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V

EMPIEZA LA GUERRA DE LAS CORRIENTES

El laboratorio y las naves que ocupó un Tesla ilusionado con su nueva empresa estaban situados en los números 33-35 de South Fifth Street, a pocas manzanas de las naves donde trabajaba Edison. Con medio millón de dólares como capital, la Tesla Electric Company echó a andar en abril de 1887. Para el inventor fue como un sueño hecho realidad. Se puso manos a la obra como una de sus dinamos, es decir, día y noche, sin tomarse un respiro.

Como ya tenía el proyecto acabado en su cabeza, a los pocos meses estaba en condiciones de patentar su sistema polifásico de corriente alterna que, de hecho, eran tres, monofásico, bifásico y trifásico, si bien realizó experimentos con otras variantes. En cada caso, diseñó los correspondientes generadores, motores, transformadores y controles automáticos.

Había entonces en Estados Unidos cientos de centrales eléctricas a pleno rendimiento, con hasta una veintena de circuitos y dotaciones diferentes. En 1886, Elihu Thomson, por ejemplo, había instalado un pequeño alternador y unos transformadores en la fábrica que la Thomson-Houston Company tenía en Lynn, Massachussets, que a su vez alimentaba las lámparas incandescentes de otra fábrica. Habría de pasar un año, no obstante, antes de que diese con un sistema de cableado seguro para los hogares. Por su lado, George Westinghouse, inventor del freno neumático para el ferrocarril, tras hacerse con las patentes del sistema de distribución de corriente alterna de Gaulard y Gibbs, encargó a William Stanley, ingeniero jefe de su empresa, que diseñase un proyecto de transformadores; ese mismo año, se probó con buenos resultados. En noviembre, Westinghouse puso en marcha en Buffalo la primera red comercial de corriente alterna de Estados Unidos; en 1887, disponía ya de más de treinta centrales operativas. Todo esto sin olvidar el sistema de corriente continua, el utilizado por la Edison Electric Company, una de las primeras empresas en entrar en liza.

Pero aún no se había dado con el motor de corriente alterna que ofreciera resultados satisfactorios. No habían pasado seis meses desde que se inaugurase el laboratorio, y Tesla ya había presentado dos motores de estas características a la Oficina de Patentes y enviado las primeras solicitudes para patentar el uso de la corriente alterna.[1] A lo largo de 1891, presentó y obtuvo cuarenta patentes[2]: eran tan originales y estaban tan bien fundamentadas que fueron aceptadas de inmediato.[3]

La rueda de la fortuna parecía ponerse de su parte. William A. Anthony, que había organizado un curso de ingeniería eléctrica en la Universidad de Cornell, reconoció de inmediato la importancia de las ideas de Tesla y se deshizo en comentarios elogiosos: no se trataba sólo de la invención de otro motor, sino de los primeros balbuceos de una nueva tecnología. Lo fundamental del sistema, como apuntaba Anthony, consistía en la maravillosa simplicidad del motor, prácticamente carente de piezas que pudieran estropearse.

Las noticias acerca de la inesperada actividad que se registraba en la Oficina de Patentes no tardaron en llegar a oídos de Wall Street, y a los círculos empresariales y académicos. Por indicación del profesor Anthony, el 16 de mayo de 1888, un joven serbio casi desconocido fue invitado a pronunciar una conferencia en el American Institute of Electrical Engineers.

Con cierto asombro, Tesla descubrió que no carecía de dotes para la oratoria. La conferencia en cuestión se convirtió en un clásico. Llevaba por título: “Un nuevo sistema para motores y transformadores de corriente alterna”.[4]

A propósito de la disertación de Tesla, el doctor B. A. Behrend declaró: “Nunca, desde la aparición de las Investigaciones experimentales sobre la electricidad, de Faraday, habíamos asistido a una exposición tan clara y contundente de una verdad experimental como un puño […] No dejó ni un cabo suelto; no se echó en falta ni el armazón matemático en que se sustentaba”.[5]

El mensaje de Tesla llegó en el momento más oportuno. En sus patentes estaba la clave que George Westinghouse llevaba tanto tiempo buscando. El magnate de Pittsburgh, un hombre achaparrado, basto, dinámico y con bigotes de morsa, tenía una especial debilidad por ir vestido a la moda y gustos de aventurero. Como Morgan, no tardaría en enganchar su vagón privado a los trenes ordinarios que unían Pittsburgh y Nueva York, primero, y luego a los que llegaban hasta las cataratas del Niágara. Aparte de luchador nato, como Edison, era tan cabezota como el inventor. En definitiva, los dos estaban bien pertrechados para la batalla que se avecinaba.

Westinghouse era un empresario avasallador, pero desde luego no se conformaba sólo con hacerse rico. Desde su punto de vista, el éxito en los negocios no pasaba por untar a políticos ni por darle al público lo que quería. Supo ver y comprender de inmediato el potencial que entrañaba aquel sistema, que permitiría el transporte de electricidad de alto voltaje a cualquier parte de los inmensos Estados Unidos. Como Tesla, también había soñado con sacar provecho del potencial hidroeléctrico que representaban las cataratas del Niágara.

Fue a ver al inventor a su laboratorio. Los dos, enamorados por igual de aquella nueva fuente de energía y compartiendo los mismos gustos por la pulcritud en cuanto al atuendo, hicieron buenas migas. El laboratorio y los talleres de Tesla estaban atestados de intrigantes artilugios. Westinghouse iba de uno a otro, agachándose a veces, apoyando las manos en las rodillas, para verlos más de cerca; en ocasiones, alargaba el cuello y asentía con gesto de satisfacción al escuchar el leve zumbido de los motores de corriente alterna. No le hicieron falta demasiadas explicaciones.

Se dijo entonces, aunque lamentablemente no disponemos de documentación al respecto, que el empresario se volvió para mirar a Tesla y le ofreció un millón de dólares más un porcentaje por los derechos de todas las patentes de corriente alterna que había registrado a su nombre. Caso de ser cierto, el inventor debió de declinar la oferta, porque en los archivos de la empresa consta que Tesla recibió unos sesenta mil dólares de la compañía Westinghouse por cuarenta patentes, cantidad que quedó desglosada en cinco mil dólares en metálico y ciento cincuenta acciones de la sociedad. Sin embargo, en los archivos de la empresa también figura que recibiría dos dólares y medio por cada caballo de potencia mecánica generado gracias a la electricidad que se vendiese.[6] A la vuelta de unos pocos años, tales porcentajes llegaron a representar una suma de dinero tan considerable que dieron lugar a un singular problema.

En aquel momento, no obstante, dado que ese dinero había de compartirlo con Brown y otros que habían invertido en su empresa, Tesla estaba aún lejos de entrar a formar parte del selecto club de los millonarios. Con todo, pasar de ser un don nadie a convertirse en un personaje de buen tono y bien visto en los círculos sociales de Manhattan no dejaba de resultarle vertiginoso y agradable a un tiempo.

Así que aceptó el trabajo de asesor en la Westinghouse para adaptar su sistema monofásico, a cambio de un salario de dos mil dólares mensuales. Aquellos ingresos extra le venían de perlas, pero le obligaban a trasladarse a Pittsburgh, en el preciso momento en que empezaba a recibir invitaciones de las cuatrocientas mayores fortunas del país. De mala gana, pues, se mudó.

Como era de temer, un sistema tan novedoso no dejaría de plantear dificultades. La corriente de 133 hercios que se utilizaba en la Westinghouse no era la adecuada para el motor de inducción de Tesla, pensado para una frecuencia de 60 hercios. De no muy buenas maneras, así se lo expuso reiteradamente a los ingenieros de la empresa, haciéndoles ver que estaban equivocados. Sólo después de realizar vanos y costosos experimentos durante meses, los técnicos se avinieron a seguir sus indicaciones, y entonces el motor funcionó tal y como estaba previsto. A partir de ese momento, se adoptó la frecuencia de 60 hercios para la corriente alterna.

No mucho después, Tesla dio otro paso tan importante para su futuro como el desarrollo de sus inventos. El 30 de julio de 1891, se convirtió en ciudadano estadounidense, circunstancia ésta que, como solía decir a sus amigos, le enorgullecía más que los premios científicos que le habían concedido. Los diplomas y los reconocimientos dormitaban en sus cajones, pero siempre guardó a buen recaudo en su despacho el documento que lo acreditaba como ciudadano estadounidense.

Al cabo de varios meses, física y mentalmente agotado, concluyó las obligaciones que lo habían llevado a Pittsburgh y regresó a Nueva York. Desde su punto de vista, aquellos largos meses se le antojaron una pérdida de tiempo: no había avanzado nada en sus investigaciones.

En septiembre, acudió a la Exposición Internacional de París y, desde allí, en compañía de su tío Petar Mandić, partió para Croacia. Petar lo llevó al monasterio de Gomirje, a cuya comunidad había pertenecido, cerca de Ogulin, para que el agotado inventor se recuperase.

También fue a ver su madre y a sus hermanas. No disponemos, por desgracia, de ningún documento referido a las circunstancias en que vivía su madre viuda, o si de algún modo la ayudó económicamente una vez que empezó a ganar dinero en tierras norteamericanas. Futuros acontecimientos se encargarían de poner de relieve, no obstante, lo mucho que la echaba en falta.


Cuando se enteró del acuerdo al que habían llegado Tesla y la Westinghouse para el desarrollo del sistema de corriente alterna, Edison se sintió dolido en lo más hondo. Por fin, las trincheras quedaban nítidamente delimitadas. Pronto puso en marcha su maquinaria propagandística de Menlo Park, y comenzó a imprimir y distribuir soflamas incendiarias sobre los supuestos peligros que entrañaba la corriente alterna.[7] Siguiendo las consignas de Edison, caso de que no se diera ninguno, había que provocar accidentes achacables a la corriente alterna, y advertir al público del riesgo que corría. En la guerra de las corrientes, no sólo entraban en lid las fortunas invertidas en el sector, sino también el amor propio de un genio egocéntrico.

Los malos tiempos económicos dieron paso a un periodo de crecimiento, y un talante favorable a la expansión recorría Estados Unidos. En Pittsburgh se montaron acerías; en Manhattan se construyó el nuevo puente de Brooklyn al tiempo que se erigían torres de edificios que parecían tocar el cielo. Los ferrocarriles, las tierras y el oro hicieron ricos a quienes habían apostado por el crecimiento en el momento oportuno. Con casi tres mil trabajadores empleados en sus centrales, hasta el propio Edison se había convertido en uno de los empresarios más prominentes del país.

Michael Pupin, que acabaría por aliarse con Edison y Marconi formando un trío diabólico para su colega serbio, se contaba entre los que supieron ver de inmediato las ventajas del sistema de corriente alterna de Tesla. De hecho, aseguraba que a punto había estado de que lo expulsasen de la escuela de ingeniería eléctrica de la Universidad de Columbia por elogiar aquella novedosa tecnología.

Pupin, un muchacho de origen campesino, criado en la frontera militar de Serbia, había llegado a Nueva York a los quince años con cinco centavos en el bolsillo (uno más que Tesla), había acarreado carbón a cincuenta centavos la tonelada y, con el tiempo, obtuvo becas para estudiar en la Universidad de Columbia y en Cambridge. Como Tesla, llegó a situarse entre los mejores ingenieros eléctricos y físicos de los Estados Unidos. Pero le molestaba la escasa consideración que los capitostes del sector eléctrico prestaban a especialistas en electricidad altamente cualificados. En su opinión, lo único que les preocupaba era que el desarrollo de la corriente alterna no pusiese en peligro sus sistemas de corriente continua.

“¡Una idea completamente antiamericana!”, clamaba aquel estadounidense de nuevo cuño. “Cualquier entendido que aborde la cuestión con imparcialidad e inteligencia reconocería que ambos sistemas se complementan de un modo admirable”.

Unos cuantos empresarios, sobre todo de la competencia, presentaron varias demandas contra las patentes adquiridas por Westinghouse, alegando que sus inventores se habían adelantado a Tesla. Se iniciaron pleitos, pues, en nombre de los descubridores perjudicados: Walter Baily, Marcel Deprez y Charles S. Bradley. Por si esto fuera poco, en un intento de soslayar las patentes de Tesla, General Electric presentó una reclamación a propósito de lo que se conocía como el sistema “monocíclico”, ideado por uno de sus matemáticos más brillantes, Charles Steinmetz. Sin embargo, este hombre nunca cuestionó que Tesla fuese en cabeza en el terreno de la corriente alterna.

Tales acciones legales lograron su objetivo: confundir al público. Hubo incluso ingenieros que nunca entendieron la razón de que el de Tesla fuese el sistema casi universalmente adoptado. Podría decirse que la confusión llega hasta nuestros días, a pesar de la clara y tajante sentencia a favor de Tesla dictada en septiembre de 1900 por el juez Townsend, del Tribunal Estatal del Estado de Connecticut. Sólo por eso, merece la pena que transcribamos las consideraciones del propio juez.

Sólo el genio de Tesla fue capaz de captar los elementos ingobernables, desenfrenados y, en consecuencia, opuestos entre sí que conviven tanto en la naturaleza como en el arte, y domeñarlos y transformarlos en máquinas al servicio del hombre. Él fue el primero que nos enseñó cómo transformar el juguete de Arago en un motor capaz de producir energía; el primero en transformar el ‘experimento de laboratorio’ de Baily en un práctico motor que funciona; el indicador, en rueda motriz; el primero en acuñar el concepto de que los propios impedimentos para cambiar la polaridad, las contradicciones de la alternancia, pueden ser transformados en rotación capaz de generar energía, en un campo de fuerza giratorio.

Dominó lo que otros consideraban barreras insuperables, corrientes intransmisibles y fuerzas de signo opuesto y, mediante la armonización de polaridades, llevó hasta unos motores eficientes la energía producida en Niágara.

En consecuencia, dicto esta sentencia, que será aplicable a todas las demandas hasta ahora presentadas.

En West Orange, Nueva Jersey, las familias que vivían en las proximidades del inmenso laboratorio de Edison repararon en que sus animales de compañía desaparecían, y no tardaron en descubrir el motivo. El inventor pagaba veinticinco centavos a cada niño que le llevase perros y gatos que, más tarde, electrocutaba en crueles experimentos con corriente alterna. Al mismo tiempo, imprimía escalofriantes pasquines encabezados con la palabra ADVERTENCIA en caracteres rojos, y mensajes en los que se aseguraba que si el público no abría bien los ojos podía acabar fatalmente westinghousizado.

Dos años le llevó a Edison preparar a conciencia el terreno para tomarse la revancha. En este sentido, había escrito a E. H. Johnson:

Tenga por seguro que alguno de los clientes de Westinghouse morirá dentro de los seis primeros meses a contar desde el momento en que ponga en marcha una instalación, sea de la potencia que sea. Ha adquirido un nuevo sistema, y habrá de realizar experimentos sin número antes de ponerlo en funcionamiento. Aun así, siempre entrañará peligros…[8]

Acusaba a Westinghouse de haber seguido las mismas pautas que él había utilizado contra las compañías de gas, cuando había enviado representantes por todo el país con el propósito de dar a conocer las ventajas de la corriente continua. “Sus planes no me inquietan lo más mínimo; lo único que me molesta es que W. es capaz de mandar a sus representantes y comerciales por todas partes. Tiene el don de la ubicuidad, y mucho me temo que creará un buen número de empresas antes de que nos demos cuenta siquiera…”.[9]

Preocupado con los retos que se le venían encima, Westinghouse apenas prestaba atención a las insidias de Edison, pero acabó por dar el visto bueno a una campaña educativa con vistas a contrarrestarlas. Pronunciaría discursos, escribiría artículos, haría cualquier cosa, aseguraba, para que el público supiese la verdad. A Tesla le confesó que haría lo imposible por adquirir los derechos de explotación de las cataratas del Niágara.

No perdía de vista, sin embargo, Chicago ni la Exposición Colombina, que se celebraría en aquella ciudad en 1893. Sus estrategas ya empezaban a referirse a aquel evento, conmemorativo del cuarto centenario del descubrimiento de América, como el Mundo del Mañana o la Ciudad Blanca, cuya luz irradiaría a lo largo y ancho de la nación. Jamás habría imaginado un decorado mejor para difundir la imagen que tenía en la cabeza.

Por desgracia, lord Kelvin, el eminente científico inglés, había sido designado presidente de la Comisión Internacional sobre el Niágara, creada para buscar la mejor manera de explotar las cataratas. Y este físico y matemático, para entonces ya miembro de la nobleza, se había declarado partidario sin ambages de la vieja corriente continua.

Cerca de veinte propuestas se presentaron al premio de tres mil dólares con que la Comisión había decidido dotar el proyecto que se juzgase más viable. Pero las tres compañías eléctricas por excelencia, a saber, Westinghouse, Edison General Electric y Thomson-Houston, se pusieron de acuerdo para no presentarse. La Comisión se había constituido a instancias de un grupo neoyorquino, la Cataract Construction Company, bajo la presidencia de Edward Dean Adams. En palabras de Westinghouse, “la antedicha compañía trataba de hacerse con una información que valía cien mil dólares al módico precio de tres mil”. Cuando estuvieran “dispuestos a hablar en serio de negocios”, añadió, presentaría sus propios planes.

Como tantos otros en aquellos años de rápido crecimiento, George Westinghouse se encontró con problemas de financiación. La adaptación de sus centrales al sistema polifásico de Tesla le había salido mucho más cara de lo previsto. Y justo cuando necesitaba dinero para seguir creciendo como empresa, los banqueros se mostraban remisos.

Su único consuelo era saber que Edison también pasaba dificultades. Por los rumores que le llegaban de Wall Street sabía que, a menos que se fusionase con otra compañía, se vería en una situación complicada. Para olvidarse de sus problemas, el inventor se dedicaba a bramar contra Westinghouse, diciendo que más le valía dedicarse de lleno al negocio de los frenos neumáticos, porque de electricidad no tenía ni idea.

La primera ofensiva de Edison en esta guerra de las corrientes consistió en ganarse a unos cuantos congresistas de Albany para que votasen a favor de una ley que limitase a 800 voltios el potencial para el transporte de energía eléctrica. De ese modo, pensaba, cortaría de raíz cualquier iniciativa relacionada con la corriente alterna. Westinghouse amenazó entonces con demandar a la Edison y a otras compañías por connivencia, según las leyes del Estado de Nueva York, y los legisladores le dieron la espalda a Edison.

“Ese hombre está loco de remate –despotricaba Edison acerca de su homólogo de Pittsburgh–; está volando una cometa que, tarde o temprano, acabará por caer sobre él y lo tumbará de bruces en el suelo”.[10]

Aparte de la virulenta campaña que orquestó en periódicos, folletos y boca a boca, Edison puso en marcha las reuniones de los sábados, sólo aptas para informadores de buen temple: allí presenciaban cómo los aterrados perros y gatos, que los niños habían retirado de la circulación, eran arrastrados hasta una placa de metal unida por unos cables a un generador de una corriente alterna de mil voltios.[11]

A veces, el propio Batchelor le echó una mano en tales experimentos, cuyo objetivo era denunciar los peligros de la corriente alterna. En una ocasión, cuando trataba de sujetar a un perrito que se le escapaba, recibió una fuerte descarga, que después describiría como “un espantoso recuerdo de que el cuerpo y el alma se iban cada uno por su lado […], la sensación de haber recibido un descomunal tajo que había estremecido todas las fibras de mi cuerpo”. Pero la matanza de animales continuó.

Para Edison se trataba de un combate a muerte, aunque a él no le fuera la vida en la contienda. Con la ayuda de Samuel Insull y de un ex ayudante de laboratorio, un tal Harold P. Brown, ideó un plan para acabar con Westinghouse de una vez por todas, o al menos eso pensaba, con el concurso de un tercer invitado.

Brown se las compuso para adquirir los derechos de utilización de tres de las patentes de corriente alterna de Tesla, sin que Westinghouse tuviera conocimiento del uso que pretendía hacer de ellas. A continuación, se trasladó a la cárcel de Sing Sing. Poco después, las autoridades de la prisión anunciaron que, en adelante y por cortesía de la firma Westinghouse, las ejecuciones no serían por ahorcamiento, sino por electrocución mediante corriente alterna.

Antes de que tuviese lugar el primer ajusticiamiento por este método, el profesor Brown se unió al espectáculo itinerante de Edison. Subido en una tarima, electrocutaba con corriente alterna unos cuantos terneros y perros grandes, y se los mostraba a los asistentes diciendo que habían sido westinghousizados. El mensaje era: “¿Acaso elegirían ustedes un invento así para que sus esposas les tuvieran la cena preparada?”.

Con la opinión pública aleccionada en este sentido, las autoridades penitenciarias de la cárcel del estado de Nueva York anunciaron la primera ejecución por electrocución de un asesino convicto condenado a muerte, un tal William Kemmler, que sería westinghousizado el 6 de agosto de 1890.

Ataron a Kemmler a la silla eléctrica y accionaron el conmutador. Como los ingenieros de Edison habían llevado a cabo sus experimentos con animales más pequeños, resultó que se habían equivocado en los cálculos. La descarga eléctrica no fue lo bastante intensa, y hubo que repetir la escalofriante operación, que un periodista describiría como un “espectáculo tremebundo, mucho más desagradable que un ahorcamiento”.[12]

A pesar de esta prolongada y sórdida campaña en su contra, Westinghouse no cejó en su empeño de ganarse la confianza del público para la causa de la corriente alterna, recurriendo a hechos y cifras que demostraban la fiabilidad de ese tipo de energía eléctrica, y apoyándose en personalidades como el profesor Anthony, de Cornell, el profesor Pupin, de Columbia, y otros renombrados científicos.

En un momento dado, los socios de Edison dieron en pensar que las tornas estaban cambiando y trataron de convencer al gran inventor de que, si se paraba a pensar en su futuro como industrial del sector, caería en la cuenta de que estaba cometiendo un error colosal. Testarudo por naturaleza, Edison se negó a escuchar sus argumentos. Habrían de pasar veinte años antes de que admitiera que aquél había sido el mayor patinazo de su vida. A fin de cuentas, una de sus frases preferidas era: “No me preocupa tanto el dinero… como llevar ventaja sobre mis competidores”.

Pero mucho antes de que Edison se mostrase dispuesto a admitir su error científico, vio con claridad que tenía que revisar el orden de sus prioridades. Si quería salir de la apurada situación financiera en que se encontraba, no le quedaba otra que afrontar una fusión.

Sabía lo que había pasado con la Thomson-Houston Company, tras ser absorbida por la casa Morgan y acabar en manos de un gestor profesional, Charles A. Coffin: este alumno aventajado de J. Pierpont Morgan había entablado una despiadada guerra de precios con sus competidores y, una vez que consiguió doblegarlos, los animó a efectuar letales maridajes empresariales. A lo largo de la contienda, Thomson y Houston perdieron el control de su empresa.

Más adelante, Westinghouse le relataría a Clarence W. Barron una conversación que había mantenido con Coffin:

Me comentó (Coffin) cómo hizo bajar el precio de las acciones para que Thomson y Houston no vieran un centavo de los beneficios que habían devengado sus valores cuando su cotización era más alta. La tendencia a la baja del valor de las acciones, que él mismo había provocado, le allanó el camino para firmar un nuevo contrato con Thomson y Houston, por el que renunciaban al derecho preferente que, según sus participaciones en la empresa, podían ejercer para hacerse con nuevas acciones de la compañía. En ese instante, le dije: ‘Si ése es el trato que dispensó a Thomson y a Houston, no pretenderá que me fíe de usted…’.[13]

Por el contrario, Edison no pudo darse el gustazo de dilucidar si debía fiarse de Coffin o no. El 17 de febrero de 1892, The Electrical Engineer anunciaba la fusión entre la Edison Electric Company y la Thomson-Houston Company para constituir una nueva sociedad en la que no tendrían cabida ninguno de los nombres de los socios fundadores de las sociedades fusionadas. General Electric Company sería el nombre de la nueva empresa, con Coffin como presidente.

En la misma crónica, se afirmaba de paso:

Como se rumorea entre los inversores, es de esperar que la Westinghouse Company sea absorbida pronto por la nueva empresa. Al parecer, los accionistas de la nueva compañía podrían destinar una parte importante del capital de 16.600.000 dólares en acciones del que disponen como margen de tesorería tras la adquisición de las acciones de Edison y Thomson-Houston, seis de los cuales están en manos de accionistas preferentes, a la adquisición de la Westinghouse Company en el momento oportuno. No se ha facilitado ninguna información al respecto.

En pocas palabras: que Morgan, mediante la eliminación de “competencias indeseadas”, estaba a punto de hacer realidad su magno sueño de electrificar Estados Unidos, ya fuera mediante redes de corriente alterna o continua. Recurriría a las mismas tácticas que, con espléndidos resultados, había utilizado para hacerse con el control absoluto de ferrocarriles, explotaciones petrolíferas, minas de carbón y acerías. Tenía meridianamente claro que las mejores inversiones de cara al futuro pasaban por forjarse una posición dominante en el sector de la fabricación de componentes y maquinaria eléctricos y ofrecer una amplia gama de servicios que acabarían siendo “públicos”. Antes tenía que hacerse con las patentes de Tesla, de todos modos.

En una imprudente conversación que mantuvo con Westinghouse, Coffin le puso al tanto de la “tremenda bajada de precios que había provocado” para “dejar fuera de combate” a otras empresas eléctricas. Lo más importante, le aconsejó en confianza, era disponer antes que la competencia de un negocio en marcha, ya fuera éste de tranvías movidos por electricidad o de cualquier otro; de lo contrario, la introducción de posteriores cambios resultaba prohibitiva: “Los usuarios no pondrán reparos en pagar la tarifa que se les reclame, porque no tendrán la posibilidad de cambiar de sistema”, aseveró muy ufano.[14] Tal comentario lo hizo ante la persona menos indicada, porque Westinghouse estaba persuadido de que un sistema mejor pensado podía desplazar a otro inferior, por muy asentado que estuviera.

Coffin le había intentado convencer también de las ventajas de recurrir a “la mordida”. En este sentido, le indicó a Westinghouse que debía incrementar el precio que cobraba por la iluminación urbana de seis a ocho dólares, como había hecho su empresa, y así untar con dos dólares a concejales y políticos de distinto pelaje sin perder ni un centavo de los beneficios.[15] Cuando quedó claro que Westinghouse no sería un socio complaciente por voluntad propia, la General Electric Company y la casa Morgan lo atacaron allí donde más daño podían hacerle: en los mercados financieros.

‘En los antros y cloacas de los mercados bursátiles de Wall Street, State Street y Broad Street es donde se crían esas escurridizas y repugnantes serpientes que son los rumores infundados’, escribía Thomas Lawson en Frenzied Finance: ‘George Westinghouse ha dirigido mal sus empresas…’. ‘A no ser que se fusione con General Electric, George Westinghouse se hundirá hasta el cuello…’. Así fue cómo se consiguió el desplome de las acciones de Westinghouse.

Lawson asegura que Westinghouse recurrió a él, en busca de árnica, por su reputación de “buen conocedor de la Bolsa”, y que negoció con todas las armas a su alcance. En primer lugar, era inevitable llegar a algún acuerdo de fusión empresarial, porque el propósito de llevar la corriente alterna a toda la nación sobrepasaba con creces las posibilidades de Westinghouse. Los asesores financieros del empresario apañaron entonces una fusión con compañías más pequeñas, como la U. S. Electric Company y la Consolidated Electric Light Company, y así se constituyó la Westinghouse Electric and Manufacturing Company.

Nada que objetar al respecto, pero había un problema: según los banqueros que financiaban la operación, los derechos que Nikola Tesla había de percibir por sus patentes, según el generoso acuerdo que había firmado con Westinghouse, podían dar al traste con todo. Algunos afirmaban que Westinghouse le había pagado a Tesla un millón de dólares en concepto de adelanto sobre sus derechos.[16] Tan sólo cuatro años después de la firma de dicho contrato, la cifra podía rondar los doce millones de dólares. Nadie, ni siquiera Tesla, sabía calcularlo con exactitud. A medida que salían más aparatos, sus derechos no sólo dependían del equipamiento y motores de las centrales eléctricas, sino que eran extensibles a cualquier patente relacionada con la corriente alterna. Tesla estaba a punto de convertirse en archimillonario, en uno de los hombres más ricos del planeta.

–Deshágase de la obligación de pagar esos derechos –le recomendó uno de los banqueros que se encargaban de la financiación–; si no lo hace, acabará en un atolladero.

Pero Westinghouse no daba su brazo a torcer. También él era inventor, y defendía aquel acuerdo. Por otra parte, añadía, esos derechos se repercuten en el precio que pagan los consumidores y van incluidos en los costes de producción. Pero los banqueros no le dejaron alternativa.

Muy a su pesar, Westinghouse fue a ver Tesla, dispuesto a afrontar una de los encuentros más amargos de su vida (en su biografía oficial no se recoge este episodio). Ambos habían firmado el contrato de buena fe. De haberlo querido, Tesla podría haberle demandado y hubiera ganado el pleito. Pero, ¿de qué le valdría si Westinghouse perdía su empresa?

Como tenía por costumbre, Westinghouse fue directamente al grano. Tras exponerle el problema que lo había llevado allí, le dijo:

–El destino de la Westinghouse Company depende de la decisión que tome usted.[17]

Tesla estaba centrado por completo en sus nuevas investigaciones. Cuando lo tenía, gastaba dinero a manos llenas, pero rara vez estaba enterado de cómo iban sus finanzas. Más que por su valor intrínseco, valoraba el dinero por las cosas que podía hacer con él.

–Imagínese, por un momento, que me niego a rescindir el contrato. ¿Qué haría usted?

–En ese caso –le explicó Westinghouse, al tiempo que abría los brazos–, tendría que vérselas usted con los banqueros. Yo ya no pintaría nada.

–Si renuncio al contrato, ¿conservará la empresa y mantendrá el control del negocio? ¿Seguirá adelante con su proyecto de dar salida al sistema polifásico que he inventado?

–Creo que su invento polifásico es el hallazgo más importante que se ha realizado en el campo de la electricidad –repuso Westinghouse–. Mi propósito de hacerlo asequible a todo el mundo es lo que me ha llevado a esta situación. Pase lo que pase, no voy a renunciar a ese sueño. Seguiré adelante con los proyectos que tenía pensados para que este país adopte el sistema de corriente alterna.

Como no era hombre de negocios, Tesla no estaba en condiciones de rebatir la explicación que Westinghouse le había dado sobre la situación financiera que estaba viviendo, pero se fiaba del empresario.

–Señor Westinghouse –le dijo–, usted se ha portado conmigo como un amigo: creyó en mí cuando nadie más lo hacía y ha tenido el coraje de seguir adelante…, valor que otros no tuvieron. Me apoyó incluso cuando sus propios ingenieros no eran capaces de ver las maravillas que usted y yo soñábamos…; siempre estuvo de mi parte, como un amigo. Déme su contrato; aquí está el mío. Los haré pedazos. Ya puede olvidarse del problema que planteaban mis derechos. ¿Le parece bien?[18]

En la memoria del año 1897 de la Westinghouse Company se refleja que Tesla recibió un único pago de 216.600 dólares a cambio de sus patentes, sin más obligación de pagarle derechos.

Con la desaparición del contrato, Tesla no sólo renunciaba al cobro de millones de dólares que ya había ganado, sino también a la percepción de los emolumentos, corregidos y aumentados, que pudiera obtener en el futuro. Tanto en el mundo de la industria de hoy como en el de entonces, fue un acto de generosidad, por no decir de temeridad, sin precedentes. Tenía para vivir de forma acomodada durante un decenio más o menos, pero luego no iba a encontrar de nuevo el capital con que financiar y desarrollar sus investigaciones. Sólo caben conjeturas sobre cuántos de sus descubrimientos se habrán perdido a consecuencia de aquella decisión.

Westinghouse regresó a Pittsburgh y encauzó las cuestiones relativas a la fusión y a la refinanciación. No sólo conservó el negocio, sino que lo convirtió en un colosal emporio, y mantuvo la palabra que le había dado a Tesla. Años más tarde, y como merecido homenaje al industrial, Tesla escribió:

A mi entender, y dadas las circunstancias del momento, Westinghouse era el único hombre capaz de respaldar mi sistema de corriente alterna y ganar la batalla contra los prejuicios y el poder del dinero. Como pionero, no tuvo parangón. Fue un hombre noble en todos los sentidos, un orgullo para los Estados Unidos, alguien con quien el género humano tiene contraída una deuda impagable.[19]


Tras los meses pasados en Pittsburgh, Tesla había vuelto descorazonado, no sólo por los enfrentamientos con los ingenieros de Westinghouse, sino por las demandas que empezaba a recibir a propósito de sus inventos en el campo de la corriente alterna.

Cientos de fabricantes del sector de la electricidad pirateaban las patentes de Tesla –comentaba John J. O’Neill en una nota reservada–. Cuando ya no tenían nada que hacer porque Westinghouse los había derrotado en los tribunales y acabado con tanto intrusismo, los perdedores se revolvían y dirigían contra Tesla el rencor acumulado.

Algunos de aquellos ataques iban más allá del simple pirateo. Así, por ejemplo, se interpuso una demanda en nombre del profesor Galileo Ferraris, de la Universidad de Turín, que reclamaba que se le reconociese como el primero en describir el método para crear un campo magnético rotatorio. Al parecer, algo había apuntado sobre el particular en 1885, pero sin resultados tangibles. Por el contrario, el descubrimiento de Tesla se remontaba a 1882; al cabo de dos meses, había ideado no sólo el sistema y los aparatos que luego patentaría, sino que había construido su primer motor de inducción, mientras que Ferraris había llegado a la conclusión de que su idea nunca sería aplicable para la fabricación de un motor como tal.

No obstante, The Electrician de Londres daba por sentado que era el hombre que reunía todas las condiciones para fabricarlo. Cuando los editores tuvieron conocimiento del invento de Tesla, reconocieron su error, pero informaron a los lectores de que el serbio había bebido de las ideas de Ferraris.

Dada la enconada rivalidad entre Edison y Westinghouse, los partidarios del primero aprovechaban cualquier oportunidad para arremeter contra Tesla, y la especie difundida a propósito de Ferraris les pareció una excusa tan válida como cualquier otra.

Dos destacados inmigrantes (que, más tarde, se pasarían al bando de Edison) salieron en defensa de Tesla. En una comunicación dirigida al American Institute of Electrical Engineers, Steinmetz afirmaba: “Ferraris construyó un juguetito y, hasta donde yo sé, sus circuitos magnéticos debía de tenerlos asentados en la cabeza, pero no en hierro, aunque, en realidad, daría lo mismo”.

Por su parte, el profesor Michael Pupin, en una carta a Tesla, aseguraba: “Sus adversarios han exagerado hasta el extremo la engañifa de Ferraris. Tal y como yo lo veo, hay una diferencia abismal entre el torbellino de Ferraris y el campo magnético rotatorio de Tesla. Creo que nada tiene que ver una cosa con la otra. Habría que clarificar el asunto y situarlo en su justa perspectiva…”.[20]

Metido de lleno en sus cosas, inmerso en un nuevo mundo de fenómenos eléctricos, Tesla permanecía ajeno a los furibundos antagonismos que suscitaban sus inventos.

Entretanto, Westinghouse, cuando no estaba declarando ante un tribunal o pronunciando discursos, movía con audacia sus peones en el sector industrial. Fue en las afueras de la pequeña ciudad minera de Telluride, Colorado, donde, por primera vez y con fines prácticos, se pusieron en funcionamiento los motores y generadores de Tesla, fabricados por Westinghouse. Corría el año 1891; se instalaron para iluminar los asentamientos mineros.[21]

1 Patentes 381.968, 381.969, 381.970, 382.279, 382.280, 382.281 y 382.282, referidas a sus motores monofásico y polifásico, a su sistema de distribución y a sus transformadores polifásicos.

2 Reproducimos a continuación la numeración de las patentes relativas a su sistema polifásico: 390.413, 390.414, 390.415, 390.721, 390.820, 487.796, 511.559, 511.560, 511.915, 555.190, 524.426, 401.520, 405.858, 405.859, 406.968, 413.353, 416.191, 416.192, 416.193, 416.194, 416.195, 445.207, 459.772, 418.248, 424.036, 417.794, 433.700, 433.701, 433.702, 433.703, 455.067, 455.068 y 464.666.

3 Electrical Review, 12 de mayo de 1888, p. 1; “Nikola Tesla”, Swezey, p. 1149; O’Neill, Genius, pp. 67-68.

4 O’Neill, Genius, p. 69.

5 B. A. Behrend, Minutes, Annual Meeting American Institute of Electrical Engineers, Nueva York, Smithsonian Institution, 18 de mayo de 1917.

6 Acta del compromiso firmado el 7 de julio de 1888 entre la Westinghouse Electric Company y la Tesla Electric Company. Posteriormente, el 27 de julio de 1889, se firmó otro acuerdo entre Nikola Tesla y la Westinghouse Electric Company. Algunos de los biógrafos de primera hora erraron al afirmar que el porcentaje de Tesla era de un dólar por cada caballo de potencia mecánica de fuerza eléctrica vendido.

7 Josephson, Edison.

8 Ibid., p. 346.

9 Ibid., p. 346.

10 Ibid., p. 349.

11 Ibid., p. 347.

12 Ibid., p. 349.

13 Josephson, The Robber Barons.

14 Ibid.

15 Ibid.

16 O’Neill, Genius, p. 84.

17 Ibid., p. 81.

18 Ibid., p. 82.

19 Discurso leído en su ausencia, Institute of Immigrant Welfare, hotel Biltmore, Nueva York, 12 de mayo de 1938.

20 Carta de Michael Pupin a Tesla, Belgrado, Museo Tesla, 19 de diciembre de 1891.

21 Hunt y Draper, Lightning.

Nikola Tesla

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