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SALIR DE LA HIBERNACIÓN


En cuanto a mis sentimientos, no quise ni escudriñarlos. Me había sorprendido que alguien hubiese despertado mi curiosidad hasta el punto de hacerme pensar de nuevo en el amor. Habían pasado algunos años desde mi última experiencia amorosa, que, para colmo, no había terminado muy bien, lo que, unido a la edad que me iba llegando sin haberla llamado, me hizo retirarme del mercado y dar por finiquitados mis escarceos y coqueteos seductores. Cerré aquella etapa de mi vida y me dediqué a confraternizar más con mis amigos, ir a conciertos, al cine, leer y trabajar. Una vez atendidos estos quehaceres, no me quedaba tiempo para mucho más.

En esos últimos años había conocido bastante gente nueva, pues seguía teniendo una vida social muy activa, pero nunca conocí a nadie que volviese a hacerme sentir aquella chispa mágica y primaveral que nos hace salir de la hibernación en la que de vez en cuando todas las personas entramos. Por eso, andaba yo tan tranquilamente por la vida, sin pensar ya en esas zarandajas, y de pronto, cuando menos lo esperaba, en una aldea de cincuenta personas al otro lado del globo me tropiezo con un rostro, con unos ojos, con una mirada que me conturba, que desarma mi sentido común y que convierte mi mente en un caos del que no sé muy bien cómo voy a salir. Pero no les voy a engañar, en el fondo me hacía sentir la vida con más fuerza que nunca. Siempre había oído decir que el amor no tiene edad, ni color, ni conoce barreras, pero mi edad y, sobre todo, la diferencia con la de ella sí que suponían para mí una barrera, una muralla psicológica, pero muralla al fin y al cabo. Y aunque me hacía ser más consciente de la vida y me había sacado de mi letargo amatorio, me resistía. Me resistía hasta el punto de pensar que empezaba a estar un poco senil, que aquello no era posible, y empecé también a sentir que aquellos sentimientos rozaban el ridículo. Así que, como ya he dicho, opté por no darle más vueltas. «¿Quién sabe?», me dije. «A lo mejor es un calentón repentino y se me pasa sin más».

Estaba ordenando un poco la cocina, después de haber desayunado, cuando oí que llamaban a la puerta y tanto Tao como Greta no paraban de dar saltos y ladridos. Abrí, secándome las manos con un paño de cocina, y allí estaba ella.

—Buenos días —dijo mientras acariciaba a mis perros.

—Buenos días —respondí sonriendo e, intentando aparentar tranquilidad, me aparté de la puerta invitándola a entrar.

—Hace una semana que no te dejas ver. ¿Otra vez te escondes?

«¡Vaya!», pensé, viendo cómo se diluía mi tranquilidad. «No te andes por las ramas, tú directa».

No le respondí. La invité a sentarse, preparé una infusión de hierbas, las mías tranquilizantes, y me senté frente a ella. Estaba jugando con Greta, y Tao se le había subido encima. Tomó el cacillo con la infusión y me miró un poco seria.

—No pretendo inmiscuirme en tu vida, pero no he vuelto a verte desde que tuviste tu experiencia y solo quiero saber si estás bien. Quizás quieras hablar de ello, cualquier cosa menos esconderte. Sabes, en el fondo de tu corazón lo sabes, que no debes temer nada. Estoy aquí para ayudarte, para que tu camino sea más fácil. —Hizo una pausa y continuó—: Pero si no quieres mi ayuda, si no quieres continuar lo que has comenzado, dímelo y desapareceré. No volveré a molestarte.

Consiguió asombrarme y, a la vez, desarmarme de nuevo. No sabía a qué se refería con lo del camino, aunque en el fondo lo intuía. Entonces, sin pensarlo, me levanté, me senté junto a ella y le conté todo lo que había sentido (sobre la experiencia, se entiende), todas las preguntas que me había hecho y las conclusiones a las que había llegado, sin obviar el intento fallido de la noche anterior con el fuego. Esto último la hizo reír mientras me miraba con expresión divertida.

—No es tan fácil. La verdad es que es bastante difícil conseguirlo. Lleva mucho tiempo y hay que practicar mucho.

—Entonces —respondí con extrañeza— ¿por qué lo conseguí el otro día si era la primera vez que lo intentaba?

—Porque estabas conmigo. Mi energía mental potenció la tuya y te ayudó a experimentarlo.

—¡Caray! ¿Qué quieres decir con eso? —pregunté un poco mosca y, tengo que reconocerlo, poniéndome en guardia, pues aquello ya no me gustaba nada.

—Tranquila, no temas. No he violado tu mente ni tu consciencia. Nadie puede hacer eso si tú no quieres. Nadie puede forzar tu voluntad, incluso aunque te hipnoticen, si tú no quieres. Solamente en algunos casos determinados, si se tiene miedo… El miedo es lo único que podría abrir la puerta de tu mente a influencias o invasiones externas.

—Entonces ¿qué has querido decir antes?

—El otro día quise mostrarte el poder y la fuerza de los pensamientos. Quise que comprobaras que la mente, con un aprendizaje y preparación, siempre que haya disposición y deseo para ello, puede llegar a dominar la energía mental humana, modificándola y transformándola en cualquier otro tipo de energía presente en la naturaleza. Ello nos permite entrar en contacto directo, de una forma similar a la ósmosis o simbiosis, con todo lo que existe. Porque todo lo que existe, ya sea materia, conciencia, pensamientos, sentimientos o sueños, en el fondo no es más que pura energía, manifestándose de diferentes formas. Solo hay que saber conectar con ella. Y eso fue lo que tú lograste el otro día. Conectaste con el agua y sentiste su poder, porque en aquel momento tú frecuencia energética era la misma que la del agua.

—¿Y haces eso con todas las personas que conoces? ¿Toda la gente del pueblo sabe también llegar a ese punto?

—No, no toda la gente del pueblo domina esa técnica. En realidad, la dominan muy poquitos. No todo el mundo está capacitado o ha llegado al nivel mental y espiritual necesario para lograrlo.

—Sí, pero no me has respondido. ¿Haces eso con todas las personas que conoces?

Antes de que llegase su esperada respuesta sentí de nuevo la mirada profunda de sus ojos, pero esta vez no conseguí apartar los míos, aunque la verdad es que tampoco lo intenté mucho. Sencillamente, la miré y me dejé llevar por una catarata de sentimientos que sentía precipitarse desde mi cerebro hasta eso que llamamos «corazón» para después inundar cada una de mis células, lo que se tradujo en una paralización absoluta de mis pensamientos. No podía pensar, era incapaz de pensar en nada… Solo sentí que mis ojos habían entrado en los suyos, buscando con ansiedad el camino de su corazón. Necesitaba saber quién era realmente aquella mujer, lo que sentía en su interior, pero en un momento fuertemente intuitivo me di cuenta de que era yo, únicamente yo, quien me había vuelto a desnudar por dentro, ofreciéndome totalmente a ella a través de nuestras miradas. Me invadió una sensación de mareo y de repente, para terminarlo de arreglar, sentí que tomaba mis manos y elevando una de las suyas acarició mi rostro. En ese momento su cálida voz me trajo a la realidad.

—Yo puedo responderte, pero ¿estás tú en disposición de querer oír realmente mi respuesta?

Sus manos regresaron a la pose inicial, encima de sus piernas, y su mirada interrogante, por encima de una sonrisa que volvió a parecerme un pelín burlona, quedó esperando mi reacción. La inseguridad volvió a adueñarse de mí y con ella empecé a sentir cierta irritación al darme cuenta no de la dominación que ejercía sobre mí, sino de la sumisión emocional que yo sentía ante ella. Siempre había sido una persona bastante segura y nunca me había sentido así ante nadie, ni siquiera en la fase más tontorrona del enamoramiento. Sabía que aquello era algo más profundo, que escapaba de mi control, y en un recurso instintivo de protección psicológica me levanté del sofá, me senté en el sillón que había al lado y respondí con bastante acritud, no exenta de cierta dosis grosera.

—El otro día, cuando hiciste tu experimento conmigo, no recuerdo que tuvieses la delicadeza de preguntarme si estaba en disposición de querer hacerlo.

Nada más soltar mi frase lamenté el tono con el que la había pronunciado. No fue el qué, sino el cómo. No obstante, la misma inseguridad que me invadía se convirtió en una leve arrogancia, que me hizo mirarla desafiante esperando su contestación.

Tras un silencio que me aplastó como una losa, acarició a Tao, quien de un salto había vuelto a enroscarse junto a ella, y me miró muy seria.

—Tienes razón, quizás debería haberte pedido permiso o haberte contado lo que iba a hacer. No lo hice porque estaba segura de que podías lograrlo, aunque jugué con el elemento sorpresa para que la experiencia te impactase más. Sabía que con ello te impulsaría a buscar respuestas, como así lo has hecho, pero también creí que habíamos conseguido establecer fluidez y confianza en nuestra comunicación. Obviamente, creo que me equivoqué en esto último. Te pido disculpas por mi torpeza y te prometo que no volveré a molestarte.

Ya desde la puerta, se volvió para despedirse:

—Que tengas un buen día. Si necesitas algo y puedo ayudarte, ya sabes dónde puedes encontrarme, aunque será mejor que no me busques hasta que hayas aclarado todos tus conflictos internos… Ya sabes a qué me refiero.

No pude moverme del sillón. El ruido de la puerta al cerrarse anuló mi falsa altivez y maldije mi gran estulticia. Había tolerado que mi propia agitación e incertidumbre interna se hubiesen revelado en una tensión erótica y emocional que, al ser incapaz de domeñar y manejar, se había convertido en una alteración nerviosa que, en un arrebato pueril y torpe, había transformado en una respuesta altanera y tosca que no tenía nada que ver con lo que verdaderamente sentía en mi corazón.

Pero no podía volver atrás. Lamentablemente, las palabras no pueden recogerse y tenía que asumir mi metedura de pata. Anduve todo el día de acá para allá, de muy mal humor y sin conseguir centrarme en nada de lo que hacía. Aquella tarde ni salí a pasear ni me pasé por el bar al anochecer. No salí de casa. Pasé la tarde frente a la ventana, contemplando los árboles que, frente a la casa, se iban espesando hacia la izquierda, subiendo un suave repecho, para convertirse al final de este en un tupido bosque. Un poco más hacia la derecha podía ver el principio de la ladera que desembocaba en la pequeña cala y parte de los acantilados y, más allá, el horizonte, que se confundía con el azul del océano. El hermoso paisaje conseguía hipnotizarme durante algún tiempo, pero el desbarajuste de mis pensamientos me arrancaba finalmente de mi abstracción.

Aquella noche ni siquiera encendí la chimenea. Me arrellané en el sofá, me tapé con una manta y, sintiéndome idiota por enésima vez, rememoré su frase de despedida desde la puerta. ¿Mis conflictos internos? ¿Que yo sabía a qué se refería? Claro que era consciente de mis conflictos internos, los verdaderos, que eran los sentimientos que ella me producía, porque sobre la fuerte experiencia con el océano más o menos había llegado a una explicación que, de momento, me servía para entenderla. Pero ¿a qué conflictos se refería ella? Si yo acababa de revelarle todas mis especulaciones sobre la prueba en la que me había guiado y coincidía bastante con lo que ella me dijo después, era evidente que ahí no había conflicto. ¡Dios, qué mujer! De nuevo tuve la seguridad de que ella conocía perfectamente la pasión que había despertado en mí, así como la confusión de mis pensamientos, que, lógicamente, únicamente yo podía aclarar. Me sentí en ese momento como si fuese de cristal y evoqué nuestro primer encuentro, cuando tuve la sensación de que su mirada llegaba hasta los más recónditos rincones de mi alma.

Sin embargo, si se había percatado de lo que yo sentía, ¿qué pretendía? ¿Estaba jugando conmigo? Repasé nuestros escasos pero intensos encuentros. En algunos momentos había tenido la sensación de que ella también sentía algo especial por mí. En otros había notado cierta ternura en sus gestos. Ya no sabía qué pensar y mi estómago me envío el mensaje de que no había probado bocado desde el desayuno.

Me levanté y me preparé unas tostadas con queso que engullí sin muchas ganas. A continuación me acurruqué de nuevo en el sofá mientras Tao y Greta dormían plácidamente encima de sus camitas, dos cestas de paja con dos grandes cojines, cerca de la chimenea. De repente me invadió una tristeza enorme y mi «conflicto interno», que no era más que el miedo que me producía enfrentarme a mis sentimientos, salió como un torrente de mis ojos. No sé cuánto tiempo estuve llorando, pero creo que en aquel momento, igual que Fausto, hubiese entregado mi alma a Mefistófeles por tener veinte o treinta años menos. En mi enajenación, pensaba que tener cincuenta o cuarenta años, en lugar de los 65 que tenía, era lo que necesitaba para terminar con aquella lucha que me quemaba por dentro.

En aquel momento vinieron a mi mente las personas a las que había amado en alguna etapa de mi vida. Las recordé una a una. Lo que habían significado para mí, los momentos de amor, los sueños y las vivencias compartidas, pero, sobre todo, los finales. Todos aquellos sentimientos, tan fuertes al comienzo, se habían ido debilitando con el tiempo hasta volatilizarse completamente con todas y cada una de las personas con las que había compartido una parte de mi viaje por la vida. Con algunas quedó cierto sentimiento de amistad; con otras, indiferencia; y con la última, la última persona con la que estuve, la historia terminó de una manera tan absurda e incomprensible por su parte que me partió el corazón. Tardé un tiempo en reponerme del golpe, no solo por su desamor, pues eso es comprensible, sino por sus mentiras y su falta de sensibilidad, lo que me hirió profundamente. Cuando el amor se acaba, si ha habido sinceridad, aunque duela, se asume y se sigue adelante. Pero cuando solo hay mentiras y utilización de la persona, sin importar si se le hace daño, es más difícil olvidar y volver a partir de cero.

También pasaron por mi vida, como supongo que por las de todos ustedes, personas que me amaron y a las que no amé y personas a las que amé y no me amaron. Quizás a veces estuve donde jamás debería haber estado y a veces hice cosas que jamás debería haber hecho, pero jamás mentí, engañé ni utilicé a nadie. Por eso me dolió tanto mi último desengaño y me prometí solemnemente que jamás volvería a exponerme a que me hiciesen daño. La única forma de evitar ese peligro, como es natural, era cerrarme a cualquier indicio de atracción, que era tanto como cerrarme a una parte de la vida. Pero lo hice. Como ya he relatado, me centré en mi trabajo y en divertirme con mis amistades y levanté una barrera emocional que me volvió insensible a cualquier atisbo de escarceo o coqueteo amoroso. A mi manera, conseguí ser feliz o, al menos, alcanzar la paz y la serenidad interior. Si a esta actitud añadimos los años que se me iban acumulando, conseguí borrar de mis prioridades vitales la necesidad de tener una pareja. Y ya lo dice el budismo: la felicidad es la ausencia de deseo.

En ese estado mental es como llegué aquí, a este rincón minúsculo de nuestro planeta, para que en un instante toda esa serenidad interior que había conseguido acumular y que había estabilizado mis sentimientos saltase por los aires en una explosión que convirtió mi mundo emocional en un verdadero caos.

El sueño me fue venciendo poco a poco. Cuando me desperté estaba amaneciendo. Apenas si había dormido unas cuatro horas. Sin cambiar de postura, a través del gran ventanal, podía ver cómo el sol, tras alzarse sobre las montañas al este de la aldea, iba inundando con su luz el acantilado, la playa y los árboles que, frente a la casa, supuse que también se desperezaban, haciendo circular su savia con más fuerza. Tao y Greta comenzaban igualmente a estirarse, por lo que, a pesar de que tenía la cabeza un poco embotada, me levanté, les abrí la puerta del jardín y me metí en la ducha. Dejé correr el agua sobre mi cabeza y mis hombros y aquello me despejó un poco. No tenía ánimo para nada, pero conseguí hacer un esfuerzo y me dirigí con los perros hacia la playa para despejarme. Me senté en la arena con la espalda sobre una roca. Aquel día hacía un poco de frío, por lo que agradecí el calor del sol. Miraba el ir y venir de las olas y volví a rememorar lo sucedido el día anterior. No quería pensar en ello, pero era incapaz de lograrlo. Comprendí que tenía que hacer algo. Los problemas no se diluyen como el humo, pero cualquier solución que imaginaba no incluía resolver mi conflicto emocional, sino taparlo, hundirlo, silenciarlo, cualquier cosa menos exteriorizar claramente mis sentimientos. La barrera de mis 65 años lo impedía.

Sin embargo, no quería perderla, no quería que desapareciese de mi vida o que se convirtiese en una extraña. Al menos intentaría recuperar su amistad, pero no sabía cómo hacerlo. Me dijo que la buscase cuando resolviese mis conflictos internos… Pues bien, la buscaría, le pediría perdón por mi estúpido comportamiento y ya veríamos.

Pero a continuación pensaba lo contrario, que era mejor así, que hubiesen terminado aquella lucha y aquella tensión emocional. Antes de conocerla era feliz en aquella aldea, con sus gentes, que me habían acogido con cariño, con mi vida sosegada y ordenada. Tenía que recuperar aquello a toda costa. Tenía que conseguir olvidarla y la mejor manera de hacerlo era no verla o, por lo menos, evitar un encuentro en solitario con ella. No, no podía repetir mi último desastre amoroso, ya había tenido bastante.

Así que dicho y hecho. Puse mi voluntad en estado de alerta y llevaba ya tres días sin aparecer por el bar, evitando los lugares donde podía encontrarme con Nina. Al tercer día Amanda se pasó por mi casa extrañada por mi ausencia. Me disculpé diciendo que estaba trabajando con las fotos y leyendo algún libro que tenía que devolver a la biblioteca, y se fue tranquila después de tomarse un café conmigo. Lo del libro era verdad y además necesitaba alguno más, así que, al oírme, Amanda comentó que Miguel y ella tenían que ir a la ciudad para recoger unos encargos, por lo que decidí acompañarlos.

Más allá de las caracolas

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