Читать книгу Más allá de las caracolas - Marga Serrano - Страница 10
ОглавлениеEl amanecer y el anochecer son mis momentos preferidos para perderme por estos grandiosos y casi desiertos parajes. Estos paseos me ayudan a desconectar del mundo cercano y conectar con otras sensaciones más espirituales, más íntimas o más emocionales mientras me dejo llevar por los sonidos del mar, el susurro del viento, el graznido de las gaviotas y, a veces, por los recuerdos, esa memoria del corazón que es como una segunda piel, en ocasiones abrasada por el sol de la vida. Me acompañan mis dos perros, Tao y Greta, un lhasa y una shih tzu, que corretean libres y alegres, y junto a ellos me lleno de la paz y la serenidad que me transmite todo este entorno.
Conocí este lugar con unas amigas en unas extrañas vacaciones en las que casi nada salió como habíamos programado. Desde fallos con la agencia de viajes y descoordinación con los guías hasta un pequeño seísmo que, aunque no fue grave, hacía temer nuevas réplicas, por lo que nos aconsejaron cambiar el itinerario, dejar de lado la visita prevista a una ciudad del centro del país y decantarnos por otra zona mucho más al sur, donde nos habían informado de la existencia de unas ruinas antiquísimas y dos parques naturales que merecían una visita. Como remate de aquel pequeño caos viajero, por una avería en el coche que habíamos alquilado tuvimos que quedarnos tres días en una pequeña aldea mientras nos traían la pieza rota de un pueblo más grande y el mecánico de la gasolinera, el único en setenta kilómetros, reparaba el auto.
Aprovechamos aquellos días para recorrer aquel espacio escondido entre ásperos acantilados y una floresta indómita. Y así descubrimos aquellos maravillosos rincones. Y me sedujo. Me enamoré del mar, de la luz, del bosque que rodeaba la pequeñísima aldea, de aquella diminuta ensenada que invitaba al baño, a la que se llegaba a través de una escarpada ladera; de las distintas tonalidades del azul de sus aguas y de las caracolas traídas por las olas y esparcidas por la arena. Nunca había visto tantas. Siempre me había gustado pasear por la orilla de los mares que había conocido mientras miraba primero, y empecé a buscar y coleccionar después, distintos tipos de conchas y hasta pequeñas piedras pulidas por el agua que me llamaban la atención. Más tarde, en casa, llenaba con ellas bandejas, tarros de cristal y todo lo que se me ocurría. Era una forma de tener el mar cerca. Siempre me ha encantado y cautivado el mar, aunque en realidad viviese a muchos kilómetros de distancia. Pero en aquellos mares no solía haber caracolas en las playas, aunque en las del sur de mi país descubrí unas diminutas que me parecían preciosas. Me fascinan las caracolas. Siempre me han parecido misteriosas, tan misteriosamente arcanas como una llamada de lo desconocido, de la aventura del conocimiento… Tan misteriosas e incomprensiblemente mágicas como el amor. Como las espirales grabadas en cuevas y rocas prehistóricas, un símbolo que la naturaleza nos regala en multitud de formas y que intenta transmitirnos algún secreto relacionado con el origen de la vida, pero que nunca hemos sabido interpretar del todo. Por eso, cuando vi tantas, aunque ninguna de las más grandes, de esas que venden en algunos establecimientos turísticos, se removieron mi curiosidad infantil y mi fascinación adulta.
Entre los recuerdos de mi niñez hay uno muy nítido: la alcoba de mis abuelos maternos, una habitación que comunicaba con el dormitorio, y en ella una gran cómoda con varios cajones. La parte superior, cubierta con un fino tapete de encaje blanco, estaba llena de fotografías familiares y, en los dos extremos, sendas caracolas gigantes que mi abuela tenía como oro en paño. Desconocía su origen, pues por aquellas tierras no había mar, aunque había oído contar a mi madre que mis abuelos vivieron una temporada en Galicia, por lo que es posible que alguien se las regalase o las hubiesen comprado allí.
Siempre que entraba en aquel aposento, mis ojos infantiles se quedaban hipnotizados con aquellas preciosas y enormes caracolas. No alcanzaba a cogerlas y, aunque hubiese alcanzado, tampoco me lo habrían permitido. Pero de vez en cuando, tanto mi abuela como mi madre me las acercaban al oído para que oyese, según ellas, el ruido del mar, el ruido de las olas al chocar con las rocas o los sonidos que producían los delfines y las sirenas al intentar comunicarse con los seres humanos. Ni que decir tiene que mi curiosidad e imaginación infantil me hacían oír con fascinación todos esos sonidos, intentando entender el lenguaje de esas sirenas que, anteriormente, había visto dibujadas en un libro que mi abuela me dejaba hojear, también de vez en cuando. Supongo que de ahí me viene mi atracción por las caracolas y el irreprimible deseo de llevármelas al oído en cuanto veo alguna.
Aquel pueblecito semicostero era pequeño, muy pequeño, apenas unas veinte casas. Algunas de ellas eran de adobe, aunque había otras construidas con una mezcla de piedras, barro y madera. Era todo, incluidos sus habitantes, muy sencillo y pobre, si por pobre entendemos que había un cafetín donde tenían el único televisor que existía y donde solo había un teléfono, el de la gasolinera. La gasolinera estaba a unos diez kilómetros, en la estrecha y sinuosa carretera que llevaba a dos parques naturales situados tras las dos grandes montañas que dominaban el este de la zona. Si por pobre entendemos que había solamente una pequeña camioneta, dos furgonetas y tres lavadoras que utilizaban todas las familias, y que no se veía ningún objeto más o menos lujoso. Todo era antiguo, pero no inservible, pues eran los reyes del reciclaje y del aprovechamiento de cualquier utensilio. El aspecto de la aldea no podía ser más alegre, ya que las viviendas estaban conservadas perfectamente y pintadas de colores diversos, como una representación del arco iris. Todas las casas eran independientes y todas ellas tenían un pequeño jardín delantero, sin vallas, y un huerto detrás de la vivienda.
Eran pobres en artículos de lujo, pero eran ricos en todo lo que es realmente importante en la vida. Su trabajo en los huertos, o la pesca en el mar, y los animales como gallinas, ovejas, cabras y algunas vacas les proporcionaban todo lo necesario para alimentarse, y si había excedentes se vendían o intercambiaban en el mercado que cada domingo se celebraba en el pueblo más cercano, situado a unos setenta kilómetros, que casi parecían doscientos por aquella tortuosa y peligrosa carretera, y muchísimo más grande que aquella diminuta y perdida aldea. No entiendo cómo los turistas pueden pasar de largo por este enclave, cuyos alrededores son, al menos para mí, un verdadero paraíso. Quizás es un lugar para viajeros y no para turistas, aunque la aldea, en realidad, no se ve desde la carretera. Pero me alegro de ello, es mejor así, aunque no sé si dentro de unos cuantos años el auge del turismo y los especuladores que surgen con esas nuevas tendencias sociales terminarán con la magia de este precioso lugar.
Sus habitantes son muy trabajadores y sociables, quizás por su sistema de vida. Son una pequeña comunidad en la que todo lo importante que les atañe se resuelve en asamblea. Quizás de ahí, de esa necesidad de hablar y comunicarse, es posible que hayan heredado esa sociabilidad que ofrecen al viajero o extraño que les visita. Están anclados en un tiempo que se ha parado, o que han parado ellos, porque recelan de lo que llamamos civilización. No quieren que aquel pequeño paraíso se llene de casas de segunda residencia o de hoteles que, a su vez, se llenarán de gente que empezará a tener otras necesidades y, como en una espiral de modernización, acabe fagocitando el sortilegio de aquel territorio. Y yo deseo que continúe así, aunque temo que dentro de dos o tres décadas la situación pueda cambiar.
Pero, de momento, todo está como lo conocí y como me enamoró hace seis años, cuando, por una concatenación de circunstancias, tuvimos que pasar aquí tres días. No sé si fue el destino o simplemente el azar, que tampoco sé muy bien cómo funciona. Lo único que sé es que aquellos tres días cambiaron por completo mi vida, porque me hicieron dar un salto en el vacío sin pensar siquiera en un paracaídas.
No tengo familia directa. Nunca tuve el deseo ni la intención de casarme y mis relaciones de pareja no habían sido tan fuertes como para planteármelo. Mis padres y mis dos hermanos fallecieron hace algún tiempo y ni siquiera tengo sobrinos, por lo que mis vínculos más afectivos con la tierra en la que residía, aunque eran importantes, no tenían la suficiente entidad como para anclarme en aquel espacio geográfico. No tenía a nadie, excepto primos y amigos, a quienes, por supuesto, quiero y recuerdo, pero siempre había sentido en mi interior una llamada hacia lo desconocido, hacia otros lugares, que nunca había podido atender por las distintas circunstancias que me acompañaron durante toda mi vida. Pero en aquel momento, hace poco más de cinco años, sentí que ningún motivo especial me retenía allí y fui plenamente consciente de que era totalmente libre para volar si me apetecía hacerlo. Cuando digo «totalmente libre», me refiero a las obligaciones cotidianas del trabajo que tienes que llevar a cabo para poder tener un techo, un armario con ropa y una mesa con algo para comer. Sobrevivir a cambio de tu libertad, la física; porque la otra, la de las ideas, la de los sueños, tu libertad de pensar, esa es tuya siempre. No pueden robártela por mucho que lo intenten. Que lo intentan, ya lo creo que lo intentan, pero conmigo nunca lo lograron, porque mis sueños me convirtieron en una especie de superviviente en la maraña de la vida. Pero sí, físicamente, aunque ya en la cuarta etapa de mi existencia, me sentí libre.
Por eso, cuando aquella aldea, sus gentes y su poderoso entorno me tocaron el alma no pude resistirme y no lo pensé ni siquiera dos veces. Al regresar de aquel viaje vendí mi casa, los muebles y todo lo vendible, regalé otras cosas como libros y discos a mis amigos y, sin hacer caso de las muchas voces que intentaron disuadirme de lo que casi todos ellos consideraban una auténtica locura, llené dos maletas con ropa, calzado, utensilios de aseo, la cámara de fotos y el ordenador portátil y compré un billete de avión. Tenía 64 años y acababa de prejubilarme hacía justo un año, por lo que con el importe recibido por mi casa y mi pensión podía permitirme aquella aventura de volar a un país extraño para llegar a un pequeño punto de su geografía que sentí mío nada más conocerlo. Me sentía con fuerzas y salud para acometer aquella empresa.
Así que de pronto me convertí en una emigrante, pero, dada mi situación económica holgada, podría clasificarme como emigrante no de lujo, pero sí sin problemas. Muy distinta de todos esos seres humanos que se ven obligados a dejar su país por las escasas o nulas oportunidades para trabajar o por la pobreza o miseria a la que se ven abocados a consecuencia de los comportamientos canallescos y corruptos de los dirigentes de sus gobiernos, o a consecuencia de las guerras promovidas por la ambición, la avaricia y la insensibilidad de otros países, más los intereses cruzados de los beneficios de la industria armamentística y las empresas que reconstruyen lo que sus gobiernos han arrasado. Una rueda de violencia programada que va dejando por el camino millones de víctimas ante la desidia o el silencio cómplice del resto del mundo y, sobre todo, ante la inutilidad de la ONU, donde el veto de las grandes potencias impide cualquier acción para frenar los genocidios atroces que suponen estas malvadas y criminales políticas. Lo llaman «daños colaterales», que, por supuesto, nunca alcanzan a las élites o a los responsables de la violencia, las guerras y la destrucción de la vida.
Sin embargo, a pesar de mi situación, sé que puede parecer una locura abandonar mi país, mi ciudad, mi familia y mis amigos para irme a vivir sola a un lugar al otro lado del océano, pero lo que sentía en mi interior era tan fuerte que, como ya he dicho, no lo pensé dos veces. Había conocido multitud de lugares preciosos para vivir, pero ninguno de ellos me había producido un deseo tan vehemente como para decidirme a trasladar mi hogar, sin saber si iba en busca de una utopía o a toparme con una distopía que destrozara mi vida. Pero ese deseo surgió allí, en otro continente desconocido para mí, en una aldea perdida entre el océano y las montañas. Había algo, un encanto, una energía especial que emanaba de aquel entorno y de sus gentes, que me llamaba, y supe que, de alguna forma, yo pertenecía a aquel lugar. Pensé también en la manera tan extraña de descubrir la aldea, como si el destino me hubiese guiado hasta ella.
Cuando tomamos una decisión o nos ocurre algo, la experiencia me ha enseñado que no hay que analizarlo en el momento en que sucede porque es muy posible que nos equivoquemos al valorarlo. Podemos creer que lo que acaba de ocurrirnos es malo o bueno desde la percepción de nuestro presente, pero ignoramos las consecuencias que ese suceso puede tener en el futuro, tornando lo que puede parecer positivo en negativo o lo negativo en positivo con el paso del tiempo. Desconocemos realmente la derivación o el desenlace que el leve aleteo de una mariposa o la caída de una ficha de dominó en el presente puede tener en nuestra vida futura.
Supongo que habrán oído hablar del «efecto mariposa», un planteamiento complejo, basado en la teoría del caos, que viene a decir que cualquier pequeño cambio, cambios minúsculos, mínimas variaciones en las condiciones iniciales de un determinado sistema pueden generar un cambio mucho más grande con resultados totalmente divergentes. En definitiva, que el mundo de la naturaleza es tan interdependiente que todo está interconectado e interrelacionado. Por tanto, cada persona, cada ser vivo, no es más que un eslabón de la inmensa corriente de energía que compone la cadena de la vida, y todo lo que hacemos, por nimio que nos parezca, tiene consecuencias. Por ello se utiliza esta metáfora: «Si una mariposa en Hong Kong bate sus alas, puede provocar una tempestad en Nueva York».
Así que yo, al batir mis alas y mover mi ficha, sé que generé cambios importantes en mi vida, que se han ido produciendo a lo largo de estos cinco años y que continúan plasmándose en mi vida física y en mi vida espiritual. Solo confío en que, al final, este proceso no desemboque en un caos mayor que el que he tenido que superar.
Recuerdo que sentí excitación, pero nunca sentí miedo. Tomé una decisión más intuitiva que razonada, pero hoy, varios años después, no solo no me arrepiento, sino que bendigo el momento en el que encontré este lugar, porque me ha descubierto y me ha hecho sentir una parte importante del misterio, el sortilegio y la magia que pueden experimentarse en esta vida.
Mi nerviosismo iba en aumento a medida que me iba acercando a mi destino. Tras el vuelo que me dejó en la capital del país, tomé otro vuelo hasta otra ciudad más pequeña, y desde allí, tras casi tres días de viaje, un autobús, el segundo, me dejó en la gasolinera de la carretera. Nadie más se apeó. Hablé con el mecánico, que, afortunadamente, aún me recordaba, y me llevó en su camioneta a la misma casa donde nos habíamos hospedado. Cuando les dije que quería vivir allí, en aquel pueblo, Víctor y María, los dueños de la casa, me miraron, a pesar de su sociabilidad, mitad extrañados, mitad recelosos. Pero cuando les convencí de que hablaba en serio me ayudaron en todo. Compré una especie de chamizo medio derruido en un extremo de la aldea y, por un precio bueno para la colectividad y asequible para mi economía por el cambio de la moneda, realizaron las obras necesarias para convertirlo en mi hogar. Una pequeña cocina, un aseo con ducha, un dormitorio y un salón con una pequeña chimenea, muy útil en algunas noches del otoño y en el invierno. ¿Quién necesita más?
No tardé mucho en hacerme con los vecinos a medida que los iba conociendo y que ellos fueran aceptando mi presencia. Mientras hacían las obras de mi hogar, me alojé en casa de María y Víctor, a los que considero como mis padrinos en mi nueva vida. Durante los seis meses que duraron los arreglos fuimos trabando una buena amistad. Les tengo un cariño muy especial. Ya en mi nueva vivienda, al principio compraba a la comunidad los alimentos que necesitaba, aunque no tardé demasiado en tener mis propias gallinas y mi propio huerto, tras aprender de ellos lo necesario para cuidarlo. También me han enseñado otras muchas cosas, como hacer jabón, quesos, mermeladas, el conocimiento de algunas hierbas «curalotodo» de la zona y, sobre todo, reciclar, no tirar nada. La imaginación consigue que aquí todo sea reutilizable.
Cuando me fui integrando, empecé a asistir a las asambleas y me emocioné al vivir la democracia en su estado más real y más puro. Aquí nadie es más que nadie y la solidaridad y la ayuda a quien lo necesite son totales en toda la aldea. Si tuviera que definir su forma de vida, se acercaría mucho a la teoría de un comunismo perfecto y a la autogestión. Cada familia es dueña de su vivienda, sus enseres, sus animales y su huerto, pero todo lo que sacan con la venta en el mercado de sus excedentes, así como de sus trabajos de cestería y madera (pequeños muebles y objetos hechos a mano), hermosos tejidos de lana y tres variedades de riquísimos quesos y otros productos que elaboran, va a parar a una hucha común que sirve para cubrir cualquier necesidad, tanto comunitaria como individual. Las puertas de las casas nunca se cierran, es más, ninguna puerta tiene una cerradura con llave, sino un simple pestillo, algunas ni eso, y los tres vehículos que hay en el pueblo siempre tienen las llaves puestas por si hay alguna urgencia y alguien los necesita. Creo que estas sanas costumbres solamente pueden darse en comunidades tan pequeñas y tan aisladas como esta aldea.
El primer año se me pasó en un soplo. Entre las obras y los arreglos de mi hogar, comenzar mi huerto, hacerme con una docena de gallinas e irme familiarizando con sus costumbres y los giros o mezclas lingüísticas entre el castellano y su idioma, cuando me di cuenta estaba celebrando en el bar mi primer aniversario. Mi vida era muy sencilla: los quehaceres del día a día, pasear con Tao y Greta y leer; me traen los libros de la biblioteca del pueblo del mercado y a veces me acerco yo a por ellos. Cuatro mujeres de mediana edad se turnan en las labores de enseñar a los doce niños pequeños que hay en el pueblo. Paso bastantes ratos con ellas en la escuela, que no es otra cosa que un salón anexo al bar. Me sorprendió que todos los habitantes de la aldea supiesen leer y escribir. Pero además de leer y escribir e instruirles sobre las matemáticas más básicas y algo de geografía, literatura e historia, les enseñan lo más importante: cómo sobrevivir, cómo vivir sin depender de nadie de fuera en aquella dura tierra que han conseguido someter, generación tras generación, hasta lograr que el entorno se haya convertido en un aliado fiel que les permite vivir y alimentarse sin problemas.
Otras veces suelo tomarme un café en el bar y charlar con quien esté allí en ese momento. El cafetín es como la sala de estar y una especie de ayuntamiento o casa comunitaria de la aldea, así como la escuela y el lugar de las asambleas. Si hay servicios comunes, todos se llevan a cabo en las dependencias anexas al bar. Desde la instalación de las tres lavadoras hasta una cocina con dos grandes hornos, dos ordenadores, sobre todo para los más jóvenes, con un escáner y una impresora, y una pequeña biblioteca que me he encargado de ir aumentando, así como un pequeño almacén donde cada familia deposita sus excedentes y toma otros productos que ellos no hayan generado.
También hago fotografías, que empecé exponiendo en las paredes del salón colectivo para que se las llevasen si les gustaban. Después alguien pensó en enmarcarlas y tratar de venderlas también en el mercado. Y dicho y hecho. Al principio no fue muy bien, pero después de unos dos meses se vendían todas, cuyo importe iba a parar también a la caja común. Y hace un año también he empezado a escribir. Esto último ha sido una necesidad imperiosa, porque necesito comunicar y afianzar aún más lo que he sentido desde que llegué aquí. Necesito compartir el universo mágico y el amor que he descubierto en este lugar y que al principio hasta me hizo dudar de mi propia cordura. Pero ahora sé que la locura no ha invadido mi mente y que lo que he visto y he vivido es real, tan real como este minúsculo punto en el mapa, cuyo nombre no he dicho ni diré nunca, quizás para que el turismo de masas no llegue hasta aquí y con él la especulación capaz de arrasar cualquier enclave y finiquitar una forma de vida sin el más mínimo pudor; quizás por el respeto que profeso a su naturaleza y a sus misteriosas gentes; o quizás porque me he convertido en una guardiana más de sus secretos.
Sin embargo, sí que siento la necesidad de transmitir lo que he experimentado en estos cinco años, lo que he sentido al descubrir, poco a poco, otro mundo casi siempre invisible e inaccesible para el ser humano, pero que siempre, en mi interior, intuía que estaba ahí, rodeándome. Se puede sentir la vida, pero no la magia que transita por ella. Pero quien llega a sentir la energía de su hechizo, aunque sea una sola vez, nunca más volverá a ser la misma persona, ni volverá a sentir esa soledad que de vez en cuando nos invade, por muy acompañados o rodeados de gente que estemos.
Fue un proceso lento, turbulento e inquietante, porque poco a poco fui equilibrando mi inteligencia emocional y racional, removiendo muchas de mis creencias; porque fue como un proceso de iniciación que me preparó para mi contacto con otra dimensión de la realidad que, generalmente, no sabemos o no podemos ver.