Читать книгу Más allá de las caracolas - Marga Serrano - Страница 14

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LA CARACOLA


Tras dar el paseo matutino con mis perrillos, a las ocho de la mañana me presenté en el bar, donde había quedado en que me recogerían. Estaba tomándome un café cuando llegó Amanda… acompañada de Nina. No podía creerlo. Llevaba cinco días escondiéndome para no encontrarme con ella y la tenía allí, frente a mí de nuevo. «No, no puede ser que vaya a venir con nosotros. Será que se ha encontrado con Amanda», pensé.

Pues sí, no solo podía ser, sino que era. Mientras se acercaban a la barra, Amanda dijo que se había apuntado a la excursión. Intuí que lo hizo cuando, quizás, Amanda le comentó que había quedado conmigo, aunque posiblemente no tuviera nada que ver con mi presencia, pues Nina iba también de vez en cuando a la ciudad. Era posible que ya hubiese quedado con ella antes de ir a mi casa. «Pero no, porque de ser así me lo habría comentado», me dije. Y en esos pensamientos andaba cuando Nina se acercó, me dedicó esa sonrisa que me desarmaba y me plantó un beso en cada mejilla como si no hubiese pasado nada. No estaba enfadada…

—Buenos días. ¿Cómo estás? Hace cinco días que no te veo.

—Bien —respondí con desconcierto mientras me daba cuenta de la precisión de Nina sobre los cinco días que hacía que no me veía. No entendía nada. Llevaba esos días evitándola, pero a la vez con la preocupación de lo sucedido en nuestro último encuentro, y ella se mostraba como si aquello no hubiese sucedido. ¡Qué mujer!

La llegada de Miguel cortó mis pensamientos y los cuatro nos dirigimos a la furgoneta. Amanda iba delante con Miguel, quien conducía, y justito detrás, nosotras dos. Durante el viaje, contemplaba el paisaje e intentaba no apartar la vista de la ventanilla mientras los otros tres viajeros, que no querían hacerse invisibles como yo, charlaban plácidamente. En una de las curvas, sin quererlo, o al menos sin buscarlo, mi cuerpo se fue casi encima del de Nina, rozando con mi brazo uno de sus pechos, lo que me produjo algo así como un cosquilleo eléctrico que me recorrió desde los dedos de los pies hasta el último pelillo de mi nuca.

—Lo siento —conseguí balbucear mientras volvía a colocarme en mi asiento.

—¿De verdad? —preguntó muy bajito Nina inclinándose sobre mi oído.

Obviamente, no respondí, y me di cuenta de la jornada que me esperaba si, como empecé a sospechar, Nina tenía previsto divertirse a mi costa con sus devaneos seductores. Por si fuera poco, con el traqueteo de la furgoneta y las curvas, aunque me había agarrado al asidero de la puerta para no volver a irme hacia ella, era inevitable nuestro roce, por lo que mis nervios estaban ya saliendo por todos los poros de mi piel.

Nina no solo no se apartaba, sino que parecía disfrutar, pues en cada curva hacía que el contacto fuese aún más próximo y constante. Cuando tras casi dos horas de viaje por aquella carretera, en la que era imposible meter la cuarta velocidad, llegamos a la ciudad, por un lado, respiré y por otro, habría preferido que el viaje continuase.

Miguel aparcó cerca de la gran plaza donde los domingos se celebraba el mercado. Él y Amanda se marcharon para recoger unos encargos en dos de los comercios del pueblo y quedamos para comer en un pequeño y acogedor bar-restaurante, situado en las cercanías. Y allí, en la calle, me quedé con Nina, intentando serenar mi desasosiego para conseguir pasar el día que me esperaba y esconder como buenamente pudiera mi agitación, aun sabiendo que no me iba a servir de nada, pues tenía la certeza de que aquella mujer era capaz de captar mis sentimientos. Así que me armé de valor y procuré aparentar tranquilidad y aplomo.

Me preguntó qué tenía que hacer yo y le respondí que pasarme por la biblioteca.

—Si no te importa —dijo sonriendo—, acompáñame primero a una tienda y luego ya, con más tranquilidad, nos vamos a la biblioteca hasta la hora de comer.

—De acuerdo —respondí—, pero antes quiero decirte algo.

—Sí, dime lo que quieras.

—Quiero pedirte disculpas.

—¿Disculpas? ¿Por qué? —preguntó interrumpiéndome y mirándome directamente.

—¿Por qué? —repetí en voz alta. No podía creer que preguntase el porqué—. Bueno —continué—, el otro día en mi casa me porté de una forma un tanto grosera y lo siento, de verdad que lo siento. Aunque veo que no pareces estar enfadada.

—No te preocupes, ya sé que lo sientes, así que disculpas aceptadas. No tiene importancia. Y no, no estoy enfadada. Lo estaría si la que hubiese respondido así hubiese sido yo. Yo no soy responsable de tus palabras, así que no puedo enfadarme contigo por lo que tú hagas o digas. Eres tú quien tiene que ser consciente de tus acciones.

—Sí, tienes razón —respondí con cierto asombro ante su argumento, pues la verdad es que siempre solemos enfadarnos por lo que hacen los demás y casi nunca por lo que hacemos nosotros mismos.

—Además —añadió—, más que grosería, creo que fue miedo y orgullo absurdo. Y vuelvo a repetirte que tienes que solucionar tus conflictos internos. Ya te dije que no me buscases hasta que no lo hicieras.

—Pero… hoy yo no te he buscado —repliqué con sorpresa.

—Claro —respondió riéndose—, te he buscado yo. Pero si querías disculparte deberías haberme buscado tú al día siguiente.

—No podía. Estaba tratando de solventar mis conflictos internos — contesté riéndome también mientras asimilaba con placer la idea de que me había buscado ella.

—¿Y lo has conseguido?

—Mejor no preguntes —dije con ironía.

Ahora fue Nina la que soltó una carcajada mientras me miraba con uno de sus gestos de seducción.

—No, si al final voy a tener que solucionarlos yo…

—¿Tienes alguna varita mágica?

—No la necesito.

—¿Y qué método vas a emplear?

Su mirada burlona me hizo ser consciente de que estaba coqueteando con ella como si, efectivamente, hubiera eliminado mis temores. Pero aquel juego me divertía y me dejé llevar.

—Ya lo sabrás cuando llegue el momento —respondió Nina.

—¡Vaya! ¿Ni una pequeña pista? —pregunté con un gesto incitador.

Me miró de nuevo, sonrió, se acercó a mí y, antes de que me diese cuenta, sentí sus labios sobre los míos.

—¿Te vale esta? —preguntó mientras me clavaba sus ojos.

Aquel beso acabó con mi diversión. Me di cuenta de dónde me estaba metiendo con mis coqueteos. El temor despertó de nuevo mis fantasmas mientras trataba de asimilar su directa y estimulante provocación a la vez que iniciaba otra cobarde retirada.

—¿Dónde decías que te acompañase? Lo digo porque se nos va a hacer tarde.

—¡Qué sutileza! —dijo Nina tras soltar otra carcajada—. Anda, vámonos, pero algún día tendrás que dejar esas inútiles huidas.

Ya no respondí. Caminé flotando junto a ella hasta llegar a una pequeña tiendecita, varias calles más allá de la plaza. Era una de esas tiendas típicas con hierbas, ungüentos y jarabes, así como talismanes, muestras de minerales, velas, inciensos y caracolas. Tenían esas enormes caracolas que tanto me habían fascinado en casa de mis abuelos.

Tras presentarme a una pareja de agradables viejecitos, Paola y Jorge, que atendían el establecimiento, observé que saludaron muy cariñosamente a Nina, quien sacó de su bolso algunos tarros con hierbas y unos cuantos frascos con jarabes, que les entregó. Mientras los tres hablaban, yo me movía por aquel pequeño espacio curioseando la diversidad de los artículos que, perfectamente colocados en las estanterías, se ofrecían a los posibles compradores. Tenía en mis manos una de las caracolas y, sin poder resistir su atracción y la llamada de mi recuerdo infantil, me la llevé al oído. Estaba intentando conectar con alguna sirena de las profundidades, de aquellas que recordaba del libro de mi abuela, cuando sentí que la sirena terrestre, detrás de mí, rodeaba con sus brazos mi cintura y acercaba su boca a mi oreja libre.

—¿Aló? ¿Dígame?… Mmm, creo que no hay cobertura.

A pesar de que estaba en situación de alerta, esperando en cualquier momento algún que otro gesto burlón de provocación y coqueteo, consiguió sorprenderme, pues mi mente estaba en aquel momento en la alcoba de mi abuela, de donde salí bruscamente al sentir sus brazos, sus labios rozando mi oreja y, sobre todo, el contacto de sus pechos en mi espalda. Me quedé completamente inmóvil, incapaz de reaccionar, pero a la vez deleitándome con la cercanía de su cuerpo. Tras unos segundos, solté una risa nerviosa. Nina también se rio, pero no se movió, y yo tampoco. Mi cuerpo se negaba, mi mente se olvidó por un momento de aquello de la edad y mis duendes danzaban como locos dentro de mi estómago. Tras varios segundos más, dejé la caracola en la estantería y puse mis manos sobre las suyas, intentando eternizar aquel instante. Nina se apretó más contra mí, o me apretó más contra ella, y yo acaricié sus manos a la vez que sentía una leve sensación de mareo. Finalmente, sentí sus labios recorriendo mi cuello y, lentamente, me volví sin que ella dejase de rodear mi cintura con sus brazos… Y en ese momento maldije, supongo que ella también, el ruido de las campanillas indicando que alguien había entrado en la tienda. Un poco perezosamente nos separamos mientras nos besábamos con los ojos y el deseo nos envolvía en una burbuja invisible.

Aquel tintineo rompió la magia del momento, aunque cuando salimos a la calle tras despedirnos de Jorge y Paola, que habían salido de la trastienda al oír la campanilla, fui consciente otra vez de mis recelos y agradecí que lo hiciera. Caminamos en dirección a la plaza, aún dentro de aquella burbuja, de la que yo intentaba salir con toda mi fuerza de voluntad y raciocinio. Nina me cogió de la mano y yo entrelacé mis dedos con los suyos, pero después, suavemente, me solté y sin decir una palabra llegamos a la biblioteca.

Mientras el joven que atendía al público, principalmente estudiantes, tras un pequeño mostrador con un ordenador encima cogía mis tres libros y tomaba nota de la devolución, nos miramos. Nina me sonrió con ternura y susurró muy despacio:

—Cuando la magia es verdadera, siempre vuelve.

La voz del bibliotecario me salvó, porque no sabía ni qué responder. En realidad, no estaba en disposición de hacer ni decir nada. Por un lado, me sentía enormemente feliz. La deseaba como nunca había deseado a nadie anteriormente, maldije la interrupción de la tienda justo cuando iba a besarla y deseaba que volviera a surgir una nueva ocasión. Pero, por el lado contrario, mi mente racional y cobarde volvió a entregarse a mis miedos. De nuevo la barrera de la edad, de nuevo mi pensamiento obsesivo de que aquello no tenía ninguna posibilidad, porque pensaba que lo de Nina no era más que un capricho que solo me haría sufrir. En aquel momento, sentí lo que llamamos tiempo de una manera espantosa, así como una soledad y una tristeza tan profundas que no pude evitar un conato de lágrimas.

Nina se dio cuenta y fue ella la que respondió al joven. Le pidió el fichero de títulos y, tomándome del brazo con delicadeza, me llevó hasta una mesa, donde nos sentamos para elegir los libros que quería llevarme. Mi desplome emocional hizo surgir mi orgullo racional y conseguí reunir fuerzas para sobreponerme: «Solo me faltaba ponerme a llorar para terminar de hacer el ridículo», pensé con rabia y con un nudo en la garganta.

Y aunque me costó, logré mirar el fichero y elegir, casi al azar, otros tres títulos. En ese momento me daba igual, solo quería pasar el trámite y salir a la calle aunque esa salida no solucionase nada, puesto que, lógicamente, ella iba a salir conmigo. Al acabar de escribir en el formulario el título de los libros que quería, Nina, consciente de mi vulnerabilidad y mi tristeza, no dejó que me levantase. Me cogió las manos y me miró, esta vez muy seria. Sentí la energía de sus ojos penetrar en los míos y, tras unos segundos, de la manera más desconcertante, sentí, poco a poco, que la serenidad iba entrando en mi interior mientras me dedicaba una sonrisa tranquilizadora y tierna.

—Tenemos que hablar de muchas cosas, pero no ahora ni hoy. Dentro de un par de días, con calma. No debes tener miedo de mí… ni de ti. No debes tener miedo de nada, porque el miedo es lo único que puede obstaculizar tu avance y puede impedir que seas feliz. Si una persona permite que el miedo se apodere de ella, se vuelve vulnerable. El miedo descontrola y bloquea la mente. Si analizas la historia, comprobarás que el miedo es una de las formas de opresión mental más utilizadas para someter, oprimir y tiranizar a los seres humanos. Tienes que dominar y vencer tus miedos. Yo puedo y quiero ayudarte, pero por mucha ayuda que recibas eres tú, solamente tú, quien tiene la opción de elegir el camino que quiere seguir.

Yo la escuchaba y alucinaba un poco con sus palabras, ya que, por un lado, me parecía que estaba respondiendo a mis temores y dudas internas y, por otro, me parecían un poco enigmáticas, como si hubiese algo más que no alcanzaba a descifrar del todo.

Tras una breve pausa, sin dejar de mirarme fijamente, continuó.

—Solo tú puedes elegir si quieres sufrir o quieres ser feliz. Si quieres anclarte en tus paralizantes y absurdos miedos o si prefieres entregarte a la vida y permitir que la vida te llene. Si quieres permanecer en tu mundo, que tú crees seguro, o abrirte a lo que el destino te vaya ofreciendo. Si quieres pasar por esta vida como un ser tibio, incapaz de realizar acción alguna, o, por el contrario, implicarte en tu microcosmos y hacer que la energía fluya. Si quieres que tu raciocinio encierre tu corazón en una cárcel o consentir que tu corazón libere tu mente. Si quieres amar a través del deseo de un ego posesivo y egoísta o deseas entregar y recibir el amor desde la libertad y el respeto. Solo tú puedes elegir —terminó diciendo mientras acariciaba dulcemente mis manos.

Acaricié las suyas. En ese instante sentí que me invadía una inmensa ternura que consiguió calmar mi desasosiego y restaurar de alguna forma mi seguridad. Le sonreí.

—Gracias… Lo siento… Pensarás que soy más infantil que cualquiera de los niños de la aldea.

Me miró, volviendo a mostrar su encantadora sonrisa.

—Por si no te has dado cuenta, me encanta eso que tú llamas infantilidad. ¡Ojalá fuésemos todos un poco más infantiles! ¿Sabes por qué me encanta? Por la sencillez, la sinceridad y la naturalidad que encierra. Así que me gustaría que tú fueses aún más infantil para que dejases fluir tu espontaneidad como lo has hecho hace un momento en la tienda. Los niños fluyen, los adultos esconden. Y me gustaría que tú no escondieses nada.

—Hummm… Solo puedo prometerte que lo intentaré, pero, como estoy en el tramo más adulto, no sé si lo conseguiré —dije ya tratando de bromear.

—No tienes remedio. ¡Qué trabajo me vas a dar! —me respondió Nina tras soltar una carcajada—. Anda, vuelve a mirar el fichero, porque creo que no te has enterado muy bien de los libros que has elegido.

Efectivamente, no me interesaban para nada. Finalmente, elegí un libro de relatos cortos, otro de poesía y otro sobre las etnias más antiguas del país para ver si podía seguir la pista de la historia que me había contado Amanda, aunque sospechaba que aquel evento no figuraba en ningún libro.

No podía creer que del estado en el que me encontraba hacía media hora Nina hubiese logrado aquel milagro. Me sentía como si hubiese salido de un ejercicio de relajación. Nos levantamos, recogimos los libros y, dada la hora que era, nos dirigimos al restaurante donde habíamos quedado con Amanda y Miguel. Durante el camino, de una forma espontánea, me cogí del brazo de Nina, quien me miró, apretó mi brazo contra su cuerpo y sonrió. Cada vez era más fuerte mi convencimiento de que aquella mujer no solo veía mi interior, sino que conseguía hipnotizarme con sus palabras. Pero era feliz. No obstante, sabía que mis miedos seguían solapados en algún rincón de mi mente. Pero allí, en aquel momento, con ella a mi lado, me sentía alegre y feliz.

La comida fue muy amena. El local era muy acogedor; tenía un pequeño jardín en la parte posterior, donde nos prepararon una mesa a la sombra de un gran roble. Todos estuvimos bastante parlanchines, sobre todo yo, haciendo que Amanda me mirase a veces entre extrañada y divertida, pues nunca me había visto así. En algunos momentos me di cuenta de que me miraba a mí, miraba a Nina y sonreía con un gesto pícaro, como si hubiese descubierto algún secreto.

«Solo me faltaba esto, que Amanda me someta al tercer grado cuando estemos a solas. Además, no ha pasado nada y no voy a descubrir mis sentimientos a nadie», pensé.

En ese momento recordé las palabras de Nina: «Los niños fluyen, los adultos esconden». Sin embargo, a pesar de mi relajación, quizás demasiada, porque no me daba cuenta de que mi locuacidad era en realidad una salida al nerviosismo que tenía acumulado, no me encontraba en disposición de abrirme tanto como para llegar a exponer mis emociones, aunque fuese a Amanda. En el fondo, pensar en ello me daba vergüenza. Otra vez los fantasmas de la edad… Alejé aquellos pensamientos y me concentré en la conversación.

Al acabar la comida dimos un paseo por la ciudad y regresamos a casa. El camino de vuelta fue bastante más distendido, aunque las curvas y el traqueteo de la furgoneta facilitaban el contacto entre nuestros brazos y piernas. A veces, aprovechando algún silencio en las conversaciones, cerraba los ojos para sentir con más intensidad la proximidad de nuestros cuerpos y no hice ni el más mínimo movimiento para separarme de ella. Nina, por supuesto, tampoco y de vez en cuando hacía que me estremeciese al sentir su mano descansar plácidamente sobre mi pierna mientras sus dedos se movían acariciándola. Volví a sentir de nuevo oleadas de deseo y adivinaba el de ella a través de sus dedos. No pude resistirme y puse mi mano sobre la suya. Nina la volvió y las entrelazamos, apretándonos aún más la una contra la otra. Así permanecimos, como dos adolescentes, hasta la entrada de la aldea.

Miguel aparcó la furgoneta en la puerta del bar. Él y Amanda, tras despedirse, se fueron a buscar a su hija a la casa de Víctor y María. Yo me quedé con Nina, al lado del vehículo, mirándonos… Unos segundos antes de que pudiéramos abrazarnos vimos a Manuel salir del bar. Nos saludó y, en ese momento, apareció también Lucía, quien le dijo a Nina que su madre, Yanira, quería verla antes de acostarse. Otra vez se cortó mi espontaneidad. Ya no había nada que hacer. Acompañé a ambas, pues Lucía vive al lado de Nina. Al llegar se despidió de mí y entró en casa. Nos quedamos de nuevo de pie, mirándonos. Nina se acercó y nos abrazamos. Me dio un beso largo en el cuello y susurró:

—Cuando la magia es verdadera, siempre vuelve. —Me apretó contra ella y se separó—. Tengo unas ganas enormes de besarte, pero si nos besamos ahora no podré parar y sé que tú tampoco… y tengo que entrar —dijo finalmente, señalando su puerta.

—Sí, lo sé. Para una vez que iba a fluir… —respondí, intentando disimular con mi risa la pasión que recorría todo mi cuerpo.

Nunca he levitado, pero creo que aquella noche, camino de mi casa, lo hice, pues sin darme cuenta ni haber sido consciente del camino recorrido, me encontré frente a mi puerta. Para tratar de calmarme un poco y dominar mi ansiedad, saqué a Tao y Greta y di un largo paseo, pero de calmarme, nada de nada. Me sentía arder por dentro. Ya en la cama, no conseguía dormir. Rememoraba, una y otra vez, todo lo que había sucedido aquel día, sobre todo el momento de la caracola. Sentí de nuevo sus labios sobre mi cuello, sus labios sobre los míos en aquella «pequeña pista» fugaz, su mano sobre mi pierna, sus dedos acariciándome… Tengo que confesar, y confieso, que solo conseguí dormirme, cerca ya del amanecer, después de masturbarme pensando en ella.

Me levanté un poco más tarde que de costumbre. Tras una ducha que acabó de despertarme, salí con mis dos perrillos y decidí desayunar en el bar, donde, además de tortas de pan, siempre tenían algún bizcocho y galletas caseras que las familias llevaban de vez en cuando. Yo también solía hacerlo dos o tres veces al mes.

Me encontraba exultante. Era feliz. Mis fantasmas no habían desaparecido realmente. Sabía que continuaban agazapados en algún recoveco de mi mente racional. Sin embargo, en aquellos momentos las emociones me arrastraban, impidiendo que mis temores se manifestasen. Estaba impaciente por ver de nuevo a Nina y, aunque me pasé la mañana paseando por los alrededores y volviendo al bar dos o tres veces, no coincidí con ella. Pensé que pasaría por mi casa aquella tarde, así que me senté en el jardín con un libro, del que no fui capaz de leer ni tres páginas, pero anocheció y Nina no apareció.

Los nervios empezaron a apoderarse de mí. No lo entendía. Había estado esperando verla en cualquier momento y el día había terminado en decepción.

«¿Por qué…? ¿Por qué no me ha buscado?», me pregunté.

Intenté sosegarme. Algo habría pasado para que Nina no se hubiese presentado. No podía dejar que las dudas empezasen a adueñarse otra vez de mí.

«También podía haberme acercado yo por su casa», pensé.

La verdad es que estuve a punto de hacerlo cuando vi que anochecía y Nina no había dado señales de vida, pero recordé a su madre y no quise presentarme a aquellas horas. Pero ¿y si había pasado algo?

«No», me dije, intentando alejar aquellos pensamientos negativos. «No ha pasado nada, porque, de haber sucedido algo, Amanda o Lucía habrían venido a decírmelo».

En ese momento me di cuenta de que tampoco había visto a ninguna de ellas, pero Elena estaba en el bar y no me había comentado nada, así que me tranquilicé y me acosté pensando que al día siguiente encontraría la respuesta.

Tras una noche casi sin dormir, me dirigí a desayunar otra vez al bar. Estaba Elena, como casi siempre, pero no vi a nadie más. Fui a dar una vuelta por los alrededores y alargué el paseo hasta el bosque donde nos habíamos encontrado el día de mi experiencia. Mi experiencia… Casi me había olvidado de ella aquellos últimos días. Mi estado emocional estaba tan volcado en los sentimientos y deseos que me provocaba Nina que había apartado momentáneamente de mi campo de atención la conmoción que me había provocado aquella extraña e impactante sensación de sentirme agua.

Me senté en la misma piedra y contemplé de nuevo el océano. Quise alejar mis pensamientos de Nina y centrarme en repetir la experiencia, pero era imposible concentrarme en nada porque su imagen llenaba mi mente. Deambulé un rato por el bosque y, finalmente, regresé de nuevo con mi decepción a casa.

Salí al huerto para mirar hacia la vivienda de Yanira, pero no vi a nadie. Entré a prepararme algo de comida, esperando que por la tarde Nina apareciera, pero la tarde pasó y nadie llamó a la puerta. Sobre las siete me di otra vuelta por el bar. Por fin, allí estaba Amanda, haciendo juegos con los niños. Nos saludamos y me senté un rato con ella, pero ni vestigios de Nina. Quería preguntarle, pero por esa tonta idea de que pudiera sospechar algo no lo hice y otra vez, con la frustración a cuestas, me fui para casa. Ya no sabía qué pensar y se había hecho tarde para acercarme a la suya. En realidad, me resistía a hacerlo, pues esperaba que ella me buscase. No comprendía, después de lo que había ocurrido, que al día siguiente no lo hubiese hecho.

«¿Me estará poniendo a prueba?», me pregunté. «¿Pero qué clase de prueba? ¿Qué pretende? ¿Que dé yo el paso? ¿Pero qué paso? La cosa quedó muy clara la otra noche. Lo único que había que hacer al día siguiente era buscarnos para exteriorizar y compartir nuestros sentimientos, nuestro deseo».

«Pero ¿y si Nina esperaba que fuese yo quien la buscase?», continué con mis divagaciones. «El cacao mental y las dudas los tengo yo, y quizás esperaba que la buscase para demostrarle que había superado mis conflictos y, al no hacerlo, es posible que piense que otra vez le estoy dando vueltas y quiere darme tiempo…».

Ya no me quedaban más escenarios ni más guiones, así que tomé la determinación de pasarme por su casa al día siguiente. No podía pasar un día más con aquella zozobra.

Me levanté de nuevo casi sin haber podido dormir. Me dirigí al bar para desayunar y también por si Nina aparecía. A media mañana me armé de valor y me acerqué a su casa. Yanira estaba sentada tomando el sol y me indicó que me sentase a su lado.

—¿Está Nina? —le pregunté mientras la saludaba.

—¡Ah! Vienes a verla a ella. Pensé que venías a verme a mí —respondió mientras me miraba con la misma sonrisa guasona de su hija.

—No, Yanira —contesté también sonriendo—. Tengo que hablar con ella, pero también venía a verte a ti.

—Pues no habías vuelto desde el día de la comida.

—Sí, es verdad, tienes razón. Pero he estado haciendo cosas y…

Yanira me interrumpió, tomando una de mis manos.

—No tienes que buscar disculpas. Nina es Nina y yo soy yo. Puedes venir a verme siempre que te apetezca sin problemas. Me agradas y me gusta mucho hablar contigo.

—Gracias, Yanira. Te aseguro que vendré a visitarte más a menudo. A mí también me gusta mucho hablar contigo.

—Sí, pero ahora querías hablar con Nina… No está y no sé cuándo volverá.

—Entonces ¿está fuera? ¿Dónde?

En ese momento apareció Lucía, a tiempo para oír mis preguntas.

—Alguien la necesitaba —explicó Yanira mirando a Lucía—. Vinieron a buscarla.

Noté algo extraño en las miradas de ambas, pero no pensaba marcharme de allí sin saber algo más.

—Pero ¿quiénes han venido a buscarla? ¿De la ciudad? ¿De algún pueblo?

—Sí —respondió con rapidez Lucía—. Está en una de las aldeas que hay cerca del parque natural. Posiblemente esté aquí mañana.

Aunque me pareció un poco raro, pues nunca había oído mencionar que Nina actuase como curandera fuera del pueblo, lo cierto es que saber que estaba fuera me tranquilizó y volatilizó todos los pensamientos y dudas de los días anteriores. «Pero también podía haberme avisado», pensé a continuación. Como si hubiese oído mi pensamiento, igualito igualito que su preciosa hija, Yanira indicó que habían venido a buscarla la misma noche que regresamos de la ciudad, lo que eliminó mi último reproche.

Lucía preparó unas infusiones de hierbas, sacó unas pastas que hacía ella misma y se sentó con nosotras. Estuvimos charlando un par de horas y comprobé que Yanira, de vez en cuando, me miraba con interés y sonreía. Tras prometerles que en la próxima visita les llevaría una quesada, hecha según la receta cántabra de mi abuela paterna, para que la probasen, di un beso a Yanira y me fui. Lucía me acompañó hasta el borde del jardín, me besó en ambas mejillas, sonrió, acarició mi cara y dijo, refiriéndose a Nina:

—Seguro que mañana ya estará aquí. No te preocupes.

Camino de mi casa, reparé en el «no te preocupes» de Lucía, que parecía indicar que conocía mi preocupación al no ver a Nina, como si supiese lo que había sucedido tres días antes. Sabía que ambas eran íntimas amigas. «¿Le habrá contado algo Nina?», me pregunté. La cosa no me hacía mucha gracia, pero no seguí pensando en ello, ya que, al pasar por el bar, reparé en que los tres vehículos de la aldea estaban aparcados allí. «Entonces ¿cómo ha ido Nina a la otra localidad?», pensé. «Bueno, qué tontería. Está claro que, si han venido a buscarla, vendrían en coche y ellos mismos la traerán de vuelta».

Aquella noche por fin pude descansar, aunque la impaciencia por volver a verla me tenía en ascuas. Me levanté temprano y desayuné en casa. Después estuve regando el huerto, echando de comer a mis estupendas gallinas y me puse manos a la obra en la cocina para preparar dos quesadas y tres bizcochos para repartirlos entre el bar y Yanira.

Ya por la tarde, salí a dar una vuelta con los perrillos y me acerqué a los acantilados. El paisaje desde arriba era maravilloso. Aquella tarde el océano no estaba demasiado alborotado y las olas llegaban a las calas más suavemente que otros días. Estaba admirando la belleza y la fuerza de la naturaleza cuando, al mirar la pared vertical del acantilado con el que limitaba la pequeña playa más cercana a la aldea, vi a sus pies, bordeando sus rocas como si viniese de la otra ensenada, una de las dos barcas de pesca de la aldea. Me extrañó, pues en aquella época salían a pescar por la noche. Atracó al lado de unas rocas que hacían las veces de muelle y vi que bajaba de la barca Miguel, el marido de Amanda, lo que me extrañó aún más, puesto que él se encargaba de la gasolinera y el taller, pero no salía a pescar. A continuación desembarcaron Manuel, el marido de Elena, dos mujeres más y en último lugar Nina.

No podía creer lo que estaba viendo. «¿Nina? ¿Pero no me habían dicho que estaba en otra aldea?», me pregunté mientras los veía dirigirse al camino que, serpenteando por la ladera, llevaba hasta el pueblo. Era obvio que si venían por el mar no lo hacían de ninguna otra localidad, ya que la más cercana quedaba demasiado lejos y nunca había oído que llegasen hasta ella en barca. ¿De dónde venían entonces? ¿Qué estaba pasando allí? ¿Por qué Yanira y Lucía me habían mentido? ¿Qué hacía allí Miguel?

Las preguntas empezaron a darme vueltas en la cabeza. No entendía nada, pero lo que estaba claro es que allí pasaba algo raro y a mí me mantenían al margen de lo que fuese. Recordé lo de las mujeres que intercambiaban sus idas y venidas cada cierto tiempo, tema que había llamado mi atención y que, sin embargo, por todo lo que estaba sucediendo en mi campo emocional, no había tenido tiempo de preguntar a Amanda.

Si a todo ello le añadía las a veces enigmáticas palabras de Nina y mi experiencia con el agua, eran datos más que suficientes para espolear mi curiosidad, que siempre se había disparado ante cualquier indicio que pudiera oler a misterio o secreto, por lo que mis antenas se desplegaron y con ellas mi determinación de averiguar qué es lo que estaba ocurriendo en aquella aldea. Mi intuición me decía que no había nada oscuro ni siniestro detrás de aquello, pero, aunque no hubiese sido así, me propuse investigarlo.

Tras estas cavilaciones, permanecí como una hora más dando un paseo con los perros y cuando regresé a casa ya había anochecido. Acababa de ponerles la comida y cambiarles el agua cuando, al dirigirme de nuevo a la cocina, reparé en un paquete que había encima de la mesa del salón. Lo abrí con curiosidad y encontré una gran caracola sin abrillantar, como si acabasen de sacarla del fondo del océano, con una nota de Nina:

Siento que no estés. Me habría encantado verte, pero no puedo esperar.

Mañana tengo cosas urgentes que hacer. Vendrán a buscarte Lucía y Amanda para llevarte a un lugar que no conoces. Ve con ellas.

Haré todo lo posible para poder acercarme yo también, pero disfruta de aquel rincón. Tiene magia y estoy segura de que te gustará.

Besos.

Nina

P.D. Esta caracola sí que tiene cobertura.

Creo que leí la nota unas veinte veces y maldije haberme quedado más tiempo en los acantilados. No imaginaba que me buscaría nada más llegar al pueblo. No conseguía nunca adivinar el siguiente movimiento de Nina con respecto a mí y siempre lograba sorprenderme, como lo había hecho con el contenido de aquella nota. ¿Un lugar que no conocía? Si había escudriñado ya todos aquellos parajes… Más misterios. Y sobre su ausencia, ni una palabra, ni tampoco seguridad de que nos veríamos al día siguiente. Me dio la impresión de que quería mantener la tensión emocional.

Ni que decir tiene que, otra noche más, apenas pude dormir. Estuve dando vueltas y más vueltas a todo aquel enigma, que me propuse aclarar al día siguiente, bien con Nina, bien con Amanda y Lucía. Quería respuestas. Y respuestas claras.

Más allá de las caracolas

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