Читать книгу Orígenes y expresiones de la religiosidad en México - María Teresa Jarquín Ortega - Страница 14
Idoloclastia y guerra de imágenes en el centro de México
ОглавлениеGruzinski (1994: 40-70) es uno de los más destacados investigadores que han abordado el fenómeno de la idolatría, la iconoclastia y la idoloclastia a la llegada de los peninsulares. Destaca la idea de que dentro de los contextos violentos las imágenes del enemigo resultaron intolerables al salirse de los cánones de la religión “verdadera”. En realidad, eso desató una batalla corporal y también de representaciones icónicas entre indios y españoles.
En esta contienda los peninsulares se centraron en acabar sistemáticamente con los ídolos de los indios. Para Gruzinski (1994: 41) “la destrucción de los ídolos legitimó ideológicamente la agresión y justificó la sumisión de esas poblaciones”. De hecho, el encuentro de los peninsulares con una nueva “cultura idolátrica” despertó su agresividad, semejante a la que tuvieron los profetas de Israel frente a los ídolos egipcios. Recordemos que a los ojos del monoteísmo bíblico la falsedad de la idolatría estaba centrada en la categoría de “representación”. La prohibición de imágenes hacía alusión a que el dios monoteísta no ha de ser reproducido y no necesita de ningún rey o gobernante sobre la tierra que lo represente. De igual manera, la creencia en un solo dios se aleja del culto a muchos dioses “mundanos”, al ser representaciones deificadas del cosmos, la naturaleza o los hombres.
A pesar de haber algunas concordancias entre el cristianismo católico y la religión mexica al momento de la invasión, sabemos que había diferencias sustanciales. Por ejemplo, las imágenes de los naturales estaban escondidas en la oscuridad de los templos y lejos de las multitudes; su exposición era periódica y sometida a reglas y protocolos estrictos, contrario a las imágenes de tradición occidental que se acostumbraba exhibirlas en público, dentro de las iglesias y durante las procesiones.
El sworth (2010) explica que para comprender las prácticas cultuales en Mesoamérica es necesario aproximarnos a la manera en que eran tratadas las deidades prehispánicas y la importancia de los lugares de culto. Señala que para los pueblos mesoamericanos los templos y las representaciones sagradas eran “cosas vivas y animadas”, ya que estaban “dotadas de un corazón” que las vivificaba (El sworth, 2010: 152). Nos hace notar que en sus luchas por el territorio también los pueblos mesoamericanos practicaron actos de violencia iconoclasta. Durante sus “guerras floridas” los mexicas realizaron actos violentos contra las imágenes divinas de los enemigos, a los que sometían incendiando su “templo” ( teocalli) y capturando a su dios.
Debemos considerar que la destrucción de las reliquias en Mesoamérica no equivalía a la desactivación de su fuerza anímica, sino que “un edificio arruinado o una imagen quebrada no era una cosa muerta”, ya que “la arruinación activaba poderes importantes”. Después de todo, la imagen profanada cobraba “una nueva vida social”, pues podía ser nuevamente utilizada y reciclada en la fabricación de un nuevo ídolo, y vuelta a la vida como objeto de culto. Lo anterior puede ser una posible vía de explicación a la persistencia material de las reliquias de los dioses mesoamericanos, o gobernantes, como santos católicos, ya que al considerar que una representación arruinada seguía teniendo vida, algunos atributos de los dioses o las cenizas de los gobernantes podían seguirse conservando para ser depositadas o ungidas en nuevas imágenes. Así, dichas reliquias se convertían en un depósito heredado ( tlapialli) y mantenido de generación en generación.5 Otro punto que favoreció la persistencia de esos objetos culturales se debió a que los peninsulares no aniquilaron en su totalidad las representaciones de los dioses prehispánicos, más bien practicaron una “mutilación parcial”.
Además, durante el periodo virreinal los “ídolos” mesoamericanos y los iconos cristianos se encontraban en un contexto de negociación debido a una “redistribución de lo divino”, es decir, un continuo reacomodo de cultos y celebraciones a lo largo del territorio novohispano. A inicios de la Colonia, tras la sustitución constante de los ídolos por imágenes cristianas, la respuesta de los indios fue eficaz al tratar de mantener disimuladamente las reliquias y el culto a sus dioses a partir de estrategias muy complejas y discretas a los ojos del invasor. De hecho, es probable que los preciosos depósitos hayan sido guardados bajo tierra y en las profundidades de las montañas, y es probable que se hayan asignado guardianes para celebrar las ofrendas correspondientes a las deidades (Gruzinski, 1994: 63-64).
Se debe considerar que a inicios de la conquista se continuó con la fabricación de “ídolos” por parte de los naturales. A saber, los indios fueron capaces de fabricar sus ídolos, al mismo tiempo que avanzaba la evangelización. En algunos casos, las propias imágenes “cristianas” fueron consideradas “heréticas” por salirse del canon estético establecido. Esto ocasionó que algunas de sus creaciones artísticas al “óleo” fueran prohibidas por la Iglesia e investigadas por la Inquisición (Maquívar, 2006).
Ahora bien, la persistencia de sus prácticas religiosas o su continuidad en los tres siglos del periodo virreinal se debió a todo un mecanismo de discreción y disimulación de sus atavíos, insignias y adornos, pues el culto indígena seguía caminos alternos al de la representación antropomorfa, más disimulables a los ojos del invasor. Debemos considerar que muchos de los objetos de culto persistieron en recuerdo de los ídolos a los que pertenecían. Por ejemplo, un “cofrecillo” podía representar el asiento ( icpalli) de un dios y muchas veces el dios patrono de una comunidad podía estar representado “por cabelleras, mariposas de plumas, rodelas, capas, que servían de sacrificio a las andanzas ya toleradas”. Respecto al significado de los cabellos como reliquias entre los nahuas prehispánicos, se decía que al gobernante fallecido
Le componían el cuerpo muerto y, envolviéndolo en quince o veinte mantas ricas, tejidas de labores, metíanle en la boca una piedra fina de esmeralda, y aquella decían que le ponían por corazón […]. Primero que envolviesen al difunto, le cortaban una guedeja de cabellos de lo alto de la coronilla, en los cuales decían que quedaba la memoria de su ánima. Y el día de su nacimiento y muerte, aquellos cabellos y otros que le habían cortado cuando nació y se los tenían guardados, poníanlos en una caja pintada por de dentro de figuras del demonio; y amortajado y cubierto el rostro, poníanle encima una máscara pintada (Mendieta, 1971: 162).
Existen noticias de que a mediados del siglo xvi los envoltorios o reliquias de los dioses y gobernantes estuvieron circulando de un pueblo a otro a fin de trasladarlos a los santuarios durante las fechas de celebración, lo que equivalía a enterrar y desenterrar los paquetes sagrados según el tiempo ritual. Seguramente también se siguieron pintando códices pictográficos a fin de seguir con “las cuentas” para celebrar las fiestas de sus dioses. Por ejemplo, se han encontrado códices pictográficos en el interior de imágenes esculpidas en médula de pasta de caña de maíz, como en el Cristo de Mexicaltzingo. Los códices de contabilidad y salmos encontrados en la efigie no son meros “desechos” de papel utilizados para conformar la imagen, sino verdaderas “reliquias” desde el punto de vista del indígena.
El Cristo de Mexicaltzingo no es la única escultura en técnica ligera y “hueca”, semejante a un “relicario”, encontrada en las cercanías del Cerro de la Estrella también destacan las esculturas del Señor de la Cuevita de Iztapalapa, el Cristo de Churubusco de Coyoacán y el Señor del Calvario de Colhuacan como se verá a continuación.