Читать книгу Nikola Tesla - Margaret Cheney - Страница 9
ОглавлениеII
EL JUGADOR
Nikola Tesla nació a las doce en punto de la noche del 9 al 10 de julio de 1856, en el pueblo de Smiljan, provincia de Lika, Croacia, una región situada entre el macizo de Velebit y la ribera oriental del Adriático. Vino al mundo en una casa pequeña, adosada a la parroquia ortodoxa serbia que atendía su padre, el reverendo Milutin Tesla, quien, en ocasiones, escribió artículos bajo el pseudónimo de “El hombre justo”.
Tanto desde un punto de vista étnico como religioso, ningún otro país de la Europa Oriental era tan diverso como la Yugoslavia de entonces. En Croacia, los serbios Tesla pertenecían a la minoría racial y religiosa de una más de las provincias del imperio austro-húngaro de los Habsburgo, cuyos habitantes sobrellevaban como mejor podían su férreo régimen político.
Por lo general, las minorías desplazadas a otros entornos suelen mostrarse intransigentes en el mantenimiento de sus propias tradiciones. La familia Tesla no era una excepción. Sus miembros concedían mucha importancia a los cánticos militares, la poesía, los bailes populares y las leyendas, la vestimenta y las festividades religiosas de Serbia.
Si bien, en aquella región y en aquella época, el analfabetismo era lo normal, sus habitantes eran una feliz excepción: admiraban y alentaban notables proezas memorísticas.
En la Croacia que Tesla conoció en su niñez, las posibilidades de salir adelante se reducían prácticamente a las faenas del campo, el ejército o la iglesia. Los hijos de las familias de Milutin Tesla y de su esposa, D-luka Mandić, originarias ambas del oeste de Serbia, habían engrosado las filas del ejército o la iglesia a lo largo de generaciones; a su vez, las hijas se habían casado con militares o clérigos.
Aunque en un primer momento Milutin había ingresado en la academia de oficiales del ejército, hubo de abandonarla por indisciplina, para abrazar a continuación la carrera eclesiástica. Desde su punto de vista, ése era el futuro deseable para sus hijos Dane (o Daniel) y Nikola. En cuanto a sus hijas, Milka, Angelina y Marica, el reverendo Tesla confiaba en que Dios en su providencial sabiduría permitiese que casaran con hombres de iglesia, como él.
No era fácil la vida de las mujeres yugoslavas: en ellas recaían las tareas agrícolas más ingratas, y tenían que sacar adelante a sus hijos ocupándose, además, de la familia y de las labores domésticas. Tesla solía decir que de su madre había heredado la memoria fotográfica y la inventiva, lamentando que le hubiera tocado vivir en un país y en unas circunstancias en que tales cualidades no se apreciaban en una mujer. Su madre había sido la mayor de una familia de siete hijos; al quedar ciega la abuela del inventor, hubo de ocuparse de todo, sin tiempo, pues, para ir a la escuela; sin embargo, o quizá por esa misma razón, había desarrollado una memoria prodigiosa, que le permitía recitar al pie de la letra repertorios completos de poesía europea, tanto la clásica de su pueblo como de otros países.
Tras contraer matrimonio, sus cinco hijos no tardaron en llegar. El mayor fue Daniel; Nikola, el cuarto. Como el reverendo Milutin Tesla escribía poemas en sus ratos libres, el muchacho creció en un hogar donde hasta el lenguaje diario era cadencioso, y las citas bíblicas o poéticas tan naturales como asar mazorcas de maíz sobre brasas de carbón vegetal en verano.
De joven, Nikola se dio también a la poesía. Más adelante, se llevaría consigo algunos poemas a Estados Unidos, si bien nunca consintió en publicarlos: los consideraba demasiado íntimos. De mayor, en veladas informales, le encantaba sorprender a personas a quienes acababa de conocer recitándoles poemas de su país de origen (en inglés, francés, alemán o italiano). Aunque muy de vez en cuando, siguió escribiendo versos durante toda su vida.
Desde muy joven apuntaba maneras de genio como inventor. A los cinco años, construyó una rueda hidráulica que poco tenía que ver con las que había observado en el campo: lisa y carente de paletas, giraba al paso del agua como las demás. Algo que, sin duda, habría de recordar más adelante cuando diseñó su genial turbina sin aspas.
Otros experimentos, sin embargo, no tuvieron tanto éxito. En una ocasión, se encaramó al tejado de la cuadra, blandiendo el paraguas familiar y dejando que lo hinchase la fresca brisa que llegaba de las montañas, hasta que, en un momento dado, se sintió tan liviano y tan mareado que pensó que podía volar: se precipitó al suelo, perdió el sentido y su madre tuvo que acostarlo.
Tampoco podría afirmarse que su motor accionado por dieciséis escarabajos fuera un éxito incontestable. Consistía en un artilugio hecho de astillas colocadas en forma de aspas de molino, con un eje y una polea sujetos a unos escarabajos verdes. Cuando los insectos, pegados entre sí, batieran los élitros a la desesperada como era previsible, el ingenio estaría en condiciones de elevarse por el aire. Tal línea de investigación quedó aparcada para siempre, en cuanto apareció un amiguito al que le gustaban los escarabajos verdes y que al ver un tarro repleto comenzó a llevárselos a la boca. El jovencísimo inventor acabó vomitando.
Se dedicó a continuación a desmontar y ensamblar de nuevo los relojes de su abuelo. Andando el tiempo, recordaría lo poco que le había durado aquella afición: “Siempre concluía con éxito la primera operación, pero no solía atinar en la segunda”. Treinta años habrían de pasar antes de que volviese a hincarle el diente a la mecánica relojera.
No todos los disgustos de aquellos primeros años tuvieron que ver con la ciencia. “En mi pueblo natal –recordaría años más tarde–, había una señora rica, una buena mujer, un poco pretenciosa, que solía acudir a la iglesia aparatosamente maquillada, muy peripuesta y acompañada de numerosos criados. Un domingo, cuando acababan de tocar la campana de la iglesia, eché a correr escaleras abajo y me tropecé con la cola de su vestido, que se rasgó con un chirrido similar al de una salva de mosquetería disparada por reclutas bisoños”.[1]
Su padre, lívido de cólera, sólo le propinó un cachete en la mejilla, “el único castigo corporal que me infligió y que, sin embargo, aún me parece sentir”. Tesla aseguraba que había pasado un apuro y una vergüenza indescriptibles; desde aquel incidente, todo el mundo lo miraba como a un apestado.
Pero un golpe de suerte le permitió redimirse a ojos de sus vecinos. El pueblo acababa de comprar una bomba de incendios y de dotar de uniformes nuevos a los bomberos, ocasión que había que celebrar como Dios manda. El ayuntamiento organizó un desfile, en el que no faltaron los consabidos discursos; a continuación, se dio la orden de bombear agua para estrenar el equipo. Ni una gota salió de la manguera. Mientras los prohombres de la localidad aguantaban el tipo como podían, nuestro brillante joven se acercó hasta el río y, tal y como había sospechado, observó que la toma de agua se había atascado. Enmendó el problema, y la manguera puso como una sopa a los emocionados próceres de la localidad. Mucho tiempo después, Tesla recordaría que “ni Arquímedes corriendo desnudo por las calles de Siracusa causó tanta sensación como yo. Me sacaron a hombros; me convertí en el héroe de aquella jornada”.[2]
En la bucólica localidad de Smiljan, donde pasó sus primeros años, el inquieto muchacho de cara pálida y angulosa y cabellos revueltos y muy negros llevó una vida que bien podría calificarse de afortunada. Igual que años más tarde trabajaría con energía eléctrica de muy alto voltaje sin sufrir percance alguno, en aquella etapa de su vida, más de una vez se encontró al borde de graves peligros.
Con memoria telescópica, y quizá una pizca de imaginación, relataba cómo, hasta por tres veces, los médicos lo desahuciaron; que a punto estuvo de ahogarse en numerosas ocasiones; que una vez casi lo cuecen vivo en una tinaja de leche caliente; que poco faltó para que lo incinerasen, y que hasta habían llegado a enterrarlo (pasó una noche en una antigua sepultura). Carne de gallina y pelos de punta por culpa de unos perros rabiosos, enfurecidas bandadas de cuervos y afilados colmillos de cerdo amenizan, entre otras, este repertorio de tragedias inconclusas.[3]
Y eso a pesar de que su hogar se hallaba en un paraje bucólico, idílico: ovejas paciendo en los pastos, arrullos de palomas en el palomar y los pollos que tenía que atender el pequeño. Por la mañana, extasiado, contemplaba la bandada de gansos que partía al encuentro de las nubes, la misma que, al ponerse el sol, regresaba desde los campos que había visitado en busca de alimento, “en orden de batalla, en una formación tan perfecta que hubiera avergonzado a la mejor escuadrilla de aviadores de nuestro tiempo”.
A pesar de la espléndida belleza que contemplaba a su alrededor, también acechaban ogros agazapados en la cabeza de aquel niño, la imborrable huella de una tragedia familiar. Hasta donde podía recordar, toda su vida había estado marcada por la profunda influencia de su hermano, siete años mayor que él. Daniel, un chico estupendo, el ojito derecho de sus padres, perdió la vida a los doce años en un inexplicable accidente.
La causa inmediata de la tragedia pudo haber sido un magnífico caballo árabe, regalo de un buen amigo de la familia. Mimado por todos, le suponían dotado de una inteligencia casi humana. Lo cierto es que, en una ocasión, la hermosa criatura había conseguido que su padre saliera ileso de una montaña infestada de lobos. De hacer caso a la autobiografía de Tesla, sin embargo, habríamos de concluir que Daniel murió por culpa de las heridas que le infligió el caballo. En conclusión, no sabemos a ciencia cierta qué ocurrió.[4]
A partir de ese momento, cualquier cosa que hiciera, nos dice el propio Tesla, quedaba empañada por el recuerdo del prometedor hermano fallecido. Sus propios logros “sólo servían como pretexto para que mis padres lamentasen aún más su pérdida. De modo que, si bien nadie pensaba de mí que fuera tonto, no desarrollé una gran confianza en mí mismo durante la infancia…”.
Disponemos de otra versión psicológicamente más compleja, sobre la muerte del hermano mayor de Tesla, según la cual Daniel murió a consecuencia de una caída por las escaleras que llevaban al sótano. Se cuenta que, en pleno delirio, acusó a Nikola de haberlo empujado. Como murió a causa de una herida en la cabeza, probablemente un derrame cerebral, hay quien da por buena esta explicación. A estas alturas, resulta imposible saber cuál fue la realidad.
Es cierto que, durante mucho tiempo, Tesla sufrió pesadillas y alucinaciones que tenían que ver con el fallecimiento de su hermano. Nunca se especifican con claridad tales experiencias, pero se trata de episodios recurrentes que aparecen en diferentes etapas de su vida. Se puede creer, por tanto, la hipótesis de que un chaval de cinco años, incapaz de cargar con esa culpa, hubiera reinterpretado los hechos a su manera.
En cuanto al grado en que la desaparición de Daniel pudo haber influido en la extraordinaria panoplia de fobias y obsesiones que Nikola desarrollaría más adelante, sólo podemos elucubrar. Lo único que sabemos con certeza es que, al parecer, algunos de los rasgos de su carácter, excéntrico por demás, se pusieron de manifiesto desde su más tierna infancia.
Por ejemplo, aunque las joyas y las refulgentes facetas de las rutilantes piedras preciosas que las adornaban reclamaban poderosamente su atención, no soportaba que las mujeres llevasen pendientes, sobre todo si eran de perlas. El olor de una bola de alcanfor en cualquier parte de la casa le desagradaba en extremo. Cuando investigaba, si arrojaba trocitos de papel en un plato que contuviese un líquido, sufría de un singular y espantoso mal sabor de boca. Cuando paseaba, contaba los pasos que daba, igual que el volumen de los platos de sopa, de las tazas de café o de los alimentos sólidos que tomaba. Si no lo hacía, no disfrutaba de la comida; de ahí que prefiriese comer a solas. Si acaso, lo más preocupante, en cuanto a las relaciones físicas se refiere: aseguraba que no podía tocar el cabello de otras personas, “salvo, quizá, con el cañón de un revólver”.[5] Con todo, no es posible establecer con precisión cuándo comenzaron a manifestarse éstas y muchas otras manías.
Según su propio testimonio, desde muy pequeño se sometió a una férrea disciplina para sobresalir en todo, con la esperanza de aliviar a sus padres por la pérdida de Daniel. Trataba de ser más austero, más generoso y estudioso que sus compañeros, sacándoles ventaja en todos los campos. En su opinión, como explicaría más adelante, fue la negación de sí mismo y la represión de sus impulsos naturales lo que le llevó a desarrollar tan extrañas manías.
Si de verdad el carácter de Tesla comenzó a cambiar entonces, los síntomas no se manifestaron hasta pasado un tiempo tras la muerte de Daniel. “Hasta eso de los ocho años –asegura–, fui un chico de carácter débil y caprichoso”. Soñaba con fantasmas y ogros; tenía miedo de la vida, de la muerte y de Dios. Hasta que, gracias a una de sus formas preferidas de pasar el rato, a saber, leyendo en la bien surtida biblioteca de su padre, experimentó una metamorfosis. En un momento dado, el reverendo Milutin Tesla, temiendo que su hijo se destrozase la vista si se pasaba las noches sumido en la lectura, le prohibió que utilizase velas. Pero el chaval se hizo con los materiales necesarios y las fabricó por su cuenta; tapaba el ojo de la cerradura y las rendijas de la puerta de su cuarto, y leía toda la noche sin parar, hasta que oía cómo su madre comenzaba a trajinar al despuntar el alba.
El libro Abafi, o El hijo de Aba, de un consagrado escritor húngaro, consiguió mudar su espíritu pusilánime, una obra que “de algún modo, sirvió para despabilar mi fuerza de voluntad, que estaba adormilada, y me inició en la senda del autocontrol”. Siempre atribuyó sus éxitos como inventor a la férrea disciplina que adoptó a partir de aquel momento.[6]
Desde que nació, estuvo destinado a seguir la carrera eclesiástica. Aunque el chico soñaba con ser ingeniero, su padre no dio su brazo a torcer. Con este objetivo, el reverendo Tesla le impuso una rutina diaria:
[…] abarcaba todo tipo de ejercicios, desde adivinarles el pensamiento a los demás hasta descubrir locuciones o expresiones incorrectas, pasando por repetir frases largas o realizar cálculos mentales. El propósito de esas lecciones diarias no era otro que afianzar mis capacidades memorísticas y deductivas; pero, sobre todo, desarrollar una capacidad crítica que habría de resultarme muy útil.[7]
Sobre su madre escribió que era “una inventora de primerísimo orden; en mi opinión, habría alcanzado grandes metas si su vida no hubiera discurrido tan alejada de los tiempos modernos y las múltiples oportunidades que ofrecen. Inventaba toda clase de herramientas y aparatos, y tejía preciosos diseños con hilos que ella misma devanaba; plantaba incluso las semillas, se ocupaba de las plantas y separaba las fibras que habría de utilizar. Trabajaba sin descanso, desde el amanecer hasta que se hacía de noche; casi todos los adornos y los muebles que había en casa habían salido de sus manos”.[8]
Antes de su prematuro fallecimiento, el superdotado Daniel, en momentos de especial emoción, percibía unas ráfagas de luz que alteraban su capacidad normal de visión. Desde pequeño y a lo largo de su vida, también Tesla hubo de soportar esa molestia.
Años más tarde, la describiría como
un singular malestar que distorsionaba las imágenes percibidas, normalmente acompañado de increíbles fogonazos que no sólo alteraban mi visión de los objetos reales, sino que no me permitían pensar ni actuar con claridad. Eran representaciones de acontecimientos y escenas que había vivido, no de cosas que se me vinieran a la cabeza. Cuando alguien me decía algo, al instante acudía a mí la imagen del objeto designado; pero, en ocasiones, no era capaz de distinguir si era o no tangible, lo que me producía una gran zozobra, ansiedad incluso. Lo he consultado con diversos especialistas en psicología y en fisiología, y nadie encontró una explicación convincente para tales distorsiones…[9]
Según él, esas imágenes no eran sino el resultado de un efecto reflejo del cerebro sobre la retina, cuando ésta se veía sometida a una fuerte tensión. Nada que ver con alucinaciones. En la quietud de la noche, la vívida imagen de un funeral al que hubiera asistido o cualquier otra situación inquietante cobraban forma ante sus ojos, hasta el punto de que ni siquiera a manotazos conseguía apartarlas.
Si la explicación que ofrezco tiene sentido –escribió–, nada impediría proyectar en una pantalla la imagen de cualquier objeto que tengamos en la cabeza para que los demás puedan verla; sería una auténtica revolución en lo tocante a las relaciones humanas. Estoy seguro de que, en el futuro, sería posible, y he de decir que he dedicado mucho tiempo a tratar de resolver esta cuestión.[10]
Entre aquella época y hoy, los parapsicólogos han estudiado a sujetos que, al parecer, pueden proyectar sus representaciones mentales en rollos de película fotográfica virgen. La posibilidad de transmitir nuestras ideas a impresoras electrónicas también se sigue investigando.
Para verse libre de esas imágenes tan perturbadoras y recuperar al menos por un momento la tranquilidad, el joven Tesla se dedicó a concebir mundos imaginarios. Por las noches, se embarcaba en viajes ficticios a distintos lugares, ciudades o países, en los que vivía, conocía a gente y hacía amigos; aunque “parezca increíble, la verdad es que les tenía el mismo cariño que si fueran personajes del mundo real, y ellos me correspondían igual”.[11]
Siguió haciéndolo hasta los diecisiete años, momento en que se volcó de lleno en el mundo de la invención. En ese instante, y para su propia satisfacción, descubrió que no le hacía falta recurrir a maquetas, planos o experimentos, sino que era capaz de plasmarlos en la realidad tal como los había imaginado.
De ahí que recomendase su particular método, más eficaz y expeditivo que el puramente experimental. Al decir de Tesla, cualquiera que se imagina algo corre el riesgo de enredarse en los defectos y detalles del artefacto en cuestión y, a medida que trata de enmendarlos, pierde de vista la idea original tal como la había concebido.
Propongo un método diferente –escribiría–. No me obceco en lo que me traigo entre manos. Cuando se me ocurre algo, comienzo por recrearlo en mi mente. Introduzco los cambios y mejoras precisos, y me imagino cómo funcionaría el aparato en cuestión. Me da absolutamente igual que la turbina funcione en mi cabeza o que esté probándola en el laboratorio. En ambos casos, soy capaz de percibir si no está bien calibrada.[12]
En este sentido, aseguraba que era capaz de mejorar una idea sin necesidad de comprobar nada. Sólo cuando había corregido de cabeza todos los posibles fallos, comenzaba a plasmarlo en la realidad.
El caso es que el artefacto funciona, tal y como lo había imaginado –añadía–, y obtengo los resultados esperados de cada experimento que llevo a cabo. Siempre ha sido así, a lo largo de los últimos veinte años. ¿Por qué no habría de serlo? La ingeniería, bien eléctrica o mecánica, es una ciencia experimental. Con las variables teóricas y prácticas de que dispongamos, pocos son los problemas que no puedan abordarse de forma matemática, calcular el efecto que producirán o determinar los resultados de antemano…[13]
Sin embargo, Tesla solía realizar sucintos esbozos, generales o parciales, de sus inventos. Con el paso del tiempo, sus métodos de investigación se asemejarían bastante al enfoque empírico propugnado por Edison.
Dado que no está claro cómo fue el desarrollo de Tesla durante la niñez, ni hasta qué punto la férrea disciplina mental que adoptó modificó para bien sus talentos naturales, no hay forma de separar sus cualidades innatas de las adquiridas. Hay quien piensa, por ejemplo, que la prodigiosa memoria de Tesla no era nada fuera lo común, sino el resultado de ejercitar un don natural. En cualquier caso, la capacidad de memorizar de un vistazo una página mecanografiada o las proporciones exactas entre el tamaño de los miles de caracteres impresos en dicha página, llamémoslo memoria fotográfica, eidética o de cualquier otro modo, es algo que está al alcance de muy pocos. Es más, este tipo de memoria tiende a desaparecer a lo largo de la adolescencia, lo que pone de manifiesto que depende de las variaciones químicas que experimenta nuestro cuerpo.
Debido al especial aprendizaje a que fue sometido desde muy pequeño y a la rigurosa disciplina a que se aplicó después, Tesla conservó su prodigiosa memoria durante casi toda su vida. Que recurriese al método de ensayo y error a la hora de calibrar los equipos que utilizaba en Colorado, cuando ya era un hombre de mediana edad, apunta a que su capacidad memorística comenzaba a debilitarse.
Con todo, solía decir que su método visual de invención tenía un fallo: que no le permitía hacerse rico, en el sentido crematístico del término, aunque sí sobrado de delirantes quimeras, pues dejaba de lado invenciones que podían resultar muy rentables, sin darles tiempo a madurar lo suficiente para comercializarlas con éxito. Edison, por el contrario, jamás se habría permitido un desliz semejante, y contrataba tantos ayudantes como hiciera falta para evitarlo. Tan es así que se comentaba la buena maña que se daba a la hora de hacerse con las ideas de otros inventores y presentarlas a toda prisa en la oficina de patentes. Al revés que Tesla, al que se le ocurrían las cosas con tanta rapidez que no era capaz de pararse a pensarlas. Una vez que desentrañaba (en su cabeza) el funcionamiento exacto de uno de sus inventos, solía desentenderse del asunto: ya atisbaba nuevos y remotos desafíos.
Su memoria fotográfica puede ayudarnos a entender, en cierto modo, las dificultades que encontró durante toda su vida a la hora de trabajar con otros ingenieros. Mientras los demás querían ver planos, él trabajaba mentalmente. A pesar de sus dotes excepcionales para las matemáticas, estuvo a punto de repetir curso en primaria porque aborrecía las inevitables clases de dibujo.
Hubo de esperar hasta los doce años antes de apartar de su mente, con gran esfuerzo, las imágenes que tanto lo perturbaban, si bien nunca llegó a dominar por completo los inexplicables fogonazos de luz que veía, tanto en situaciones de peligro o de dificultad como cuando se sentía eufórico. Incluso a veces, tenía la sensación de que lo rodeaban unas flamígeras lenguas dotadas de vida propia. Con el paso de los años, en lugar de disminuir, la intensidad de los destellos fue a más, hasta alcanzar un pico máximo cuando andaba por los veinticinco.
Frisando los sesenta, escribió:
De vez en cuando, todavía aparecen esos molestos fogonazos, como cuando se me ocurre algo que abre paso a nuevas posibilidades, pero, como son de una intensidad relativamente baja, ya no me resultan tan perturbadores. Cuando cierro los ojos, lo primero que observo, invariablemente, es un fondo uniforme de un azul muy oscuro, como cielo de una noche despejada y sin estrellas. A los pocos segundos, ese fondo se ve poblado de innumerables y brillantes puntos verdes, distribuidos en diferentes capas que avanzan hacia mí. A continuación, a la derecha, aparece una maravillosa estructura formada por dos sistemas de líneas paralelas, que discurren muy juntas y en perpendicular, y muestran diversos colores, aunque los que más destacan son el amarillo verdoso y el dorado. Inmediatamente después, esas líneas se tornan más brillantes, y el conjunto aparece profusamente moteado de parpadeantes puntos de luz. La imagen se desplaza lentamente por mi campo de visión y, al cabo de unos diez segundos, desaparece por el lado izquierdo, dando entrada a un desagradable y desvaído tono gris que enseguida deja paso a un agitado mar de nubes con forma de seres vivos. Lo curioso es que no puedo proyectar nada sobre ese fondo gris hasta llegar a la segunda fase. Antes de quedarme dormido, siempre pasan ante mí imágenes de personas u objetos. Cuando las contemplo, sé que no tardaré en perder la consciencia. Su ausencia y el empecinamiento en no aparecer suponen siempre el preludio de una noche en vela.[14]
Como estudiante, destacaba en los idiomas. Llegó a aprender francés, inglés, alemán e italiano, así como los diferentes dialectos eslavos. Pero su fuerte, sin ningún género de dudas, eran las matemáticas. Fue el típico alumno irritante que se queda a la expectativa a espaldas del profesor mientras plantea los problemas en el encerado y da la respuesta en cuanto éste ha terminado. En un primer momento, sospecharon que hacía trampa, pero pronto cayeron en la cuenta de que se trataba de otra de las facetas de su increíble capacidad para visualizar y retener imágenes. La pantalla óptica que era su mente almacenaba tablas enteras de logaritmos de las que podía echar mano a placer. Sin embargo, siendo ya un inventor de renombre, podía sucederle que un problema científico de índole menor le obligara a devanarse los sesos.
Señalaba, por otra parte, un curioso fenómeno muy común entre personas de mente creativa, a saber, que aun sin estar concentrado en algo, en un momento dado, sabía que había encontrado la respuesta, aunque ésta no hubiera tomado cuerpo aún. “Lo más maravilloso –escribía– es que cuando tengo esa sensación, sé que he resuelto el problema, que daré con lo que voy buscando”.
Los resultados prácticos, en términos generales, confirmaban su intuición. De hecho, las máquinas diseñadas luego por Tesla casi siempre funcionaron. Podía equivocarse en la aplicación de un postulado científico, incluso errar a la hora de elegir los materiales, pero las máquinas que había visto en su cabeza, una vez trocadas en objetos metálicos, normalmente desempeñaban la función para la que estaban pensadas.
De haber existido en su niñez las escuelas de psicología que hoy conocemos, las endiabladas imágenes que contendían con su percepción de la realidad le habrían valido, sin lugar a dudas, un diagnóstico de esquizofrenia, sesiones de terapia y medicamentos incluidos, capaces quizá de “sanar” el núcleo mismo del que brotaba su creatividad.
Cuando, por fin, descubrió que las imágenes que tenía en la cabeza guardaban siempre relación con escenas reales que había contemplado previamente, pensó que había realizado un descubrimiento de capital importancia, y puso todo su empeño en identificar el estímulo externo que las había provocado. En otras palabras, antes de que los métodos de Freud alcanzasen notoriedad, practicaba una especie de análisis introspectivo que, al cabo del tiempo, llegó a ser casi reflexivo.
“No tenía que hacer ningún esfuerzo para encontrar una relación entre causa y efecto –señalaba– y, para mi sorpresa, no tardé en darme cuenta de que cuanto se me pasaba por la cabeza no era sino resultado de un estímulo externo”.[15]
La conclusión que extrajo de aquella experiencia no fue del todo alentadora, sin embargo. Si hasta entonces había considerado que sus afanes eran consecuencia de su libre albedrío, ahora no tenía otra salida que reconocer la influencia determinante de las circunstancias y los acontecimientos reales. De ser así, estaba claro que era poco más que un autómata, y siempre sería posible construir una máquina que funcionase como un ser humano, que actuase con la misma capacidad de juicio que nos procura la experiencia.
El joven Tesla desarrolló así dos conceptos que, si bien muy diferentes, resultarían cruciales para su futuro. El primero, que los seres humanos podían ser abordados como “máquinas revestidas de carne”. El segundo, que era posible humanizar las máquinas a efectos prácticos. Si, desde el punto de vista de las relaciones sociales, la primera hipótesis le haría muy pocos favores, la segunda lo zambulliría de cabeza en el enigmático mundo de los “autómatas teledirigidos”, como él los llamaba, o de la robótica, que diríamos ahora.
Cuando Nikola tenía seis años, los Tesla se trasladaron a la cercana localidad de Gospić. Allí fue a la escuela por primera vez, y tuvo ocasión de observar los primeros modelos mecánicos, entre ellos las turbinas movidas por agua. Construyó muchas y siempre disfrutaba a la hora de ponerlas en marcha. Leyó también una descripción de las cataratas del Niágara que lo impresionó hondamente. En su imaginación, sólo veía una inmensa rueda, movida por aguas que se precipitaban al vacío. Incluso le dijo a un tío suyo que, algún día, iría a América y pondría en marcha tal idea. Treinta años más tarde, al contemplar su sueño hecho realidad, exultante, Tesla se maravillaba de “los insondables vericuetos de la mente”.
A los diez años empezó a ir al instituto, un edificio de nueva construcción, dotado de un laboratorio de física bien pertrechado. Los experimentos que llevaban a cabo sus profesores lo dejaban boquiabierto. Aunque allí salieron a la luz sus increíbles dotes para las matemáticas, su padre “andaba de cabeza cambiándome de grupo”, porque no soportaba las clases de dibujo artístico.
A lo largo del segundo curso, se obsesionó con la idea del movimiento continuo producido por una presión constante de aire, así como con las posibilidades del vacío. Aunque ardía en deseos de meter en cintura tales fuerzas, la verdad es que durante mucho tiempo sólo dio palos de ciego. Hasta que, como recordaría más adelante, “mis inquietudes se concretaron en un invento que me llevaría hasta donde ningún otro mortal había llegado”. Todo encajaba con su quimérico sueño de poder volar.
“No había día en que no me desplazase por los aires hasta regiones remotas, sin llegar a entender cómo me las componía –recordaría más tarde–. Hasta que di con algo tangible: una máquina voladora, que consistía en un eje rotatorio, unas alas abatibles y […] un vacío que proporcionaba una energía inagotable”.[16]
Lo que construyó en realidad fue un cilindro que giraba sobre dos cojinetes, rodeado de una especie de artesa rectangular en la que quedaba perfectamente encajado. Una plancha cerraba la cara diáfana del cajón y dividía el eje cilíndrico en dos secciones completamente estancas, gracias a unas juntas deslizantes que ajustaban herméticamente. Puesto que una de las secciones quedaba aislada y sin aire, mientras la otra seguía abierta, el resultado final, en opinión del inventor, sería el movimiento continuo del cilindro. Cuando lo hubo concluido, el eje giró levemente.
A partir de aquel momento, realizaba mis cotidianas excursiones aéreas en un vehículo cómodo y lujoso, digno del rey Salomón –aseguraba–. Hubieron de pasar unos cuantos años antes de que cayese en la cuenta de la presión directa que la atmósfera ejercía sobre la superficie del cilindro y de que una rendija era la causante del leve movimiento giratorio que había observado. Aunque me llevó tiempo comprender lo que había sucedido en realidad, el choque fue muy doloroso.[17]
Durante la época del instituto, lugar que probablemente no estaba a la altura de sus capacidades, se vio aquejado de “una grave dolencia o, más bien, de varias; tan malo me puse que los médicos me desahuciaron”. Pero mejoró y, durante la convalecencia, le permitieron leer. Pasado un tiempo, le pidieron que catalogase los libros de la biblioteca de la localidad, tarea que, como más tarde recordaría, le puso en contacto con las primeras obras de Mark Twain. Atribuía su milagrosa recuperación al profundo regocijo que le brindaron. Por desgracia, esta anécdota tiene todas las trazas de ser espuria porque, en aquella época, Twain no había escrito casi nada que fuera tan sobresaliente como para cruzar el océano y recalar en una biblioteca pública de Croacia. Sea verdad o no la anécdota, el caso es que a Tesla le hacía gracia y la daba por buena. Veinticinco años más tarde, tuvo la oportunidad de conocer al gran humorista en Nueva York, le habló de aquella experiencia y, según refería, se llevó la sorpresa de ver que el escritor se echaba a llorar.
El chaval continuó los estudios en el instituto superior de la localidad croata de Karlstadt (Karlovac), un paraje llano y pantanoso donde, como era de esperar, sufrió repetidos ataques de paludismo. Gracias a su profesor de física, sin embargo, las fiebres no fueron un obstáculo para que desarrollase un enorme interés por la electricidad. Cada experimento que presenciaba despertaba “miles de ecos” en su cabeza, y soñaba con seguir una carrera que le permitiera investigar y experimentar.
Cuando volvió a casa de sus padres, se había declarado una epidemia de cólera en la región y contrajo la enfermedad. Obligado a guardar cama, casi sin fuerzas para moverse durante nueve meses, por segunda vez se temió por su vida. Recordaba cómo su padre se sentaba junto a su lecho para darle ánimos, mientras él aún sacaba fuerzas de flaqueza para insistirle: “Si me dejases estudiar ingeniería, a lo mejor me ponía bueno”. El reverendo Tesla, que siempre se había obstinado en que Nikola siguiera la carrera eclesiástica, movido a compasión en circunstancias tales, cedió.
Lo que sucediera a continuación no deja de ser un poco confuso. Tesla fue llamado a filas para un servicio militar de tres años, panorama que le disgustaba más si cabe que la vida religiosa. Más adelante, nunca volvió a referirse a ese periodo, salvo para recordar que su padre le había aconsejado que se pasara un año vagando y durmiendo en las montañas para restablecerse por completo. El caso es que anduvo durante ese año perdido en el monte y no hizo el servicio militar. Algunos de sus familiares, por línea paterna, eran oficiales de alta graduación. Es muy probable que movieran los hilos precisos para eximirle de sus obligaciones militares por razones de salud.[18]
Ni siquiera el año que pasó en tan agrestes parajes bastó para doblegar su imaginación desbocada. Así, se le ocurrió la idea de construir un túnel bajo el océano Atlántico para despachar el correo entre Europa y América. Incluso realizó los cálculos matemáticos de la instalación que había de bombear el agua por la tubería y arrastrar los contenedores esféricos que guardaban la correspondencia; no calculó bien, sin embargo, la resistencia del rozamiento del agua contra las paredes del túnel, de magnitud tan considerable que se vio obligado a renunciar al proyecto. No obstante, gracias a esta experiencia, adquirió una serie de conocimientos que le vendrían muy bien para posteriores inventos.
Poco inclinado a perder el tiempo en menudencias, no se le ocurrió nada mejor que poner en pie un gigantesco anillo alrededor del ecuador. Al principio tendría andamios. Una vez desmontado, el anillo rotaría libremente a la misma velocidad que la Tierra. Dicho así, no difiere demasiado de los satélites con trayectorias sincronizadas que, sólo a finales del siglo XX, llegarían a estar operativos. El proyecto de Tesla iba más allá, sin embargo: proponía la aplicación de una fuerza de signo contrario que fijase la posición del anillo respecto al planeta, de forma que los futuros viajeros pudieran subirse al anillo y trasladarse alrededor del globo terráqueo a la vertiginosa velocidad de mil seiscientos kilómetros por hora o, más bien, que la Tierra se desplazase bajo sus pies a esa velocidad, permitiéndoles circunvalar el planeta en un solo día sin moverse del sitio.
Tras concluir aquel año de caminatas y fantasías, tan enjundioso como ayuno de resultados prácticos, en 1875 se matriculó en la Escuela Politécnica Austriaca de Graz. Durante el primer curso, disfrutó de una beca concedida por las autoridades militares de fronteras y no pasó ningún apuro económico. No obstante, clavaba los codos desde las tres de la mañana hasta las once de la noche con la intención de sacar adelante dos cursos en un solo año. Física, matemáticas y mecánica fueron las materias a las que con más ahínco se dedicó.
Dejó dicho por escrito que, en su afán por concluir todo lo que empezaba, a punto estuvo de perder la vida cuando se dio a la lectura de las obras de Voltaire, casi cien volúmenes, en letra pequeña para mayor desesperación, “que aquel monstruo había escrito al ritmo de setenta y dos tazas diarias de café negro”. Sabía que no se quedaría tranquilo hasta que no los hubiera leído todos.
Al finalizar el curso, aprobó sin dificultad nueve materias. Pero, cuando regresó al año siguiente, descubrió que ya no gozaba de la cómoda situación financiera del curso anterior. La unidad militar de fronteras se había disuelto y no tenía beca. El salario de un clérigo tampoco daba para costear las elevadas tasas académicas, y Tesla tuvo que abandonar los estudios antes de que concluyese el año lectivo. Aprovechó al máximo aquel tiempo libre que le había llovido del cielo, y fue durante ese segundo año, precisamente, cuando comenzó a acariciar la idea de buscar una solución alternativa a los motores eléctricos de corriente continua.
La persona que inició a Tesla en las maravillosas posibilidades que encerraban los motores eléctricos fue un alemán, el profesor Poeschl, que impartía clases de física teórica y experimental. Aunque tenía “unos pies enormes y unas manos que más bien recordaban las garras de un oso”, sus experimentos le abrían nuevos horizontes. Un día, procedente de París, recibieron un aparato, bautizado como Gramme Machine, que funcionaba con corriente continua y podía utilizarse como motor o como dinamo. Con profunda emoción, Tesla se quedó absorto al contemplar aquel artefacto, rodeado de un amasijo de cables conectados a un interruptor. Cuando lo pusieron en marcha, el cacharro comenzó a soltar chispas sin parar y, no sin cierta arrogancia, Tesla comentó delante del profesor Poeschl que aquel artilugio funcionaría mucho mejor si prescindiesen del interruptor y se alimentase con corriente alterna.
El señor Tesla tiene un gran futuro por delante –comentó muy serio el catedrático–, pero no creo que sea capaz de lograr una cosa así: sería como transformar el sentido en que actúa una fuerza, la gravedad pongamos por caso, en una alternancia de vectores, es decir, el movimiento perpetuo, algo inconcebible.[19]
El joven serbio no tenía ni idea de cómo conseguirlo, pero algo le decía que tenía la respuesta en la cabeza, y sabía que no pararía hasta dar con la solución.
Pero Tesla no tenía dinero. En vano trató de pedirlo prestado. Al verse acorralado, comenzó a jugar y, cuando vio que las cartas no le daban suerte, llegó a ser casi un profesional del billar.
Por desgracia, las cualidades lúdicas recién descubiertas no bastaron para sacarle de apuros. Un sobrino de Tesla, Nikola Trbojevich, asegura que unos familiares le comentaron que la policía había expulsado a su tío de la universidad y de la ciudad de Graz “por jugar a las cartas y llevar una vida disoluta”, para añadir: “Como su padre no le dirigía la palabra, su madre reunió el dinero para que fuese a Praga. Allí permaneció dos años, en los que pudo haber asistido a la Universidad como oyente, pues las pesquisas llevadas a cabo por el Gobierno checoslovaco confirmaron que no se había matriculado en ninguna de las cuatro universidades del país […]. De lo que habría que concluir que Tesla fue autodidacta, condición ésta que en nada desmerece su grandeza. También Faraday lo fue”.[20]
Aunque sin éxito, en 1879 Tesla había tratado de encontrar trabajo en Maribor. Así las cosas, regresó al hogar. Su padre falleció aquel mismo año y, al poco, el chico volvió a Praga con la esperanza de continuar sus estudios; al parecer, allí residió hasta cumplir los veinticuatro, asistiendo a clase como oyente, estudiando en la biblioteca de la universidad y procurando mantenerse al día en los avances que se producían en la ingeniería eléctrica y en la física.
Es probable que siguiese con su afición al juego para salir adelante pero, en aquella época, ya no corría el peligro de convertirse en ludópata. El propio Tesla ha relatado cómo se dio al juego y los esfuerzos que hizo para dejarlo:
Para mí, la quintaesencia del placer consistía en sentarme a jugar una partida de cartas –recordaría más tarde–. Mi padre, que siempre llevó una vida ejemplar, no encontraba disculpas para aquel derroche de tiempo y de dinero por mi parte […]. Yo solía decirle: ‘Puedo dejarlo cuando me apetezca, pero ¿merece la pena renunciar a todo lo que pueda comprar por la vida eterna?’. Más de una vez, me apostrofó con expresiones cargadas de ira y desprecio. Mi madre era otro cantar. Entendía la forma de ser de los hombres, y sabía que la salvación de cada cual dependía del empeño que pusiese en alcanzarla. Recuerdo una tarde en que, tras haberlo perdido todo y muriéndome de ganas por jugar, se acercó a mí con un fajo de billetes enrollados y me dijo: ‘Ve y pásalo en grande. Cuanto antes dilapides todo lo que tenemos, mejor. Estoy segura de que lo superarás’. Y tenía razón. En aquel preciso instante, logré dominarme […]. No sólo me sobrepuse a mi desmedida afición, sino que me la arranqué del corazón para no volver a sentir el deseo de jugar…[21]
Con el paso de los años, comenzó a fumar en exceso y cayó en la cuenta de que tanto café como tomaba en nada beneficiaba a su corazón. La fuerza de voluntad se impuso de nuevo, y erradicó ambos vicios; incluso dejó de tomar té. Está claro que Tesla sabía diferenciar con nitidez entre el ejercicio del libre albedrío (del que carecían los seres humanos que no son sino “máquinas revestidas de carne”) y la fuerza de voluntad, o la puesta en práctica de una determinación tomada.
1 Nikola Tesla, “My Inventions”, Electrical Experimenter (mayo, junio, julio y octubre de 1919), reimpreso por Školska Knjiga, Zagreb, 1977, p. 30.
2 Ibid., pp. 30-31.
3 Ibid., p. 26.
4 Ibid., pp. 8-9.
5 Ibid., p. 17.
6 Ibid., p. 18.
7 Ibid., pp. 9-10.
8 Ibid., pp. 10-12.
9 Ibid., pp. 12-13.
10 Ibid., p. 12.
11 Ibid., p. 13.
12 Ibid., p. 13.
13 Ibid., p. 14,
14 Ibid., p. 16.
15 Ibid., p. 14.
16 Ibid., pp. 35-36.
17 Ibid.
18 O’Neill, Genius, pp. 36-37.
19 Tesla, “Inventions”, p. 41.
20 Nikola Trbojevich, Spomenica (Anuario Conmemorativo de la Federación Nacional Serbia, 1901-1951), Pittsburgh, Pennsylvania, p. 172. Fuente: Archivos de Inmigrantes de la Biblioteca de la Universidad de Minnesota.
21 Tesla, “Inventions”, p. 18.