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CAPÍTULO V Castillo Pittamiglio

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Como el cumpleaños terminó tarde en la madrugada, se dedicaron a dormir media mañana. Habían estado deliberando sobre si aprovechar la tarde para ir a dar una nueva vuelta al castillo. Cuando despertaron, ya era hora del almuerzo. Aún con los estómagos sobrecargados por la noche anterior, enfrentaron sin mucho esfuerzo unos suculentos platos de pasta. En la familia de Tamara, era tradición los domingos.

—El castillo es un enigma. Y los enigmas están hechos para resolverse —insistía Emilia a su amiga, que estaba perezosa para ir.

—Es un enigma que estuvo ahí mucho tiempo. ¿Qué importa si vamos hoy o vamos otro día?

—Increíble tu entusiasmo, querida. En Piriápolis no pasaba lo mismo.

—Debo recordarte que además de estar de vacaciones no había tenido un cumpleaños de quince recientemente.

—Ni que sea tan cansador. Yo estoy bien.

—Es el amor.

Emilia puso los ojos en blanco e hizo caras que daban a entender la cercanía de un adulto.

—Vamos en un rato. ¿Dale? —continuó insistiendo, cambiando de tema y retomando el asunto enigmático.

—Está bien, pero dame un tiempo para bajar la comida.

Unas horas más tarde estaban de nuevo recorriendo la monumental construcción de la rambla de Punta Carretas. Tuvieron que pagar la entrada de vuelta, pero esta vez no le prestaron tanta atención a lo que iban diciendo durante el recorrido.

Se detuvieron a analizar uno de los símbolos más llamativos del castillo, en un tramo de la visita guiada, ubicado en uno de los techos. Se trataba básicamente de un círculo con un punto bien marcado en el centro.

—Según la alquimia, era el símbolo del sol, que a su vez se relaciona al oro. Me acuerdo de algo de eso —indicó Emilia señalando el techo. La visualización de este símbolo la hizo pensar en varias cosas a la vez—: ¿Se tratará de algo que indica el lugar en que está el oro? ¿Una pista? ¿O será una simple representación de los tantos cuerpos celestes o metales que los alquimistas consideraban tan importantes?


Dado que no podían quedarse solas, siguieron al grupo de visitas. Fueron observando detenidamente los siguientes símbolos que aparecían por el lugar. Más allá de que no pareciera que tuvieran un orden determinado, seguro Pittamiglio los había colocado así por algún motivo.

—El símbolo del sol tal vez esté rodeado de los que representan lo necesario para conseguir oro —dijo Emilia, aún enfrascada en sus pensamientos.

—Volvemos a actuar como discípulas de alquimistas —agregó, divertida, Tamara.

Al poco tiempo ingresaron en una habitación pequeña y oscura, un tanto extraña. Seguramente la oscuridad se debía a la falta de ventanas.

—¿Habíamos entrado acá el otro día? —se extrañó Emilia.

—La verdad, no me suena.

—Estoy casi del todo segura de que es nueva.

—Para nosotros, será.

No había muchas cosas: una mesa rectangular de madera antigua decoraba el centro, unos viejos candelabros colgaban de las paredes y dos sillones estilo inglés se hallaban uno cercano al otro, no muy lejos de la puerta. En esos recorridos uno no podía estar seguro de si los muebles o artilugios decorativos eran originales, restaurados o colocados ahí con un propósito. Muchas veces esos lugares estaban rediseñados con cierta intención. El guía no explicó nada más al respecto, pero ellas quedaron intrigadas.

Cuando ya estaba todo el grupo retirándose de allí, Emilia llamó la atención de su compañera de investigaciones.

—Mirá —le indicó un grabado en la pared—. Ese símbolo me resulta familiar.

—Claro, es el de la alquimia. El que encontramos en el Hotel Argentino. ¿Te acordás?

—Obvio, qué cabecita la mía.

—Y sí, de enamorada diría yo —sonrió su amiga.

—Bobadas.

Se acercó al grabado. Los petroglifos al parecer eran de lo más comunes para los alquimistas.

—¿Querrá decir que por acá Pittamiglio hacía experimentos? ¿Buscaba la fórmula? ¿La piedra filosofal? —las preguntas salieron disparadas de la boca de Emilia.

—Supongo que algo de eso.

—Esto solo nos indica que ciertamente este hombre era alquimista. No cabe duda de que podría haber encontrado la fórmula y, por qué no, que la piedra filosofal esté acá en algún lugar. Piedra filosofal o Santo Grial, como quieran llamarlo, porque al parecer se trata de lo mismo. Puede que no esté acá abajo, pero en este castillo está. O estuvo, claro. Capaz esas historias de que no se encontró solo escondan la verdad: sí.

—A veces me sorprendés. He de decirlo —su amiga levantó el dedo índice, como dándole mayor importancia a lo que había dicho—.Vamos, hay que alcanzarlos.

Salió por la puerta en busca de los demás.

—Cierto. Nada de levantar sospechas. Esto es nuestro.

Se encontraron con el grupo enseguida. La guía continuaba con su discurso, sin haberse percatado de su ausencia; o eso parecía.

—No me aguanto, voy a buscar algo del símbolo del sol—. Emilia abrió el navegador en su celular y puso manos a la obra.

—Mejor guardalo, parece que le tomás el pelo a la guía.

—Todo lo contrario, como me interesa lo que dice, amplío la información —y leyó—: «Representaba al oro, la quintaesencia de todos los metales, el fin mismo de la alquimia e incluso el elixir de la vida, la piedra filosofal, la Gran Obra». Un círculo con un punto en el medio. Como el del techo hace un rato.

—Así que puede indicar algo vinculado a la piedra filosofal.

—Exacto. Nada de puede —remarcó esta palabra—. Directamente es así.

—Yo no sé por qué buscamos esto de nuevo, si lo teníamos en nuestras manos el verano pasado.

—La gracia está en el camino, amiga.

—Cuando estamos en lugares como este te ponés tan filosófica.

—Inspira eso.

—Esto te encanta. Si existieran otras vidas, seguro fuiste alquimista.

—Tal vez —la aludida sonrió.

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