Читать книгу Más allá de las caracolas - Marga Serrano - Страница 15

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LA CAVERNA


Amaneció lloviendo casi torrencialmente. «Vaya, —me dije— ya se estropeó el invento», pues pensé que lloviendo de aquella manera no podíamos ir a ninguna parte. Así que solté a Tao y Greta por el jardín, los sequé cuando entraron y me senté a desayunar. Acababa de recoger la cocina cuando llegaron Lucía y Amanda, embutidas en sus impermeables.

—¿Todo preparado para la excursión? —preguntó Amanda.

—¿Excursión? ¿Con la que está cayendo, creéis que se puede ir de excursión? Anda, anda, sentaos, que os preparo un café.

—Ya lo creo que se puede —respondió Lucía—. Precisamente, es un día idóneo para esta excursión. Venga, ponte el chubasquero y las botas y vámonos.

—Estáis locas. ¿Pero habéis visto cómo llueve?

—Que sí, que ya lo vemos —dijo Amanda—. Venga, confía en nosotras. Ya verás como al final te alegrarás de habernos hecho caso.

Viendo su empeño, me armé de paciencia, me calcé las botas de agua, me puse el chubasquero y las seguí al exterior. Vi que se dirigían al camino que por la ladera llevaba a la cala y pensé de nuevo que estaban locas, pero fui tras ellas, aunque no acertaba a adivinar dónde querían ir si bajábamos a la playita. Pero al llegar abajo se dirigieron a una gran oquedad, en la parte del acantilado más cercana a la ladera, donde guardaban las dos zódiacs. Ya ni me molesté en preguntar dónde íbamos. Llevamos la embarcación al agua, nos subimos a ella, Lucía puso en marcha el pequeño motor fueraborda y salimos al mar. Bordeando las rocas de los acantilados pasamos la siguiente ensenada, y unas seis calitas más allá me sobrecogió contemplar desde abajo la enorme mole del altísimo despeñadero que caía totalmente vertical hasta hundirse en el mar. Allí no había cala, pero la fuerza del agua, golpeando día tras día, había conseguido abrirse paso a través de las rocas, moldeándolas y formando pasillos entre varios farallones, así como una especie de túnel, escondido tras una de las grandes rocas, por el que el océano se adentraba en el interior de la pared rocosa.

Me sentí como una auténtica hormiga ante aquella naturaleza inmensurable. El acantilado, que abajo se hundía en el agua, por arriba parecía tocar el cielo, y la violencia de las olas golpeando fuertemente contra las rocas me hizo recordar de pronto la sensación de la fuerza y el poder que me arrastraban y que no conseguía dominar en mi experiencia con el agua.

No conocía aquella zona. Allí solo se podía llegar por el mar. Me di cuenta de que había pateado todos los rincones alrededor de la aldea, pero nunca había salido con ellos en barca. Las olas, frenadas en parte por los farallones, permitieron que Lucía se acercara sin problemas a las rocas y nos adentrásemos en aquella galería en la que, a medida que íbamos avanzando, las aguas calmaban su ímpetu arrollador.

Tras un kilómetro aproximadamente, aquel oscuro pasadizo marino se fue agrandando hasta desembocar en una laguna donde el agua, tras golpear suavemente contra las rocas, regresaba de nuevo al océano, en un viaje inacabable de ida y vuelta. Lucía atracó la zódiac en un extremo de la pequeña laguna. Amanda sacó tres linternas frontales, nos entregó dos y se dirigió a la izquierda del fondo de la cueva, donde varias rocas colocadas estratégicamente hacían las veces de una escalera. Lucía me indicó que las siguiese. Yo no salía de mi asombro y no me quedaba ya ninguna duda de que el destino final de nuestra excursión, como decía Nina en su nota, me iba a gustar. Así que las seguí con gran agitación y curiosidad.

Subimos por aquella escalera improvisada y unos tres metros más arriba la luz de las linternas iluminó un pasillo, como de un metro de ancho y casi dos de alto, que se adentraba en la roca, pero no hacia el interior, sino hacia la izquierda, y calculé que en sentido paralelo al océano. Tras avanzar como otro kilómetro, desembocamos en una gruta que me dejó sin habla. Ya no necesitábamos linternas. En la parte superior de uno de los extremos de la caverna, que tendría aproximadamente unos quince metros de altura, existían varias aberturas en la pared lateral por las que entraba la luz del día, por lo que deduje que debía de ser el paredón de alguno de los acantilados. Imaginé que aquellas aberturas se debían a la fuerza del viento, que había conseguido horadar con el paso del tiempo aquel tabique rocoso.

A la derecha del corredor por el que habíamos accedido a la gruta, y casi en el centro de esta, había un estanque ovalado, de unos sesenta metros cuadrados, que despedía un tenue vapor, por lo que supuse que eran aguas termales procedentes de las capas subterráneas. Desde el estanque, las ventanas naturales quedaban al fondo y a la izquierda. A la derecha, casi detrás del estanque y un poco más elevada que este, había otra gran abertura en la roca, como si fuese el comienzo de otra caverna. Pero al entrar en aquella cavidad, que se cerraba unos metros más allá, contemplé fascinada nada más y nada menos que una suave cascada de agua que se precipitaba desde lo alto de una de las paredes, seguramente algún manantial o corriente cuyo origen estaría en las montañas cercanas a aquella parte de los acantilados. El agua quedaba embalsada en una especie de poza que apenas si llegaba a las rodillas y, al no rebasar hacia el estanque, deduje que continuaba su camino filtrándose a través del suelo rocoso.

Frente al estanque, al fondo de la gruta, al otro lado del paredón de los ventanales, el terreno era un poco más elevado y dos aberturas en la pared indicaban el inicio de otras dos galerías que, en ese momento, ignoraba si conducían a alguna parte o eran simples túneles ciegos en la roca. Por último, observé también que justo en el rincón que hacía el muro de los ventanales con la pared frontal habían organizado un área de descanso con varios colchones cubiertos con mantas y cojines y cuatro bases de piedra que hacían de mesitas, con varias velas y unas cuantas toallas encima. Me pareció un espacio chill out. Solo le faltaba la música. Me encantó.

Amanda y Lucía me contemplaban divertidas, esperando que yo dijese algo, pero mi sorpresa era tan enorme que solo podía admirar una y otra vez aquella maravilla de la naturaleza, incapaz de pronunciar palabra alguna. Finalmente, y después de haber recorrido todos los rincones de la caverna, cuya extensión aproximada era de unos mil metros cuadrados, las miré, me acerqué a ellas y las abracé.

—Teníais razón. ¿A quién le importa la lluvia?

—¿Lo ves? Sabíamos que te iba a gustar —respondió Amanda.

—¿Pero por qué no me habíais traído antes? ¿Es que este lugar es uno de vuestros secretitos? —pregunté con ironía.

Ambas se miraron y, tras unos segundos, Lucía contestó.

—Cada secretito tiene su tiempo.

—Y aún queda alguno más, ¿no?

—Vamos —replicó Amanda—. ¿Por qué crees que tenemos secretos?

—Porque lo sé. Porque sé que esta aldea esconde algún misterio. Porque sé que aquí está sucediendo algo que nadie me cuenta.

—Bueno… Supongamos que fuese así y supongamos que no tiene nada que ver contigo. ¿Por qué habría que contarte… lo que sea, que no tengo ni idea de lo que es? —preguntó una sonriente Amanda.

—Para empezar, porque no me gusta que me mientan. Y para terminar, porque creía que me habíais aceptado y que confiabais en mí, pero estoy viendo que no es así y lo siento. Si no confiáis en mí, es lógico que me ocultéis cosas —finalicé con cierta tristeza.

—Pero ¿quién te ha mentido? —inquirió Amanda.

—Pues ahora mismo tú y anoche Lucía. No sé dónde estaba Nina, pero desde luego no estaba en ninguna otra aldea. Pero tienes razón. Al fin y al cabo, si no tiene nada que ver conmigo no tengo ningún derecho a haceros preguntas, así que os pido disculpas.

Amanda miró extrañada a Lucía, pues desconocía lo de la noche anterior. Entonces Lucía se acercó a mí y me abrazó.

—Lo siento. Te dije lo primero que se me ocurrió para tranquilizarte. En aquel momento no podía decirte otra cosa. Puedes tener la seguridad de que tienes nuestra confianza, pero, aun así, todas las cosas tienen su tiempo, como las estaciones de la naturaleza.

Amanda también se acercó y me dio un beso.

—Tú sabes que ya formas parte de nuestras vidas. No es falta de confianza, sino de momentos adecuados o de preparación.

—Te advierto de que yo aprendo muy rápido —la interrumpí riéndome y, en el fondo, queriendo zanjar el tema, pues me había dado cuenta de que tenían razón en lo de los tiempos. Por otro lado, pensé también que no debía entrometerme demasiado. Si había algún secreto, debía esperar a que quisieran contármelo y si no lo hacían debía respetar su decisión.

—Sé paciente —finalizó Lucía mientras me daba otro beso—. Y ahora dinos qué opinas de este lugar.

—¡Es fantástico! ¡Es increíble! —exclamé con entusiasmo—. No podéis imaginaros lo que siento, sobre todo el sobrecogimiento que me produce saber que estoy en el interior de la tierra, en el interior de un acantilado, y que el océano está ahí, al otro lado de las rocas. Me siento un poco como los protagonistas de Viaje al centro de la Tierra.

—No estamos tan abajo —respondió Amanda riéndose.

—Bien —apremió Lucía—, ¿qué tal si seguimos la conversación dándonos un baño?

Y dicho y hecho. Vi como de la forma más natural se quitó el impermeable, las botas, el resto de la ropa y se quedó completamente desnuda mientras yo la miraba con admiración. Era escultural vestida, pero desnuda… No quería ser indiscreta, pero no era capaz de apartar mis ojos de su cuerpo. Sus pechos eran absolutamente proporcionados y preciosos y, para qué voy a engañarles, sentí un deseo enorme de acariciarlos.

En ese momento oí la risa de Amanda, quien también acababa de desnudarse y se metía en el estanque. Lucía fue detrás y ambas me animaban con sus gestos para que me uniese a ellas. Yo tenía dos opciones, quedarme allí inamovible, como una roca más, lo cual iba a resultar un poco raro, o despojarme de mi timidez, además de mi ropa, y lanzarme al agua con ellas. La primera me parecía una estupidez, pues el baño me apetecía, sobre todo porque tenía las perneras de los pantalones caladas y mis piernas igual. La segunda me daba un «no sé qué», más que nada por una cuestión de estética. A ver, modestia aparte, a pesar de mi edad, me conservo muy bien y reconozco que mi cuerpo no está nada mal, pero eso antes de haber visto el cuerpazo de Lucía. Después de haberlo contemplado, el «no sé qué» iba creciendo, así que hice un esfuerzo y, superando el embarazo de tener que desnudarme ante ellas, me quité la ropa a la velocidad de la luz y con la misma rapidez me zambullí en aquella maravillosa piscina. El agua estaba templada y mi cuerpo lo agradeció. Disfruté del baño a placer. Estar en aquella bañera natural, elevar la vista, contemplar la gruta y saber dónde nos encontrábamos me emocionó por completo.

No sé qué profundidad tendría aquella poza, pero debía de ser bastante, puesto que solo se podía hacer pie en la orilla de uno de los extremos de la figura oval, donde un montón de rocas permitía ponerte de pie, con el cuerpo sumergido casi hasta los hombros. En el lado contrario, otra gran piedra plana e inclinada en rampa, que no sé si era su posición natural o la habían colocado así, permitía sentarse y hasta tumbarse en ella con el agua cubriendo todo o parte del cuerpo. Di unas cuantas brazadas y me eché sobre ella mirando hacia el techo de la caverna. Después cerré los ojos y sentí que mis músculos se relajaban poco a poco.

La temperatura en el interior de la cueva era agradable. El calor que desprendía el agua caldeaba el ambiente y calculé que debía de haber entre trece y dieciocho grados, dependiendo de la proximidad o lejanía de aquella poza. Recordé alguna de mis estancias en balnearios, donde me encantaban las saunas y los baños de contraste, y me di cuenta de la suave cascada que tenía al otro lado. Abrí los ojos. Amanda se había sentado a mi lado, mientras que Lucía seguía en el agua.

—Oye, supongo que puedo meterme debajo de la cascada como si fuese una ducha…

—¿Para qué crees tú que la naturaleza la ha colocado ahí?

Nos levantamos a la vez y, bordeando el estanque, pisando las piedras templadas, entramos en aquella oquedad, que era como un espacio privado, y nos pusimos debajo de aquella pequeña catarata. El agua, como era de esperar, estaba fría y me estimuló completamente. Repetí la operación dos o tres veces y volví a tumbarme en la rampa, agradeciendo el calorcillo del agua. Acababa de cerrar otra vez lo ojos para dejarme llevar por las sensaciones cuando oímos que alguien llegaba. Me senté y vimos aparecer a Miguel y a Nina. Al darme cuenta de mi desnudez me dio un ataque de pudor y me metí rápidamente en el agua.

Ambos se acercaron al borde y nos saludaron. Nina buscó mis ojos y me sonrió. A continuación, también con la mayor naturalidad, Miguel se quitó la ropa y se metió en el agua. Nina lo hizo un poco más despacio. Yo estaba de pie donde las rocas me lo permitían, mirándola. Y ella, deleitándose en la impresión que sabía me estaba causando, comenzó a desnudarse muy lentamente, sin dejar de mirarme y con aquella sonrisa provocadora. Cuando la vi desnuda, acercándose a la rampa que quedaba a mi izquierda, sentí una oleada de deseo y una sensación de calor eléctrico que recorrió todo mi cuerpo.

Mi excitación estaba a punto de estallar. Mis ojos recorrieron su cuerpo, imaginé mis manos acariciando sus brazos, su cintura, sus pechos, sus piernas, imaginé mi boca buscando la suya y mis labios besando su cuello… En esas andaba cuando Nina, tras meterse en el agua, nadó hacia donde yo me encontraba y, poniéndose también de pie en las rocas, se acercó a mí y, en un movimiento rápido, apretó su cuerpo contra el mío, me besó en los labios y se lanzó al agua. Y yo me quedé allí, contemplándola e intentando tener la suficiente fuerza de voluntad para pasar lo que quedase del día sin que los demás se diesen cuenta de lo que sucedía. Pero era un verdadero tormento, sobre todo sabiendo que Nina iba a seguir con sus jugueteos.

Miguel y Amanda habían salido del agua y se habían sentado en el borde del estanque. Lucía estaba saliendo también en aquel momento y Nina seguía nadando. Al cabo de un rato, yo salí también por la rampa y me dirigí a la cascada. Necesitaba más que nunca que aquellos chorros de agua enfriasen mi anatomía. Me metí debajo de aquella ducha natural, en uno de sus extremos, donde el agua caía con menos fuerza. Apoyé mis manos contra la pared y dejé que resbalase por mi cabeza, mi cara y mis hombros, pero no conseguía calmar mi impaciencia. Llevaba varios minutos en aquella posición, preguntándome cuándo iba a ser posible que pudiese estar a solas con ella, aunque tenía la impresión de que aquellos tiempos tampoco los gestionaba yo. De improviso, sin haberla oído llegar, la sentí detrás de mí. De nuevo sus brazos rodeando mi cintura, abrazándome contra su cuerpo, besando mi cuello… Sentí sus firmes pezones contra mi espalda y me olvidé de Miguel, de Amanda, de Lucía, de mi edad y hasta de mi nombre. Me volví hacia ella, la abracé, acaricié sus labios con los míos y sentí su lengua buscándome. La empujé suavemente contra la pared. Me apreté contra ella, tomé su cara con mis manos, volví a besarla y comencé a acariciarla, primero sus brazos, su cintura, subiendo lentamente hasta sus senos. Busqué con mi boca sus pezones, por los que resbalaba el agua del manantial, y los acaricié con mi lengua, una y otra vez, mientras sentía las manos de Nina recorriendo mi espalda y una de sus piernas colocarse entre las mías. Me apreté más contra ella, acaricié sus muslos, seguí lamiendo sus pezones y mi mano buscó con ansiedad su sexo, acariciando su pubis y su clítoris hasta que la convulsión de su cuerpo me indicó que había alcanzado el orgasmo.

Nos abrazamos con fuerza, Nina buscó mi boca y volvió a colocar su pierna entre las mías, frotándola contra mi sexo. Esta vez fue ella quien me dio la vuelta, me apretó contra la pared y comenzó a acariciarme. Sus manos sobre mis pechos, después sus labios. Siguió masajeándome con su pierna para seguir con su mano, que buscó también mi sexo, acariciándolo hasta que el incendio que tenía dentro de mi cuerpo estalló, haciéndome alcanzar el clímax más increíble que había tenido en mi vida.

Continuamos besándonos durante un rato más hasta que Nina me separó con dulzura.

—Ven, salgamos de aquí.

—No —dije apretándome de nuevo contra ella—. Quédate un rato más, por favor.

Tomó con su mano mi mentón y me besó en los labios.

—Se han ido. No hay nadie.

—¿Se han ido? —pregunté con incredulidad.

—Sí, hace un rato.

—Pero… ¿por qué no me lo has dicho antes?

—Porque no me has dado tiempo —respondió tras soltar una carcajada.

Me cogió de la mano y volvimos a la piscina. Después del tiempo que habíamos permanecido debajo del agua fría de la cascada, a pesar de nuestros calores, agradecimos el baño y la agradable temperatura del agua. Tras nadar unos minutos, Nina se tumbó en la rampa y yo, a su lado, continué acariciándola. Besé sus pies, sus piernas, sus muslos y mi boca buscó su sexo, que rocé con mi lengua, sintiendo que la pasión me hacía arder de nuevo. Ella separó mi cabeza, me atrajo hacia arriba y me besó.

—Lo siento —dije—. ¿No te gusta?

—Hummm… Me encanta, pero esta vez quiero que lleguemos a la vez. Anda, ven.

Se levantó y fue a buscar unas toallas. La miré con embeleso mientras se secaba.

Nina, riéndose, se acercó y, tras abrazarme y besarme, cogió mi toalla y empezó a secarme. Me colocó mirando hacia la entrada de la cascada y dijo:

—No te muevas ni te des la vuelta hasta que venga a buscarte.

Al cabo de un rato regresó y volvió a abrazarme.

—Te voy a dar la vuelta, pero cierra los ojos. No los abras hasta que yo te diga.

Me tomó de la mano y la seguí. Me indicó dos veces que subiera otros tantos peldaños en la roca y se paró.

—Ya puedes abrirlos.

Estaba frente al espacio chill out. Nina lo había rodeado de velas, colocadas encima de las piedras, logrando un ambiente acogedor y romántico. Se dirigió a los colchones tapados con fundas, mantas y edredones, se tumbó y extendió su brazo invitándome a que me echase a su lado. Lo hice muy despacio mientras mis ojos recorrían su cuerpo. Me tumbé junto a ella y comencé a acariciar sus piernas para ir subiendo hacia su cintura y sus senos. Mientras, Nina me rodeaba con sus brazos, acariciaba mi espalda y buscaba mi boca.

Así permanecimos bastante rato, con mi pierna entre las suyas, sintiendo su sexo y con el mío frotándose contra su muslo, notando sus pezones tocando los míos. De nuevo sentí que ardía por dentro.

—Tengo ansias de ti —le dije mientras la besaba una y otra vez.

Nina me apretó aún más contra ella.

—Pues sáciate —respondió mientras besaba mi cuello y sus manos acariciaban cada centímetro de la parte posterior de mi cuerpo.

Empecé a besar y lamer sus pezones, bajando poco a poco, besando cada curva y cada rinconcito de su cuerpo hasta llegar a sus piernas, que acaricié con mis labios hasta sus pies para volver a ascender y llegar a sus muslos, que se abrieron ofreciéndome su sexo. Lo acaricié una y otra vez con mis labios y mi lengua mientras ella se movía y notaba su excitación. En ese momento Nina, que acariciaba mi espalda, me tomó por los hombros, atrayéndome hacia arriba y buscando mi boca.

—Quiero que sea aún más mágico. Quiero que lleguemos a la vez — susurró en mi oído a la vez que me abrazaba y me daba la vuelta.

Después hizo el mismo recorrido que yo había hecho por su cuerpo hasta encontrar también mi sexo. Me es imposible describir con palabras las sensaciones que ella provocaba en mí. Cuando estaba a punto de estallar de placer, volvió a reptar hacia arriba hasta que sentí sus pezones sobre mis pechos y en un movimiento rápido elevó una de mis piernas, apretándose contra mí hasta que sentí su clítoris contra el mío. Nos movimos cadenciosamente, una y otra vez, hasta que nuestra excitación se tornó en una exaltación sensorial y en un estremecimiento que recorrió nuestros cuerpos. Tuve una sensación de vértigo. Seguimos besándonos, abrazadas y con las piernas entrelazadas, hasta que una sensación de paz me inundó totalmente.

Nunca había sido tan feliz. Quería detener el tiempo, quería eternizar aquellos instantes igual que los que captaba en mis fotografías. Sentirla allí, a mi lado, y notar sus dedos recorriendo mi piel me hacía enloquecer y devolverle sensualmente cada caricia. Experimentaba su ternura y se desbordaba la mía. La quería tanto… No podía controlar mi emoción y sentí las lágrimas en mis ojos. Nina se dio cuenta, me abrazó y besó con ternura mis labios, a la vez que susurraba:

—Te amo. Lo sabes, ¿verdad?

—No, no lo sabía —respondí bromeando mientras correspondía a sus besos.

—¿Ah, nooo? —Nina se echó a reír—. Pues te lo he estado diciendo con mis ojos y he estado seduciéndote desde que nos conocimos.

—Sí, de tus jueguecitos doy fe —dije mirándola burlonamente.

—Me gusta jugar contigo —reconoció Nina soltando una carcajada—. Me divierte mucho ponerte nerviosa. Eres un encanto.

—¡Qué graciosa! Pues me has hecho pasar unos ratos…

—No, yo no. Te los hacías pasar tú con tus absurdos miedos y fantasmas.

—Sí, ya sé, mis conflictos internos. Pero mis temores son lógicos.

—A ver, ¿lógicos por qué?

—Nina, hay una realidad que no puedes negar. Te llevo casi veinte años.

—No, no la niego, pero ¿qué importa eso?

—A mí sí… A mí sí que me importa.

—¿Por qué? Exactamente, ¿por qué te importa tanto?

Me quedé mirándola sin comprender por qué ella no veía que esos diecisiete años de distancia entre nuestros nacimientos eran un obstáculo en nuestra relación y me esforcé en hacérselo entender.

—Nina… Si yo tuviese tu edad, tendría algo más que ofrecerte. Más tiempo para estar junto a ti, más tiempo para amarnos, para compartir la vida. Pero con estos años de diferencia, aunque yo ahora aún esté físicamente bien, los años pasan. Supongamos que dentro de quince años seguimos juntas. Yo seré una anciana, tú aún serás diecisiete años más joven y te habrás convertido en mi cuidadora. Yo no quiero eso para ti, porque si eso no me importase estaría demostrando un gran egoísmo pensando solo en mi felicidad, no en la tuya. O sencillamente, con esos años de diferencia, llegará un momento en el que habrás dejado de amarme y yo sufriré por ello. ¿Entiendes ahora mis conflictos, por qué he intentado resistirme a sentir lo que siento y por qué no puedo disfrutar plenamente de esta felicidad que experimento junto a ti? Me he dejado vencer por los sentimientos que me desbordan, porque ante ti no consigo tener control, pero eso no hará desaparecer esos años de diferencia —finalicé con tristeza.

Nina me había escuchado en silencio, dejándome hablar. Cuando terminé me miró con ternura, se inclinó sobre mí, me besó de nuevo y comenzó a acariciarme.

—Vale, he escuchado a los fantasmas asustados que has permitido que ocupen tu mente. Ahora escúchame a mí. Para empezar, no debemos hacer proyecciones de futuro, porque no sabemos si mañana o dentro de unos minutos estaremos vivas. Imagínate por un momento que dentro de unos segundos hay un seísmo y esta cueva se hunde en el océano con nosotras dentro. ¿Te arrepentirías de lo que acabamos de hacer? ¿Te arrepentirías de haberme amado?

—No, por supuesto que no —respondí besándola—, pero no es eso…

—Bien, me has argumentado tus miedos. Ahora te diré yo por qué no me importan en absoluto esos diecisiete años. Es más, adoro esa diferencia porque contemplo de otra manera el río de la vida. Es muy probable que si la diferencia entre nuestros nacimientos fuese otra, no exactamente esta, ni siquiera nos hubiéramos conocido. Para llegar a encontrarnos ha sido necesario un cúmulo de circunstancias que se han ido desarrollando en nuestras vidas, en una especie de sincronía que, finalmente, nos ha unido en el tiempo y en el espacio. Tener la edad que tienes ha hecho posible que te jubilases y, con ello, que pudieses hacer un viaje que hasta entonces no habías podido llevar a cabo. Pero, además, si hubieses nacido más tarde y hubieses hecho este mismo viaje es muy improbable que se hubieran dado las mismas circunstancias que te llevaron a la aldea. Pero aún voy más allá —continuó tras una pausa—. Aunque se hubieran dado, aunque tú, siendo más joven, hubieras recalado en este punto, estate completamente segura de que habría sido un lugar más, pero no habrías sentido esa llamada, ese imperativo deseo de cambiar tu vida y venirte a vivir aquí. Y aunque tú y yo nos hubiésemos encontrado, habría sido indiferente para ambas porque no era nuestro momento. Porque para que eso haya sido posible ha sido necesario que tú hayas vivido tu vida, con todas tus particularidades y tu edad como un detalle más. Todas esas circunstancias te han hecho evolucionar y llegar a un punto, vamos a llamarlo vibratorio, que nos ha permitido conectar, porque en el momento de nuestro encuentro ambas nos movíamos en una frecuencia energética similar o en la misma frecuencia de comunicación profunda, esa que apenas necesita palabras.

Al llegar a este punto, me eché a reír.

—Pues ya vas casi por el sexto folio del discurso.

Nina respondió con una carcajada.

—La culpa es tuya. Ya sabía yo que me ibas a dar trabajo. Lo que te estoy diciendo en tu interior ya lo sabes, pero como te empeñas en seguir albergando esos temores, tendré que intentar ayudarte para que definitivamente los expulses y empieces a sentir la vida y disfrutar de tus sentimientos.

—Vale, sigue ilustrándome —dije riéndome mientras comenzaba a acariciar sus pechos.

Nina se estremeció y me dirigió una mirada burlona.

—¡Juguetona…! Déjame terminar —dijo besándome de nuevo—. Por ese motivo, no solo me importa un comino tu edad, sino que la bendigo, porque si fueses más joven no estaríamos aquí ahora y no estaría sintiendo tus caricias, que me están poniendo otra vez a cien.

—Hummm… ¿De verdad? —pregunté riéndome, pero sin dejar de acariciarla—. ¿Y qué pasará cuando dentro de quince años ni siquiera pueda acariciarte porque a lo mejor tengo artrosis?

Nina soltó una sonora carcajada a la vez que me miraba divertida.

—¿Quieres decir que en función de tu posible artrosis futura vas a renunciar a un montón de maravillosos años de amor juntas? Pues te aseguro que yo no voy a renunciar ni a un segundo. —Hizo una pausa y me dirigió una mirada burlona acompañada de esa sonrisa seductora que me volvía loca. A continuación me besó, se acercó a mi oído y me susurró—: ¿Vas a renunciar tú?

—¿Tú qué crees? —le pregunté riéndome mientras reanudaba mis caricias sobre su espalda y la sentí estremecerse de nuevo.

Volvimos a entrelazar nuestros cuerpos como amantes insaciables… hasta que por los agujeros de la parte superior de la pared vimos que había anochecido.

—Pasaremos la noche aquí, ¿no? Porque no pienso despegarme de ti —pregunté a Nina.

—Por supuesto —respondió riéndose. Yo tampoco quiero que te despegues.

—¡Oh! ¡Vaya! —exclamé mientras recordé y mencioné a Tao y Greta—. Sus paseos no me preocupan, pues salen al jardín por la gatera, pero se van a quedar sin cenar.

—No —respondió Nina—. Estate tranquila, Amanda se encargará de atenderlos.

—¡Vaya! Piensas en todo.

—¡Claro! No iba a permitir ninguna distracción después de tres días sin vernos.

Recordé aquellos tres días, la mentira de Lucía, la llegada de la barca con Nina…

—¿Me contarás dónde has estado?

—Sí, claro que te lo contaré, pero no ahora porque, hablando de comida, tendremos que cenar algo. ¿Te apetece?

—Sí, claro. La verdad es que tengo hambre… Me has abierto el apetito.

Se levantó y cogió una mochila que estaba al lado de una de las piedras. Nos tapamos con las mantas y compartimos queso, pan y fiambres. Para terminar, Nina me miró y dijo:

—Otra sorpresita que sé que te va a encantar.

Se dirigió a una piedra plana, inclinada sobre otras tres dispuestas en un cuadrado abierto por el lado que daba hacia nosotras, y la retiró. Entonces vi restos de un fuego y varios palos preparados para encenderlo de nuevo. Trajo varios leños de un rincón y prendió una pequeña y encantadora fogata, donde calentó agua para una infusión que agradecí, pues hacía un poco de frío. Sacó de una caja de madera dos sacos de dormir, que por medio de las cremalleras convertimos en uno y nos metimos dentro.

—Estoy asombrada y fascinada —dije mientras me abrazaba a ella—. Vaya rincón que habéis preparado. Me están dando ganas de quedarme a vivir aquí.

—Sabía que te gustaría —respondió abrazándose también a mí.

A pesar de lo feliz y relajada que me sentía, no podía dormir. Contemplé el techo de la gruta, débilmente iluminado por la luz del fuego, así como las figuras que el movimiento de las llamas y las sombras dibujaban sobre las rocas, e intenté imaginar a nuestros antepasados viviendo en las cuevas prehistóricas y la importancia que tuvo que tener para ellos el descubrimiento del fuego. Después repasé todos los acontecimientos de aquel día y miré a Nina, que dormía plácidamente con su cabeza apoyada en mi hombro, su pierna sobre la mía y abrazada a mi cintura. Contemplé su cara y otra vez la emoción asomó a mis ojos. No podía creer que la tuviese allí, entre mis brazos. No podía creer que ella me amase. Pensé que quizás era un deseo pasajero. Volví a mirarla… No, estaba segura de que no era pasajero, porque después de nuestros momentos de fogosidad y locura pasional había comprobado su ternura y había sentido que estábamos unidas por algo más que el deseo. Sentía en mi interior algo que no acertaba a definir, una especie de extraña energía que me unía a ella, como un invisible cordón umbilical que iba mucho más allá del ansia sexual. La besé suavemente en los labios para no despertarla. Al poco rato debí de quedarme dormida.

Cuando desperté estaba de espaldas a Nina, quien abrazaba mi cintura con uno de sus brazos. Aún somnolienta, sentí que acariciaba y besaba mi hombro. Me volví. Me miraba sonriente.

—Buenos días, bella durmiente.

—Buenos días —respondí abrazándome a ella—. ¿Qué tal has dormido?

—Muy bien, como un bebé. Así que diecisiete años más… Anoche me dejaste exhausta —comentó riéndose.

—¿Y cómo crees que me dejaste a mí? —respondí riéndome también.

—Te amo —musitó en mi oído.

—Hummm… Me apunto a este despertar todas las mañanas. —Querrás decir al mediodía.

Miré mi reloj. Era la una del mediodía. Me costaba trabajo dejar de abrazarla, pero tenía que levantarme. Me fui derecha a la cascada para espabilarme del todo. El agua estaba casi helada, lo que me hizo volver rápidamente al estanque, donde me zambullí dejándome abrazar por una calidez agradable. Vi que Nina se dirigía también a la cascada y a continuación se unió a mí en el estanque. Nadamos un poco y nos sentamos en la rampa. Nina abrazó mi cintura y yo apoyé mi cabeza en su hombro. Tras unos minutos, me preguntó:

—¿Quieres que pasemos aquí otra noche o prefieres que regresemos?

—Me encantaría quedarme otra noche, pero creo que será mejor que volvamos.

—¿Lo dices por mi madre y tus perros?

—Sí, no debemos abusar de Amanda y Lucía.

—No, no te preocupes en absoluto por eso. Ellas lo hacen muy gustosas. En realidad, no nos esperan hasta mañana.

—¿Ah, sí? Entonces ¿para qué me preguntas?

—A lo mejor no te apetecía… Tenía que preguntar.

—¿Me estás tomando el pelo? —inquirí con sorna.

—No —respondió intentando contener la risa—. Es que soy muy respetuosa con eso de la edad. Es posible que estés cansada y no quiero empeorar tu artrosis.

—¿Otra vez jugueteando conmigo? —repliqué soltando una carcajada a la vez que, tumbándola sobre la rampa, comencé a besarla y acariciarla.

Nina, riéndose conmigo, me abrazó y empezó también a acariciar mi espalda. La miré.

—Eres preciosa. ¿Sabes que estoy loca por ti?

—Claro, era eso… Ya había notado yo algo raro.

Tras su frase, continuó acariciando mi espalda y, colocando una de sus piernas entre las mías, me abrazó con fuerza y me dio la vuelta hasta situarme debajo de ella. Me miró, besó mi boca, después mi cuello para susurrarme al oído:

—No quiero que estés loca por mí, quiero que me ames como yo a ti, profundamente y sin miedos. Quiero que seas feliz.

A continuación consiguió encender de nuevo mi fuego hasta hacer estallar mi pasión a la vez que la suya, igual que la tarde anterior.

—Nina, no puedo ser más feliz. Te amo profundamente, y ese «estoy loca por ti» que te he dicho antes es lo que ha conseguido que asuma y acepte mis sentimientos. ¿Habrá sido tu discurso? —pregunté riéndome—. Te aseguro que no tengo ninguna intención de recuperar mis miedos. Quiero empezar este viaje contigo sin ninguna meta. Solo ir sintiendo la vida a tu lado, intentando también hacerte feliz.

—Ya lo soy. Soy muy feliz contigo. Te amo y ahora estoy segura de que has vencido tus dudas. Por cierto, te diré que estas aguas tienen propiedades curativas para casos de reumatismo, así que no te preocupes, porque vendremos de vez en cuando a bañarnos aquí. —Me dirigió una mirada burlona, soltó una carcajada y antes de que pudiese reaccionar se levantó y se dirigió a la fogata, que había encendido nada más levantarse.

Fui tras ella, cogí una toalla y comencé a secarle la espalda, aunque no fue más que una disculpa para volver a abrazarla, acariciar sus senos y besarla en el cuello. Me encantaba su cuello. Nina se volvió sonriendo y me besó en la boca.

—Será mejor que nos vistamos o nos vamos a quedar heladas. Ya te desnudaré después.

—¿Es una promesa? —pregunté mientras terminaba de secarme y empezaba a vestirme.

Nos preparamos una ensalada con los ingredientes que Nina fue sacando de la mochila y nos sentamos a comer. Después tomamos una infusión de hierbas, echamos otro par de troncos al fuego y nos recostamos en los cojines tapadas con una de las mantas. La somnolencia nos fue venciendo y abrazadas nos quedamos dormidas casi dos horas. Cuando despertamos avivamos la fogata, pues hacía un poco de frío. Volvimos a arrebujarnos entre los cojines con las mantas. Entre beso y beso, pregunté:

—¿Cómo descubristeis este lugar?

—No sé cuándo lo descubrieron. Yo lo conozco desde siempre. Solo sé que nuestros padres lo conocían, que nuestros abuelos y bisabuelos lo conocían, pero no sé exactamente qué antecesores de nuestro árbol genealógico dieron con esta cueva. Quizás nadie la descubrió. Quizás vivían aquí. Quizás nacieron aquí. Quizás se refugiaron aquí huyendo de algo. Quizás salieron del mar. Quizás nadie descubrió la gruta, sino que sus habitantes descubrieron el exterior y fundaron la aldea.

—Demasiados quizás —respondí mirándola con interés—. ¿Nunca has investigado o intentado averiguar cuál de esos quizás es la respuesta? ¿O quizás tú ya la conoces? —pregunté de nuevo, volviendo su cara hacia mí.

Nina me dirigió una de sus profundas miradas y sonrió, pero no respondió. No quise insistir. Había entendido lo de los tiempos, pero la abracé con fuerza. Entonces tomó mi cara entre sus manos y mirándome a los ojos añadió enigmáticamente:

—Es posible que la respuesta esté en uno o varios de los quizás. Es posible que sea un poquito de cada cosa.

—Eres especialista en excitarme y ahora estás excitando mi curiosidad.

—Sé paciente. Hay que subir los peldaños de uno en uno. Antes de responder a tu curiosidad sobre todo lo concerniente a esta gruta, debes aprender otras cuestiones. Pero prepárate, porque tendrás que tomártelo muy en serio. Y no va a ser fácil.

—¿Te refieres a lo que tú llamas el camino?

—Sí, pero quiero que si lo inicias sea con total libertad y porque realmente deseas hacerlo. No debes permitir que nada ni nadie interfiera en tu libre decisión. Debes meditarlo muy profundamente y dejarte guiar por tu corazón.

—Prometo tomármelo muy en serio, porque sé que lo es. También sé que no va resultarme fácil y no sé si tendré la capacidad, la paciencia y la disciplina que intuyo que son necesarias para llegar a la meta.

—No te pongas metas, mi cielo. No hay metas. Solo hay evolución, transformación… Imagina a un viajero que quiere llegar a un lugar determinado que desea conocer. Puede hacer dos cosas, viajar lo más rápido que pueda con la obsesión de llegar cuanto antes, sin poner atención en nada más, o viajar con serenidad y con la mente despierta para aprender y disfrutar de cada etapa del viaje. En el primer caso, solo importa la meta. En el segundo, lo importante es el viaje. Me gustaría que tú hicieras el viaje.

—¿Crees de verdad que puedo ser ese tipo de viajera?

—Estoy completamente segura. Lo supe el mismo día que te conocí. Tienes capacidad para ello. Estás en la escala vibratoria correcta para iniciar ese camino, pero la paciencia y la disciplina tendrás que trabajarlas mucho. Tienes que aprender a ser paciente. La luz solo llega cuando amanece. La impaciencia puede llevarte a la dispersión. He observado que tienes una curiosidad innata, que en sí misma es muy positiva, pero siempre que la controles y no te desborde. Si te interesan muchas cosas, puede ser que te impacientes y esa impaciencia puede lograr que te cueste concentrar tu energía en un solo objetivo y te disperses, con lo cual estarías desperdiciando tu fuerza y tu eficacia.

En ese momento la miré totalmente alucinada, porque acababa de hacer la radiografía de uno de los fallos que durante toda mi vida me habían acompañado. Me recordaba empezando multitud de cosas que abandonaba no tardando mucho porque en el horizonte de mi curiosidad había aparecido otra cuestión que despertaba también mi interés. Así, siempre había ido saltando de un tema a otro sin conseguir profundizar del todo en ninguno. Nunca había conseguido ser maestra de casi nada, pero, eso sí, siempre había sido aprendiz de todo. Por eso volví a mirarla asombrada.

Nina se dio cuenta, interrumpió su razonamiento y me interrogó con la mirada.

—Pero ¿cómo puedes saber eso de mí? Hay veces que me asustas un poco.

Se echó a reír y acarició mi rostro.

—No es que lo sepa, pero me he dado cuenta de que eres un poco impaciente y sé que la impaciencia no es buena si quieres comenzar el camino de la evolución espiritual.

Fui consciente de que, en cuestión de psicología, Nina era una experta. Le di las gracias por su advertencia y me abracé a ella de nuevo. Así permanecimos durante mucho tiempo, disfrutando del silencio que nos envolvía, solamente roto por el leve sonido de la pequeña cascada, y viendo cómo la claridad, que entraba por los orificios de la roca, se iba diluyendo, permitiendo el regreso de las sombras producidas por la luz de la pequeña hoguera.

La verdad es que pasar la noche en aquella gruta imponía un poco. Cuando se acababa la luz del día, el resplandor del fuego o la tenue luminosidad de las velas parecían agrandar aquella caverna, dando la sensación en algunos momentos de que aquellas sombras adquirían vida propia y se movían entre las rocas. Creo que si hubiese estado sola no habría conseguido dormir ni un instante, y eso que no me considero una persona miedosa; pero pensar dónde me encontraba y, sobre todo, ser consciente de que había otras dos galerías que, en la oscuridad, más que ver, adivinaba y que aún no sabía adónde conducían lograba que me sintiese un pelín inquieta, lo que hizo que me abrazase más fuerte a Nina. Ella me miró sonriente.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

—¿De qué tipo?

Nina me dedicó una mirada burlona y soltó una carcajada. Nos levantamos, echamos otro par de troncos al fuego y terminamos con el surtido de queso y fiambres.

—La próxima vez que vengamos hay que traer más leña, queda poca.

—¿Soléis venir mucho?

—De vez en cuando, sobre todo en invierno, pues el baño es mucho más agradable.

—Intuyo que no toda la aldea conoce esta gruta, ¿verdad?

—¿Por qué intuyes eso?

—Porque si yo descubro un entorno tan vulnerable como este, intentaría mantenerlo en secreto para protegerlo aunque con ello violentase en cierto modo la confianza y la hermandad que existe en la aldea.

—Sí, así es. Tuvieron que sopesar y meditar el dilema, pero nuestros antepasados decidieron que, por encima de todo, primaba la protección de este espacio. Así que, hace ya un montón de años, todos los habitantes de la aldea hicieron un juramento de silencio para salvaguardar este entorno. Y ese secreto se ha ido transmitiendo solamente a las personas que, según el Consejo de los Mayores, estaban lo suficientemente preparadas para seguir protegiendo este rincón de la naturaleza. En realidad, salvo los niños y adolescentes, el resto lo conoce y protege, aunque algunos venimos más que otros.

—Sí, lo entiendo. No quiero ni imaginarme cómo habría acabado todo esto si llega a oídos de algún empresario turístico sin escrúpulos que solo piensa en el beneficio. Habrían destrozado la costa y no sé qué hubiera sido de la aldea. Gracias por haber confiado en mí. Te aseguro que seré una guardiana más de esta maravilla. Y gracias también por esta sorpresa y por haberme regalado estos dos mágicos días.

Nina me miró sonriente, se levantó, se quitó la ropa y se dirigió al estanque:

—Ven, agradécemelo en el baño.

La seguí y nos zambullimos en el agua. Nadamos unos minutos y volvimos a tumbarnos en la rampa.

—¿Sigues teniendo hambre? —preguntó Nina con una sonrisa burlona e incitadora.

—¡Ah! Pensé que no quedaba más queso —respondí riéndome mientras comenzaba a juguetear con mis manos sobre su cuerpo y sentí las suyas sobre el mío. Cuando volvimos al amparo del fuego estábamos casi agotadas. Nos secamos, volvimos a añadir dos troncos, nos preparamos otro par de infusiones y nos metimos en los sacos.

—Nina, tengo un par de preguntitas antes de dormirnos —dije con voz un poco mimosa.

—¿Solo dos? Venga, pregunta.

—Antes has citado un Consejo de los Mayores. Nunca os he oído mencionarlo.

—Ya has visto que todo lo concerniente al día a día de la aldea o cualquier problema que surge se resuelve democráticamente en asamblea, y has comprobado también que la fraternidad está fuertemente arraigada. Pero hay algunas cuestiones delicadas, como, por ejemplo, lo concerniente a este entorno, que hay que tratarlas en otro ámbito, porque nuestra responsabilidad para salvaguardar ciertos asuntos prevalece por encima de cualquier otra consideración. Y es ahí donde son necesarios la actuación y el liderato del Consejo de los Mayores, las siete personas más ancianas de la aldea.

—Muy interesante. No conocía la existencia de ese Consejo. Supongo que, por la edad, tu madre es una de ellas.

—Sí, Yanira lo preside. ¿Quién crees que pidió al Consejo que permitiese que tú conocieses la gruta?

—¿Lo pidió tu madre? Pensé que lo habías decidido tú.

—Yo se lo sugerí, pero ella no lo habría pedido, por muy madre mía que sea, si no hubiese comprobado que eras digna de confianza.

—¿Y cómo ha podido saberlo? Tampoco hemos hablado mucho.

—Hummm… Con Yanira… prácticamente no necesitas hablar.

—¡Vaya! Ya sé de quién eres alumna aventajada. Al final vais a hacerme sentir como una bacteria a la que analizáis por el microscopio. —Solté una carcajada mientras le hacía la segunda pregunta—: He visto el comienzo de otras dos galerías en esa pared de enfrente. ¿Adónde llevan?

Nina sonrió, pero se quedó callada. Yo respeté su silencio. Ella acarició mi mejilla.

—Las dos desembocan en otra serie de grutas similares a esta. Algún día haremos también esa excursión.

Entendí claramente su respuesta. El conocimiento de aquellas otras grutas pertenecía a otro escalón que aún no me correspondía subir. Pero algo muy importante para ellos debía de existir allí para que, después de haber ganado su confianza para conocer esa caverna, no me considerasen preparada para conocer grutas similares.

Cuando nos despertamos después de haber dormido plácidamente, en la hoguera solo quedaban rescoldos y la luz entraba con fuerza por los orificios de la roca, lo que nos indicó que la lluvia había cesado y el sol acariciaba los acantilados.

Nos levantamos, nos dimos el último chapuzón en la poza y le pregunté qué cualidades tenía el agua, pues me notaba la piel y el pelo mucho más suaves que de costumbre.

—Lo del reuma de ayer, aunque te lo dije bromeando, es verdad —respondió Nina—. Estas aguas son muy buenas para todo tipo de procesos reumáticos y para enfermedades de la piel.

Tras juguetear un rato entre la cascada y el estanque, recogimos las cosas, así como la ceniza y otra basura, y nos dirigimos al pasillo que conducía a la laguna donde estaba la zódiac. Puse en marcha el motor y Nina la condujo por el canal hasta su desembocadura en el océano. El sol lucía en lo alto y nuevamente me sobrecogí de admiración al contemplar los acantilados, los farallones, los pasillos y las formas extrañas que el agua había ido esculpiendo en las rocas. Parecía que la propia naturaleza se había encargado de ocultar la entrada de la galería, ya que esta solo se veía tras haber traspasado los dos primeros farallones, que parecían los guardianes de aquel entorno.

Más allá de las caracolas

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