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El largo siglo XIX y los estereotipos románticos

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Como periodo en el que cristalizó el paradigma cultural de la modernidad occidental, el siglo XIX es un momento clave para entender la consolidación de las representaciones y los discursos sobre los gitanos que siguen determinando aún hoy día la imagen del pueblo romaní. Los procesos culturales, con implicaciones políticas, a los que me referiré a continuación arrancan de las últimas décadas del siglo XVIII y se prolongan en sus líneas básicas durante los primeros decenios del XX, por lo que también aquí podríamos hablar de un «largo siglo XIX» en el sentido propuesto por el historiador Eric Hobsbawm. Durante este tiempo, al menos en aquellos países en los que fue imponiéndose el liberalismo como proyecto político, el hostigamiento institucional anterior se remansó en alguna medida. No dejó de haber leyes que señalaran específicamente a los gitanos como objetivo colectivo penal y policial, pero al menos desapareció la estigmatización jurídica específica en el registro de normas de rango superior, como las constituciones, en deuda con una noción de la ciudadanía que teóricamente debía respetar la máxima de la igualdad legal. No fue así, por el contrario, en aquellas zonas de Europa donde aún no se había instaurado el nuevo régimen liberal: en regiones como Valaquia y Moldavia la esclavitud fue la situación legal de la mayoría de la población romaní hasta bien entrado el siglo XIX.

Allí donde llegó, este relativo avance político-legislativo no implicó sin embargo que se desactivara la creación de estereotipos que habían venido cebándose sobre las poblaciones romaníes desde su instalación en Europa. Todo lo contrario: mientras en la esfera de la legislación se produjo un enfriamiento temporal de la atención a lo que ya se había catalogado previamente como «problema gitano», en el espacio de las construcciones culturales los gitanos centraron el interés creciente de artistas, científicos y comentaristas de primera o segunda fila. La voz de estos observadores externos fue decisiva a la hora de fraguar unas imágenes que, tomando materiales de siglos anteriores, se proyectarían hacia el posterior tiempo de las guerras mundiales. La frecuencia y la insistencia con las que tanto el arte como la ciencia produjeron imágenes sobre el pueblo romaní —tomado como un colectivo uniforme— son de tal calibre que puede hablarse de un efecto de borrado de las personas reales, invisibles para la mirada social mayoritaria del propio tiempo y ocultas en los registros históricos para tiempos posteriores tras la espesa capa de representaciones exógenas.

De la mano del Romanticismo, lo gitano se convirtió en motivo de una auténtica moda en el siglo XIX, cuando se extendió por toda Europa una sensibilidad cultural que favoreció por distintos motivos la observación de estas comunidades y su utilización como tema de representación artística o de reflexión erudita. A la extensión de esta moda «gitanista» colaboró en gran medida el fenómeno del viaje romántico, una práctica que se desarrolló hasta generar una primera industria turística en el mundo occidental. Sectores crecientes de las burguesías europeas y americanas, y especialmente quienes se consideraban artistas, se plantearon el viaje como una experiencia de búsqueda de formas de vida distintas a las de sus sociedades de origen, e incluso de descubrimiento de culturas supuestamente perdidas o en peligro de extinción. Los gitanos se convirtieron en uno de los trofeos de este esfuerzo, y los relatos de los viajeros registraron su existencia allí donde los iban encontrando, a veces con un pretendido realismo altamente engañoso. Guías, cuadros, grabados, poemas y fotografías realizados en este contexto se convertían a su vez en fuente de inspiración para quienes no habían conocido directamente la experiencia del viaje, construyéndose un imaginario cada vez más denso de exotismo y alteridad.

Teniendo en cuenta que se buscaban «realidades» que no estuvieran contaminadas por el avance del progreso y fueran atractivas por su radical diferencia respecto a la cultura de origen del observador, no es extraño que España se convirtiera en uno de los destinos románticos por excelencia. Para aquellos primeros turistas ingleses, franceses, norteamericanos, etc. (y, por mediación de ellos, para su público), España significó no solo la cercanía a África, a un pasado musulmán y una Edad Media fácilmente mitificables, sino también la presencia de una población gitana especialmente numerosa, sobre todo en Andalucía [Il. 4]. De hecho, muchos de los estereotipos románticos europeos e incluso universales sobre los gitanos crecieron a partir de este espacio concreto, a la vez real y figurado. Entendida como epítome de España, la figuración de una Andalucía agitanada ofreció a los viajeros románticos un terreno fértil para el cruce de imaginarios exóticos.

Desde su mirada eurocéntrica, resultaba lógico relacionar las periferias del Sur y el Oriente; y bajo el estímulo de monumentos tan impactantes como la Alhambra granadina u otros restos del pasado musulmán andaluz, los gitanos podían ser interpretados como un fragmento de aquel lejano Oriente incrustado en Occidente, algo que ayudaba a explicar su presencia y apariencia. Una viajera inglesa, Isabella F. Romer, lo contó en su libro de recuerdos como una impresión compartida con otros viajeros al ver bailar a un grupo de gitanas en Granada: «el Coronel H … quedó impresionado por la similitud de estas danzas con las de las bailarinas Nauch en la India y Persia; yo, por mi parte, encontré escasa diferencia con las que había visto realizar a las jóvenes danzarinas en los harenes de Turquía» (The Rhone…, 1843). No faltaron productores locales de cultura que rentabilizaran esta suposición, emplazando figuras gitanas o agitanadas en escenarios moriscos para la realización de postales, fotografías y otros souvenirs de viaje con gran éxito de público. Como veremos, el fenómeno del «gitanismo» tiene muchos paralelos con el del orientalismo en el sentido acuñado por Edward Said: una apropiación de la imagen del otro en nombre del conocimiento experto y desde posturas de superioridad cultural, que forma parte de un dispositivo de dominio colonial de mayor alcance que el control territorial y económico directo.

Las imágenes que los románticos construyeron sobre los gitanos se alimentan de una tensión que es la clave de su potencia persuasiva: la compaginación en un mismo conjunto representativo de rasgos positivos y otros negativos, como si fueran partes indisolubles de una misma identidad, que se presenta así rica en matices y posibilidades, resulta en consecuencia más creíble y se incorpora con facilidad al entramado básico del sentido común mayoritario. Aparentemente, el discurso es en buena medida amable e incluso admirativo. Los gitanos son, según este relato, un pueblo especial por conservar rasgos de una humanidad primitiva, no alterada en su naturaleza por el proceso de civilización, algo que podría dotarlos de una personalidad colectiva muy atractiva para la mentalidad romántica. Supuestamente, serían seres más libres, espontáneos, auténticos, sensibles, cercanos al mundo natural; y por ello estarían mejor dotados colectivamente para el arte y el disfrute de la vida, serían más valientes y arriesgados, mantendrían relaciones sociales menos adocenadas por la hipocresía burguesa. En esta línea, es sabido que el Romanticismo empleó desde muy pronto en la ficción el espacio de los campamentos gitanos como un refugio para héroes perseguidos, donde se acogían a la protección leal de los jefes o podían enamorarse de una bonita muchacha. Incluso hubo figuras prototípicamente heroicas que la ficción romántica encarnó en gitanos: bandoleros buenos y valientes en conflicto con un orden manifiestamente injusto y mujeres extraordinariamente bellas capaces de licuar fronteras sociales —un reparto de roles que refleja la normativa de género burguesa desde la que se imaginaban estas representaciones que, como todo estereotipo, hablan más del grupo social que fabrica la imagen que del grupo «retratado»—.

Pero la admirada libertad que se asignaba colectivamente a los gitanos podía incluir rasgos negativos, en los que el discurso cultural del XIX también insistía: si se rebelaban contra las ataduras comunes, podían por otra parte ser irremediablemente asociales y alegales; incluso, criminales, en relación con una moral primitiva que no habría avanzado en el conocimiento del bien y el mal como la sociedad civilizada. Los gitanos, según este discurso, eran peligrosos porque no respetaban las normas y, además, estaban acostumbrados a vivir en caravanas, una residencia móvil que no conocía de fronteras ni de fidelidades nacionales. Si bien vivían más cerca de la madre naturaleza y sabían canalizar su magia, resultaban atrasados material y racionalmente, y podían con facilidad quedar del lado de la barbarie al rechazar el camino del progreso.

Así, según este discurso, si estaban dotados para las artes por su peculiar sensibilidad, también eran pasionales en exceso, dejándose llevar por sus impulsos primarios, algo que los acercaba a seres humanos arcaicos o incluso a especies animales. De hecho, las metáforas animalizadoras (pájaro, lobo…) e infantilizadoras fueron frecuentes en las descripciones literarias, igual de frecuente que fue erotizar la presencia gitana en toda clase de representaciones. La insistencia en rasgos como la sensualidad, la voluptuosidad y la libertad de comportamiento sexual, alcanza su cenit en referencia a la mujer gitana, presentada con frecuencia como una hembra tan atractiva como peligrosa por su naturaleza lasciva. «No hay en el mundo hembras más licenciosas en sus palabras y gestos, en sus bailes y sus cánticos, que las gitanas», escribió George Borrow, uno de los gitanólogos más influyentes del siglo XIX (Los Zíncali, 1841). Son muchos los cuadros, fotografías o novelas que, leídos como discursos sobre el «otro», revelan claramente cuánta lascivia había en la mirada —masculina— de los autores que construyeron estas imágenes.

Sin duda, el caso más conocido en esta construcción es Carmen, la gitana imaginada por Prosper Mérimée en forma de novela corta en 1845 y elevada a los altares de la fama por Georges Bizet con la ópera que se estrenó en París en 1875. «Era una belleza extraña y salvaje (…) Sus ojos, sobre todo, tenían una expresión a la vez voluptuosa y feroz que no he encontrado después en ninguna mirada humana». Así se introduce en la novela a esta mujer fascinante, cuyo físico de gitana refleja un interior aún más peligroso, pues Carmen es un alma libre, no sujeta a reglas sociales o morales, solo regida por una sexualidad apasionada. Su amante pierde la cabeza y el honor corriendo tras ella, agitanándose y haciéndose delincuente por ella; como sabemos, solo la muerte pone fin a la pasión descontrolada inspirada por tan irresistible mujer. Esta historia ha dado pie a muchas interpretaciones con posterioridad, máxime si tenemos en cuenta la versatilidad de las lecturas que la han reelaborado en mil y un productos culturales. No entraré aquí en esta cuestión, pero sí mencionaré al menos un par de coordenadas históricas para contextualizar este relato en el sentido que nos interesa, el de su función y sus efectos como estereotipo denso sobre el pueblo gitano.

Por un lado, hay que tener en cuenta que precisamente en esta época se estaban consolidando los modelos de género burgueses que atribuyeron a la mujer el espacio de lo doméstico y los sentimientos maternales, hasta dibujar el prototipo del «ángel del hogar» como perfecta —silente y obediente— compañera del varón, quien a la vez era imaginado como el protagonista natural de la esfera pública liberal —racional, productivo, autocontrolado—. La figuración de contramodelos ha sido siempre un procedimiento eficaz para reforzar el valor de los ideales normativos que se busca imponer, y así Carmen, y en general las gitanas, eran representadas como la antítesis de la auténtica (y correcta) feminidad [Il. 5]. Su compañía resultaba, en consecuencia, peligrosa para los hombres, por seductora, devoradora y fatal. En algunos relatos, las mujeres gitanas se comparaban con panteras por su forma de moverse y, sobre todo, de bailar; en el terreno de la música, Franz Liszt las describió como hechiceras de belleza y canto hipnóticos, el terror de madres y tutores de los jóvenes aristócratas rusos (Des Bohémiens et leur musique…, 1859). Las varias moralejas y pedagogías insertas en historias e imágenes de todo tipo no impedían, sino más bien lo contrario, que estas representaciones fueran también cauce para fantasías masculinas de carácter sexual y emocional, dirigiendo sobre la figura de la mujer gitana una mirada similar a la proyectada sobre otras feminidades vistas en términos raciales, una más en un conjunto de bellezas exóticas que servía de vía de escape.

La segunda observación se refiere al largo y extenso éxito de esta representación de la mujer gitana, en la que el género atraviesa y refuerza el estereotipo general de lo gitano. Desde su nacimiento a mediados del siglo XIX, diversas versiones de Carmen se estrenaron de forma continuada en distintos soportes plásticos y auditivos. De la música y el teatro la figura saltó al cine, alcanzando a un público cada vez más amplio. La primera representación fílmica de Carmen fue un cortometraje británico de 1907; le siguieron enseguida numerosas películas mudas, algunas de directores tan significados como Charles Chaplin (1915) y Ernst Lubitsch (1918), que incorporaban a actrices del naciente star-system cinematográfico como Pola Negri [Il. 6].

A lo largo de estos desarrollos se puede observar la compatibilidad entre las operaciones de sublimación y estigmatización que intervienen en cualquier estereotipo complejo. Las gitanas protagonistas de estas ficciones eran atractivas hasta decir basta, pero su naturaleza como mujeres las castigaba a una vida descontrolada e infeliz; la inferioridad cultural de su raza servía para explicar su carácter y sus acciones, así como para trazar fronteras morales y sociales entre los distintos protagonistas, algo que quedaba reforzado cuando otros personajes secundarios gitanos aparecían en escena, pues raramente les alcanzaba algo de esa excepcionalidad que hacía de estas Cármenes seres poderosamente atractivos. Tan atractivos que en la década de 1940 la cineasta preferida de Hitler, Leni Riefenstahl, no solo ideó una película que contaba la historia de una bella bailarina vagabunda, objeto del capricho de un marqués perverso, sino que se decidió a protagonizarla ella misma. Por justicia patética, merece la pena visualizar la escena de Tiefland (Tierra Baja) en la que se esfuerza sin éxito por interpretar un baile seductor a la manera gitana —sin que falten castañuelas, grandes pendientes, falda de volantes y mantoncillo—. Pero sobre todo es importante tener en cuenta, para comprender la banalización del mal a la que colaboran los estereotipos, que la cineasta hacía esto mientras el nazismo acometía una política de persecución de los nómadas, identificados con los gitanos, sobre la que volveremos más adelante. Este caso demuestra de forma especialmente contundente cómo sublimación y estigmatización pueden operar de la mano, afectando a la vida de las personas reales: Riefenstahl usó como extras para su película a prisioneros romaníes de campos como Marzahn y Maxglan, enviados luego a morir a Auschwitz como tantos otros.

Holocausto gitano

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