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El lugar de la ciencia

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Los estereotipos románticos del XIX están en la base de esta esquizofrenia cultural que exalta a gitanos ficticios mientras se persigue a gitanos reales. Pero es igualmente cierto que fue el conocimiento considerado experto, desde la medicina a la antropología, el que aportó el más completo argumentario sobre el cual se crearon las medidas políticas antigitanas del siglo XX. Fue la ciencia la que consolidó —en clave racial y con lógicas aparentemente objetivas— las representaciones sobre el pueblo gitano tomado como un colectivo definido por un determinado carácter genético. Y fueron científicos reputados los que le asignaron un lugar subalterno en el mundo. «¿Qué perdería la humanidad si una ola gigantesca hundiera África con todos los gitanos allí reunidos?», se preguntaba retóricamente el anatomista escocés Robert Knox (The Races of Man, 1850). Nada, respondía, o al menos nada que diferenciara al hombre del animal, pues con ellos no desaparecerían autores de descubrimientos, de inventos ni de creaciones artísticas o pensamientos sublimes. Esta influyente obra de mediados del siglo XIX anticipó el tono que iba a hacerse habitual en los medios científicos europeos al hablar de los colectivos romaníes y su lugar en la jerarquía cultural de los pueblos conocidos.

Es cierto que esta cosmovisión racial moderna de la humanidad había arrancado con fuerza ya en el siglo XVIII, mostrando ese «lado oscuro» de la Ilustración del que ha hablado el historiador George Mosse. No solo para los gitanos, ciertamente. De hecho, es poco conocido que Kant se sirviera de su caso al hablar de la clasificación de las razas para explicar la tendencia de los negros liberados en América a evitar el trabajo y convertirse en vagabundos, «exactamente lo que nos sucede con los gitanos». El trabajo de Leonardo Piasere, al que remitimos en la bibliografía final, desvela precisamente el origen ilustrado de la antropología física en lo relativo a la población romaní, pues ya en el siglo XVIII el médico Johann Friedrich Blumenbach utilizó un cráneo «cingárico» en su famoso trabajo de comparación morfológica de las razas conocidas, combinando observaciones anatómicas con prejuicios populares (la idea de los gitanos como secuestradores de niños).

A lo largo del siglo XIX fueron evolucionando la craneometría y otras disciplinas auxiliares, pero antes de que desembocaran en un biologicismo antropológico de profundas implicaciones racistas, la consideración científica de la «cuestión gitana» pasó por otros desarrollos. No conviene en ningún caso segregarlos de la cosmovisión racial que de forma general y más directamente referida a otros grupos racializados («negros», «amarillos») se estaba fraguando en este tiempo con fuerza, como pone de manifiesto, entre otras, la obra del conde de Gobineau. El caso gitano se inscribe en esta metafísica racial general que se incorporó a las lógicas básicas de las sociedades occidentales.

Hubo, sin embargo, otros intelectuales más decisivos que los filósofos racistas del XIX a la hora de elaborar argumentos de apariencia científica sobre la personalidad colectiva que se le atribuiría al pueblo romaní. En este sentido, fue más determinante la atención erudita que concitó su supuesto enigma entre un grupo heterogéneo de filólogos, etnólogos, historiadores, etc.; es decir, de científicos sociales en una época en la que se estaban constituyendo precisamente estos saberes como disciplinas académicas. Siguiendo a Grellmann, estudiosos ingleses, franceses, alemanes, austriacos… se lanzaron tras la búsqueda del «auténtico» gitano. Con este objeto, se esforzaron por investigar con parámetros científicos qué rasgos caracterizarían de forma positiva al pueblo gitano, un pueblo que dentro de la misma Europa representaba un reto epistemológico por su diferencia con respecto a la sociedad mayoritaria.

No había que viajar, pues, lejos del viejo continente, a selvas remotas o islas vírgenes, para encontrar pueblos exóticos. Los gitanos fueron para estos observadores un «otro» cercano. Sus formas de vida, conceptuadas como antiguas y en peligro de extinción, concitaron su interés erudito; muchos de ellos lo hicieron desde una actitud empática, genuinamente atraídos por lo que pensaban era la singularidad romaní, aunque sin ser probablemente conscientes de la posición de superioridad y patronazgo cultural que se estaban atribuyendo. Por ello, estos gitanólogos contribuyeron de forma decisiva a la construcción de la imagen de los romaníes como «otros», seres de una naturaleza antropológica necesariamente diferente a la de los observadores.

Entre estos primeros científicos sociales, que combinaron saberes lingüísticos, históricos, arqueológicos y etnográficos con diversas dosis de amateurismo y profesionalidad, destaca sin duda el grupo británico que acabaría constituyendo la Gypsy Lore Society, decana de las asociaciones de estudios romaníes (y responsable de una revista académica prestigiosa todavía hoy día). Aunque la asociación no se fundara hasta 1888, este grupo de estudiosos venía reuniéndose informalmente y trabajando con anterioridad; y aún antes empezó a desarrollar su obra quien habría de ser el maestro de sucesivas generaciones de posteriores «gypsiloristas» o gitanólogos, el ya mencionado George Borrow. Viajero, escritor, propagandista de la Biblia, sus opiniones sobre los gitanos se construyeron desde el interés y cierta simpatía, pero también desde la jerarquía racial y cultural de un británico de mediados del siglo XIX. En obras extraordinariamente influyentes para la definición del «verdadero» gitano, Borrow combinó un espíritu viajero típicamente romántico con una notable disposición hacia la observación antropológica y una habilidad no menos destacable para los idiomas, que le llevó a hablar, entre otras, la lengua gitana, el romanés. Con esta última carta de presentación, se acercó a las comunidades romaníes de distintos países, y en algunos casos recogió sus observaciones de forma particularmente extensa, como en el libro dedicado a los gitanos españoles que habría de hacerse famoso en estos círculos (Los Zíncali, 1841).

En esta obra hay secciones dedicadas al estudio filológico del idioma de los gitanos y tablas comparativas para demostrar su origen indio, con un tronco común con otros romaníes europeos, y rebatir otras teorías sobre la posible procedencia norteafricana. Hay también una sección en la que recoge, como buen folclorista, cantares y poemas supuestamente gitanos que no tenían un soporte escrito de conservación y por tanto corrían riesgo de perderse. Más allá de lo cuestionable, desde un punto de vista crítico, del rigor de ambas tareas, el caso es que respaldaron persistentemente la condición de experto gitanólogo que se le reconoció a Borrow en su tiempo y mucho después. Él se presentaba además como un observador avispado de la naturaleza gitana, un conocedor de sus costumbres e incluso secretos —gracias en parte a su conocimiento del romanés—. De hecho, en sus trabajos trenza información histórica, observación antropológica y entrevistas para ofrecer un cuadro detallado y verista de la población gitana. Eso sí, la simpatía por algunos personajes romaníes concretos y el interés genérico por la forma de vida gitana no moderaron un discurso muy duro sobre las inclinaciones colectivas de este pueblo. «Ya será mucho conseguir si transcurridos cien años salen del tronco gitano cien seres humanos que demuestren ser miembros útiles de las sociedades honradas y juiciosas». Es un «tronco degradado», advierte. Porque, según Borrow, los gitanos viven del engaño a la población no gitana, a la que odian intensamente y para la que constituyen un peligro. Los hombres son violentos y las mujeres lascivas. No tienen historia —interés por el pasado— ni religión. Es llamativo que, si bien a veces introduce matices propios de un observador agudo, las conclusiones generales no se modifican por ello: por ejemplo, registra casos de gitanos que trabajan en una serie de oficios concretos, pero afirma que ganarse la vida timando al resto de la sociedad es lo que hacen los gitanos de todo el mundo. La obra de Borrow está llena de afirmaciones universales que los datos detallados que él mismo ofrece contradicen o al menos ponen en cuestión, sin que eso le haga dudar de sus conclusiones tajantes.

La clave para entender esta incoherencia lógica está en la descripción física que, valiéndose de metáforas expresivas, realiza del pueblo gitano. Los rasgos característicos —piel oscura como de mulato, labios gruesos, pelo negro a modo de crines de caballo, dice— responden a un patrón universal invariable, «como si en lugar de humanos fueran una especie animal». No solo en los rasgos externos, sino también y sobre todo en las actividades a las que se dedican, que presentan una «llamativa semejanza en todas las regiones del planeta donde han llegado». Es una clave racial, que vincula la apariencia física con las inclinaciones internas; así, la contracción de sus labios al hablar o su «desagradable sonrisa» demuestran «de una manera evidente», «todas las costumbres de un pueblo bárbaro»; de igual manera que la tristeza es, «como en todo hombre salvaje», el rasgo dominante de su fisonomía. La clasificación de los pueblos en razas jerarquizadas culturalmente, que se estaba construyendo precisamente en el tiempo de Borrow, está detrás de esta forma de definir colectivamente a los gitanos. Aunque diversificando los casos y enfoques practicados en los estudios romaníes, generaciones posteriores de miembros de la Gypsy Lore Society siguieron utilizando la seguridad científica que les proporcionaba esta ordenación racial de la humanidad, sin que les pareciera incoherente con su entusiasmo folclorista por una forma de vida considerada en vías de extinción. Los estudios de David Mayall y Wim Willems a los que remito en la bibliografía son fundamentales para entender cómo se desarrolló este proceso.

Los perfiles de algunos gitanólogos de finales del siglo XIX informan del campo científico que crearon: Charles G. Leland, filólogo y etnógrafo estadounidense, primer presidente de la asociación; Francis H. Groome, folclorista británico que se casó con una mujer romaní; John Sampson, dialectólogo irlandés y estudioso de la música galesa… Como expresiva es también la categoría de romani rai que se aplicó a los más destacados de ellos, una autodefinición que les llevaba a presentarse como expertos conocedores del pueblo romaní y mediadores entre él y la sociedad mayoritaria. Incorporaron el acercamiento empático y el afán de aventura romántico como parte de su caja de herramientas: al fin y al cabo, según el punto de vista de la editora del Journal of the Gypsy Lore Society ya a principios del siglo XX, Dora Yates, el gitano era el último «espíritu romántico» que quedaba en el mundo.

Esta aproximación era compatible con el academicismo según los estudiosos que enarbolaron la cientificidad de su trabajo como argumento de autoridad para darle valor. Decían que las investigaciones antropológicas, etnográficas y filológicas que ellos realizaban tenían lugar en un laboratorio peculiar —el campamento de los gitanos—, pero con métodos y espíritu científicos. Lo cierto es que llenaron la categoría de gitano con contenidos procedentes de estereotipos populares, alimentando una idealización que tenía más que ver con la proyección de sus deseos sobre el grupo que estudiaban que con formas de vida romaníes reales; así, según ellos, los gitanos auténticos se caracterizarían por su amor a la libertad y la naturaleza, su rechazo del progreso, su carácter bohemio y romántico y, en definitiva, su posición marginal respecto a la cultura de la sociedad mayoritaria. El discurso que construyeron se centró especialmente en la identificación de los «gitanos auténticos», partiendo del convencimiento de que se estarían extinguiendo a finales del siglo XIX. Desde distintas aproximaciones disciplinares, describieron a los romaníes en términos que asociaban la conservación de sus costumbres más tradicionales con la pureza racial, preocupándose por el peligro de extinción de una cultura que correría en paralelo al mestizaje de sus portadores. Muy en particular, situaron en el conocimiento y manejo del idioma romanés el indicador de pureza racial, desarrollando alambicados juegos filológicos entre otras tareas de documentación.

Esta preocupación por la pureza racial, y más exactamente las indagaciones genealógicas de Groome, han sido consideradas un punto de inflexión en cuanto a las lecturas políticas que pueden derivarse de la construcción de los gitanos como objeto de estudio. Como veremos más adelante, la pureza dentro de la misma condición de zigeuner fue muy importante en la política racial del nazismo, tanto para los científicos raciales —señaladamente Robert Ritter—, que definieron las categorías de gitanos «puros» y «mestizos» con implicaciones policiales, como para el mismo Heinrich Himmler, el organizador del sistema concentracionario nazi. Antes de ello, también en la actividad de otros eruditos europeos émulos de la Gypsy Lore británica se puede observar cómo la etnología y otros estudios similares estaban aportando a finales del siglo XIX y comienzos del XX elementos para la trampa racial que luego cerraría el nazismo: en el Imperio austro-húngaro, por ejemplo, Anton Hermann, portavoz de los estudios romaníes y creador de una revista que tenía como modelo la de la Gypsy Lore, colaboró como académico con el gobierno proporcionando análisis para apoyar las políticas oficiales orientadas a la asimilación de la población gitana.

Otras disciplinas académicas se consolidaron como tradiciones de estudio en el siglo XIX y durante este tiempo elaboraron ideas respecto a los gitanos que fueron luego empleadas como argumentos por el nazismo, creador de un dispositivo racial contra el pueblo romaní que llevó estos prejuicios de apariencia científica hasta sus últimas consecuencias. Entre estas disciplinas cabe destacar la antropología física, que se desarrolló en gran medida sobre la base de los estudios craneométricos orientados a la categorización y jerarquización de los distintos grupos de población conocidos. Tomando en consideración otras medidas antropométricas y datos como el color de la piel, el pelo y los ojos, una serie de médicos, anatomistas y otros especialistas establecieron cánones raciales desde una mirada eurocéntrica que asumía naturalmente la existencia de una raza blanca caucásica en la cúspide de la evolución humana.

En la medición de cráneos de distintas poblaciones se emplearon variables como el ángulo facial, la capacidad craneal o la misma forma del cráneo para establecer clasificaciones tan utilizadas (y discutibles) como la de la dolicocefalia-braquicefalia. Es conocido que estos estudios se dirigieron y aplicaron a los considerados «negros» ya desde finales del siglo XVIII; más recientemente, Piasere ha mostrado cómo se recogieron y forzaron los datos para la inclusión de los gitanos en este tipo de escalas raciales. En la construcción del denominado cráneo cingárico colaboraron médicos como Augustin Weisbach, que tipificó los cráneos de la población romaní como los más pequeños (por lo tanto, supuestamente con menor capacidad intelectual) de todo el Imperio austro-húngaro; o Leopold Glück, quien tras sus trabajos de medición concluyó que la dolicocefalia originalmente hindú de la población gitana se habría ido perdiendo en proporción al mestizaje con otras poblaciones. El caso del suizo Eugène Pittard representa la combinación de una dedicación a los estudios antropométricos con la participación activa en la Gypsy Lore Society. En sus trabajos consideró que los gitanos mostraban como raza un primitivismo antropológico propio de edades iniciales de la humanidad, en consonancia con otros rasgos como su tendencia al nomadismo.

Hubo otras nuevas disciplinas científicas que incluyeron a los gitanos dentro de su campo de estudio y participaron en la creación de una imagen estereotipada altamente negativa —dado el atraso cultural atribuido— que tendría consecuencias políticas, policiales y penales. Por su implicación en el desarrollo de la ciencia racial del nazismo nos interesan particularmente dos de estas disciplinas que nacieron a finales del siglo XIX, en el mismo contexto de institucionalización académica que las otras tradiciones de estudio que se acaban de mencionar. Me refiero a la criminología y a la eugenesia, que vinieron a reflejar la preocupación de las elites gobernantes por el control de las poblaciones en tiempos de creciente movilización social y fueron ganando cada vez más ascendencia en el diseño de las políticas oficiales sobre orden público y otras áreas. Estos discursos alimentaron diversos temores sociales, proporcionando a las clases acomodadas argumentos de factura científica para abordar cuestiones como la delincuencia, la llamada «mala vida» y la degeneración social. Por su relación directa con las medidas legales y policiales tomadas con respecto a la población romaní justo antes de la llegada del nazismo, se hará referencia más detallada a estas disciplinas científicas en el apartado siguiente.

Antes, conviene concluir este apuntando algunas consecuencias del doble proceso de creación de estereotipos —artísticos y científicos— de los gitanos acometido por la cultura moderna occidental a lo largo del siglo XIX. Es cierto que muchos de los materiales con los que se construyeron estas representaciones estereotipadas procedían de épocas anteriores y estaban ya antes en el imaginario de las sociedades mayoritarias. Pero fue precisamente en esta época cuando se organizaron en un discurso nuevo tanto por sus intenciones como por su fuerza persuasiva. Los gitanos se convirtieron en objeto pasivo de representaciones que los emplearon como contenedor perfecto de alteridad: el contramodelo más acabado, por cercano, de la sociedad burguesa en formación. Es cierto que los viajes y las conquistas coloniales mostraban a los ojos de estos observadores el ejemplo de otras muchas poblaciones exóticas y primitivas. Pero los gitanos estaban más cerca, y por ello su presencia podía ser percibida como más directamente amenazante.

Al intentar explicar a los gitanos, intelectuales de distinto signo estaban en realidad construyendo una imagen colectiva del pueblo romaní que sirviera para poner orden en la propia sociedad. La tarea se desarrolló a través de multitud de vehículos culturales que utilizaron una imagen estereotipada de este colectivo para representar actitudes y formas de vida antitéticas a las que se consideraban correctas oficialmente. Así, por ejemplo, como ha estudiado Jean Kommers a propósito de la literatura infantil y juvenil, los escritores de cuentos se sirvieron de la figura del gitano para introducir en sus historias la amenaza del ladrón de niños con el objeto de adoctrinar a los lectores en la importancia de obedecer las reglas familiares: si un padre dice a un hijo que no salga de la casa o al jardín, el chico debe seguir esa instrucción sin cuestionarla, pues la consecuencia del incumplimiento de la norma podría ser el rapto por una tribu de gitanos y la desaparición de su rastro de la sociedad civilizada, con el consiguiente hundimiento en la vida nómada y delincuente [Il. 7].

Generaciones sucesivas de europeos fueron adoctrinadas en la obediencia a las reglas familiares y nacionales con este tipo de relatos, que robaron a los gitanos reales la posibilidad de ser vistos como otra cosa que ladrones de niños. Que la ficción puede dar forma a la realidad se manifiesta en este caso de una manera especialmente inquietante en las memorias de Rudolf Höss, el comandante del campo de Auschwitz, donde perecieron miles de romaníes durante el holocausto. En estos escritos autobiográficos redactados en prisión una vez acabada la guerra, al hablar de su infancia y valorar retrospectivamente el espacio familiar, Höss introduce el recuerdo de un intento de rapto que supuestamente habría sufrido por parte de gitanos y cómo, en consecuencia, sus padres no le dejaban alejarse del hogar.

Estereotipos románticos y científicos se apoyaron mutuamente en su desarrollo y en el reforzamiento de su capacidad persuasiva. Igual que la categoría de gitano puro inventada desde la academia se rellenó de contenidos procedentes de representaciones artísticas e imágenes populares con larga tradición previa, los artistas románticos pudieron emplear en sus obras ideas y argumentos de origen científico para dar mayor realismo a sus gitanos de ficción. La influencia, por ejemplo, del estudio antropológico-filológico de Borrow sobre los gitanos españoles en una obra romántica aparentemente tan alejada de este espíritu científico como es Carmen de Mérimée resulta obvia a poco que leamos con intención comparativa los dos textos. El primero inspiró al segundo la técnica del «cuento realista» que, gracias a incorporar recursos derivados del conocimiento experto sobre los gitanos (introducir palabras de su lengua, detallar costumbres ancestrales, hacerles hablar en primera persona), consigue aparentar familiaridad y dotar al argumento de verosimilitud. Un ejemplo es la escena en la que Carmen se encuentra con su enamorado mientras embauca a un inglés con el objeto de robarle; ante los celos de aquel, que no le dejan seguir con «los negocios de Egipto», Carmen estalla: «¿Eres tú mi rom [hombre-marido] para mandarme? El Tuerto [su marido gitano] lo encuentra bien: ¿qué tienes tú que ver? ¿Acaso no deberías darte por muy contento con ser el único que pueda llamarse mi minchorrô [amante, capricho]?». Delincuencia como forma de vida, habilidad de la gitana para el robo, aprovechamiento del marido, promiscuidad sexual… aparecen así en un relato de ficción compuesto con verismo antropológico.

La versión operística de esta historia estiliza la trama y subraya el atractivo de la protagonista, pero ni mucho menos deja atrás la mezcla de sublimación y estigmatización en torno a la figura colectiva de los gitanos que se fraguó en el siglo XIX a la vez que se les definía como objeto de estudio o de representación artística. En esta línea, resultarían especialmente efectivos a la hora de introducir representaciones estereotipadas en el sentido común social aquellos productos culturales que, desde su misma concepción, estaban pensados para el gran público y tenían un claro componente de negocio. La cultura espectáculo de masas propia del siglo XX fue ya una creación del XIX. Casos como los que documenta Lou Charnon-Deutsch demuestran el gran éxito de las figuras de gitanos en espectáculos musicales y teatrales: The Bohemian Girl (1843), basada en La Gitanilla de Cervantes, se representó cientos de veces en Londres, siendo enorme su popularidad en Inglaterra y otros países; algo parecido sucedió con la ópera Mignon (1866), la historia de otra joven gitana que viene en este caso de una obra de Goethe.

Como es lógico, hubo un trasvase de imágenes desde este tipo de espectáculos al cine, el gran protagonista de la cultura del nuevo siglo. También la fotografía y la postal colaboraron a la extensión social de estas representaciones, permitiendo la reproducción seriada y barata de imágenes atractivas por exóticas o románticas. Aunque, sin duda, los espectáculos que mejor encarnan el empleo de representaciones estereotipadas sobre los «otros», fundiendo cultura de masas y negocio, fueron las exposiciones internacionales y los zoológicos humanos. En este tipo de marcos, que muestran de forma descarnada la naturalización de una jerarquía racial en las sociedades occidentales, fueron exhibidos grupos cuyas apariencias físicas y formas de vida concitaban la curiosidad del público (y la ganancia del empresario) por ser considerados «diferentes». Las comunidades romaníes compartieron en ocasiones estos circuitos con bosquimanos, mapuches, lapones… Así sucedió en el Jardin d’Acclimatation de París, inicialmente concebido para las especies botánicas y animales, que se convirtió en 1877 en un Jardin d’Acclimatation Antropologique donde poder observar también grupos humanos exóticos. Antes de la Primera Guerra Mundial, Alexandre Zanko, autor de un compendio de relatos tradicionales de los kalderásh que se publicaría más tarde bajo el título de La Bible des Roms (1959), formó parte junto a su familia de los pueblos exhibidos en este complejo de entretenimiento. Que su imagen fuera empleada y posaran para postales fotográficas, mostrando la originalidad de sus vestidos y ceremonias, no evitó que más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, quedaran recluidos junto a otras familias romaníes por su supuesta peligrosidad en el campo de internamiento de Lannemezan (Hautes-Pyrénées), en funcionamiento entre 1941 y 1946.

Holocausto gitano

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