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No solo en Alemania: el cerco se cierra en el siglo XX
ОглавлениеPrecisamente aquellos gitanos que pudieron encontrar trabajo en alguno de los papeles asignados desde siempre a su colectivo quedaron doblemente atrapados por las consecuencias de los estereotipos reduccionistas: músicos, artistas circenses, pequeños empresarios de espectáculos para ferias, etc., cuyo modo de vida móvil sería motivo de sospecha en una Europa atravesada por viejas y nuevas tensiones en el tiempo de entreguerras. Como recuerda Philomena Franz, superviviente del holocausto romaní, su familia representaba obras de temática gitana en las que se vestían de forma reconociblemente gitana, que era lo que el público esperaba. La trampa del cliché reduccionista es así de paradójica.
Sin embargo, la realidad social que los estereotipos hacían invisible era mucho más diversa y compleja a comienzos del siglo XX. Es cierto que la dedicación a la música y otros espectáculos se convirtió en actividad laboral para bastantes familias romaníes, que hallaron en ella un modo de vida: hubo desde intérpretes de tanto éxito como Django Reindhardt hasta músicos callejeros cuyos nombres hemos perdido [Il. 8]. Pero no es menos cierto que las actividades económicas de las comunidades romaníes a lo largo de Europa eran más variadas de lo que la percepción mayoritaria registró; muchas de ellas implicaban una sedentarización que tampoco fue reconocida en el discurso oficial, que continuó haciendo sinónimos los términos gitano y nómada. Sin embargo, junto a grupos romaníes que viajaban con sus caravanas como forma de vida, había también familias asentadas y otras que combinaban el desplazamiento estacional —en función de la demanda laboral— con la vida sedentaria. En la Europa de entreguerras vivían romaníes dedicados al cultivo de la tierra, como también había gitanos artesanos (herreros, caldereros, etc.), tratantes de caballos, dueños de pequeñas tiendas, comerciantes e incluso funcionarios [Il. 9].
De hecho, en algunos países había empezado a desarrollarse una clase media romaní, tanto de negocios como intelectual, que en ocasiones llegó también a impulsar un movimiento cívico en defensa de los derechos de los gitanos como minoría. El caso de la Unión Soviética fue especial, dado el apoyo oficial que durante los primeros tiempos del régimen comunista tuvieron los intelectuales y activistas romaníes, capaces en consecuencia de desarrollar iniciativas a la vez culturales y políticas, como el Teatr Romen impulsado por el bolchevique romaní Ivan Rom-Lebedev, o el periódico Nevo Drom. Incluso cuando Stalin retiró el reconocimiento como minoría nacional al pueblo romaní en 1936, en la Unión Soviética pudieron darse casos como el de Aleksandr Baurov, quien procedente de una familia de músicos se formó como ingeniero especialista en comunicaciones y sirvió como oficial en el ejército que luchó contra la invasión nazi. Condecorado como héroe de guerra, formaría parte de la comisión encargada de examinar la tecnología espacial alemana tras la rendición y del grupo de ingenieros soviéticos que puso en órbita los primeros cohetes.
Sin llegar al nivel soviético, también en lugares como Bulgaria, Rumanía, Yugoslavia y Checoslovaquia se puede constatar el surgimiento, durante el tiempo de entreguerras, de un tejido social de intelectuales y activistas que luego el nazismo destruiría. En estos países hubo diversas iniciativas culturales y políticas que nos hablan de un naciente asociacionismo romaní, según ha estudiado Ilona Klímová-Alexander. La articulación de un discurso reclamando derechos cívicos tenía uno de sus fundamentos en su sentimiento de pertenencia nacional, en la autopercepción como ciudadanos de sus respectivos países. De hecho, había sido general la participación de soldados romaníes en los ejércitos de las distintas naciones contendientes durante la Primera Guerra Mundial. En Alemania muchos varones de familias sinti asentadas se sintieron llamados a la defensa común de la patria, mientras que en Francia se dio la paradoja de que había gitanos empleados en el ejército a la vez que otros eran encerrados en arsenales fronterizos por su supuesta peligrosidad para la seguridad nacional. Sin salir de este mismo marco de movilización militar de ciudadanos romaníes durante la guerra, es posible encontrar situaciones aún más chocantes, como la de los cuarenta y cinco soldados gitanos del ejército serbio prisioneros de los austriacos que sirvieron al antropólogo racial Victor Lebzelter para la realización de sus estudios antropométricos.
A pesar de la diversidad sociológica de la población romaní europea, a comienzos del siglo XX la atención gubernamental se dirigió cada vez más hacia los gitanos considerados genéricamente nómadas y descritos como peligrosos para la sociedad. Eran los grupos móviles, sin recursos ni dedicación económica estable, carentes de un claro estatus nacional que los protegiera, quienes encarnaban al conjunto de los romaníes para la mirada oficial, quedando invisibilizadas otras situaciones que habrían puesto en cuestión los estereotipos simplificadores. El aumento del control y el acoso policial es solo la cara más visible de esta evolución que, como veremos, se manifiesta también en el campo de los discursos políticos, jurídicos y científicos sobre este tema. Pero es una faceta importante, no solo porque abrió el camino hacia procedimientos que se extremarían con el nazismo, sino también y aun antes porque, como señaló Michael Zimmermann, el hostigamiento policial hizo que la teórica política de asimilación fuera en la práctica una política de expulsión. Directivas como la prusiana de 1906, Bekämpfung der Zigeunerplage, dirigida a la «lucha contra la plaga gitana» (nombre recogido más tarde por el nazismo), estaban pensadas tanto para dificultar la actividad del comercio itinerante como para impedir a los gitanos que se quedaran en las ciudades que visitaban.
Mayor desarraigo aún producirían medidas de desmembramiento familiar como las tomadas en Suiza: en 1913 se separó a los miembros de las familias romaníes extranjeras, encerrando a los hombres en el campo de trabajo forzado de Witzwil; en 1926 la fundación Pro Juventute privó de sus hijos a aquellos romaníes suizos que por su forma de vida nómada no fueron considerados padres aptos, entregándolos a orfanatos y otras instituciones cuando no se encontraron familias adoptivas.
De hecho, se puede observar que el discurso de asimilación propio del liberalismo del siglo XIX —la idea, de cuño ilustrado, de convertir a los gitanos en buenos ciudadanos a través de su integración forzosa en los modos de vida mayoritarios— perdió espacio ante el discurso de la «peligrosidad social», que acabó siendo hegemónico en las primeras décadas del XX. El nomadismo, atribuido genérica e incluso genéticamente a todos los romaníes, se convirtió en este contexto en la clave sustentante de una imagen colectiva que tendría cada vez más efectos legales y policiales: la «asocialidad». Los gitanos serían vistos y explicados como un colectivo cuya forma de vida itinerante manifestaba —y a la vez servía para esconder— una tendencia colectiva a la vagancia, al incumplimiento de las leyes y, en definitiva, a la delincuencia; un colectivo sin voluntad ni capacidad para vivir dentro de la sociedad (mayoritaria). Su integración social no sería en consecuencia ya el horizonte deseable, sino sencillamente un imposible. La naturaleza antropológica supuestamente característica de los gitanos los encapsulaba, desde esta visión, en comunidades cuyas formas de vida eran entendidas como incompatibles con la condición social civilizada.
Con la categoría de asocial se estaba reformulando un temor antiguo, el que tradicionalmente había recaído sobre los no asentados o no avecindados, reforzado en el cambio de siglo con nuevos argumentos propios de la sociedad de masas. Por lo tanto, no se trataba ya solo del miedo genérico a los nómadas ni de la preocupación —típicamente liberal— por la pérdida de una potencial mano de obra, inquietudes ambas que habían dado forma a las leyes contra la vagancia y el vagabundeo formuladas hasta entonces. A partir de finales del siglo XIX, el problema de la salud colectiva de la sociedad entendida como un organismo se iría haciendo cada vez más acuciante para sociólogos, médicos, psiquiatras y, por supuesto, gobernantes.
El cuidado del vigor demográfico colectivo de la nación y la inquietud por la posible degeneración del cuerpo nacional, en términos de darwinismo social; la preocupación por la llamada «mala vida» en las grandes ciudades, consideradas terreno propicio no solo para la prostitución sino también para la homosexualidad y otras conductas tipificadas como desviadas; y la alarma ante la delincuencia, concebida ahora como un fenómeno sociológico de dimensiones amenazantes, dieron forma a muchas de las reflexiones intelectuales y decisiones políticas de esta época tanto en Europa como en América. Las teorías sobre la peligrosidad social reflexionaron desde esta óptica sobre fenómenos históricos que estaban resultando cada vez más inquietantes para gobernantes y clases acomodadas: los flujos migratorios de alcance internacional e incluso transoceánico, que hacían saltar las alertas de los controles de entrada en los países receptores; el crecimiento de las grandes urbes, con los problemas de insalubridad y pobreza que presentaban los barrios obreros; o la creciente movilización política de las sociedades, nacida en gran medida de las mismas desigualdades que latían tras los procesos anteriores. Todo ello construyó el marco para las ideas sobre la peligrosidad social que tomaron al gitano como objeto de estudio y reglamentación.
La identificación del gitano con las figuras del vagabundo o el vago, en las que se le había subsumido legalmente con anterioridad, estuvo en la base de la categoría de asocial; pero la representación se hizo más densa al incorporar otras (des)calificaciones y, sobre todo, al pasar a tener connotaciones raciales de apariencia científica. La ecuación entre gitano-nómada-vagabundo-pobre-vago-delincuente y otras situaciones sociales indeseables (undesirable class fue, precisamente, la etiqueta empleada en las fronteras de Estados Unidos y Canadá) fue fraguando en el cruce de distintas voces, entre las que destacó una nueva disciplina consolidada a finales del siglo XIX: la criminología. Esta ciencia se presentó como la solución a los problemas de delincuencia masiva propios de las sociedades modernas a través del estudio de las condiciones que permitirían explicar —y, en consecuencia, también prever— el delito.
Con el apoyo de la antropología física y otras disciplinas, criminólogos tan influyentes como Cesare Lombroso afirmaron con absoluta rotundidad que la tendencia genética a la delincuencia era reconocible en la fisonomía de los sujetos, de manera que el estudio de las medidas y formas del cráneo y la cara permitiría incluso diferenciar distintos tipos de delincuentes. Su tarea de clasificación y establecimiento de tipologías se encarnó en L’Uomo delinquente, un tratado de 1876 que tuvo mucha difusión, fue traducido a otros idiomas y sirvió de guía en comisarías de policía y puestos de inmigración. La identificación de los sujetos peligrosos, y aún más de potenciales criminales, se planteó como la llave de la seguridad nacional e internacional en los nuevos tiempos de la sociedad de masas. Fue una operación científico-legal-policial que dio nuevos argumentos para la disolución de las barreras existentes entre la actuación preventiva y la punitiva en materia de seguridad pública: la defensa de la sociedad respecto a sus potenciales enemigos internos debía ser la tarea principal de los gobiernos. En este marco, no podía dejar de tener efectos la afirmación del mismo Lombroso de que los gitanos eran una raza de delincuentes.
Con este trasfondo, se entiende que la identificación de las personas se convirtiese en una ambición gubernamental cada vez más extendida, a cuyo servicio se pusieron técnicas modernas de fotografía, antropometría, reproducción de huellas dactilares, etc. Con la consolidación de los Estados-nación a lo largo del XIX ya se habían venido desarrollando censos y otros instrumentos de registro de la población, necesarios para su control a efectos de imposición fiscal, reclutamiento militar o el mismo derecho de voto. Ahora se trataba de dar un salto cualitativo, personalizando los procedimientos de registro e incluyendo la puesta en marcha de carnés identificativos. Y en todas estas innovaciones, los gitanos estuvieron muy presentes, puesto que desde el primer momento se dirigió específicamente sobre ellos la atención de los responsables de los nuevos controles. A la preocupación local por la supuesta peligrosidad social de los grupos romaníes se le sumó una inquietud general por el control de las fronteras, llegándose a establecer procedimientos internacionales para impedir la movilidad transnacional.
Uno de los casos más tempranos y conocidos es el control especial sobre los gitanos que puso en marcha la policía bávara, que además se convertirá más tarde en matriz y modelo para toda Alemania. Ya en 1899 se había establecido en Múnich una oficina específicamente dirigida al registro y control de los gitanos bajo la dirección de Alfred Dillmann. Junto a observaciones sobre el aspecto físico con intenciones identificativas e informaciones genealógicas, la unidad de Dillmann recogió también datos sobre criminalidad que asoció a la «forma de vida gitana». Su Zigeuner-Buch de 1905 registró, con fotografías, a más de 3000 romaníes. Convencido de la utilidad de su esfuerzo, al sostener que la integración de los gitanos era un objetivo ilusorio por imposible, propuso extender el modelo a todo el Imperio. Sin llegar aún a este grado de centralización, registros similares fueron desarrollados en otros estados alemanes, generando una base de datos que el nazismo utilizaría más tarde. Para 1925 la unidad especial para gitanos de Múnich había registrado ya a 14 000 personas.
Pero la reacción legal y policial no fue, ni mucho menos, exclusivamente alemana. En 1911 el gobierno suizo propuso a Francia, Italia y Alemania compartir informaciones policiales sobre las poblaciones itinerantes; en 1912 Francia introdujo el carné antropométrico para nómadas, que incorporaba, junto a fotografías de frente y perfil, huellas dactilares y medidas antropométricas, obligaba al visado policial en cada salida y entrada de una población y, en definitiva, trataba a sus portadores como presuntos delincuentes. En Suiza se desarrolló a partir de 1913 un trabajo de identificación que implicó la realización de perfiles raciales y la creación de un registro de gitanos. Algo más tarde, países como Hungría y Checoslovaquia implementaron también carnés identificativos especiales. En Austria la labor de fichaje fotográfico de los roma de la zona de Burgenland (vecina a Hungría, con especial densidad de población romaní), realizada a partir de 1928, fue modélica desde parámetros policiales: en los archivos regionales se conservan decenas de imágenes en las que las familias gitanas eran obligadas a posar en las entradas de sus casas, con sus enseres de trabajo, plasmándose así en un rápido y eficaz registro fotográfico tanto individuos, como familias, modos de vida y propiedades [Il. 10].
De hecho, el «problema gitano» se convirtió en un asunto propio de la policía moderna en la época de entreguerras, tanto por las técnicas novedosas empleadas en la tarea de registro como por la necesaria coordinación internacional que llevaba aparejada la voluntad de controlar los movimientos de una minoría existente en prácticamente todos los Estados europeos. Suiza fue especialmente precoz al promover la coordinación policial entre países, un impulso que tendría mayor éxito a partir de la creación en 1924 de la Comisión Internacional de la Policía Criminal (predecesora de Interpol), con sede en Viena. Los contactos entre las autoridades alemanas y austriacas en el campo de la «lucha contra la plaga del gitanismo» fueron una de las bases para la creación de esta policía internacional, y de hecho se pensó en el establecimiento de una oficina central específica para el intercambio de información y la mayor eficacia en esta materia, tras debatir el problema en congresos celebrados en 1931 y 1932. Como muestra el caso del juicio por un supuesto delito de canibalismo en Checoslovaquia que alertó a los países vecinos, hubo una clara racialización en términos biológicos del debate en torno a los gitanos, a la que contribuyeron tanto las investigaciones policiales que empleaban modernas técnicas criminológicas como las opiniones de etnógrafos y otros especialistas; y todo ello, amplificado por la caja de resonancia de la prensa sensacionalista de la época.
Como ha señalado Celia Dornet a propósito precisamente del caso checoslovaco, estos debates estaban bajo la influencia directa de los discursos sobre la higiene social y la eugenesia que adquirieron cada vez mayor extensión en Europa. Y también en América, porque la eugenesia, surgida junto a otras nuevas disciplinas con el auge del cientifismo en la segunda mitad del siglo XIX, pasó del ámbito de la academia al de la política en un plazo muy corto de tiempo a ambos lados del Atlántico. Junto al prestigio de algunos de sus promotores, entre ellos los hijos del propio Darwin, fue fundamental el apoyo oficial temprano dado en Estados Unidos a las teorías sobre el fomento de la reproducción selectiva y la esterilización de los considerados incapacitados. En Nueva York se había establecido ya en la década de 1910 un centro que recogía y archivaba información de interés eugenésico y comenzó a desarrollarse un cuerpo de estudios que reflexionaba sobre los problemas de salud social derivados de una serie de situaciones muy distintas pero colocadas al mismo nivel: debilidades físicas, problemas mentales, desorden sexual y ebriedad, vagabundeo, pobreza (patologizada como pauperismo), etc. En la década de 1920 se convocaron concursos para premiar y distinguir a las familias más «aptas», al igual que se justificó legalmente la esterilización de enfermos mentales, «promiscuos» y otros sujetos «degenerados».
Si bien hoy en día se suele hablar de estos estudios como una pseudociencia, no hay que olvidar que en las primeras décadas del siglo XX tuvieron un gran prestigio académico y político; de hecho, no es exagerado afirmar que se extendió una cultura eugenésica en las sociedades americanas y europeas. La categoría de «vidas indignas» que en Alemania el nazismo emplearía extensivamente para dar cobertura al asesinato de toda clase de personas estaba de alguna manera ya en circulación en ámbitos científicos y políticos de otros países en la época de entreguerras. En relación con las poblaciones romaníes, la etiqueta de asocialidad y, especialmente, su supuesta expresión en una forma de vida nómada, sirvió a aquellos eugenistas que abordaban los problemas de la sociedad moderna desde enfoques genéticos para incluir a los gitanos en el saco de los sujetos inferiores que suponían una carga e incluso un peligro para la comunidad.
August Forel, un destacado psiquiatra suizo, igualó en este sentido a criminales, prostitutas, alcohólicos, enfermos mentales, tuberculosos, drogadictos, gitanos, vagabundos, judíos, chinos y negros. Suiza fue de hecho el primer país europeo en aplicar legalmente la esterilización en el marco de las medidas eugenésicas. Otros expertos, como Eugen Bleuler y Ernst Rüdin, coincidían con la idea de que en un orden social perfecto no tenían cabida grupos «desviados», una categoría en la que cabían tanto homosexuales y madres solteras como judíos y gitanos. La preocupación por el modo de vida supuestamente errante de los yeniches suizos, considerado asocial, llevó al médico y psiquiatra Josef Jörger a dedicar un detallado estudio a demostrar el desastre genético de una familia («zero») a partir del enlace matrimonial con una mujer de ese origen, una contaminación que habría introducido, como un virus, una serie de rasgos asociados al nomadismo: crimen, inmoralidad, debilidad mental, pauperismo… En este contexto, cobra mayor significado el hecho de que quien habría de ser el principal responsable científico de la política racial nazi respecto a los gitanos, el ya citado doctor Ritter, se formara en Berna, donde se familiarizó con las teorías de Jörger entre otros.
Son muchas las líneas de continuidad que pueden encontrarse en lo referido a la situación legal y social de la población romaní en Alemania antes y después de la llegada de Hitler al poder en 1933. Como muy bien apuntó uno de los primeros historiadores del genocidio romaní bajo el nazismo, Michael Zimmermann, la Constitución de Weimar (1919) daba teóricamente derechos ciudadanos plenos también a los romaníes, pero otras iniciativas legales locales mutilaron descaradamente el reconocimiento constitucional. De manera específica, la ley bávara de 1926 «para combatir a gitanos, vagabundos y vagos», que, además de igualar en su enunciado la condición de roma con la de personas sin domicilio o trabajo, ordenó el registro de todos ellos, prohibió el nomadismo y amenazó con trabajos forzados a los incumplidores de la norma.
No es menos significativo que la norma regional se extendiera a nivel nacional en 1929, ni que diera base a posteriores leyes nazis que incluyeron a los gitanos en el mismo grupo que otros «asociales» o «incapaces» —muy señaladamente el decreto «Para combatir la plaga gitana» de diciembre de 1938—. La crisis económica de estos años, especialmente dura para los alemanes, favoreció un clima de alarma social que potenció el alcance de los prejuicios antigitanos tradicionales. De hecho, ya en 1929 se abrió un campo a las afueras de la ciudad de Fráncfort, por iniciativa municipal, para sinti y roma, con el objetivo de sacar a las familias nómadas de los terrenos donde habitualmente acampaban: Friedberger Landstrasse cerraría en 1935, para dar paso a un sistema concentracionario más eficiente.
Sin embargo, junto a todos los precedentes que puedan señalarse, la llegada de Hitler al poder añadió elementos nuevos y decisivos para el destino de los romaníes europeos. Es cierto que el programa de destrucción genocida no quedó definido e implementado desde el principio de una forma cerrada, sino que fue cambiando a lo largo del Tercer Reich, como veremos. Pero también lo es que el nazismo organizó el asesinato colectivo de entre el 70 y el 80% de la población romaní. Probablemente, como señala Mark Levene, los alemanes no habrían necesitado el aparato de la ciencia racial nazi para encontrar justificado el ataque a los gitanos. Pero el hecho es que esa ciencia racial desarrolló argumentos y métodos que adquirieron el mismo sesgo genocida que el que alcanzó a la población judía, y que su combinación con la maquinaria político-policial proporcionó recursos nuevos a los perpetradores del holocausto romaní. Si de la asimilación liberal se había pasado a finales de siglo XIX al disciplinamiento preventivo, con el nazismo se abrió la espita del exterminio físico directo de un grupo definido en términos raciales.