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EL ENCUENTRO


Aún no les he contado que en la aldea reside también una enigmática mujer, una especie de curandera que ejerce de médico y hasta de jueza-psicóloga, muy buena, por cierto. La aldea entera la respeta profundamente. En cuanto a la salud, no sé si será ella y sus remedios con las hierbas «curalotodo» o el clima del lugar. Lo único que he comprobado es que es rarísimo ver a alguien enfermo hasta el punto de hacer cama. Es una aldea sana y he constatado que el índice de vida es el más alto de todo el país.

El censo de residentes no es fijo. Sin saber al principio por qué, había temporadas en las que el número de mujeres aumentaba o disminuía, siempre cinco. Pasaban varios meses en la aldea y después desaparecían, regresando de nuevo al cabo de unas ocho semanas. Sin contarlas a ellas, el resto de los habitantes suma un total de 45 personas.

Pero volviendo a la curandera, jueza o psicóloga, desde el primer momento que la vi me atrajo profundamente, pero a la vez me infundió tal respeto que no me atreví a acercarme al grupo en el que estaba a pesar de que conocía a las tres personas que hablaban con ella. Ese encuentro se produjo en la primera asamblea a la que asistí con voz y voto, después de celebrar mi primer aniversario. Era curioso, porque en una comunidad tan pequeña y a lo largo de aquel año nunca había coincidido con ella.

En aquella reunión vecinal, que me emocionó por ser la primera asamblea a la que asistía como parte integrante de la comunidad, lo que significaba que me habían aceptado plenamente, fue donde la vi por primera vez y despertó extrañamente mi atención. Estaba unas filas delante de mí y no pude dejar de mirarla durante toda la reunión. Veía su perfil y su pelo negro, recogido en una trenza que le caía por la espalda. Era delgada pero musculosa y tenía un tipo que me pareció precioso. Como solía decir una excompañera de trabajo, muy aficionada a las dietas, «de esos que ni sobra ni falta». Mediría 1,65 y no conseguía ponerle edad. Supe después que tenía 48.

En la asamblea estaba casi todo el pueblo. Conocía prácticamente a todas las personas, pero ninguna había despertado mi curiosidad, esa curiosidad especial que pone en estado de alerta nuestra atención, hasta que la vi. Nuestras miradas se cruzaron fugazmente un momento antes de sentarnos, pero fue suficiente para que, inexplicablemente, estimulase mis sentidos. Cuando acabó la sesión ella se marchó con otras tres mujeres; yo me quedé un rato más y me atreví a preguntar quién era. Elena, la mujer que atendía en ese momento el bar, me dijo que se llamaba Nina, pero no amplió más detalles. No podía quedarme solo con el nombre, necesitaba saber algo más sobre ella, así que volví a preguntar.

—Sí, pero ¿quién es? No la había visto nunca.

Elena me miró y pareció dudar un momento. Después respondió:

—Es la curandera, la mediadora…

Me pareció que iba a añadir algo, pero volvió a mirarme y no dijo más.

Me fui para casa pensando en la tal Nina, la curandera, la mediadora. «¡Vaya, qué interesante!», pensé.

Al día siguiente me pasé por el bar para ver si coincidíamos, pero regresé a casa con cierta decepción. No la vi ni en el bar ni por la aldea y no me atreví a indagar más datos sobre ella. Por la noche, después de cenar, cogí un libro con la intención de leer un rato, pero no conseguía centrarme. Seguía con su imagen en mi cabeza.

Pasó una semana y no volví a verla, hasta que un día, al entrar en el cafetín, intuí que estaba allí. A pesar de que la había buscado durante varios días, me pilló por sorpresa y noté, según me acercaba a la barra, que los nervios estaban haciendo piruetas dentro de mi estómago. Nina estaba sentada en una mesa hablando con Manuel, el marido de Elena, con Víctor y María y con otras dos mujeres del pueblo, Lucía y Amanda. Me apoyé en la barra, de espaldas a ellos, y pedí un café.

Lucía y Amanda son dos de las mujeres jóvenes de la aldea, de unos 35 años. Lucía es seria y de carácter fuerte, pero muy amable. No conocía que tuviese pareja, cosa que me extrañó, pues es muy muy atractiva. De cara alargada, piel morena, estatura mediana (1,60 aproximadamente), esbelta, con el pelo rubio oscuro, muy corto, y unos ojos del color de la miel. Me gustaba mucho y había accedido a que le hiciese varias sesiones fotográficas. Me llevo muy bien con ella, aunque en lo referente a su vida íntima es un poco… no sé si misteriosa o introvertida, pero en ese terreno aún no he conseguido ganarme su confianza. Todo lo contrario que Amanda, su más íntima amiga, que es un auténtico vendaval que vuelve locos a los del pueblo, incluido su marido, Miguel, el encargado de la gasolinera y el taller, a quien no le falta trabajo, teniendo siempre a punto tanto los vehículos comunitarios como los motores de las dos barcas de pesca y de las dos zódiacs que completan su escuadra marinera o cualquier otro utensilio mecánico o eléctrico que exista en la aldea. Amanda es muy vital y divertida. También es bastante morena, más que Lucía, de rostro redondeado, pómulos muy marcados y media melena de pelo negro. Sus ojos negros y vivarachos irradian alegría y cualquier motivo es más que suficiente para organizar una comida o un baile comunal. Le gusta el teatro y es la encargada de montar y dirigir alguna pequeña obra que los improvisados actores representan para el resto del pueblo, bien en el salón comunitario o, si el tiempo es bueno, en la diminuta playa, a la que se accede zigzagueando, como ya he dicho, por los senderos de una empinada ladera. También hace lecturas para los mayores o escenifica cuentos para los niños, que la adoran. Es la madre de Martina, una traviesa y bulliciosa niña de cinco años que domina la pandilla infantil. Con Amanda he hecho bastante amistad y a veces colaboro en la escenificación de algún cuento. Me divierte mucho, aunque a veces es un torbellino que me agota. Tanto ella como Miguel son de ese tipo de seres humanos que sientes como si los conocieras de toda la vida y en los que sabes que puedes confiar.

Cuando entré en el bar, los saludé con la mano y me dirigí a la barra. María se acercó y me pidió que me sentase con ellos. La seguí, con los duendecillos de mi estómago un pelín inquietos, pero con satisfacción disimulada. Por fin iba a conocer a Nina. Me senté y nos presentaron. Entonces la miré. Su rostro era más alargado que los de María y Amanda, parecido al de Lucía, con la barbilla más pronunciada y los pómulos marcados, pero sus ojos me alucinaron. No había podido darme cuenta en nuestro fugaz cruce de miradas, durante la asamblea, de que no eran negros como los de casi todos los habitantes de la aldea, sino verdes, de un verde oliva intenso que, al contrastar con su tez morena y su pelo negro, me dejó sin habla. Me pareció la mujer más preciosa y fascinante que había visto nunca. Creo que en aquel momento los duendecillos de mi estómago querían trepar por mi esófago para asomarse desde mi boca y comprobar qué era lo que me había impactado tanto como para hacerlos brincar.

No podía dejar de mirarla, pero ella tampoco. Su penetrante mirada me conturbó totalmente y me llenó de confusión, no exenta de cierto temor, por la zozobra que me produjo. Cuando la miré a los ojos, aquellos ojos, noté que su mirada, a través de los míos, me desnudaba el alma. Me dejó con tal desconcierto que fui incapaz de reaccionar y no recuerdo si conseguí decir alguna frase. Fue Amanda, como no podía ser de otra manera, la que llevó el peso de la conversación. Al cabo de un tiempo Nina, que no había dejado de traspasarme con su mirada, dijo que tenía que irse. Se levantó y, tras darme la bienvenida a la aldea y desearme que fuese feliz en ella, se marchó con Lucía, no sin antes, ya de pie, volver a mirarme, esta vez con una sonrisa en su cara, que me pareció la sonrisa más cautivadora que me habían dedicado en toda mi vida.

Aquella noche apenas si pude dormir. Cuanto más pensaba en ella, mayores eran mi interés y mi curiosidad. Pensar en ella me hacía sentir una sorprendente paz, lo que me confundió un poco, pero también excitó bastante más mi intriga y mi atracción por ella.

Ya me había dado cuenta, y me había extrañado, de que algunas personas de la aldea, solamente unas quince, aunque tenían la piel morena, era más clara que la del resto, tirando un poco a cetrina, y aunque la mayoría tenía el pelo negro, no era tan liso, y había además seis o siete que tenían el cabello rubio oscuro. Sus rostros eran más alargados, no tan redondeados como los de la mayoría, y unos cuantos tenían también los ojos verdes, aunque ninguno tan bonitos y profundos como los de Nina.

Cuando advertí esta diferencia pensé que pertenecerían a etnias distintas, pero me sorprendió que viviesen juntos en aquella perdida aldea. Una tarde lo comenté con Amanda, con quien tenía más confianza y más tiempo pasaba, y su respuesta aumentó más mi intriga. Vino a decirme que, según contaban las personas más ancianas, a las que a su vez se lo habían contado sus antepasados, cuando ellos llegaron de las montañas buscando un lugar menos inhóspito para vivir, encontraron una diminuta aldea habitada por una docena de pescadores de piel algo más clara y unas cuantas mujeres. Algunos tenían el pelo negro y los ojos verdes, mientras que otros eran rubios y con los ojos del color de la miel. Finalmente, decidieron quedarse a vivir con ellos. Algunos de los habitantes actuales de la aldea son descendientes de la unión entre personas de aquellas dos etnias, pero Nina, así como Lucía, Manuel (el marido de Elena), Miguel (el marido de Amanda), María, Víctor y unas cuantas personas más son los que más directamente están relacionados con aquellos misteriosos y antiguos pobladores de la aldea. No hará falta decir que la historia fue otro ingrediente más para aumentar mi interés y fascinación por Nina.

A los tres días del episodio del bar, tres días que pasé pensando en ella, Nina, por medio de Lucía, nos invitó a comer en su casa, por lo que estuve todo un día, otra vez, con los duendecillos de mi estómago bastante alterados. Al llegar a su casa, Nina salió a recibirnos con una sonrisa. Yo quería contemplar otra vez sus ojos, pero no me atrevía a mirarla directamente. Pasamos a la salita, donde Lucía preparaba la mesa. En un rincón, al lado de la ventana, una anciana hablaba con Miguel. Nina me tomo suavemente del brazo y me llevó hasta ellos.

—Mi madre quiere conocerte. Ella se llama Yanira.

Saludé a ambos con una sonrisa y Miguel me cedió el asiento a su lado. Nina nos presentó y se fue a la cocina para terminar de preparar la comida.

—¡Hola, Yanira! Tiene un nombre precioso —le dije mientras contemplaba los mismos ojos de Nina en un rostro de unos setenta años (tenía ochenta) con una piel tersa y suave, lo cual disimulaba su verdadera edad. Debía de haber sido muy guapa, pues aún conservaba gran parte de su belleza, la que había heredado Nina, y su misma sonrisa cautivadora.

—¡Hola! ¿Todo bien? —preguntó mientras me cogía las manos—. Te he visto trabajar tu huerto y jugar con tus perros. Desde esta ventana veo tu casa.

—Sí, yo también la he visto alguna vez sentada en la puerta, pero no sabía que fuese la madre de Nina.

En ese momento Nina se acercó.

—Ya podemos sentarnos a la mesa.

La comida fue muy agradable. Yanira resultó ser una gran conversadora y demostró que la cabeza le funcionaba muy bien. Tenía mucha complicidad con Amanda y su sentido del humor. Noté que, de vez en cuando, me miraba con interés y me animaba a que le contase cosas de mi vida antes de recalar en su aldea. Aquello me hizo relajarme un poco con respecto a Nina, aunque nuestras miradas se habían cruzado en varios momentos de la comida, agitando de nuevo a mis duendecillos.

Después de tomar el café y el té de la sobremesa, Miguel y Amanda se fueron para recoger a su hija, que se había quedado con los hijos de María y Víctor, y Lucía se fue con ellos. Yo también me levanté con la intención de irme, pero Yanira me pidió que me quedase un poco más. Me senté con ella al lado de la ventana, desde la que también se veían la parte alta de los acantilados y el océano, y continuamos charlando mientras Nina recogía la cocina. Cuando se sentó con nosotras, Yanira dijo que iba a echar una pequeña cabezadita. Nina le colocó un cojín en el sillón para que estuviese más cómoda y le tapó las piernas con una manta. Después preparó una infusión, salimos al pequeño jardín delantero y nos sentamos en un banco lleno de cojines al lado de la ventana. Ella se sentó de lado, escrutándome de nuevo con su mirada, y yo, aunque estaba feliz de estar allí, a su lado, sin nadie a nuestro alrededor, volví a sentir el alboroto de mis duendes allá abajo, en mi estómago, e intenté distraerlos conversando.

—Tu madre es muy agradable y muy guapa. Te pareces mucho a ella.

—Entonces… ¿te parezco muy agradable y muy guapa? —preguntó mirándome con una sonrisa burlona.

Me eché a reír, pero preferí no responder, más que nada para no seguir por unos derroteros que no me ofrecían ninguna seguridad, y cambié de tercio.

—¿Ella ha sido también curandera y mediadora como tú?

—Todo lo que sé sobre las plantas y los árboles lo aprendí de ella y de mi abuela. Pero ¿por qué sabes que soy curandera? ¿Y qué es eso otro que has dicho? ¿Mediadora?

—Bueno, pregunté por ti a Elena y ella me dijo que eras la curandera, la mediadora.

—¡Ah! Preguntaste por mí… ¿Cuándo?

—El día de la asamblea.

—Pero ese día no hablamos, aún no nos habían presentado.

—Sí, pero te había visto y, como no te conocía a pesar de llevar ya un año por aquí, me intrigó un poco y sentí curiosidad por saber quién eras.

—¡Ah, ya! ¿Y has satisfecho tu curiosidad?

Tras esta última pregunta volvió a mirarme de aquella manera y con una sonrisa mitad socarrona, mitad incitadora, por lo que opté por llevar mi mirada a cualquier otro punto y tampoco respondí. Intentaba cambiar otra vez de tercio, pero no conseguía que me viniese ninguna idea aceptable para comenzar otra conversación. Nina se dio cuenta de mi nerviosismo y debí de darle penita pena, porque fue ella la que rompió la tensión.

—¿Te apetece otra infusión? Yo me voy a preparar otra —dijo mientras se levantaba y ponía su mano en mi hombro esperando, esta vez sí, mi respuesta.

—Sí, gracias —respondí mientras trataba de calmarme y analizar lo que me ocurría, pues no entendía la excitación que sentía en aquellos momentos. «¿Excitación? ¡Pero leches!», pensé. ¿Era eso lo que me pasaba, que me excitaba sexualmente? ¿A estas alturas de mi vida, a mi edad? Tengo que reconocer que en aquellos momentos no sé lo que hubiese dado por tener veinte años menos para haberle dicho lo que realmente me apetecía, que no era precisamente otra infusión. «Pero no, —me dije— no puede ser nada sexual».

En realidad, sí. Sí que lo era. Fui consciente de que desde que la vi sentía deseos de acariciarla y de besar sus labios, de abrazarla, de sentirla, de hacer el amor con ella, pero no era solo eso, que ya era bastante. Era algo más, era mucho más. Lo que me hacía sentir su presencia era una percepción de algo intangible, una conexión mucho más profunda que el deseo sexual y que iba más allá, aunque ese deseo existía, ya lo creo que existía. No sabía cómo explicarlo, pues nunca había sentido nada parecido por ninguna de las personas con las que había estado. Resumiendo, para no aburrirles ni aburrirme yo intentando definir algo que no comprendía, no tenía ni repajolera idea de qué estaba pasando en mi interior.

Su regreso, con otras dos tazas de la mano, me sacó de mis pensamientos, pero una vez que estos se habían producido fue peor, mucho peor. Me moría por poder contemplarla, pero era incapaz de mirarla. Me moría por tocarla y besarla y no sabía qué hacer con mi cuerpo ni cómo sentarme. Parecía un perro con pulgas. De repente me acordé de Tao y Greta… Mi salvación.

—Creo que será mejor que me vaya. Tengo que sacar a pasear a mis perros —dije sin mucho convencimiento, pero deseando alejarme de ella antes de hacer algo que me hiciera arrepentirme después. En el fondo, mis pensamientos y mi deseo me hacían sentir hasta un poco senil. Me resistía a admitir que a mis 65 años pudiera ocurrirme aquello, sentir algo tan fuerte que ni siquiera había sentido cuando era más joven. La realidad era que desde que había llegado a la aldea me sentía incluso más vital que cuando tenía cincuenta años, pero pensar que tenía 65, por muy bien que me encontrase, era una barrera psicológica que me sentía incapaz de superar. Solo quería escapar, volver a mi casa.

—Te acompaño, me apetece también dar un paseo.

Me rompió la escapada. Ya no respondí. Me levanté y empecé a andar con ella a mi lado. Ni siquiera recuerdo la conversación que mantuvimos por el camino. Cuando llegué a mi casa, al abrir la puerta Tao y Greta empezaron a dar saltos, primero conmigo y luego con Nina. Dimos una vuelta por los alrededores. Yo había conseguido tranquilizarme un poco hablando sobre el paisaje, sobre cómo me gustaba el color del mar, la luz… Ella me preguntó por el lugar en el que había vivido hasta entonces y yo intenté describir la ciudad y algunas otras zonas de España, todo ello caminando a su lado, pero sin mirarla directamente, aunque me daba cuenta de que ella sí lo hacía. Así, tras unas dos horas de agradable paseo y tentadores roces de brazos y cruces de miradas, regresamos hasta mi casa. Por educación, la invité a entrar mientras abría la puerta, aunque sin saber muy bien qué iba a hacer si ella aceptaba, pues el desconcierto por el deseo que provocaba en mí me estaba haciendo perder el control de la situación.

Nina estaba jugando con Greta y me miró.

—¿De verdad quieres que entre? —No pude esquivar su mirada, pues estaba frente a mí. No me dio opción a responder. Se echó a reír, se acercó, me dio un beso en la cara y dijo—: Será mejor que hoy no. Otro día…

Y tras dedicarme esa sonrisa que me embelesaba y me hacía fantasear con sus labios, me acarició la mejilla y se marchó. Sabía que tras unos pasos iba a volverse y no quería que me viese aún allí, en la puerta, mirándola, pero me había sorprendido tanto que durante varios segundos no pude moverme, lo justo para que, efectivamente, ella se volviese y levantando su mano se despidiese otra vez. Entré en casa intentando descifrar qué había detrás de sus directísimas miradas y su despedida.

«¿Me está provocando?», me pregunté. «¿Realmente está jugando conmigo? ¿Me está incitando a entrar en un intercambio de coqueteos?».

«¡Qué absurdo!», reflexioné a continuación. «¿Cómo va a querer ella seducirme? ¿Por qué iba a provocarme? ¿Provocarme para qué?».

Otra vez mi edad volvió a presentarse frente a mí en forma de una muralla infranqueable. Pensaba que era imposible que yo pudiese gustarle a Nina, que era mi deseo el que me hacía ver indicios y mensajes inexistentes de seducción, e intenté apartar aquellas ideas de mi cabeza. No podía permitirme esas tonterías. Me gustaba, por supuesto que me gustaba, me gustaba muchísimo, pero tenía que volver a gobernar mi vida. No podía dejarme llevar por mis emociones desbocadas o terminaría haciendo el ridículo. En realidad, ya sentía que lo estaba haciendo simplemente por desearla… Pero ¡cómo me atraía y me estimulaba aquella mujer!

Volvió a pasar una semana, que se me hizo eterna porque no volvimos a coincidir. No conseguía quitármela de la cabeza. Era agotador, porque mi inteligencia racional me invitaba a hacer todo lo posible para no volver a verla y la otra, la emocional, deseaba ardientemente buscarla y sentirla otra vez a mi lado. No sabía dónde se metía, pero sabía que aquel domingo volveríamos a encontrarnos, pues Amanda había preparado una de sus representaciones, que no se perdía nadie. Lo malo era que se había empeñado en que yo hiciese un papel. Afortunadamente, no era muy largo, unas cuantas frases en tres momentos de la obra, pero dado que entre mis aptitudes nunca había estado la de aspirante al Goya, tenía serias dudas de cómo iba a salir del trance y mucho más cuando sabía que Nina estaría entre el público.

Y el gran día llegó. El tiempo era muy bueno y la representación se hacía en la playita. Empezó la función bajo la dirección de Amanda, quien había conseguido montar un decorado a base de telas y palos que hubiera sido la envidia de Hollywood. Todo iba viento en popa. Yo me sentía muy profesional y había soltado todas mis frases sin titubeos hasta que, en la última, me di cuenta de que Nina se había ido desplazando y la tenía justo frente a mí, en la primera fila. Y llegó el desastre. La miré y se me olvidó la frasecita, que Amanda tuvo que apuntarme dos veces para que consiguiese terminarla. Como había pausas en el diálogo, la gente no se dio cuenta, pero Nina sí, y me dedicó una sonrisa entre burlona y seductora que acabó de rematarme.

Al final de la función, mientras la chiquillería ayudaba a recoger el peculiar decorado, los demás nos fuimos desperdigando, algunos tumbados en la arena y otros dándose un baño, aunque el agua estaba más bien fría. Dos de las del baño fueron Lucía y Nina. Yo me senté en una de las rocas con Miguel y Elena mientras charlábamos.

Cuando las vi saliendo del agua no podía dejar de mirarlas. Me hipnotizaron completamente. Parecían dos sirenas emergiendo de las profundidades marinas. Ya he dicho que Lucía era muy atractiva y en bañador tenía un tipo escultural, pero Nina… ¡Dios mío! Nina me pareció una auténtica diosa. Sus movimientos y sus andares emanaban una sensualidad que casi me hace atragantarme con la cerveza que me había dado Elena. Se había soltado el pelo, que le caía mojado sobre los hombros, y caminaba erguida, con un balanceo cadencioso de sus brazos, sus piernas, sus caderas, todo su cuerpo. Y aunque en ella resultaba natural, me pareció que se recreaba en aquella cadencia rítmica mientras, lentamente, se iban acercando a nosotros. No quería mirarla, pero no podía apartar mis ojos de su figura. Cuando llegaron a nuestra altura, hicieron un comentario sobre lo estimulante del baño. Elena les acercó unas toallas. Lucía la cogió y comenzó a secarse, pero Nina puso la suya encima de mis rodillas y me miró. En ese momento creo que entré en un estado de semialelamiento. La miré con embarazo. «Pero ¿qué pretende que haga? ¿Que le seque la espalda?», pensé. Fueron unos segundos, pues sencillamente lo que pretendía era que tuviese la toalla mientras ella se retorcía los cabellos para escurrir el agua. Después, con la mayor naturalidad, volvió a cogerla y empezó a secarse el pelo frente a mí, sin dejar de mirarme. Se dio cuenta perfectamente de mi lamentable estado. La verdad es que no sabía si meterme detrás de las piedras, convertirme en otra caracola o echar a volar con las gaviotas. Consiguió que me sintiese idiota. La miré, pero no pude sostener su mirada. Intenté dirigir mi vista hacia el océano, pero mis ojos se negaban a dejar de admirarla. Allí, frente a mí, su precioso rostro, sus enigmáticos ojos, su esbelto cuerpo embutido en un bañador que dejaba adivinar unos pechos firmes, cuyos pezones, por la frialdad del agua, se mostraban igual de firmes y voluptuosos bajo la tela… Después comenzó a secarse las piernas, unas bonitas, fibrosas y largas piernas. Por un momento, me dio la impresión de que se secaba a cámara lenta. Aquel espectáculo, aunque era arrebatador, me estaba matando. Cada vez que levantaba la vista hacia su cara me encontraba de nuevo con su mirada y una sonrisa guasona, todo ello sin dejar de hablar con Elena y Miguel, que no se dieron cuenta del jueguecito, esta vez lo vi muy claro, que Nina se traía conmigo ni del estado de turbación en el que yo me encontraba.

Lucía había ido a buscar a Amanda y, afortunadamente, llegaban en aquel momento, lo que fue como una tregua que me hizo respirar.

—¿Qué te pasó antes? Casi me dio un ataque de risa —preguntó Amanda mirándome tras soltar una carcajada.

—Pues que se me olvidó la frase. Es que ya estoy muy mayor —respondí—. Y encima no te entendía cuando me la estabas repitiendo —añadí, ya con una carcajada.

—Creo que nadie se ha dado cuenta. La verdad es que habéis estado todos muy bien —dijo Nina sonriendo y diciéndome con los ojos: «Tú sabes que yo sí me he dado cuenta y tu lapsus no ha sido precisamente porque estés muy mayor».

No sé por qué, pero tengo la certeza de que era eso lo que me dijeron sus ojos… En ese momento, Amanda mencionó que la marea estaba baja y podíamos dar un paseo, bordeando las rocas, hasta la siguiente cala, que era un poco más grande. Nina iba delante de mí, aún en bañador, permitiéndome libremente su contemplación, pero sé que ella se sabía mirada. Me extasié en su espalda, que me atraía como un imán, y la imaginé tumbada sobre la arena mientras mis labios se recreaban sobre su piel. Para salir de aquella fantasía me entretuve cogiendo algunas caracolas para llevármelas.

—¿Te gustan las caracolas? —preguntó Nina, que se había puesto a mi lado.

—Sí, me gustan mucho —respondí evitando mirarla—. Sé que es un poco infantil para mi edad, pero me encantan. Es como llevarme el mar y sus misterios a casa.

—¿Te preocupa tu edad?

—No… Bueno, sí… Bueno, no demasiado… ¿Por qué lo preguntas?

—Porque apenas hemos hablado hoy y ya has hecho alusión a la edad dos veces.

—¿Ah, sí? Pues no me he dado cuenta. De todas formas, es que tengo edad —le contesté con una sonrisa mientras pensaba: «Ya me gustaría tener en este momento unos cuantos años menos y ya verías…».

—¿Y crees que tu edad es un obstáculo?

No me digan que no era como para pensar que la jodía hubiese oído también mi pensamiento.

—¿Obstáculo para qué?

—No sé, tú sabrás. Quizás para hacer realidad algún deseo… ¿Deseas algo en este momento de tu vida?

Mientras me hacía la última pregunta, se había colocado frente a mí. Me puso en la mano una caracola que había recogido de la arena y me obsequió con un gesto divertido y una sonrisa entre pícara y retadora, esperando mi respuesta. Empecé a sentir otra vez los duendes en el estómago. Sin embargo, me gustaba su juego y por unos segundos me olvidé del rollo de la edad y entré de lleno en aquel incitante desafío.

—¿Y qué crees tú que puedo desear en este momento? —respondí mirándola también con una sonrisa irónica, aunque desviando rápidamente mis ojos de los suyos.

—Ya veo que intentas escabullirte. No me puedes responder devolviéndome la pregunta, porque he sido yo quien ha preguntado primero. ¿O no quieres arriesgarte en tu respuesta?

Yo seguí en «plan gallego».

—¿Tú crees que puedo correr algún riesgo si te respondo?

—No lo sé… Depende de lo que desees, porque todos los deseos entrañan algún tipo de riesgo, aunque a veces el riesgo implica sencillamente superar los miedos. ¿Es tu caso? —Seguía frente a mí. Nos habíamos para-do o, mejor dicho, ella me impedía seguir avanzando mientras el resto del grupo se alejaba en dirección al final de la ensenada. Entonces se acercó un poco más, tomó mi barbilla con su mano y, elevándola suavemente hasta conseguir que la mirase, entró de nuevo con sus ojos en mi trastienda emocional y me preguntó muy despacio—: ¿Qué es exactamente lo que deseas y lo que temes? Quizás, si tú me lo dices, yo podría responderte si corres algún riesgo.

En ese mismísimo instante perdí el desafío. Hasta me dio una especie de taquicardia. Las piernas me temblaban un poco y tuve que hacer un esfuerzo enorme para no colgarme de su cuello y besarla. En lugar de eso, inicié una cobarde retirada, por supuesto haciendo caso omiso a su clara invitación para seguir por aquel camino. La inseguridad y las dudas volvieron a instalarse en mi cerebro. Como pude, conseguí apartarme y dirigirme hacia el grupo, que venía de regreso.

De vuelta a la aldea, Nina no hizo ningún intento de caminar a mi lado, lo que fue de agradecer para que fuese tranquilizándome. Creo que Nina era totalmente consciente de mi vulnerabilidad y no quiso seguir agobiándome con jueguecitos seductores que, tengo que confesar, me asustaban, pero a la vez me encantaban. A pesar del estímulo y de la vitalidad que Nina me transmitía, no quería seguir con aquello. Temía que, si seguía por aquel camino, al final iba a sufrir. Me decía una y otra vez que era imposible que yo pudiese gustarle a Nina. Pensaba más bien que, simplemente, yo era la novedad en la aldea, Nina era una seductora nata, se había percatado de que me gustaba y comenzó su juego sabiendo que dominaba la situación, una situación que a ella le divertía muchísimo y a mí me estaba poniendo de los nervios. Era simplemente eso y yo no quería volver a pasar por una situación afectiva que, al final, volviese a dejar mi mundo emocional patas arriba como en mis dos últimas aventuras amatorias. Así que tomé la decisión de evitar involucrarme en un juego que sabía que iba a perder, con el riesgo que significaba para mi propia autoestima después de lo que me había costado recuperarla.

Habían pasado ya unos siete días cuando una mañana, en uno de mis paseos por el monte, la vi. Estaba recogiendo hierbas de espaldas a mí. Intenté esconderme tras unos árboles, pues no me sentía con la seguridad suficiente como para un nuevo encuentro, pero aquella tontería me hizo sentir aún más infantil si cabe, puesto que tanto Tao como Greta corrieron hasta ella ladrando, dando saltos y moviendo la cola. Me convertí en un árbol clavado en el suelo. Me miró desde lejos, después de acariciar a mis perros, y me hizo señas con la mano para que me acercara. Lo hice. Todavía no sé cómo conseguí poner un pie tras el otro, pero llegué hasta donde estaba. Portaba una gran cesta de mimbre con varios compartimentos donde iba depositando las hierbas.

—Buenos días —saludé intentando mirar su cesta, las hierbas, las nubes… Cualquier cosa, menos su rostro.

—Buenos días —respondió—. ¿Por qué te escondías?

«¡Caray con la curandera!», pensé. «¿Es que también tiene ojos en la nuca?».

No sabía ni qué decir y, lógicamente, dije una tontería:

—No, no me escondía. Es que no quería molestarte.

Dio dos pasos, se puso delante de mí, me miró (ahí sí que no pude evitar mirarla) y me sonrió socarronamente:

—Anda, ven conmigo, acompáñame… Algo aprenderás. Y no te había visto, pero te han descubierto tus perros —remató tras una breve pausa mientras me escrutaba con sus profundos ojos.

Ya no pude pensar ni «caray con la curandera» ni nada parecido. Simplemente, la seguí.

La marcha-lección duró casi dos horas. Puedo decir que me enseñó muchas cosas sobre las hierbas que iba recogiendo, pero puedo asegurar que no aprendí nada, al menos en aquella primera salida que nunca olvidaré. Mi pensamiento no estaba para lecciones de botánica. La verdad es que mi mente se había quedado suspendida en el aire y se había perdido por el camino. Yo trataba de razonar y tranquilizarme, pero ni por esas. Solo la miraba de reojillo, o de soslayo si lo quieren un poco más fino, pero mi agitación interior iba en aumento y aquella voluntad que había puesto en marcha los días anteriores para no verla, para tratar de olvidarla, se había convertido en una nube blanca que flotaba sobre mi cabeza, pero ajena completamente a mi necesidad. Y hasta me dio la sensación de que se había aliado con la «recogehierbas» para burlarse de mí.

De camino de vuelta y ya a la vista de la aldea, Nina hizo un alto en sus lecciones y se sentó sobre una piedra, indicándome que me sentase a su lado. Me temblaban hasta las canillas y seguía sin recoger mi mente y mi nube, pero me senté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me di cuenta, con la escasa capacidad de pensamiento que me quedaba, de que a pesar del desasosiego y la inquietud que me producía su presencia, a pesar de mis miedos, me gustaba su compañía, me gustaba que me hablase, me encantaba mirarla cuando ella no lo hacía y continuaba excitándome tremendamente su cercanía. De repente aquel barullo de mi cabeza se paralizó al sentir su mano sobre mi hombro.

—Aunque ya te oí en la asamblea, ¿exactamente por qué has elegido este lugar para vivir? —preguntó.

Y aquella simple pregunta fue como un extraño bálsamo que, tras obligarme a responder buceando en los recuerdos de mi mente, me hizo recuperar esta y, al ir narrando cómo había ido a parar allí, retomé el control de la nube que bailaba sobre mi cabeza.

Me escuchó en silencio y, tras mi relato y una breve pausa, me miró y señaló con su mano el océano.

—Antes me has dicho que te gusta mucho el mar, pero que lo temes y te fascina. Ahora me gustaría que siguieses mis palabras, que te relajases. Intenta no pensar en nada, solo déjate llevar por mi voz… Concéntrate en la superficie del océano… Sumérgete en él… Permite que te lleven las olas… Siente su fuerza y su poder… Fúndete con el agua, siéntete agua… Tú eres agua… Tú eres las olas… Tú eres el océano… Tú eres su poder… Tú eres la vida…

Giré mi cabeza hacia ella y la miré con extrañeza, pero su mirada no era escudriñadora ni penetrante. Era una mirada serena y dulce, que me invitaba a seguir su voz. Sonrió y volvió a señalarme, allá abajo, el gran océano. Y me dejé llevar. Total, no tenía otra cosa que hacer. Tengo que decir que, sin mucho convencimiento, me dejé guiar por su voz, que repetía una y otra vez aquella letanía. Fijé la vista en un punto de aquel azul intenso. Después miré las olas que, una tras otra, acababan con más o menos ímpetu en la playita, para volver a mirar el océano, nuevamente las olas, la playa, el acantilado, hasta que poco a poco me fui serenando y dejando la vista fija en un solo punto. Intenté mentalmente sumergirme en el agua, me imaginé nadando en aquel precioso tono azul hasta sentir que ese azul llenaba todos los resquicios de mis pupilas. Solo veía el color azul, no veía nada más. Me pareció que flotaba con aquel color rodeándome y me entregué totalmente, sin resistencia, sin pensar en nada. Ni siquiera recuerdo si en aquellos momentos seguía oyendo su voz…

La siguiente percepción que tuve es que ya no flotaba en el color azul, sino en el agua, sentía el agua. Me dejé llevar por el agua, me sumergía una y otra vez en ella, me envolvía. Sentí como una especie de mareo, de torbellino líquido que me arrastraba, y noté una paz inmensa. No sentía mi cuerpo, solo sentía el agua, simplemente era agua, era el fondo del océano y era la superficie, era agua, era ola… Me invadió una gran fuerza y un poder que me llenaba, pero que no conseguía dominar. De repente un miedo irracional me sacó bruscamente de aquel océano y me hizo volver a la realidad.

Tardé unos cuantos minutos en superar mi sensación de mareo y en darme cuenta de dónde estaba. Me encontraba aturdida y me resistía a creer lo que me había sucedido y, lo que es peor, seguía teniendo miedo. De nuevo sentí su mano sobre mi hombro, pero no logró que me tranquilizara. Me levanté y me alejé unos pasos de ella.

Había hecho a lo largo de mi vida muchos cursos de distintos tipos de meditación, de control de la mente y cosas similares, y al realizar algunos ejercicios típicos había tenido leves experiencias de vislumbrar otra realidad más allá de nuestros sentidos racionales, pero nunca había experimentado algo tan fuerte y tan impactante.

Ella se quedó sentada, mirándome sonriente, y me indicó que me sentase de nuevo a su lado. La tranquilidad, poco a poco, fue volviendo a mí y con ella la consciencia de lo que había sucedido. Sorprendentemente, volví a recuperar mi mente, mi nube, y con ellas mi seguridad. Fue otra sensación extraña, porque me di cuenta de que, aunque seguía produciéndome un dulce desasosiego, estaba en condiciones de comunicarme con ella. Era como si lo que acababa de experimentar hubiese facilitado superar mi etapa de balbuceo y se hubiese establecido un vínculo de comunicación que iba más allá de lo verbal. Un vínculo espiritual. Me acerqué, me senté otra vez a su lado, la miré y conseguí sonreír:

—No más lecciones, por favor. Por hoy ya he tenido bastante.

Tomó una de mis manos entre las suyas, me miró con esa mirada que me traspasaba y me sonrió con una expresión entre ternura, comprensión y una pizca de socarronería seductora. No sabría si esta descripción, sobre todo la última palabra, se acercaba a la verdad o era más bien fruto de mi deseo, que, a pesar del susto, seguía latente en algún rincón de mi calenturienta mente. Aunque también sospechaba que su ternura socarrona se podía deber a que se había percatado de la turbación que me producía, lo cual me causaba, si cabe, mayor azoramiento.

—No pensé que lo conseguirías la primera vez, pero veo que no me he equivocado contigo y que puedes empezar el camino —afirmó un tanto enigmática.

A pesar de que sentía que había establecido con ella un vínculo de comunicación digamos energética, por llamarlo de alguna forma, notar el contacto de sus suaves manos y tenerla tan cerca revolucionó de nuevo mis neuronas y supongo que mis hormonas, a pesar de que pensaba que estas últimas se habían ido de vacaciones hacía tiempo. Tuve que cerrar los ojos para poder vencer el fuerte deseo de abrazarla. Seguro que se dio cuenta… Hoy sé que se dio cuenta, así que, sin soltar aún mi mano, se levantó, cogió la cesta y caminamos hacia la aldea. Total, que entre sensaciones neuronales, hormonales y demás «cacaos mentales», no me detuve a pensar en el significado de su última frase y, por lo tanto, no pude preguntarle a qué camino se refería.

Al llegar a mi casa no me dio opción a llegar a la puerta. Se colocó frente a mí, me dedicó una de sus seductoras sonrisas, me acarició una mejilla, me dio un beso en la otra y me deseó que pasase un buen día mientras yo hice un esfuerzo enorme para no colgarme de su cuello y besar su boca.

Tardé una semana en volver a encontrarme con ella. La verdad es que lo evité, pues necesitaba serenarme, asumir e intentar comprender mi experiencia y a la vez aclarar mis sentimientos. Pero apenas pude dormir. La inquietud seguía presente en mi universo, aunque sabía en el fondo de mi corazón que su influencia iba a ser positiva en mi vida, al margen de los sentimientos desbocados que me producía pensar en ella.

Más allá de las caracolas

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