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Al salir de la audición, Chloé tuvo ganas de dar una vuelta por la avenida Madison. Después de todo, por qué no comprarse un vestido o un sujetador para complacer a su madre o, mejor todavía, a sí misma. Recorrió los escaparates, entró en un par de tiendas y renunció a comprarse nada de ropa. Flotaba en el aire ese aroma primaveral que te alegra el corazón, la acera estaba despejada, la audición había ido bastante bien… lo tenía todo para ser feliz sin recurrir a gastos superfluos. Rodeó Madison Park. De norte a sur, la Quinta Avenida descendía en suave pendiente, podía volver sola fácilmente.

Cuando apareció bajo la marquesina de su edificio, Deepak se precipitó a abrirle la puerta y la acompañó hasta el ascensor.

—¿A su despacho o a su domicilio? —le preguntó con la mano en la palanca.

—A casa, por favor.

La cabina se elevó.

—He conseguido el papel, Deepak. Empezamos a grabar la semana que viene —le confió Chloé al llegar a la primera planta.

—Enhorabuena. ¿Un bonito papel? —le preguntó él en la segunda planta.

—Sobre todo es un libro que me encanta.

—Entonces tengo que leerlo cuanto antes, bueno, mejor no, esperaré a poder escucharlo —se corrigió a la altura de la tercera.

—El hombre que estaba antes en el ascensor —preguntó Chloé en la cuarta—, ¿es un cliente del señor Groomlat?

—No puedo recordar a todos los visitantes.

La quinta planta desapareció en silencio.

—Bueno, este se ocupó del paquete de los Clerc y de conseguirme un taxi.

Deepak hizo como que reflexionaba hasta la séptima.

—No me he fijado mucho en él. Parecía cortés y solícito.

—Era indio, diría yo.

Octava planta. Deepak detuvo la cabina y abrió la reja.

—Tengo por principio no hacer preguntas a las personas que suben en mi ascensor, y menos aún sobre sus orígenes, sería del todo inapropiado por mi parte.

Dicho esto, se despidió de Chloé y volvió a bajar inmediatamente.

*

Sam colgó el teléfono con aire circunspecto; su jefe lo llamaba a su despacho sin preocuparse de saber si estaba ocupado. Eso no auguraba nada bueno. Sam se preguntó qué podría querer reprocharle. No pudo pensar mucho pues Gerald, el secretario de su jefe, llamó con los nudillos en el cristal y se dio unos golpecitos sobre la esfera del reloj, un gesto de lo más claro. Sam cogió un bloc de notas y un lápiz, y recorrió el pasillo con renuencia.

El señor Ward estaba al teléfono. No le ofreció asiento, peor aún, le dio la espalda y giró la silla hacia la cristalera con vistas a Washington Square Park. Sam lo oyó deshacerse en disculpas y prometerle a su interlocutor que habría sanciones. El señor Ward colgó el teléfono y se volvió hacia él.

—¡Aquí está! —explotó.

No auguraba nada pero que nada bueno, concluyó Sam.

—¿Quería verme? —preguntó.

—¿Se ha vuelto usted loco?

—No —contestó Sam—, estoy en mis cabales.

—No le aconsejo que se haga el gracioso, a veces lo encuentro divertido, pero hoy no.

—¿Qué ha ocurrido hoy? —preguntó Sam tímidamente.

—¿Quién es ese muerto de hambre al que ha presentado esta mañana a uno de nuestros clientes más importantes?

Las piezas del rompecabezas se reunieron para formar la imagen del rostro aturdido de Sanji al llegar a su cita, tarde y desaliñado.

—Es un proyecto muy prometedor que culminará con importantes plusvalías.

—¿Un portal de citas en la India? ¡Ya puestos, por qué no un club de estriptis en Bangladesh!

—No es lo que se imagina —farfulló Sam.

—No me imagino nada, y lo único que me importa es lo que ha entendido nuestro cliente. «Mi querido Ward, si soy inversor, y no uno cualquiera, de su agencia, es porque hasta ahora estaba convencido de compartir con usted ciertos valores, uno de los cuales es la moral, tan importante para mí como mis inversiones, blablablá…», le ahorro los detalles de una conversación penosa y le anuncio la conclusión que lo concierne a usted directamente: «¡Que no vuelva a verme el payaso de su empleado!». ¡La versión completa ha durado quince minutos! Espero que haya entendido el punto de vista de mi amigo.

—No puede estar más claro —contestó Sam, estoico.

—Pues ¡largo de aquí! —ordenó el señor Ward señalando la puerta con el índice.

Sam salió del despacho y se topó con Gerald, que no ocultaba su satisfacción.

—A uno que yo me sé le ha caído una bronca de cojones —dijo con una risita maligna.

—Qué elegancia la tuya, no sé para qué te gastas una fortuna en ropa de marca si luego eres así de fino.

—La elegancia la llevo dentro —contestó Gerald indignado.

—Tan dentro que no hay quien la vea.

Gerald se iba a atragantar de rabia, pero a Sam le traían sin cuidado los sentimientos del secretario de su jefe. Llevaba demasiado tiempo encajando los golpes sin decir nada, iba a trabajar todas las mañanas con un peso en el corazón y volvía por las tardes con un nudo en el estómago. Esta vez era demasiado.

Recordó un refrán indio que Sanji solía repetirle cuando estaban en Oxford: «Hay una cantidad increíble de gotas de agua que no colman el vaso».

—Me pregunto si era de verdad un refrán u otra de las citas que sacaba de sus lecturas —murmuró delante de Gerald, que no entendió palabra.

El vaso ya estaba lleno, y decidió jugarse el todo por el todo, no por diversión, de hecho, sino por orgullo. Apartó bruscamente a Gerald, que le cerraba el paso, y volvió al despacho del señor Ward.

—Una preguntita nada más: cuando su amigo invierte su dinero en una empresa de armamento, o al día siguiente de las elecciones coloca una buena suma en un consorcio químico que ostenta la fama de ser uno de los mayores contaminadores del planeta, ¿el valor moral de sus actos no le supone un problema? No se moleste en pedirme que me siente.

Sam se dejó caer en un sillón frente a su jefe, que lo miraba anonadado.

—¿Conoce el yin y el yang, el cara o cruz de una moneda lanzada al aire? Ahora entenderá adónde quiero llegar. ¿Sabía usted que los dos payasos que inventaron el móvil que tiene en la mano empezaron sus investigaciones en un garaje, recogiendo componentes defectuosos de los cubos de basura de Lockheed? Y bien, ¿eran traperos o genios? Deje que le cuente dos o tres cosas de ese al que ha llamado «muerto de hambre» y, ojo, que conozco a unos cuantos muy simpáticos. Sanji proviene de una familia más rica que esta agencia de bolsa, tan rica que en la India vivía en una casa que más parecía un palacio. Su padre murió cuando tenía doce años. Sus tíos asumieron su tutela. Cuando cumplió dieciocho años, lo mandaron a Oxford, donde nos conocimos. Al volver a la India, Sanji hizo dos descubrimientos. El primero, en el testamento de su padre. Por oscuras historias de familia, no podía disponer de su herencia hasta cumplir los treinta. La herencia en cuestión es un complejo hotelero en pleno centro de Bombay. La otra cosa que Sanji descubrió, o más bien comprendió, fue que la dureza, por no decir la violencia de sus tíos durante su adolescencia solo tenía un fin: mantenerlo alejado de la gestión de ese palacio del que se habían apoderado. Y estaban decididos a prolongar su tutela más allá de su mayoría de edad. Para ser más precisos, se las habían agenciado para dirigir su vida a su antojo. Al volver de Oxford, Sanji podría haberse mostrado dócil unos años más y esperar a poder disfrutar de su fortuna, pero les dio con la puerta en las narices. Contado así, podría parecer que se trata de un acto de valentía sin grandes consecuencias, pero cuando te ves sin blanca, en la calle, y encima una calle de Bombay, es harina de otro costal. No estaba del todo equivocado cuando lo ha tildado de muerto de hambre, porque pasó muchas noches durmiendo al raso, sin un techo bajo el que cobijarse. Pero mi amigo es un luchador, orgulloso y digno. Encontró trabajo aquí y allá, consiguió una casa decente y nunca perdió su increíble sed de conocimiento. Todo le suscita curiosidad, ninguna vicisitud parece darle miedo. Es lo que más admiro de él. En un bar en el que trabajaba de camarero se encontró con un viejo amigo del colegio. Este amigo tenía una idea descabellada, Sanji la desarrolló, y su proyecto pasó a convertirse en una empresa, una gran empresa. De modo que la pregunta que cabe plantearse ahora es muy sencilla. ¿Cuántos tipos como su cliente importante pasaron delante de ese famoso garaje donde dos jóvenes con pinta jipi trituraban componentes defectuosos, y cuántos soñarían hoy con no haber pasado de largo? Sanji ha recuperado sus acciones del Bombay Palace Hotel, le bastaría con venderlas para poder prescindir de nuestros servicios, pero no quiere hacer nada que pueda contrariar a sus tíos. Yo, si hubiera sufrido la mitad de la mitad de lo que le hicieron a él, no habría pensado en nada más que en perjudicarles. Él no; parece ser que en India el respeto a los mayores está por encima de todo. No puedo evitar pensar que ese código de honor es fruto de un grave masoquismo. Aunque, bueno, es un poco similar a mi relación con usted en todos estos años. Así es que pongamos las cartas sobre la mesa: ¿quiere entrar en este garaje o no? Si la respuesta es no, puede disponer de mi despacho desde esta misma tarde.

El señor Ward consideró a Sam con mucha atención y curiosidad. Volvió la silla hacia la cristalera, dándole la espalda.

—Tráigame ese proyecto, lo estudiaré de nuevo.

—No hace falta, para eso ya me tiene a mí.

—¿Cree en ello hasta el punto de arriesgar su carrera? Sabe que si le sale mal la jugada será su fin, y no solo en esta empresa.

—Y si me sale bien y le abro las puertas del mercado indio, ¿sabe que no me contentaré con una medalla?

Ward se volvió y miró a Sam fijamente a los ojos.

—Largo de aquí antes de que cambie de opinión.

*

Sam le contó a Sanji la prometedora conversación que había tenido con su jefe, cuidándose mucho de revelarle los detalles. Cuando alguien tan influyente como el señor Ward se decidía por un proyecto, era un paso adelante que había que celebrar.

—¿Podrías llegar puntual por una vez y vestido como es debido? —le suplicó Sam.

—Diez minutos no es lo que se dice llegar tarde.

—¡Ayer fueron dos horas!

—Ah, sí, pero ayer fue por una buena razón, tuve que dar un rodeo para llevar a una mujer a una cita muy importante.

—Ah, ¿qué pasa, que la nuestra no era importante? ¿Quién es esa mujer, la conozco?

—No. Ni yo tampoco, de hecho.

Sam lo miró pasmado.

—Confirmado: ¡estás como una cabra!

—Si la hubieras visto no dirías eso —contestó Sanji.

—¿Cómo era? —exclamó Sam.

Sanji se alejó sin contestarle.

Al pasar por el edificio donde trabajaba su tío, levantó la cabeza hacia las ventanas de la octava planta y se preguntó si su pasajera habría conseguido el papel. Ojalá, pensó, y siguió andando. En Union Square, en medio de un concierto de bocinas ensordecedor, renunció a tomar un taxi y se adentró en el metro.

Salió en Spanish Harlem. Allí no había edificios de piedra sillar, ni marquesinas en las aceras y mucho menos porteros con librea. Simples casas de ladrillo rojas y blancas compartían el espacio con grandes torres de viviendas de protección oficial. Los efluvios, los colores, las fachadas agrietadas, el asfalto agujereado, la basura que cubría las aceras y la mezcla de lenguas formaban un paisaje abigarrado mucho más parecido a las calles de su juventud.

De vuelta en el apartamento, Sanji encontró a Lali sentada en el sofá del salón, inclinada sobre una labor de bordado. Entre muecas se esforzaba por retener sus gafas, que se le resbalaban sobre la nariz, mientras Deepak ponía los cubiertos en la mesa de la cocina.

—¿Cenas con nosotros? —le preguntó a modo de saludo.

—¿Y qué tal si os invito a cenar fuera?

—Hoy no es jueves, que yo sepa —contestó Deepak.

—Qué buena idea —terció Lali—. ¿Dónde podríamos ir para variar un poco? —añadió, mirando a su marido.

—Me gustaría probar la cocina americana —sugirió Sanji.

Deepak soltó un largo suspiro y guardó los cubiertos en el aparador. Descolgó su gabardina del perchero de la entrada y esperó. Lali dejó su labor y le guiñó un ojo a su sobrino.

—Está a tres manzanas de aquí —anunció Deepak abriendo la marcha.

En el cruce, Lali se aventuró por la calzada aunque el semáforo acabara de ponerse en rojo. Deepak no la siguió, y retuvo a su sobrino agarrándolo del cuello del abrigo.

—¿Ha ido todo bien con la señorita Chloé?

—Le he conseguido un taxi, ¿por qué?

—Por nada, bueno…, me ha hecho preguntas sobre ti.

—¿Qué clase de preguntas?

—No es asunto tuyo.

—¿Cómo que no es asunto mío?

—Mi ascensor es un confesionario, estoy obligado al secreto profesional.

El semáforo se puso en verde, y Deepak siguió andando como si nada. Un poco más tarde se detuvo delante del cristal abigarrado del restaurante El Camarada.

—En este barrio la cocina local es puertorriqueña —dijo abriendo la puerta.

*

En el número 12 de la Quinta Avenida el señor Rivera colocaba su radio debajo del mostrador. Sintonizó una emisora que comentaba un partido de hockey y se enfrascó en la lectura de una novela policiaca. La noche era suya.

Hacía un buen rato que los Bronstein habían vuelto a casa.

En la séptima planta, los Williams habían pedido la cena a domicilio. Comida china para el señor, que redactaba su crónica en su despacho, italiana para la señora, que dibujaba en el suyo. De lo que el señor Rivera concluyó que su xenofobia no les impedía apreciar la cocina extranjera.

El señor y la señora Clerc veían la televisión en su saloncito. Cuando la cabina pasaba por la sexta planta, se distinguía el sonido del televisor, cuyo volumen subían cada vez que hacían el amor.

Los Hayakawa habían abandonado la ciudad los primeros días de la primavera para marcharse a su casa de Carmel, de la que no regresarían hasta el otoño.

El señor Morrison, el propietario del tercero, estaba en la ópera o en el teatro como cada noche, y como cada noche cenaría en el restaurante Bilboquet y volvería borracho como una cuba, a eso de las once.

Los Zeldoff no salían nunca más que para ir a la iglesia las tardes de misa mayor. La señora leía en voz alta un libro sobre los mormones y el señor la escuchaba, aburriéndose religiosamente.

En cuanto al señor Groomlat, hacía rato que había dejado su despacho en la primera planta. Sus respectivos horarios les impedían encontrarse, salvo la primera quincena de abril, pues el contable trabajaba hasta tarde. Su temporada alta, como le gustaba decir, pues sus clientes debían enviar su declaración de la renta antes del 15. En diciembre coincidían también, por los aguinaldos.

A las once el señor Rivera dejó su novela, convencido de haber resuelto la intriga, y ayudó al señor Morrison a entrar en su casa, lo cual no fue fácil, visto el estado en el que, una vez más, volvía ese borrachín empedernido. Tuvo que acompañarlo hasta su habitación, sostenerlo hasta la cama y quitarle los zapatos, antes de volver a su puesto detrás del mostrador.

A medianoche cerró con llave la puerta del edificio, se guardó en el bolsillo el móvil de trabajo, un hallazgo de los vecinos para poder contactar con él en cualquier momento, y subió por la escalera de servicio. Llegó sin aliento a la quinta planta, se enjugó el sudor de la frente y empujó con suavidad la puerta de servicio, que estaba entornada.

La señora Collins lo esperaba en la cocina, con una copa de burdeos en la mano.

—¿Tienes hambre? —le preguntó—. Seguro que no te ha dado tiempo a cenar.

—Me he comido un bocadillo antes de dejar la residencia, pero me vendría bien un vaso de agua —dijo besándola en la frente—. Estas escaleras acabarán con mis piernas.

La señora Collins le sirvió un gran vaso de agua, se sentó en su regazo y apoyó la cabeza en su hombro.

—Vámonos a la cama —murmuró—, se me ha hecho largo el día esperándote.

El señor Rivera se desvistió en el cuarto de baño, donde lo aguardaba un pijama nuevo, lavado y planchado, doblado sobre la repisa de mármol del lavabo. Se lo puso y se reunió en la cama con la señora Collins.

—Es precioso, pero no era necesario.

—He ido a Barney’s a curiosear, estaba segura de que te sentaría de maravilla.

—Parece hecho a medida —contestó el señor Rivera, admirando la caída del pantalón.

Se metió entre las sábanas, comprobó que la alarma del despertador estaba puesta a las cinco y apagó la lamparita de noche.

—¿Cómo está? —susurró la señora Collins.

—Estaba tranquila, casi de buen humor, los médicos han vuelto a ajustarle las dosis. Me ha confundido con el pintor que está renovando el pasillo y me ha felicitado por mi trabajo. Todavía recuerda que le gusta el azul.

—¿Y has encontrado al culpable de tu novela?

—Es la enfermera, o la doncella, o igual son cómplices, mañana lo sabré.

El señor Rivera se acurrucó junto a la señora Collins, cerró los ojos y se quedó dormido.

*

Ocurría a veces que los fantasmas de sus piernas despertaban a Chloé en plena noche. Esa madrugada no era el dolor lo que la mantenía despierta. Sentada en la cama, ensayaba su texto. Se aplicaba incluso en hacer los gestos y la mímica que cuadraban con las intenciones de los personajes en las partes dialogadas de la novela.

Volvió al principio del capítulo y puso voz grave para interpretar la de Anton. En el libro, el joven palafrenero pronto buscaría impresionar a la joven a la que cortejaba. Chloé infló el pecho como un gallo. Y cuando la joven montó en su caballo y se alejó al galope, Chloé cerró el libro y lo dejó sobre la cama. Apartó las sábanas, se sentó en su silla y se acercó a la ventana. Observó la calle, bañada en la luz rosa del alba. Un hombre paseaba al perro, una mujer pasó por su lado y siguió andando deprisa. Una pareja vestida de fiesta se apeó de un taxi…

Chloé suspiró y corrió las cortinas. Su mirada se detuvo sobre el libro. Era una actriz invisible que se esforzaba por seguir su carrera de otra manera.

Fue a la cocina a hacerse un té.

El agua empezaba a hervir cuando se oyó un estruendo seguido de un grito terrible en la escalera de servicio. El cerrojo estaba demasiado alto para que pudiera alcanzarlo. Chloé trató de auparse haciendo fuerza con un brazo. Al no conseguirlo, apoyó la mejilla en la puerta y escuchó… Hubo un gemido, y después silencio.

Retrocedió, dio media vuelta con la silla, apagó el gas, recorrió el pasillo y fue a llamar a la puerta del dormitorio de su padre. Saltando de la cama, el señor Bronstein apareció delante de su hija, con el cabello revuelto.

—¿Qué te pasa? —preguntó preocupado.

—¡Sígueme, date prisa!

Lo llevó a la cocina y le explicó que había oído a alguien caer por el hueco de la escalera.

El señor Bronstein bajó corriendo. Cuatro plantas más abajo, le gritó a su hija que llamara a una ambulancia.

—¡¿Qué ocurre?! —gritó, rabiosa de no poder descubrirlo ella misma.

—No pierdas tiempo, yo bajo a abrirles.

Chloé se precipitó a su habitación, cogió el móvil y marcó el número de urgencias. Después volvió a su puesto de vigilancia y descorrió del todo las cortinas.

Su padre esperaba en la acera. Se oyó el sonido estridente de una sirena, y una ambulancia aparcó delante del edificio. De ella salieron dos hombres que entraron en la casa por la puerta de servicio, seguidos del señor Bronstein.

Chloé fue cuatro veces de la cocina a su dormitorio.

Los paramédicos volvieron a salir y cargaron en la trasera del vehículo una camilla sobre la que yacía un hombre con el rostro cubierto por una mascarilla de oxígeno.

Chloé esperó a su padre en la puerta del apartamento. Apareció al fondo del pasillo.

—No se puede usar el ascensor —dijo sin aliento—. El señor Rivera está muy mal.

*

Una chica como ella

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