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Llegar a Europa en tiempos revueltos

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A partir de una reconstrucción realizada a la luz de la filología, los gitanos habrían llegado a Europa procedentes de algún lugar al nordeste de la India, de donde salieron en un momento indefinido de la Edad Media para instalarse en diversos territorios del antiguo Imperio bizantino, primero en Asia Menor y luego en la península balcánica, donde hay ya sí constancia histórica de su asentamiento y actividad económica. Más tarde, en el contexto de otros movimientos de población relacionados con el avance turco sobre estas zonas, se extendieron por toda Europa, de manera que durante los siglos XIV y XV grupos de «egipcianos» o «bohemios» —según los nombres equívocos que iban recibiendo allí donde llegaban— se irían asentado en la mayoría de las regiones del viejo continente: Moldavia, Valaquia, Hungría, Alemania, Suiza, Francia, Países Bajos, Inglaterra, España… Pronto, de la mano del mismo Colón en sus primeros viajes a América, alcanzaron también al nuevo mundo del otro lado del Atlántico.

Este es el relato habitual sobre los orígenes del pueblo gitano europeo, que sortea grandes vacíos documentales para sus primeras etapas y encierra una contradicción muy llamativa visto desde la concepción racial del nazismo: la paradoja del linaje ario de este pueblo, afirmada precisamente por un erudito alemán en el siglo XVIII, Grellmann [Il. 2]. Más allá de todo esto, tal forma de contar la entrada en la historia europea del pueblo romaní conlleva un problema científico y político que suele pasar inadvertido: al presentarlos como inmigrantes de origen distante e incluso misterioso, se subraya —aunque sea inintencionadamente— la condición foránea de quienes han estado sin embargo viviendo en suelo europeo de forma continuada desde la Baja Edad Media. Europa es históricamente un continente de aluvión demográfico; pero no se aplica el mismo esquema, que marca con el exotismo de un origen lejano como rasgo indeleble, a todos los grupos humanos que la han venido ocupando, atravesando y poblando. El relato histórico no es neutro y asimila con naturalidad a algunos pobladores mientras que de otros enfatiza su origen foráneo. Así lo refleja el nombre de egipciano que está detrás tanto de la palabra inglesa gypsy como de la española gitano: ya fuera porque remitiera a una zona del Peloponeso conocida como Pequeño Egipto o porque los vinculara con el mismo Egipto africano, son equívocos de distinto signo confluyentes en una denominación que los define como un grupo ajeno al cuerpo social históricamente arraigado en el territorio nacional.

Los motivos de esta representación de los gitanos como extraños tienen mucho que ver con la sensación de choque cultural que en el mismo siglo XV experimentaron los alemanes, italianos, holandeses o españoles, por poner solo algunos casos, cuando observaron a los recién llegados. El famoso Diario de un burgués de París describe el asombro de la población en 1427 ante la entrada de grupos con lengua, vestimenta y costumbres extrañas, cuyo aspecto y prácticas causaban a la vez curiosidad y reparo: «Casi todos tenían ambas orejas perforadas y llevaban en cada una de ellas uno o dos aros de plata, decían que en su país era signo de nobleza. Los hombres eran muy negros, de cabellos crespos. Las mujeres las más feas y oscuras que puedan verse (…) A pesar de su pobreza, había entre ellos brujas que adivinaban examinando las líneas de la palma de la mano lo que a uno le había ocurrido o había de pasarle». Por todo ello, durante su estancia en París «hubo tal afluencia de gentes… deseosas de ver como jamás las hubo ni para la bendición del Bendito». Desde esos primeros momentos se percibe ya la reacción de cierre y rechazo de unas sociedades que se entendían a sí mismas como civilizadas, para las que el nomadismo resultaba además sospechoso por múltiples motivos y aumentaba prejuicios raciales.

Pero, a la hora de fraguar un tratamiento legal de carácter decididamente antigitano, aún más decisivo que este genérico temor social frente a lo desconocido y lo considerado diferente fue el concreto momento político en el que estas poblaciones llegaron a Europa. Porque el impulso definitivo para la construcción del Estado-nación moderno se produjo precisamente en este tiempo. En el siglo XV muchos soberanos europeos se emplearon duramente en la difícil tarea de afirmar el poder real como poder civil superior frente a otros poderes e instituciones, impulsando procesos de definición del Estado-nación que implicaron también conflictos territoriales. Desde el principio de este complejo fenómeno histórico que se consolidaría en el siglo XVI puede ya observarse la importancia otorgada por los soberanos al control de las poblaciones y sus movimientos, así como la búsqueda de la homogeneización cultural de los diversos grupos de súbditos. Los gitanos llegaron en un tiempo en el que la diversidad, nunca bien vista políticamente, se estaba convirtiendo en algo especialmente indeseable. La legislación relativa a su asentamiento se inició, pues, en este preciso momento de cierre político y cultural de las monarquías europeas. Además, el empuje del Imperio turco-otomano desde los Balcanes y el Mediterráneo recalcó el componente religioso incluido en estas operaciones de definición política de las naciones europeas. Desde el principio, en los reinos cristianos los grupos romaníes empezaron a ser tachados de sospechosos por supuestas tareas de espionaje a favor del poder musulmán. Esta etiqueta —espías amparados en una forma de vida móvil— habría de ser operativa también durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, cuando no pocos de ellos fueron detenidos por espionaje y asesinados en nombre de la seguridad nacional, sin importar que muchos romaníes hubieran servido en el ejército de sus respectivos países y luchado en el frente.

Por todo ello, volviendo a los orígenes, estos grupos fueron castigados con el estigma de eternos extranjeros dentro del suelo patrio, y la legislación de los siglos XVI, XVII y XVIII procuró su desaparición en toda Europa, bien por la vía de la asimilación forzada —un borrado de sus características étnicas específicas—, bien por la vía de la expulsión o la aniquilación. La acumulación de medidas específicas sobre los gitanos en los diversos reinos europeos a lo largo de la Edad Moderna adquiere dimensiones inconmensurables. Pragmáticas, edictos, decretos… se superponen en todos lados siguiendo un mismo patrón básico: controlar a un grupo que se construye legalmente como un enemigo interno incrustado en el cuerpo social. Esto se hizo tanto reconociendo la existencia de su especificidad cultural —aunque fuera para perseguirla— como negándola, al afirmar que la etiqueta «gitano» solo escondía a vagabundos y delincuentes comunes.

En los territorios alemanes, por ejemplo, a pesar de los iniciales salvoconductos que les permitieron entrar como peregrinos por razones religiosas, se desató muy pronto la escalada de disposiciones antigitanas locales y regionales: la ciudad de Fráncfort fue la primera en expulsarlos legalmente en 1449, mientras que en otras solo se les permitía acampar a las afueras; en cualquier caso, a finales del siglo XV la Dieta imperial promulgó un edicto que revocaba todos los salvoconductos emitidos con anterioridad por el emperador Segismundo cuando permitió la entrada de grupos gitanos, ilegalizándose su presencia en el territorio del Sacro Imperio Romano Germánico. Entre mediados del siglo XVI y mediados del siglo XVIII se promulgaron aproximadamente 120 leyes de distinto alcance que los castigaban con penas físicas y trabajos forzados si eran encontrados en estas tierras prohibidas. En algunos casos se les castigó directamente con la pena de muerte, como decidió en 1661 el príncipe elector de Sajonia para sus dominios. En otros, las leyes dispusieron también la separación obligatoria de los niños de sus padres, para ser educados en familias o instituciones consideradas cristianas.

En el siglo XVIII, el espíritu ilustrado aplicado a las tareas de gobierno mostró aquí su lado oscuro, y el control de las poblaciones y la utilidad económica de los súbditos se hicieron más imperativos precisamente para los gobernantes más cercanos al reformismo modernizador. Sin que desaparecieran las medidas anteriores, se impuso entonces una política de sedentarización y asimilación forzosa: durante los reinados de la emperatriz María Teresa y luego de su hijo José II en Austria, de igual manera durante el del rey Federico II (llamado el Grande) en Prusia, se confinó a los gitanos a unos pocos emplazamientos y ocupaciones considerados legales, imponiendo sobre ellos férreos controles.

Lo sucedido en esta zona de Europa a lo largo de la Edad Moderna no fue excepcional: prolongar sin más este maltrato legal al Tercer Reich nazi, suponiendo que existiera un patrón alemán de antigitanismo, sería erróneo. Una rápida mirada a España nos confronta con una persecución tan insistente, si no más, sin que ello impidiera luego el empleo de «lo gitano» como parte de la simbología nacional. También aquí los grupos que entraron en principio con autorización real (e incluso contaron en ocasiones con la buena acogida de nobles locales) vieron cómo la condición de peregrino perdía rápidamente su prestigio en el país de los Reyes Católicos, soberanos empeñados en una amplia operación de construcción nacional cargada de componentes culturales y religiosos. Igual que sucedió con otras minorías —judíos y moriscos—, los gitanos fueron amenazados de expulsión; en caso de querer permanecer en tierras españolas, una pragmática de 1499 los obligaba a abandonar su lengua e indumentaria y someterse a la obediencia de algún señor. Se anunció entonces, entre otras penas para los incumplidores, la de esclavitud y trabajo forzado, que monarcas posteriores mantuvieron. En 1619 Felipe III endureció el castigo en forma de pena de muerte para los renuentes, mientras que pragmáticas posteriores, como las de Felipe IV en 1633 o Carlos II en 1695, optaron por imponer la asimilación forzada antes que la expulsión, obligando a los gitanos a residir en una lista cerrada de villas, a comparecer ante la justicia para ser censados, a trabajar en muy pocos oficios y a evitar su lengua «jerigonza». También en la España del siglo XVIII la Ilustración mostró su cara más cruel cuando, asesorado por el marqués de la Ensenada, Fernando VI promulgó en 1749 una orden para el apresamiento general de toda la población gitana del país, conocida como la Gran Redada. La operación sacó de sus casas a familias asentadas, las privó de sus bienes, obligó a hombres y mujeres a trabajos forzados, y los mantuvo separados buscando la extinción biológica del grupo.

Los argumentos con los que se compuso este denso aparato legal, así como el discurso político de distinto origen que lo acompañó (de consejeros reales, representantes en Cortes y Dietas, gobernantes locales, eruditos dedicados a los problemas de la nación, instrucciones policiales, etc.) revelan varias cosas. Primero, que los grupos romaníes habían llegado para quedarse, pues la reiteración en las medidas y los castigos no hacía sino reconocer implícitamente el fracaso de los intentos de expulsión o asimilación. Segundo, que estaban incorporados a la vida social y económica mayoritaria en superior medida de lo que admitía el estereotipo que los reducía a bandas errantes de vagabundos y delincuentes. Las leyes, además de prohibir las particularidades culturales de los gitanos, limitaban los oficios que podrían ejercer, los fijaban en determinadas tierras y promovían censos para registrar su existencia. Hablando de nómadas desocupados y fuera de la ley, un tópico obsesivo en un tiempo en el que el bandolerismo aumentó a partir de fracturas sociales tan graves como la generada por la guerra de los Treinta Años, las leyes hacían en realidad referencia a otros gitanos.

Leídas del revés, estas medidas nos hablan de un proceso de asentamiento de diversos grupos romaníes en toda Europa que conllevó la residencia en determinados domicilios y el ejercicio de determinadas profesiones. Algunas, comunes con las clases trabajadoras de las sociedades receptoras, como el cultivo de la tierra, tarea en la que compartieron fatigas con otros segmentos de la población; otras estuvieron más específicamente vinculadas a un perfil laboral colectivo, como la forja del hierro y otros metales, la reparación de objetos varios, el cuidado y comercio de caballerías o el entretenimiento musical y teatral de la población (en países como Hungría y Rusia su presencia en los espacios musicales sería considerada característica de las respectivas culturas nacionales ya en el siglo XVIII). En particular, el comercio a pequeña escala y la reparación de objetos que conllevaba la movilidad del artesano fueron dedicaciones frecuentes, en relación con la también frecuente prohibición de incorporarse a los gremios establecidos.

Por paradójico que resulte, este tipo de políticas dirigidas supuestamente a asimilar a los gitanos generaban desarraigo y producían criminalidad. Algunas de las medidas impedían que los afectados ejercieran ciertos oficios o los obligaban a mover sus residencias a determinados emplazamientos prefijados. Otras prohibían formas de vida que no eran exclusivamente gitanas, como la mendicidad o la movilidad, pero que quedaban doblemente criminalizadas en tanto que gitanas. Por todo ello, se puede afirmar que en esta etapa histórica se puso ya en marcha una lógica gubernamental respecto a la población romaní que continuaría vigente hasta el nazismo y aún después, puesto que el aparato legal y el discurso normativo de las monarquías europeas de la Edad Moderna crearon categorías criminales aplicables a toda una comunidad en cuanto que tal. Quedó activada la triple operación de categorización (asignación de un nombre al colectivo), «etiquetaje» (identificación de sus miembros) y estigmatización (invocación de juicios de valor negativos) que habría de tener un largo recorrido histórico, según han indicado los investigadores Lucassen, Willems y Cottar.

Uno de los principales problemas fue el efecto extralegal de estas leyes, puesto que, después de haber castigado penal y civilmente a los considerados delincuentes o peligrosos para la comunidad, este aparato normativo seguía proyectando sobre el imaginario colectivo de las sociedades mayoritarias una representación globalmente negativa de los llamados gitanos que les perjudicará durante generaciones. Sobre todo, si tenemos en cuenta que otros discursos contribuyeron a extender y amplificar esta imagen, de forma quizá más difusa pero igualmente efectiva, imprimiéndola en lo que podemos llamar el «sentido común» de una sociedad.

Como sabemos, la literatura y las artes plásticas, entre otros vehículos culturales, han sido particularmente influyentes a la hora de configurar el conjunto de presunciones que un grupo humano da por hechas, asumiendo su existencia como algo natural, sin preguntarse por su artificialidad o intención política. Durante el Renacimiento y el Barroco, novelas y tramas teatrales recurrieron a los gitanos cuando había que introducir en los argumentos la delincuencia o, cuando menos, la marginalidad social. A veces ni siquiera como tema directo, sino como ambiente o excusa. Fueron un recurso literario muy eficaz, puesto que podían servir para explicar esa ruptura del orden que activa toda historia, que mueve toda trama; no digamos ya por su valor como contenedor de moralejas y otras fórmulas pedagógicas. Abundan en consecuencia los relatos en los que los gitanos son presentados, sin mediar explicación, como bandidos que desafían las leyes sociales, brujas terribles o mujeres de peligroso atractivo, ladrones de niños en cuyo robo se sitúa la clave del enigma de la historia… Desde La Gitanilla de Cervantes a Les Fourberies de Scapin de Molière, pasando por La Belle Egyptienne de Sallebray o Moll Flanders de Defoe, antes de llegar a la eclosión del Romanticismo, escritores de todos los países y estilos utilizaron a los gitanos para introducir a la par intriga argumental y tensión social en sus obras. Los rasgos amables con los que se tocaba a determinados personajes o situaciones excepcionales eran perfectamente compatibles con la estigmatización global del grupo.

Óleos y grabados aprovecharon también el filón temático de los gitanos como elemento exótico y anecdótico, un dato de color móvil en medio del paisaje o una ocasión para introducir en el relato plástico el contraste entre personajes «normales» y sus «otros». Así, la figura de la mujer gitana como adivinadora de fortuna se convirtió en un tema visitado por Georges de La Tour, Nicolas Régnier o Watteau, entre muchos otros [Il. 3]; por su parte, para una legión de paisajistas como David Teniers, Jan Steen o Thomas Gainsborough, los campamentos y caravanas gitanos sirvieron para ilustrar el contraste entre naturaleza y humanidad —sugiriendo algo así como un eslabón perdido en el proceso de civilización—. En estas representaciones, la tipificación de una apariencia genéricamente gitana para identificarlos como tales empleó los recursos de la vestimenta y el adorno que se les atribuyeron como propios, mientras que también se fijaron (y no sin titubeos) aquellos rasgos físicos como la piel oscura, a juego con ojos y cabellos negros, que igualmente deberían diferenciarlos, esta vez en clave racial. Además, la apariencia externa se hacía casar con las inclinaciones internas retratadas: la tendencia al engaño y al robo en su trato con los «ciudadanos honrados», el vagabundeo y la ociosidad.

Esta representación ficcional de los gitanos, literaria y plástica, traducía y alimentaba el discurso legal y político de las elites gobernantes antes que la realidad social de las variadas formas de vida gitanas. Además, contribuyó de forma sustancial a la creación de estereotipos simplificadores que marcaron la historia colectiva de estas minorías. Sin embargo, lo que vino después supuso un salto cualitativo decisivo en la creación de una representación de los gitanos que, además de determinar sus vidas cotidianas, les robó el derecho a definir su propia imagen durante generaciones.

Holocausto gitano

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