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Las cortinas de flores apenas tamizaban la luz del día, por lo que Sanji abrió los ojos nada más amanecer. Se preguntó dónde estaba, pero el rosa y el azul que coloreaban la habitación se lo recordaron enseguida. Metió la cabeza debajo de la almohada y volvió a dormirse. Unas horas más tarde, cogió el móvil de la mesita de noche y saltó de la cama. Se vistió deprisa y salió de la habitación con el pelo revuelto.

Lali lo esperaba sentada a la mesa de la cocina.

—Bueno, entonces ¿quieres ir a visitar el MET o el Guggenheim? O igual prefieres dar un paseo por Chinatown, Little Italy, Nolita o el Soho, lo que quieras.

—¿Dónde está el cuarto de baño? —le preguntó algo aturdido.

Lali no trató de ocultar su decepción.

—Desayuna —le ordenó.

Sanji se sentó en la silla que Lali había apartado con el pie.

—Vale —concedió—, pero deprisa, llego tarde.

—¿A qué te dedicas, si no es indiscreción? —le preguntó, sirviendo leche en un cuenco de cereales.

—A la high-tech.

—¿Y eso qué significa?

—Concebimos nuevas tecnologías que hacen la vida más fácil a la gente.

—¿Podrías concebirme un sobrino que me sacara un poco de la rutina? ¿Con el que pudiera pasear y me hablara de mi país o me contara cosas de mi familia, con la que no hablo desde hace tanto tiempo?

Sanji se levantó y se sorprendió besando a su tía en la frente.

—Prometido —añadió enseguida, incómodo por esa efusión espontánea—, en cuanto pueda, pero ahora de verdad me tengo que ir a trabajar.

—Pues, hala, corre, ya me estoy acostumbrando a tu presencia. Por si acaso se te hubiera pasado la idea por la cabeza, de ninguna manera vas a dormir en otra parte que no sea bajo mi techo durante tu estancia en Nueva York. Me ofenderías terriblemente. Y no se te ocurriría ofender a un miembro de tu familia, ¿verdad?

Sanji salió del apartamento poco después, sin más remedio que dejar allí su maleta.

Descubrió Spanish Harlem en ese bonito día de primavera. Escaparates abigarrados, aceras abarrotadas de gente, calles llenas de tráfico en las que resonaba un concierto de bocinazos, en todo ese jaleo solo faltaban unos cuantos rickshaws. Veinte horas de avión para acabar teletransportado a una versión puertorriqueña de Bombay, y el golpe de gracia fue tener que llamar al Plaza para anular su reserva, justo antes de meterse en el metro.

La India se había modernizado desde que su tía se marchara, pero algunas tradiciones persistían, entre ellas, el respeto debido a los mayores.

*

Sanji salió del metro en la estación de la calle 4; llegaba tarde a su cita. Al bordear las verjas de Washington Square Park, oyó una melodía. En lugar de rodear el parque, lo atravesó, avanzando como un niño que siguiera al flautista de Hamelín. En mitad de un sendero había un trompetista tocando. Sus notas se elevaban entre las ramas de los tilos americanos, los arces noruegos, los olmos chinos y las catalpas norteñas. Se había formado un corrillo alrededor del músico. Cautivado, Sanji se acercó y se sentó en un banco.

—Será nuestra pieza, no podemos olvidarla —susurró una joven sentada a su lado.

Sorprendido, Sanji volvió la cabeza.

—Cuando dos personas se conocen, siempre hay una melodía para señalar el momento —añadió la joven en tono alegre.

Era de una belleza esplendorosa.

—Es broma, parecías tan absorto que resultaba conmovedor.

—Mi padre tocaba el clarinete divinamente. Petite Fleur era su melodía preferida, esta pieza ha arrullado toda mi infancia…

—¿Sientes nostalgia de tu tierra?

—Creo que por ahora no, no llevo mucho tiempo aquí.

—¿Vienes de lejos?

—De Spanish Harlem, a media hora de aquí.

—Touchée, estamos en paz —contestó ella divertida.

—Vengo de Bombay, ¿y tú?

—De la vuelta de la esquina.

—¿Sueles venir a este parque?

—Casi todas las mañanas.

—Entonces, igual tengo el placer de volver a verte, ahora he de irme pitando.

—¿Tienes nombre? —le preguntó ella.

—Sí.

—Encantada, «Sí», yo soy Chloé.

Sanji sonrió, la saludó con un gesto de la mano y se alejó.

*

El edificio en el que trabajaba Sam estaba en la esquina de la calle 4 Oeste con MacDougal, en el lado sur del parque. Sanji se presentó en la recepción, donde le rogaron que esperara un momento.

—No has cambiado nada —exclamó Sanji al volver a ver a su amigo.

—Tú tampoco, tan puntual como siempre. ¿No tienen servicio despertador en el Plaza?

—Estoy en otro hotel —contestó tranquilamente Sanji—, ¿empezamos a trabajar?

Sam y Sanji se habían conocido quince años antes en las aulas de Oxford. Sanji estudiaba Informática, y Sam, Económicas. A este Inglaterra le había resultado más extraña que a Sanji.

De vuelta en la India, Sanji había creado una empresa que había prosperado en los últimos años. En cuanto a Sam, era agente de bolsa en Nueva York.

La amistad entre ambos expatriados se había mantenido por correo electrónico, pues se escribían regularmente, y cuando Sanji había decidido buscar fondos en Estados Unidos para financiar sus proyectos, naturalmente se le había ocurrido apelar a Sam. Sanji odiaba hablar de dinero, lo cual resultaba desconcertante para un director de empresa.

Pasaron la mañana elaborando el plan de negocio que pronto darían a conocer a los inversores. Las cifras previstas eran muy atractivas, pero a Sam no terminaba de gustarle la presentación de Sanji y no había dejado de reprochárselo.

—Eres demasiado impreciso y no vas al grano: nuestros mandantes tienen que ver en ti a un socio a largo plazo y no solo al diseñador de una aplicación, por genial que sea. Lo que los cautiva es la India.

—¿Quieres que me ponga un turbante y que hable con acento para parecer exótico?

—Sería más elegante que esos vaqueros y esa camisa arrugada. En este país sobran programadores, lo que cautivará a los inversores son los cientos de miles de usuarios de tu red social solo en la región de Bombay.

—¿Y por qué no haces tú la presentación? Pareces saber mejor que yo lo que hay que decir y lo que no.

Sam observó a su amigo. Sanji venía de un linaje indio acomodado. Los padres de Sam eran simples comerciantes de Wisconsin y habían tardado diez años en devolver el préstamo que había financiado sus estudios.

Si tenía éxito en ese tema, le demostraría a su jefe que era digno de proyectos de gran envergadura, y este quizá le ofreciera un puesto de socio, la ocasión de cambiar de vida.

Pragmático, Sam no envidiaba a Sanji en nada, al contrario, lo admiraba. Pero contaba con servirse de la reputación de su familia para atraer a sus clientes, aunque por motivos encomiables Sanji no quisiera valerse de ella de ninguna manera.

—Bueno, por qué no, después de todo —contestó— en la facultad se me daba mucho mejor que a ti hablar en público.

—Si las clases hubieran sido en hindi, las cosas habrían sido distintas.

—Eso habría que verlo. Vete a dar un paseo; cuando vuelvas, te haré una presentación de tu proyecto, ¡y ya me dirás si no resulto más convincente que tú!

—¿Y dentro de cuánto tiempo tengo que volver para admirar tu talento?

—Una hora, ¡no necesito más! —contestó Sam.

Al salir del edificio, Sanji fue a parar delante de la verja del parque, el trompetista se había marchado y, con él, la melodía de Petite Fleur. Entonces se le ocurrió llamar a su tía para invitarla a almorzar.

*

Lali se reunió con él media hora más tarde delante de la fuente de Washington Square Park.

—Me apetece alta cocina, te dejo elegir el mejor restaurante del barrio, e invito yo, por supuesto —dijo Sanji al recibir a su tía.

—No hace falta malgastar el dinero, he traído una cesta llena de cosas ricas.

Mientras su tía extendía un mantel de papel sobre el césped y disponía platos de cartón y cubiertos de plástico, Sanji se preguntó si el destino se estaba ensañando con él.

—Tiene gracia que nos veamos en este parque —comentó Lali.

—¿Por qué? La oficina de mi socio está al lado.

—Mi marido también trabaja muy cerca de aquí.

—¿Cómo era mi padre cuando erais niños?

—Era reservado, siempre observando a los demás. Un poco como tú. No digas que no, anoche no apartabas la mirada de Deepak. Pero no debiste de ver gran cosa, porque detrás de ese rostro malhumorado se oculta un hombre lleno de sorpresas. De hecho, nunca ha dejado de asombrarme.

—¿A qué se dedica?

—¡Menudo interrogatorio, pero tú a mí no me cuentas nada! Conduce.

—¿Un taxi?

—Un ascensor —contestó Lali divertida—. Se ha pasado la vida en una cabina aún más vieja que él.

—¿Cómo os conocisteis?

—En el parque de Shivaji. Me encantaba ver los partidos de críquet. Iba todos los domingos. Era mi rato de libertad. Si mi padre llega a enterarse de que iba a ver a los chicos jugar, me habría caído una buena reprimenda. Deepak era un bateador increíble. Acabó por fijarse en la chica sentada sola en las gradas. Yo era bonita de joven. Un día, en un partido bastante reñido, Deepak miró hacia mí y falló, lo cual sorprendió a todo el mundo, pues era brillante eliminando a los lanzadores del equipo contrario. Sorprendió a todo el mundo menos a mí. Una vez terminado el partido, vino a sentarse dos filas por debajo de la mía, pues nadie debía vernos hablar. Me dijo que le había costado una buena humillación y que, para compensarlo, tenía que aceptar volver a verlo. Cosa que hice el domingo siguiente, pero esa vez salimos del parque y fuimos a pasear por la bahía de Mahim. Nos sentamos al pie de un templo que da al espigón. Empezamos a hablar, y desde entonces no hemos parado. Pronto cumpliremos cuarenta años de vida en común, y cuando se va a trabajar por las mañanas, lo echo de menos; tanto que a veces vengo a pasear a este parque: él trabaja al principio de la Quinta Avenida, en el número 12 —precisó, señalando con el dedo el arco de Washington Square Park—. Pero odia que vaya a molestarlo. Esa dichosa casa es su reino.

Lali calló y observó a su sobrino.

—Te pareces a mí, no a mi hermano. Lo veo en tu mirada.

—¿Qué es lo que ves? —preguntó Sanji en tono burlón.

—Veo orgullo y sueños.

—Tengo que irme a trabajar.

—¿Te vuelves a tu high-tech?

—No es un lugar, sino mi propio reino. Esta noche tengo un compromiso, no me esperéis para cenar, no haré ruido cuando vuelva.

—Aun así te oiré. Pásalo bien, y mañana u otro día iremos a visitar algunos de mis lugares favoritos.

Sanji acompañó a su tía hasta el metro; camino de la oficina de Sam dirigió la mirada hacia la marquesina del número 12 de la Quinta Avenida.

*

Los vestíbulos son testigos de la historia de un edificio y de la de sus ocupantes, de esa extraña comunidad de personas que apenas se conocen. Los grandes momentos de sus vidas recorren el hueco de la escalera: nacimientos, matrimonios, divorcios, fallecimientos…, pero las gruesas paredes de las viviendas burguesas no dejan que se filtre nada de su intimidad.

El vestíbulo en el que acababa de adentrarse Sanji estaba revestido de madera de haya. Una gran araña y apliques de cristal iluminaban un lujo preciado, espejeando sobre el suelo de mármol, con su rosetón central en forma de estrella cuyas puntas señalaban los puntos cardinales. No se había descuidado ni un detalle para preservar el estilo original. Sobre el mostrador de la recepción había un teléfono de baquelita de otra época; antaño se utilizaba para llamar al conserje, pero hacía tiempo que ya no tiritaba. Abierto de par en par había también un cuaderno negro cuyas páginas se llenaban perezosamente con los nombres de los visitantes. Detrás de ese mostrador dormitaba Deepak. El chasquido de la puerta no lo despertó.

Sanji carraspeó y Deepak se sobresaltó.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó cortésmente, ajustándose las gafas.

Cuando enfocó mejor, hizo una mueca.

—¿Qué haces tú aquí?

—He venido a ver este lugar del que tan bien me ha hablado mi tía.

—¿Nunca has entrado en un edificio? ¿Vives en el barrio de chabolas de Dharavi?

—Quería descubrir el famoso ascensor…

—Del que también te ha hablado Lali, supongo.

—Al parecer es magnífico y hay que ser un experto para manejarlo.

—Así es —contestó Deepak cediendo al halago.

Se volvió para asegurarse de que estaban solos. Cogió la gorra y se la puso. Sanji reconoció que, con ese bonito uniforme, su tío político parecía un comandante.

—Bueno —masculló—, a estas horas no llama nadie, así que sígueme, vamos a dar una vuelta, pero con discreción, ¿entendido?

Sanji asintió. Se sentía como si le hubieran dado permiso para visitar un museo fuera del horario de apertura. Deepak abrió la reja y le pidió a su sobrino que entrara en la cabina. Con la mano en la palanca, aguardó unos instantes, como para darle un poco más de solemnidad al breve viaje que se disponían a emprender.

—Escucha —dijo—, cada ruido tiene su importancia.

Sanji distinguió un chisporroteo eléctrico, seguido del ronroneo del motor, que despertaba, y la cabina se elevó despacio, con un ligerísimo soplido.

—¿Ves? —añadió Deepak—, toca una partitura, una nota diferente en cada rellano, las reconozco con los ojos cerrados, me indican dónde me encuentro, en qué instante tengo que bajar esta palanca para que la cabina aterrice suavemente.

El ascensor se detuvo en el quinto. Inmóvil, Deepak aguardaba una muestra de admiración; parecía tan importante para él, que Sanji fingió estar impresionado.

—El descenso es aún más bonito, y exige mucha destreza, por el contrapeso, que pesa más que nosotros. ¿Entiendes?

Sanji volvió a asentir. Pero cuando la cabina se puso en movimiento, sonó el móvil de Deepak. Este detuvo el ascensor moviendo la palanca.

—¿Hay una avería? —preguntó Sanji.

—Calla, que estoy pensando. Me llaman al octavo —dijo, volviendo a mover la palanca.

La cabina subió, mucho más deprisa que antes.

—¿Se puede regular la velocidad incluso?

—Debe de ser el señor Bronstein, pero no es su horario habitual. Quédate detrás de mí y no digas nada. Si te saluda, le devuelves el saludo, como si fueras un simple visitante.

Una joven en silla de ruedas esperaba de espaldas en el rellano del octavo para entrar marcha atrás.

—Buenos días, señorita —dijo Deepak cortésmente.

—Buenos días, Deepak, pero ya nos hemos saludado dos veces esta mañana —contestó ella entrando en la cabina.

Sanji se arrimó por completo a la pared, detrás de ella.

—¿No detiene el ascensor para dejar al caballero? —preguntó Chloé cuando dejaron atrás la primera planta.

Deepak no necesitó justificarse, el ascensor acababa de detenerse en la planta baja. Abrió la reja y, en el último segundo, retuvo a Sanji, que se disponía a ayudar a Chloé a salir. Deepak se precipitó al vestíbulo para abrirle la puerta.

—¿Necesita un taxi, señorita?

—Sí, por favor —contestó ella.

Entonces se sucedieron toda una serie de acontecimientos. Un mensajero se presentó con un paquete, mientras detrás del mostrador sonaban tres timbrazos. Deepak le pidió al mensajero que esperara un momento, lo que pareció disgustarle sobremanera.

—Tres timbrazos, es el señor Morrison —masculló Deepak—, bueno, primero me ocuparé de su taxi.

—Y de mi paquete ¿quién se ocupa? —protestó el mensajero siguiéndoles hasta la acera.

Chloé lo cogió, lo dejó sobre su regazo y firmó el albarán.

—Ah, es para los Clerc. ¿Qué habrá dentro? —exclamó con malicia.

Deepak le lanzó una mirada imperiosa a su sobrino, que seguía bajo la marquesina. Sanji avanzó hasta colocarse delante de Chloé y se apoderó del paquete.

—Voy a dejarlo sobre el mostrador, a menos que quieras abrirlo tú —le dijo.

Hizo lo que había dicho y volvió a salir enseguida. Deepak estaba en mitad de la avenida, con un brazo levantado y un silbato en los labios, al acecho de un taxi. Sin embargo, acababan de pasar tres Yellow Cab con las bombillas encendidas.

—No quiero meterme en lo que no me importa, pero siguen llamando —le informó Sanji.

—Deepak, vaya a buscar al señor Morrison, puedo arreglármelas sola —intervino Chloé.

—Yo me encargo del taxi —propuso Sanji acercándose a su tío.

—Ojo, no uno cualquiera —murmuró Deepak—, solo los que tienen una puerta lateral corredera.

—¡Entendido! No sé quién será ese tal señor Morrison, pero no parece muy paciente.

Deepak vaciló y, al ver que no le quedaba otro remedio, volvió a entrar en el edificio, dejando a Sanji con Chloé.

—¿Estás bien? —le preguntó este.

—¿Y por qué no iba a estarlo? —contestó ella con frialdad.

—Por nada, me parecía haberte oído murmurar.

—Debería haber salido antes, voy a llegar tarde.

—¿Una cita importante?

—Sí, mucho…, bueno, eso espero.

Sanji saltó a la calzada y paró a un taxi… que no era del modelo que le había indicado su tío.

—Todo un detalle que por poco te dejes atropellar —dijo Chloé avanzando hacia él—, y no quisiera parecer ingrata, pero no me va a ser fácil meterme en este taxi.

—Llegas tarde, ¿no?

Sin más demora, Sanji se inclinó sobre ella, la levantó en brazos y la dejó en el asiento trasero con delicadeza. Después plegó la silla, la guardó en el maletero y volvió a cerrar la puerta.

—Ya está —dijo muy satisfecho.

Chloé lo miró fijamente.

—¿Te importa que te haga una pregunta?

—En absoluto —contestó él inclinado sobre la puerta del taxi.

—¿Cómo hago cuando llegue?

Sanji se quedó perplejo.

—¿A qué hora es la cita?

—Dentro de quince minutos, justo lo que se tarda en llegar, si no hay mucho tráfico.

Sanji consultó su reloj, rodeó el taxi y se sentó al lado de Chloé.

—Vamos allá —dijo.

—¿Adónde? —preguntó Chloé inquieta.

—Depende de adónde vayas.

—A la esquina de Park Avenue con la 28.

—Yo también voy en esa dirección —contestó cuando ya arrancaba el taxi.

Se creó un silencio. Chloé volvió la cabeza hacia la ventanilla y Sanji hizo lo mismo por su lado.

—No tenemos por qué sentirnos incómodos —dijo por fin—. Te acompaño y…

—En realidad estaba pensando en mi broma en el parque hace un rato, espero que no la malinterpretaras. Lo siento, no pensaba que fuéramos a coincidir de nuevo en una ciudad tan grande, y menos aún el mismo día. ¿Qué hacías en mi ascensor?

—Subir y bajar.

—¿Es uno de tus pasatiempos favoritos?

—¿Cuál es esa cita tuya tan importante? Si no es indiscreción.

—Una prueba para conseguir un papel. ¿Y a ti qué se te ha perdido por la calle 28?

—Una prueba también, pero en mi caso con unos inversores.

—¿Trabaja en finanzas?

—Y ese papel ¿es para la tele o para el cine?

—No sabía que tuviéramos ese punto en común con los indios.

—¿Tuviéramos?

—Soy judía. Atea pero judía.

—¿Y qué punto en común tenemos?

—Responder a una pregunta con otra pregunta.

—¿No se puede ser indio y judío?

—¡Acabas de darme la razón!

El taxi aparcó junto a la acera.

—¡Puntualidad absoluta! Te explicaré a qué me dedico si el azar nos brinda la ocasión de volver a vernos —contestó Sanji saliendo del taxi.

Fue a abrir el maletero, desplegó la silla y sentó en ella a Chloé.

—¿Y por qué habríamos de volver a vernos?

—Buena suerte con el papel —contestó Sanji antes de subirse de nuevo al taxi.

Chloé miró al coche dar media vuelta en el cruce y dirigirse hacia la parte baja de la ciudad.

*

El móvil de Sanji no había dejado de vibrar durante todo el trayecto, pero se había cuidado mucho de contestar a la llamada. Sam debía de morirse de impaciencia en su despacho.

Sanji llegó, incapaz de justificar su retraso y menos aún ese aire de felicidad total que no lo abandonaba; Sam lo recibió con cierta frialdad. En ese contexto, tras escuchar la propuesta de su amigo y aunque la encontrara carente de poesía, no se atrevió a decírselo.

Tomaron una decisión: al día siguiente por la mañana Sam le presentaría el proyecto a uno de sus clientes más importantes, y Sanji se contentaría con hacer acto de presencia, como un rey.

Cenaron en Chinatown. Antes de separarse, Sam se ofreció a llevarlo a su hotel.

—Gracias, pero me alojo en Spanish Harlem —contestó Sanji.

—¿Y qué pintas tú ahí? —se inquietó Sam.

Sanji le explicó el malentendido que lo había obligado a instalarse en casa de su tía.

—¿Por qué no me pediste a mí esa carta?

—Porque ya te había molestado bastante.

—¡Estás loco! Sacrificar la comodidad de una suite, el servicio de habitaciones y los desayunos en la cama del Plaza por vivir con unos desconocidos no es valentía, es abnegación.

—No son unos desconocidos —lo corrigió Sanji, subiéndose a un taxi.

*

Los muelles del sofá cama se le clavaban en la espalda. Sanji se levantó y descorrió la cortina. La alegría ruidosa de las calles de Spanish Harlem volvió a recordarle Bombay. Sanji creía en las pequeñas señales de la vida, y se paró a pensar en la serie de circunstancias que lo habían llevado hasta ese cuartito con vistas a un colmado puertorriqueño, a casa de una tía desconocida. ¡Él, que había huido de su familia con feroz determinación!

La ruptura había ocurrido el día en que su padre se había desplomado en mitad de la frase durante una comida familiar. Recién fallecido, sus tíos ya discutían sobre el porvenir del Bombay Palace Hotel. Sanji se había prometido no parecerse a ellos nunca. Los había escuchado en silencio hablar con medias palabras de la herencia y del nuevo reparto de puestos en la gestión del hotel, antes de ir a recogerse ante los restos de un hombre del que había aprendido mucho, pero con el que no había tenido tiempo de compartir casi nada. Sus tíos consideraron entonces que una mujer sola no podía ocuparse de su hijo. Un niño necesitaba una autoridad paterna, y decidieron tomar al huérfano bajo su tutela. Desde ese momento, Sanji se juró librarse de ellos.

Vivió una juventud severa, entre internados y preceptores; Sanji aguardaba con impaciencia las vacaciones, cuando por fin se reunía con su madre. Después lo alejaron un poco más, enviándolo a Oxford, y la separación definitiva de los suyos se hizo efectiva a su regreso de Inglaterra. Sanji se encontró por casualidad con un antiguo compañero de clase. La conversación no tardó en centrarse en las chicas. La norma implícita permitía a los jóvenes frecuentarse mientras solo se tratara de divertirse. La decisión de a quién amar era competencia de las familias.

Sanji tuvo una idea. Puesto que pronto les confiscarían la frivolidad de la juventud, había que aprovecharla al máximo. ¿Cómo? Desarrollando una aplicación que permitiera conocer a gente sin que fuera cosa del azar, y sobre todo ampliando el horizonte más allá del círculo de las relaciones familiares o profesionales. La red social que imaginó sería mucho más sofisticada que todas aquellas que habían desarrollado los estadounidenses. Las primeras versiones de su programa no tardaron en seducir a varios miles de usuarios, y ese número no dejó de aumentar. Había que invertir para perfeccionar la interfaz de la aplicación, contratar personal, alquilar oficinas, mejorar la comunicación para atraer a más y más clientes. Sanji había heredado la fortuna de su padre, aunque la mayor parte estaba en las acciones del Bombay Palace Hotel, de las que ahora poseía una tercera parte. El éxito superó todas sus expectativas. Un año después de su creación, la plataforma sumaba ya cien mil usuarios. Hoy esa cifra ascendía a cerca de un millón.

Un artículo publicado en The Daily News se hizo eco de este éxito, pero el periodista hacía hincapié en un problema que planteaba dificultades a la sociedad india: ¿estaba la red social creada por Sanji cambiando radicalmente las costumbres, y hasta dónde se le podía permitir llegar? El artículo, que no pasó inadvertido, suscitó una viva discordia entre Sanji y sus tíos. Solo su madre se mantuvo de su lado, aunque no entendiera gran cosa de lo que hacía su hijo. Él era feliz, y eso era lo único importante para ella.

Una vez que fue a cuidarla mientras sufría una larga enfermedad, se puso a hojear unos álbumes de fotos y se detuvo sobre un rostro que no conocía. Su madre le dijo que la joven que posaba era la hermana de su padre. Una tía a la que nunca había podido conocer porque había dejado a su familia para ir a casarse a Estados Unidos con un muerto de hambre.

Cuando su madre se hubo recuperado de su enfermedad, Sanji pudo dedicarse por completo a su negocio. El crecimiento de la empresa exigía encontrar nuevos capitales. Los bancos indios se mostraban reticentes por motivos de ética ligados a la naturaleza de una compañía a la que la prensa conservadora no dejaba de fustigar. A Sanji se le ocurrió entonces ir a buscar inversores allí donde sus competidores habían prosperado… Una solicitud de visado, una carta dirigida a una tía desconocida y un malentendido lo habían llevado a ese espantoso sofá cama.

Sanji corrió la cortina, deseando saber cómo se manifestaría la siguiente señal…

—¿No consigues dormir? —le preguntó Lali, abriendo la puerta de su habitación—. Pues, mira, yo tampoco, tengo insomnio. No sé si es una enfermedad o una bendición, cuanto menos se duerme más se vive, ¿no?

—Los médicos sugieren lo contrario.

—¿Tienes hambre? ¿Quieres que te caliente algo? Ven, tranquilo, no vamos a despertar a Deepak, no lo haría ni un terremoto.

Sanji se sentó a la mesa de la cocina, Lali sacó un plato de bibenca y cortó dos generosas porciones del pastel de almendras.

—¿Y tú, insomnio o desfase horario?

—Ni una cosa ni la otra, estaba pensando.

—¿Te preocupa algo? ¿Necesitas dinero? —le preguntó Lali.

—Qué va, ¿qué te hace decir algo así?

—Conozco a tus tíos. Cuando murió papá, me expoliaron mi parte de la herencia. Oh, ya me imagino que esos pisos vetustos de los que era propietario no valían gran cosa, pero, aun así, es por principios, ¿entiendes? —añadió sacando el monedero del bolso.

—Guarda eso, ¿quieres?, me las apaño muy bien yo solo.

—Uno solo no llega a nada grande, los que lo piensan están pagados de sí mismos.

—Pues tu marido está solo en su ascensor.

—Deepak trabaja en estrecha colaboración con un colega que se encarga del turno de noche. He aceptado todas sus manías, incluso las que no tienen ningún sentido, le he otorgado todas las libertades, pero siempre he exigido que durmiera a mi lado.

—¿De verdad dejasteis la India para poder vivir juntos?

—No sé cómo serán las cosas ahora, pero en mis tiempos los matrimonios eran forzados, y los jóvenes no podían oponerse. Pero mi naturaleza no era la de someterme. Deepak no pertenecía a nuestra casta, pero nos queríamos y estábamos decididos, costara lo que costara, a no dejar que unos viejos cerriles decidieran nuestro futuro. Habíamos subestimado el «costara lo que costara», y tuvimos que huir de Bombay antes de que tu abuelo o uno de tus tíos matara a Deepak.

—¡Mi padre nunca hubiera permitido algo así!

—Se puso del lado de los hombres, lo que yo viví como una traición terrible pues, de mis tres hermanos, tu padre era el único con el que tenía complicidad. Podría haberme respaldado, erigirse contra los arcaísmos de una familia en la que reinaba la hipocresía; no lo hizo. Pero no debería hablar así de él delante de ti, no está bien.

Era tarde ya, Sanji y Lali se despidieron, pero ni uno ni otro lograron conciliar el sueño.

*

En el número 12 de la Quinta Avenida hacía mucho tiempo que todos dormían, salvo la señora Collins, cuyo despertador acababa de sonar. La encantadora anciana que ocupaba el piso de la quinta planta se puso la bata y fue al salón. Tapó la jaula de su loro con un pañuelo de seda negro y entró en la cocina. Descorrió los cerrojos de la puerta de servicio y la entornó. Después fue al cuarto de baño, se empolvó las mejillas delante del espejo, se echó un poco de perfume en la nuca y volvió a meterse en la cama enseguida, donde aguardó, hojeando una revista.

*

Una chica como ella

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