Читать книгу Una chica como ella - Marc Levy - Страница 10

2

Оглавление

El vuelo de Air India concluía sobre el asfalto del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy. Sanji se levantó para coger su bolsa del compartimento de equipajes, se precipitó hacia la pasarela, encantado de ser el primero en salir del avión, y recorrió deprisa los pasillos. Llegó jadeante a la gran sala donde se alineaban las garitas del control de inmigración. Un agente poco afable le preguntó por los motivos de su visita a Nueva York. Sanji contestó que venía en viaje de estudios, y presentó la carta de invitación de su tía, que se declaraba garante de su solvencia. El agente no se tomó la molestia de leerla, pero levantó la cabeza para examinar a Sanji. Momento de incertidumbre en el que, por un simple delito de facciones, todo visitante extranjero puede ser conducido a una sala de interrogatorio antes de ser devuelto a su país de origen. El agente acabó por sellarle el pasaporte, garabateó la fecha de expiración de su derecho de estancia en territorio estadounidense y le ordenó que circulara.

Sanji recogió su maleta de la cinta, franqueó el control de aduanas y caminó hacia el punto de encuentro donde esperaban los conductores de limusina. Vio su nombre en el cartel que uno de ellos sostenía en la mano. Este tomó su maleta y lo llevó hasta el coche.

La Crown negra rodaba por la 495, escabulléndose entre el tráfico fluido del anochecer, el asiento era mullido, y Sanji, agotado por un largo viaje, sintió ganas de dormitar. Su conductor se lo impidió entablando conversación mientras las torres de Manhattan se dibujaban en el horizonte.

—¿Negocios o placer? —le preguntó.

—No son incompatibles —contestó Sanji.

—¿Túnel o puente?

El conductor le recordó que Manhattan es una isla, por lo que había que elegir por dónde llegar hasta ella, antes de asegurarle que la vista desde Queensboro Bridge valía la pena aunque exigiera dar un corto rodeo.

—¿Viene usted de la India?

—De Bombay —confirmó Sanji.

—Entonces igual termina como yo de conductor, es lo que hacen la mayoría de los indios que vienen aquí; primero los Yellow Cab, Uber los más listos, y, para un puñadito de elegidos, una limusina como esta.

Sanji miró el carné grapado a la guantera. Junto a la fotografía del conductor se leía su nombre, Marius Zobonya, y su número de licencia, 8451.

—¿No hay médicos, profesores o ingenieros polacos en Nueva York?

Marius se rascó la barbilla.

—No que yo sepa. Aunque, bueno, el fisio de mi mujer es eslovaco —reconoció.

—Es una gran noticia que me llena de esperanza, pues me horroriza conducir.

El conductor dejó el tema. Sanji se sacó el móvil del bolsillo para consultar sus mensajes. El programa de su estancia en Nueva York se anunciaba ajetreado. Era preferible que se librara cuanto antes de sus obligaciones familiares. La tradición exigía que le mostrara su gratitud a esa tía que tan amablemente le había dirigido una carta de recomendación, tanto más amablemente cuanto que no la conocía de nada.

—¿Estamos lejos de Harlem? —le preguntó al conductor.

—Harlem es grande, ¿este u oeste?

Sanji desdobló la carta y comprobó la dirección del remite.

—El 225 de la calle 118 Este.

—Estamos a unos quince minutos —contestó el conductor.

—Muy bien, pues vamos para allá primero y ya iremos al Plaza después.

La limusina recorrió el carril rápido que bordeaba el East River y el Harlem River hasta detenerse delante de un edificio de ladrillo rojo de los años setenta.

—¿Está seguro de que es aquí? —preguntó Marius.

—Sí, ¿por qué?

—Porque Spanish Harlem es el barrio puertorriqueño.

—Mi tía a lo mejor es una india de Puerto Rico —replicó Sanji con tono irónico.

—¿Quiere que lo espere?

—Sí, por favor, no tardaré mucho.

Por prudencia, sacó su equipaje del maletero y se dirigió al edificio.

*

Lali dejó la olla en la mesa, levantó la tapa y el aroma se extendió por el comedor. Al entrar en casa, a Deepak le sorprendió verla vestida con sari, cuando nunca se lo ponía, pero que le hubiera preparado su plato preferido lo sorprendió aún más, pues lo reservaba para las noches de fiesta. Quizá su esposa por fin se hubiera decidido a obrar con sentido común. ¿Por qué darse un festín solo en muy raras ocasiones? En cuanto le hubo servido, Deepak le comentó la actualidad del día, le gustaba hacerle un resumen detallado de lo que había leído en el metro. Lali lo escuchó distraída.

—Igual se me ha pasado comentarte que recibí una llamada de Bombay —dijo, volviendo a servirle.

—¿De Bombay? —repitió Deepak.

—Sí, de nuestro sobrino.

—¿Cuál de ellos? Tenemos por lo menos veinte sobrinos a los que no conocemos.

—El hijo de mi hermano.

—Ah —bostezó Deepak, que sentía que le iba entrando sueño—. ¿Está bien?

—Mi hermano murió hace veinte años.

—¡Me refiero a tu sobrino!

—Lo comprobarás tú mismo muy pronto.

Deepak dejó el tenedor.

—¿Qué quieres decir exactamente por «muy pronto»?

—La comunicación no era buena —contestó Lali en tono lacónico—. Me pareció comprender que quería pasar un tiempo en Nueva York y que necesitaba una familia que lo acogiera.

—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?

—Deepak, desde que dejamos Bombay, me das tanto la tabarra con tus parrafadas sobre el esplendor de la India que a veces tengo la impresión de que ha quedado fija en el tiempo como una pintura rupestre. Y ahora que la India viene a ti, no irás a quejarte, ¿no?

—No es la India lo que viene a mí, sino tu sobrino. Y ¿qué sabes de él? ¿Es alguien como es debido? Si necesita que lo alojemos, es porque estará sin blanca.

—Como lo estábamos nosotros cuando llegamos aquí.

—Pero estábamos decididos a trabajar duro, no a ocupar la casa de unos desconocidos.

—Unas pocas semanas, tampoco es para tanto.

—¡A mi edad unas semanas pueden ser lo que me quede de vida!

—Eres grotesco cuando te pones melodramático. De todas maneras tú te pasas todo el día fuera de casa. A mí me hace mucha ilusión llevarle a conocer la ciudad, ¿no irás a privarme de ese placer?

—Y ¿dónde va a dormir?

Lali echó una ojeada al final del pasillo.

—¡De ninguna manera! —se indignó Deepak.

Dejó la servilleta, cruzó el salón y abrió la puerta de la habitación azul. La había pintado así tres decenios antes. Desmontar la cuna fabricada con sus propias manos había sido la experiencia más dolorosa de su vida. Desde entonces solo entraba allí una vez al año, se sentaba en la silla colocada junto a la ventana y rezaba en silencio.

Deepak se quedó sin respiración al ver la manera en que su mujer había transformado la habitación.

Lali llegó por detrás y lo abrazó.

—Un soplo de juventud no puede hacernos daño.

—¿Y cuándo se supone que llega ese sobrino? —preguntó Deepak, justo cuando sonaba el telefonillo.

*

Mientras esperaba a su invitado en el rellano, Lali se arregló un poco el sari y se pasó la mano por el cabello recogido en un moño y sujeto con una peineta de asta clara.

Sanji empujó la puerta del ascensor, vestía vaqueros, camisa blanca y una americana a medida, y calzaba unas deportivas elegantes.

—No te imaginaba así —dijo Lali algo azorada—. Estás en tu casa.

—Lo dudo —masculló Deepak detrás de ella—. Voy a servirle un té a nuestro invitado de paso, mientras tú vas a cambiarte.

—No hagas caso a este viejo cascarrabias —intervino Lali—. Deepak se burla de mi atuendo, no sabía qué clase de hombre llamaría a nuestra puerta. Nuestra familia era muy conservadora.

—La India ha cambiado mucho. ¿Me esperabais?

—Claro que te esperaba. Cómo te pareces a él —suspiró Lali mirándolo—, tengo la impresión de volver a ver a ese hermano con el que llevo cuarenta años sin hablarme.

—No lo aburras con esas viejas historias, estará agotado —terció Deepak, acompañando a su invitado hacia el comedor.

Lali volvió después de cambiarse el sari por un pantalón y una blusa, y encontró a los dos hombres sentados a la mesa, intercambiando no sin esfuerzo unas pocas palabras de circunstancias. Le sirvió a su sobrino unos dulces, le preguntó si había tenido buen viaje y le contó todos los lugares a los que quería llevarlo. Lali se esforzaba por hablar por los dos, pues su marido no era muy locuaz. Sanji, que esperaba el momento adecuado para marcharse sin parecer descortés, ahogó un bostezo, lo que le dio a Deepak la ocasión de anunciar que ya era hora de que todos se fueran a descansar.

—Tu habitación está preparada —anunció Lali.

—¿Mi habitación? —se inquietó Sanji.

Lali cogió a su sobrino del brazo y lo llevó hasta el cuarto azul. Sanji lo miró, circunspecto.

Sobre un sofá cama tapizado de pana gruesa Lali había puesto unas sábanas naranja, dos almohadas de flores y una colcha de patchwork hecha a mano. También había cogido la consola de la entrada para convertirla en un pequeño escritorio auxiliar sobre el que había colocado un jarrón de barro lleno de flores de papel.

—Espero que te guste la decoración, es una alegría para mí recibirte en nuestra casa.

Se acercó a correr las cortinas y le dio las buenas noches.

Sanji miró su reloj, eran las 19:15. Le aterraba la idea de sacrificar una junior suite en el Plaza, con vistas a Central Park, por una habitación de seis metros cuadrados en Spanish Harlem, y buscó alguna estratagema para salir airoso del atolladero sin ofender a su tía. Cautivo de las buenas formas, llamó al conductor, con un nudo en la garganta, para avisarle de que ya no necesitaba sus servicios. Y, oyendo crujir el colchón bajo su peso, se puso a soñar con la cama king size en la que debería haber dormido esa noche.

*

En el número 12 de la Quinta Avenida, Chloé abría la puerta de su piso de doscientos cincuenta metros cuadrados. Dejó las llaves en el velador de la entrada y recorrió el pasillo. Con sus fotos en las paredes, ese pasillo era una auténtica galería de su vida. Le gustaban algunas, como la de su padre a los treinta años, con su abundante cabellera y su cara de Indiana Jones, que volvía locas a sus amigas del instituto; odiaba otras, como aquella de una entrega de medallas tras una carrera en San Francisco, en la que su madre posaba con cara de funeral la víspera del día en que había hecho las maletas, y sentía cierta nostalgia ante la del perro que había sido parte de la familia cuando sus padres y ella aún formaban una.

De la biblioteca se escapaba un rayo de luz. Entró en silencio y observó a su padre. Su cabellera seguía igual de abundante, pero ya no pelirroja sino cenicienta. Inclinado sobre su escritorio, el profesor Bronstein corregía evaluaciones.

—¿Has tenido un buen día? —le preguntó Chloé.

—Enseñar el keynesianismo a un grupo de alumnos granujientos es más satisfactorio de lo que parece. ¿Y qué tal tu audición? —preguntó sin levantar la mirada—, ¿concluyente?

—Lo sabré dentro de unos días, si me llaman para una segunda entrevista, a menos que reciba la sempiterna carta explicándome por qué no han considerado mi solicitud.

—¿Hoy no cenas con Schopenhauer?

Chloé miró a su padre y retrocedió hacia la puerta.

—¿Te tienta una cenita a solas con tu hija? Estaré lista en media hora —añadió antes de retirarse.

—¡Veinte minutos! —le gritó su padre.

—Eso es lo que se tarda en llenar la bañera. ¡El día que arregles las cañerías, podré cumplir con tus plazos! —Oyó su padre a lo lejos.

El profesor Bronstein abrió un cajón, rebuscó entre sus papeles en busca de un viejo presupuesto y contempló afligido el importe exigido. Lo dejó en su sitio y volvió a enfrascarse en sus correcciones hasta que Chloé llamó a su puerta… mucho más tarde.

—He llamado al señor Rivera, date prisa.

El señor Bronstein se puso la chaqueta y se reunió con su hija en el rellano. La reja del ascensor ya estaba abierta, Chloé entró la primera en la cabina, seguida de su padre.

—Deepak me había dado a entender que no saldrían esta noche —se disculpó casi el ascensorista del turno de noche.

—Cambio de planes —contestó Chloé alegremente.

Rivera accionó la palanca y la cabina empezó a moverse.

Llegados a la planta baja, abrió la reja y se apartó para dejar pasar a Chloé.

Fuera, el cielo estaba azul noche y la temperatura era suave.

—Vamos enfrente, a Chez Claudette —sugirió el profesor.

—No podemos abusar indefinidamente de su generosidad, algún día tendremos que saldar nuestra cuenta.

—Indefinidamente no, pero un tiempo más sí, y te vas a alegrar, hoy he pagado al de la tienda de alimentación.

—Mejor vamos a Mimi, invito yo.

—¿Has ido a pedirle dinero a tu madre? —le preguntó su padre, preocupado.

—No exactamente, he ido a verla, se suponía que íbamos a pasar un rato juntas, pero estaba ocupada haciendo el equipaje. Su gigoló se la lleva a México, bueno, más bien ella se lo lleva a él. Entonces, para acallar su conciencia, se ha sacado unos billetes del bolso, sugiriéndome encarecidamente que fuera a comprarme ropa.

—Igual deberías haberle hecho caso.

—Lleve lo que lleve, nunca es de su gusto, mientras que tú y yo compartimos el de la cocina francesa —dijo ella, bajando por la avenida.

—¡No tan rápido, que yo no voy rodando! —protestó el señor Bronstein—. Y deja de llamar así a Rodrigo. Llevan viviendo juntos quince años.

—Ella le saca veinte y lo mantiene.

Bordearon Washington Square Park y bajaron por Sullivan Street. El señor Bronstein entró en Mimi, donde los recibió una camarera anunciando en voz alta que su mesa estaba lista. Sin embargo, en el bar esperaba un buen puñado de clientes… Los habituales disfrutaban de cierto trato de favor. El profesor se instaló en el banco corrido y, mientras un camarero quitaba la silla de enfrente para dejar sitio a la silla de ruedas de Chloé, esta se acercó a una pareja que no dejaba de mirarlos.

—Es un modelo Karman S115, edición limitada. Se lo recomiendo, es muy cómodo y se pliega fácilmente —precisó antes de reunirse con su padre.

—Voy a pedir los ñoquis a la parisina, ¿y tú? —le preguntó él con aire crispado.

Chloé prefirió una sopa de cebolla y pidió dos copas de Pomerol.

—¿Quién le ha dado plantón a quién? —la interrogó el señor Bronstein.

—¿De qué estás hablando?

—Esta mañana me has dicho que volverías tarde, y te he oído rebuscar en el armario durante un buen rato.

—Iba a quedar con mis amigas, pero después de la audición estaba tan cansada que…

—¡Chloé, por favor!

—Julius está desbordado, así que me he adelantado.

—¡Llamarse Schopenhauer siendo profesor de filosofía exige el máximo rigor, supongo! —ironizó su padre.

—Papá, por favor, ¿te importa cambiar de tema?

—¿Qué es de esa señora de la que te ocupabas? Si mal no recuerdo, su pareja la trataba como a un jarrón chino. No hace mucho me explicabas que la conducta de ese hombre era la causa de su desgracia y, paradójicamente, la fuente de su felicidad.

—No fue eso lo que te dije, al menos no así. Sufre un tipo de síndrome de Estocolmo, se considera tan insignificante que se siente deudora de su amor.

—¿Le has sugerido que deje a ese hombre por uno más amable?

—Mi papel se limita a escuchar a mis pacientes y ayudarlos a tomar conciencia de lo que expresan.

—¿Al menos has encontrado la manera de resolver su problema?

—Sí, estoy trabajando en ello, enseñándole a ser más exigente, ha progresado mucho, pero si estás tratando de decirme algo, sé más directo.

—Simplemente que no debes ser menos exigente que cualquier otra mujer.

—¿Esa es tu manera de cambiar de tema? Tú sufres el síndrome del padre celoso.

—Igual tienes razón, si hubiera podido consultarte antes de que me dejara tu madre…, pero solo tenías trece años —suspiró el profesor—. ¿Por qué te empeñas en ir de un proceso de selección a otro cuando eres brillante en lo que haces?

—Porque estoy empezando mi carrera de terapeuta, solo tengo tres pacientes y estamos en las últimas.

—No te corresponde a ti ocuparte de nuestras necesidades. Si todo va bien, pronto firmaré un ciclo de conferencias que nos sacará del bache.

—Pero que te alejará y te agotará, ya va siendo hora de que vuelva a ser autónoma.

—Deberíamos mudarnos. Este piso está por encima de nuestras posibilidades, no podemos con tanto gasto.

—Me he reconstruido dos veces en este piso, cuando nos marchamos de Connecticut y después de mi accidente, y además ahí es donde quiero verte envejecer.

—Temo que ese tiempo haya llegado ya.

—Pero si solo tienes cincuenta y siete años, la gente que nos mira está convencida de que somos pareja.

—¿Qué gente?

—La que está sentada a mi espalda.

—Entonces, ¿cómo sabes que nos miran?

—Lo noto.

Las veladas entre Chloé y su padre solían terminar con un jueguecito que practicaban con un placer lleno de complicidad. Callados, se miraban fijamente, y cada cual tenía que adivinar lo que pensaba el otro, orientándolo con simples gestos o movimientos de cabeza. Su jueguecito rara vez pasaba inadvertido para sus vecinos de mesa. Eran de los pocos instantes en que Chloé disfrutaba de que la observaran, pues era a ella a la que miraban y no su silla de ruedas.

*

Una chica como ella

Подняться наверх