sus miedos con pasos pequeños, como subirse de nuevo a un coche después del accidente.

No pudo evitar pensar en ello mientras se abrochaba el cinturón. También había llovido mucho ese día y su coche había hecho aquaplaning, hasta estrellarse contra un árbol.

Los agentes de la Guardia Civil le dijeron que, de no haber llevado el cinturón puesto, no habría sobrevivido. Acarició el que se acababa de abrochar y se lo agradeció en silencio como si fuese el mismo.

La actriz la sacó de sus pensamientos al empezar a jadear a su lado.

—Chicos, siento… Siento como si… —Claudia puso otra vez el tono de estoy a punto de traer gemelos al mundo y se tocó la barriga postiza—. Siento una presión aquí que, buf, voy a necesitar ir al baño en un rato. Mi vejiga está comprimida y no es mucho más grande que esto. —Les enseñó un tetrabrik de zumo de sandía y sacando otro del bolso se lo ofreció a Alba—: ¿Quieres?

—No, gracias. Acabo de desayunar.

Alba se sentía observada y fijó la vista en el retrovisor del parabrisas, pero solo pudo ver las gafas verdes y esmeriladas del conductor. Bien podían esconder dos kiwis debajo y ella habría sido incapaz de verlos. Sin embargo, notaba una mirada constante que le erizaba los pelos de la nuca.

—Claudia, no me extraña que te duela la vejiga —terció Óscar—, te has tomado seis zumos en lo que llevamos de viaje.

—Lo del zumo es un antojo y me estoy quedando sin reservas.

—En la próxima gasolinera paro, vas al baño y compramos lo que necesites. —Volviendo su atención a Alba, Óscar inquirió—: ¿Y tú de qué eres profesora?

—De secundaria —respondió ella, sin entrar en detalles—, trabajo con adolescentes.

—Oh —replicó Óscar, grandilocuente—, eso sí que es una profesión de riesgo.

—No creas, soy profe de Música, que amansa a las fieras.

Seguían mirándose en ojeadas por el espejo retrovisor. Óscar sonrió seductor, aunque la barba escondía sus hoyuelos, que eran gran parte de su atractivo, por lo que tuvo que suplirlo con un cumplido:

—¡La música siempre fue mi asignatura favorita! Espero que no seas una de esas profesoras que solo enseñan a tocar Frère Jacques con la flauta.

Alba sonrió, comprendiendo a qué se refería exactamente. Había tenido algún profesor así e intentaba alejarse de ese modo de dar clase todo lo que podía.

—Me gusta pensar que ayudo a que mis alumnos amen la música —le dijo—, o al menos lo intento, y eso no se consigue obligando a nadie a tocar la flauta. Los chavales tienen que querer aprender y a unos se les dan mejor unos instrumentos y a otros, otros.

—¿Y cómo lo haces? —preguntó Óscar, realmente intrigado—. ¿Cómo les motivas?

—Les dejo que elijan qué instrumento quieren aprender a tocar, dentro de unos límites, claro. No pueden elegir el violín para empezar de cero, porque requiere mucho tiempo y al principio suena como si destripasen un animalito, pero hay otros instrumentos mucho más agradecidos… Como el ukulele, hoy en día es fácil encontrar uno por lo que cuesta ir al cine. Esa es otra norma, ellos tienen que traer su instrumento una vez a la semana para la clase práctica y en los institutos públicos no suele haber mucho material, ni presupuesto para los profes de música, ¡y tenemos solo dos horas semanales! Es como si las artes no importasen.

—El arte es fundamental —convino Óscar—, pero ¿cómo lo evalúas? ¿Les suspendes por no tocar bien la guitarra?

Alba negó despacio.

—Intento tenerlo todo en cuenta y sé, porque veo cómo les tiemblan las manos, que en los exámenes los nervios se la juegan. Pero no importa solo la parte práctica, también hay una parte teórica que es más fácil de evaluar. Un año les enseño lo que son los acordes y mucho más adelante les explico su importancia en el Barroco… A ellos les suele gustar más la parte práctica. Elijo una canción y preparo los arreglos según el alumnado, cada grupo respira de una manera y tengo que adecuar el nivel. Y no sé… Tengo como un ojo clínico para saber lo que les va a gustar y descubrirles música nueva y cómo la música les puede salvar de muchas cosas… Me encanta mi trabajo, a pesar de los recortes y de toda la burocracia, que cada año tenemos más carga. —Alba frenó antes de despotricar contra el sistema educativo en defensa de su asignatura. Era una luchadora apasionada en esas lides y no quería aburrirles, ellos posiblemente solo querrían hablar de temas triviales como el tiempo. Miró por la ventanilla y apostilló, antes de guardar silencio—: Cómo llueve, ¿eh?

Óscar no le dejó cambiar de tema.

—Sí, cae con ganas. Pero cuéntanos más, yo toco un poco la guitarra y no me vendría mal una profesora, ¿das clases particulares?

—Me lo podría plantear —balbució Alba. Se miraron y se sonrieron, durante unos segundos fue como si viajasen solos en el coche. Intrigada, ella le preguntó a su vez—: ¿Y tú a qué te dedicas?

—Ahora mismo me pagan por conducir —resolvió Óscar, sacándole la lengua y le dio la coartada que habían planeado, que además era en parte cierta—: Podría decir que vivo de la música. Hace años, mi madre me legó en vida varios inmuebles: bares y locales de ensayo. Algunos de los músicos a los que tengo de inquilinos son además buenos amigos y a veces me paso y me dejan tocar con ellos.

—¡Yo no sé tocar ni la pandereta! —terció Claudia y tamborileó los dedos de ambas manos sobre su barriga, pero como era falsa, sonó a hueco y tuvo que toser para evitar que Alba se percatase de ello.

Óscar recuperó su atención, deprisa:

—¿Tú tocas algo más aparte del violín?

Alba asintió.

—El violín y el piano, también toco otros instrumentos como la guitarra y, bueno, uno de mis alumnos me regaló un clarinete el año pasado. Me pareció una de las cosas más bonitas que me han pasado nunca y ahora estoy aprendiendo a tocar el clarinete. Los profes de Música no dejamos de aprender, la música está viva.

Óscar paró la reproducción de la radio, una canción suave que había estado sonando tan bajo que no se imponía al batir de los retrovisores sobre el parabrisas.

—Me pregunto qué escucha una profesora de música cuando no está de servicio. —Óscar le mostró una sonrisa traviesa e insistió—: Puedes conectarte a la radio del coche y hacer de DJ en lugar de las playlists que he preparado, que a lo mejor no te gustan.

Alba no le dijo que había escuchado muchas de sus playlists y que sí que le gustaban, simplemente accedió:

—Está bien, ¿qué os apetece escuchar? Tengo un poco de todo.

Óscar se encogió de hombros.

—Pon algo que creas que me podría gustar, usa ese ojo clínico que has dicho que tienes.

Amor sobre ruedas

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