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El día en que me cambiaron las vendas

El doctor Mulder me preguntó si quería verme las rodillas, explicándome que algunos amputados querían, pero otros no. En la duda, le sugerí que igual podía ver una sola.

Sabía lo que había perdido, pero no era consciente del alcance de las heridas. Allí donde tenían que haber estado mis pantorrillas, mi piel se encogía como un paisaje lunar. Me quedé estupefacta. Julius prefirió salir. Maggie me enjugó la frente con una compresa y papá salió al pasillo con Julius, probablemente para dejarnos a solas entre mujeres, o para que no le viera llorar.

Después Maggie me dijo que, en lo sucesivo, la oxicodona, la hidromorfona y el fentanilo pasarían a ser mis mejores amigos, pero solo por unos días. De ninguna manera podía apegarme demasiado a ellos. Me fascinaba la amabilidad de quienes me cuidaban, Maggie me llamaba su «terroncito de azúcar», igual le había inspirado esa imagen el estado de mis rodillas. A cada centímetro de vendaje que el médico me quitaba, me preguntaba si me dolía. Tengo que reconocer que su humanidad fue un gran consuelo para mí. Si hubiera podido llevármelos a los dos a casa… Pero el regreso aún estaba lejos.

Le cogía la mano a Maggie —en realidad, le trituraba los dedos—, y ella me repetía que lo estaba haciendo como una campeona, que era fantástica. Y cuando Mulder arrancó las últimas vendas, el dolor fue tan violento que vomité el desayuno; Julius había vuelto a la habitación, Maggie le dio la cuña, una escena de un romanticismo tremendo. No recuerdo nada de lo que pasó después, Maggie dijo que ya había sufrido bastante y no esperó a oír la opinión de Mulder para sedarme. Me puso una jeringuilla en la vía del brazo y di el gran salto.

Cuando volví a abrir los ojos, Julius seguía allí. Yo quería saber si había dormido mucho tiempo, como si eso fuera importante. Lo que me importaba era saber cuánto tiempo había estado a mi lado. Me miró con atención y me dijo, con una fragilidad que no era propia de él, que estaría bien que me lavara el pelo. Después se echó a llorar y tuve que consolarlo yo. No dejaba de repetir cuánto lo sentía —¿por qué?—. Le contesté que no lo sintiera, que no era culpa suya. Pero él insistía, nada habría ocurrido si él no hubiera puesto su trabajo por encima de ese viaje que íbamos a haber hecho por Italia. Le comenté que podía haberme atropellado un coche, los italianos conducen como locos, y entones se reprochó no haberme acompañado. Qué habría cambiado, él no habría corrido en mi lugar… ¿Por qué tus allegados tienen la necesidad de sentirse culpables cuando te ocurre algo grave? Quizá sea su manera de empezar el duelo de una vida que ya nunca volverá a ser la misma. Hay un antes y un después. Pensando en el después, miré fijamente a Julius y le dije que no me debía nada. Me preguntó si me parecía bien que me lavara el pelo, bajo la vigilancia de Maggie. Al parecer mi cabello conservaba el olor de «14:50». No sé ponerle nombre a lo que ocurrió, así que he llamado así al instante en el que se me paró el reloj…, a las 14:50.

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Una chica como ella

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