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LA ORDEN DE LA ESPADA FLAMÍGERA
Con tal de que la humanidad lo dejase solo y a sus anchas para disfrutar del romance que mantenía con la electricidad, Tesla era el hombre más feliz del mundo. Disfrutó de esa breve dicha a finales de la década de 1880 y principios de 1890. Pero tras pronunciar cuatro importantes conferencias en tierras americanas y europeas, en 1891 y 1892, en cuestión de pocos meses se convirtió en el científico más respetado del mundo, y su vida privada dejó de ser lo que había sido hasta entonces.
Su aspecto de cigüeña llamaba la atención: encaramado en la tarima, ataviado con una corbata blanca y levita, parecía medir algo más de dos metros gracias a las elevadas suelas de corcho de los zapatos que calzaba durante sus azarosas exhibiciones. A medida que se iba animando, alzaba el tono de su voz, atiplado de natural, hasta llegar al falsete, mientras la audiencia, arrobada por la cadencia de sus frases, el juego de luces y la magia de que se rodeaba, lo escuchaba en éxtasis.
Como aún no se había acuñado el lenguaje científico pertinente, Tesla describía los efectos visuales como un poeta inspirado por el intrigante retozo entre la llama y la luz. Tan arrebatado se mostraba que parecía exudar fuerza vital por los poros. No obstante, ningún científico hubiera podido censurar sus disertaciones como carentes de sustancia técnica.
A pesar de los fuegos artificiales, de la filosofía y de la poesía con que las acompañaba, todas sus aserciones científicas contaban con el respaldo de experimentos que él mismo había realizado no menos de veinte veces. Todos los artilugios que presentaba eran nuevos, diseñados por él y, por lo general, fabricados en su propio taller. Y muy pocas veces repetía un experimento en una charla.
En cuanto a la inapropiada terminología científica de su tiempo, hay que aclarar que la leve descarga de electricidad en el interior de un tubo en el que se había hecho el vacío, lo que él describía como una pincelada, no era sino un haz de electrones y de moléculas de gas ionizadas. Jamás se le habría ocurrido decir algo como “y ahora paso a describirles el ciclotrón”, porque aún no se había acuñado el término. Pero, según los entendidos, a partir de las palabras y experimentos con que las acompañaba, bien podría pensarse que se refería a un antepasado del acelerador de partículas.
Tampoco hablaba de “microscopios electrónicos, rayos cósmicos, radio de tubos de vacío o rayos X”. Cuando describía una de esas lámparas de vacío que en el futuro se considerarían como precursoras del audión, en lugar de radio, se hablaba de receptores de radiofonía, una técnica aún recién nacida. Cuando comentaba las embarulladas imágenes de placas fotográficas que había obtenido en el laboratorio, o se refería a la luz visible, o invisible, ni siquiera Roentgen sabía qué eran los rayos X y cuál habría de ser su utilidad. Y cuando Tesla consiguió una llama que, según sus propias palabras, “ardía sin combustible y no provocaba reacciones químicas”, probablemente estaba presentando un antecedente de lo que hoy conocemos como física del plasma.
“Presento un nuevo enfoque para fenómenos que, hasta el momento, considerábamos como maravillosos y carentes de explicación”, aseguraría en el American Institute of American Engineers.
La chispa de una bobina de inducción, la luminosidad de una lámpara incandescente, los efectos mecánicos atribuibles a imanes y fuerzas de corrientes han dejado de ser fenómenos que superan los límites de nuestro entendimiento; en lugar de considerarlos incomprensibles como antes, su observación nos indica que responden a un sencillo mecanismo y, si bien sólo caben conjeturas en cuanto a su esencia, tenemos la corazonada de que la verdad no tardará en salir a la luz y, casi de forma instintiva, sabemos que tenemos la explicación al alcance de la mano. Admiramos esos maravillosos fenómenos, esas extrañas fuerzas, pero ya no nos dejan boquiabiertos…[1]
Hablaba de la misteriosa fascinación de la electricidad y el magnetismo, que “con su comportamiento en apariencia dual, único entre las fuerzas de la naturaleza con sus fenómenos de atracción, repulsión y rotación, parecen ignotas manifestaciones de agentes misteriosos”, que estimulan y avivan nuestras ansias de saber.
Pero, ¿cómo explicarlos?:
Creo que la explicación más probable y plausible para la mayoría de estos fenómenos reside en el mundo microscópico de las moléculas y los átomos que giran y saltan de órbita en órbita, tan parecido por otra parte a los cuerpos celestes que contemplamos, portadores y, muy probablemente, agitadores del éter o, en otras palabras, portadores de cargas estáticas. La rotación de tales moléculas y del éter genera esfuerzos o tensiones electrostáticas. El equilibrio de esas tensiones del éter desencadena otros movimientos o corrientes eléctricas a su vez, y la trayectoria orbital que siguen es la causa del magnetismo eléctrico y permanente.
Sólo habían pasado tres años desde que, ante los mismos profesionales, presentara el sistema generador de energía que habría de revolucionar la industria y llevar la luz eléctrica hasta los hogares más remotos. Ante una audiencia entregada, mediante juegos de luz y efectos luminosos, explicaba las investigaciones que había realizado sobre la electricidad.
La iluminación de la tarima desde la que disertaba la producían unos espléndidos tubos de luz llenos de gas, algunos de los cuales, de cristal de uranio, eran fosforescentes para dar más brillo aún: parientes lejanos de las luces fluorescentes que ahora conocemos. Tesla nunca las patentó ni las comercializó. Habrían de pasar cincuenta años antes de que saliesen a la venta. Para sus conferencias, solía curvar los tubos y escribir los nombres no sólo de otros renombrados científicos, sino los de sus poetas serbios preferidos.
Vuelto hacia una de las mesas, el orador seleccionaba uno de los muchos y delicados objetos que había a su alrededor.
Aquí tienen un tubo de cristal normal, del que hemos extraído el aire en parte –decía–. Lo sostengo en la mano, pongo mi cuerpo en contacto con un cable por el que circula una corriente alterna de alto voltaje, y verán que el tubo resplandece. Sea cual sea la posición en que lo mantenga, lo mueva hacia donde lo mueva, por mucho que me aleje, su suave y agradable resplandor persistirá sin perder luminosidad.[2]
En el momento en que el tubo comenzó a brillar, enviando de paso un mensaje tranquilizador acerca de la corriente alterna, el “profesor” Brown, un infiltrado de Edison, se levantó con sigilo y se escabulló de la sala. Cuando le contase lo que acababa de ver, su jefe se pondría fuera de sí. George Westinghouse, que había llegado desde Pittsburgh para asistir a la conferencia, inclinó la cabeza haciendo un gesto de aprobación y sonrió.
Tesla mostró a continuación sus lámparas sin cables o sin electrodos, alimentadas por inducción cuando se acoplaban a un generador de alta frecuencia inventado por él, uno más de sus hallazgos tras constatar que, a presión reducida, los gases se convertían en magníficos conductores. Como observaron los asistentes, aunque las trasladase a cualquier parte del recinto, las lámparas seguían funcionando como por arte de magia. Nunca exploró las posibilidades comerciales, pero se trata de un campo que, ochenta años después, seguía siendo objeto de investigación, como atestiguan algunas patentes recientes.
Roland J. Morin, ingeniero jefe de Sylvania GTE International, de Nueva York, escribiría más adelante: “Estoy convencido de que las demostraciones que (Tesla) llevó a cabo de estas fuentes de luz durante la Exposición de Chicago en 1893 representaron el punto de partida para que el Dr. McFarlan Moore pusiese a punto y anunciase la comercialización de las lámparas fluorescentes…”.
Siempre generoso hacia los científicos que habían allanado el camino, Tesla reconoció la deuda que tenía contraída con sir William Crookes, quien, en la década de 1870, había ideado una válvula de vacío con dos electrodos en su interior. En alusión a “ese mundo inexplorado” (que, más tarde, se identificaría como un flujo de electrones), se extendió sobre los resultados conseguidos con corrientes alternas de altos voltajes y frecuencias.
Con sorpresa, hemos observado que la energía eléctrica de la corriente alterna que circula por un cable se nos revela no tanto en el propio tendido como en el espacio que lo rodea, manifestándose en forma de calor, luz, energía mecánica y, lo más llamativo, como afinidad química.
Luego posó sus dedos largos en otro objeto.
Aquí tenemos una lámpara vacía que pende de un solo hilo… Si la tomo en mis manos y coloco una lenteja de platino sobre ella, veremos que el metal se torna incandescente.
Veamos ahora esta bombilla conectada a un cable; si toco el casquillo de metal, observaremos las espléndidas tonalidades de la luz fosforescente que se producirá en su interior.
Reparen en cómo, aislado encima de esta tarima, pongo mi cuerpo en contacto con uno de los bornes por los que circula la corriente que produce esta bobina secundaria de inducción […], verán los destellos de luz que aparecerán en la parte más alejada de la bobina al tiempo que ésta comienza a vibrar con fuerza.
Fíjense. Colocaré ahora estos trozos de tela metálica sobre los bornes de la bobina. Por los destellos luminosos que observamos […], advertimos que se ha producido una descarga.
En su opinión, siempre que se investigaba algo, si había una bobina de inducción por medio, se producía algún resultado interesante o que tuviera alguna aplicación práctica para, acto seguido, describir otros fenómenos que había observado en el laboratorio, como “grandes molinillos que, en la oscuridad, resplandecen maravillosamente con abundancia de destellos”, o que siempre había soñado con conseguir “una insólita llama rígida”. En ocasiones, los asistentes tenían la impresión de que, para él, tan importantes eran los efectos visuales como los resultados tangibles. Pero, a continuación, siempre los obsequiaba con una catarata de “aplicaciones prácticas”.
Por ejemplo, les presentó un motor que funcionaba con un cable único: el espacio, que hacía las veces de circuito de retorno. Para retomar el hilo de su discurso, en contra de quienes presumían de sensatos porque se oponían a tales banalidades, habló de la posibilidad de unos motores que funcionasen sin necesidad de cables, de la energía contenida en el aire, al alcance de todo el mundo.
Es muy posible –añadía– que esos motores que no precisan de cables puedan ponerse en funcionamiento de forma remota estableciendo conexiones a través de aire enrarecido. La corriente alterna, sobre todo de alta frecuencia, circula con sorprendente facilidad incluso a través de gases sólo ligeramente enrarecidos. En las capas altas, la atmósfera está enrarecida. Alcanzar unos cuantos kilómetros de altura en la atmósfera no entraña mayores dificultades que las de índole puramente mecánica. No hay duda de que con las posibilidades que brindan las altas frecuencias y los materiales aislantes, las descargas luminosas podrían surcar kilómetros de aire enrarecido, transportando así una energía de cientos de miles de caballos de fuerza capaces de poner en funcionamiento motores o lámparas, por alejados que estén de la central generadora. He sacado a colación estos esquemas de funcionamiento como una mera posibilidad, porque, en el futuro, no serán necesarios para llevar la energía de un punto a otro. No habrá necesidad de transportarla, tan sencillo como eso. Las generaciones futuras tendrán la posibilidad de poner en marcha las máquinas con la energía que obtengan en cualquier punto del universo. No estoy diciendo nada nuevo… Se trata de una idea ya expresada en el delicioso mito de Anteo, que sacaba la fuerza de la Tierra, la misma que descubrimos en las sutiles especulaciones de uno de sus espléndidos matemáticos… Hay energía en el espacio, sin duda. ¿Será estática o cinética? Si estática, nuestras expectativas se desvanecerán en el aire; si cinética, y estamos seguros de que lo es, que el hombre acomode su maquinaria a la marcha de la rueda de la naturaleza es sólo cuestión de tiempo…[3]
Con todo, el número fuerte de las apariciones públicas de Tesla (que discurrió para las conferencias que dictaría en Inglaterra y Francia) era un tubo de unos quince centímetros en el que se había hecho el vacío, al que se refería como la lámpara de la lenteja de carbono, un instrumento que le permitía explorar nuevos campos.[4]
El artilugio consistía en un pequeño bulbo de cristal que contenía un pequeño trozo de material montado en el extremo de un filamento único conectado a una corriente de alta frecuencia. La lenteja central de material propulsaba electroestáticamente las moléculas de gas contra el recipiente de cristal, donde rebotaban para regresar de nuevo a la pastilla de material, chocando contra ella y calentándola hasta ponerla incandescente, en un proceso que se repetía millones de veces por segundo.
Según la potencia de la fuente, podían alcanzarse temperaturas tan elevadas que sublimaban o fundían al instante la mayoría de los materiales. Tesla realizó experimentos con lentejas de diamante, rubí o circona, hasta que descubrió que el carborundo no se sublimaba tan rápidamente como otros minerales ni acumulaba residuos en el tubo. De ahí el nombre con que la bautizó: lámpara de lenteja de carbono. La energía calorífica acumulada en el material incandescente se transmitía a la pequeña cantidad de gas que contenía el tubo, convirtiéndola en una fuente de luz que, con el mismo aporte de energía eléctrica que consumía la lámpara incandescente de Edison, era hasta veinte veces más luminosa.
Mientras centenares de miles de voltios de corrientes de alta frecuencia circulaban por su cuerpo, sujetaba en la mano su grandiosa creación, un prototipo del Sol incandescente, con el que explicaba su concepción de los rayos cósmicos. Según exponía, el Sol es un cuerpo incandescente, portador de potentísimas cargas eléctricas, que emite nubes de diminutas partículas que, a su vez, absorben energía gracias a la enorme velocidad que adquieren. Como no están confinados en un tubo de cristal, los rayos solares no encuentran impedimento alguno para desplazarse por el espacio.
Tesla estaba convencido de que, al igual que en su lámpara de lenteja de carbono dicho elemento se diluía en nubes de polvo de partículas atómicas, la atmósfera estaba poblada de esas mismas partículas, que bombardeaban sin cesar la Tierra y otros cuerpos siderales.
La aurora boreal constituía una de las demostraciones más palpables de que tal bombardeo era real. Aunque no disponemos de sus notas al respecto, anunció que había detectado su presencia y calculado la energía que portaban esos rayos, que se desplazaban a una velocidad de cientos de millones de voltios.[5]
Al escuchar tan inauditas aseveraciones, los físicos e ingenieros más sosegados guardaban silencio. ¿Qué pruebas aportaba?
Hoy sabemos que las reacciones termonucleares de sesenta y cuatro millones de vatios (o voltios-amperios) registradas en cada metro cuadrado de la superficie solar son la causa de la radiación de rayos X, ultravioletas, visibles e infrarrojos, así como de las ondas de radio y las partículas solares.
Según nuestros conocimientos, como resultado de la formación y consunción de partículas, así como de la alta energía que se produce cuando entran en colisión, los rayos cósmicos adoptan las diversas formas y configuraciones que llegan hasta nosotros. Y no sólo tienen su origen en el Sol, sino que también proceden de las estrellas y de las supernovas, o estrellas que explotan.
Los electrones y protones que, desde el Sol, se aproximan a nuestro planeta y quedan atrapados en el campo magnético que rodea la Tierra forman los cinturones de radiación de Van Allen. La radiación solar, tanto la visible como la invisible, es la que determina la temperatura que se registra en la superficie de cada planeta. Las auroras boreales son el resultado de la colisión de partículas solares con los átomos de la estratosfera terrestre.
Cinco años después de esta conferencia de Tesla, el físico francés Henri Becquerel descubriría los misteriosos rayos que emitía el uranio. Con sus investigaciones sobre el radio, cuyos átomos de uranio se desintegraban de forma espontánea, Marie y Pierre Curie confirmaron sus hallazgos. Equivocadamente, Tesla había creído que los rayos cósmicos eran la única causa de la radioactividad del radio, del torio y del uranio. Pero no andaba errado cuando se había referido al bombardeo de los “rayos cósmicos”, a saber, que partículas subatómicas de alta energía podían convertir otros elementos en radioactivos, como demostraron Irene Curie y su marido, Frédéric Joliot, en 1934.
Aunque la comunidad científica de la época no aceptó la teoría de Tesla acerca de los rayos cósmicos, dos científicos que más tarde alcanzarían merecido renombre en este campo reconocían la deuda contraída con el inventor. Treinta años habrían de transcurrir antes de que el doctor Robert A. Millikan volviese a descubrir la radiación cósmica. En un primer momento, pensó que tales rayos eran de naturaleza ondulatoria, como la luz, es decir, que se trataba de fotones más que de partículas portadoras de carga eléctrica, cuestión ésta que desembocó en una agria controversia entre dos premios Nobel, Millikan por un lado, y Arthur H. Compton por otro; este último pensaba, y sostenía haber demostrado, que la radiación cósmica la constituían partículas de materia de alta velocidad, tal y como Tesla había descrito.
Tanto Millikan como Compton se reconocieron deudores de las intuiciones de su predecesor victoriano. Pero la ciencia seguiría su propia senda, desvelando que los rayos cósmicos eran una materia mucho más enjundiosa y compleja de lo que ambos científicos habían imaginado.
Por otra parte, la misteriosa lámpara de lenteja de carbono con la que Tesla había dejado boquiabierta a la concurrencia, aquel 20 de mayo de 1891 en el Columbia College, desbrozaba el camino que habría de culminar en el microscopio de barrido electrónico. La lámpara en cuestión producía partículas con carga eléctrica emitidas a gran velocidad desde un punto diminuto de la lenteja, alimentada por una corriente de alta potencia. Tales partículas reproducían en imágenes fosforescentes, observables en la superficie esférica de la bombilla, la estructura microscópica del minúsculo punto en donde se generaban.[6]
El único límite para ampliar la imagen así obtenida residía en el tamaño de la esfera de cristal: a mayor radio, mayor aumento. Como los electrones son más pequeños que las ondas luminosas, las emisiones de electrones pueden agrandar los objetos demasiado pequeños para ser observados por las ondas luminosas.
A Vladimir R. Zworykin se le atribuye el mérito de haber creado el microscopio electrónico, allá en 1939. No obstante, la descripción que hace Tesla del efecto conseguido con su lámpara de lenteja de carbono, cuando recurría a niveles de vacío ultra alto, coincide casi literalmente con la descripción del millón de aumentos que permite un microscopio de barrido electrónico.[7]
Otro de los efectos observables gracias a la lámpara de lenteja de carbono guardaba relación con el fenómeno conocido como resonancia. A la hora de explicar el principio de la resonancia, Tesla recurría a menudo a las analogías de la copa de vino y del columpio. Cuando la nota de un violín resquebraja una copa de cristal hasta romperla, deducimos que las vibraciones del aire producidas por el instrumento están en la misma frecuencia que las vibraciones de las moléculas que componen el cristal.
Pongamos, por otra parte, que una persona de cien kilos se está columpiando, y que un chico de sólo veinticinco kilos de peso la empuja con una fuerza equivalente a medio kilo. Si el muchacho acompasa sus empellones hasta hacerlos coincidir con el vaivén del columpio y aumenta en medio kilo el impulso que imprime cada vez, a no ser que pretenda que el ocupante del columpio acabe volando por los aires, deberá detenerse en algún momento.
“El principio se cumple al pie de la letra: basta con continuar aplicando una pequeña fuerza en el momento preciso”, aseguraba Tesla.
En este sentido, puede decirse que la lámpara de lenteja de carbono de Tesla es precursora del acelerador de partículas. Al colocar una lenteja de carborundo en el interior de una esfera de cristal en la que había hecho un vacío casi perfecto, y conectarla con un generador de corriente alterna de alto voltaje y rápida frecuencia, conseguía dotar de carga las pocas moléculas de aire que quedaban. Éstas se desprendían de la lenteja a velocidad cada vez mayor, llegaban al cristal, rebotaban y volvían al punto de origen, pulverizando las partículas de carbono en átomos que se sumaban al torbellino de moléculas de aire, provocando una disgregación aún más acusada.
“A frecuencias lo suficientemente altas –afirmaba–, podemos considerar insignificante la pérdida ocasionada por la elasticidad imperfecta del cristal…”.[8]
En 1939, Ernest Orlando Lawrence, de la Universidad de California, Berkeley, fue galardonado con el premio Nobel como inventor del ciclotrón. Se ha contado que, al parecer:
en 1929, cayó en sus manos […] el trabajo de un físico alemán que, recurriendo a dos impulsos electrostáticos en lugar de uno solo, había conseguido transmitir a los iones de potasio contenidos en un tubo de vacío el doble de energía de la que hubieran absorbido a un determinado voltaje. Lawrence se preguntó si, igual que el impulso se había duplicado, no sería posible triplicarlo o multiplicarlo tantas veces como hiciera falta. El único problema consistía en cómo transmitir a esas partículas una carga energética cada vez mayor hasta conseguir un momento de gran magnitud, como el de un niño en un columpio.[9]
Con cristal y lacre, Lawrence construyó una máquina que acelerase las partículas, una cámara de vacío en forma de disco, de unos diez centímetros de diámetro, rodeada de un potente electroimán; en el interior, colocó dos electrodos de forma semicircular a los que denominó placas D. Las partículas con carga positiva o protones que había en el interior de la cámara circular quedaban bajo la acción del campo magnético hasta alcanzar altísimas velocidades, y salían despedidas de la cámara formando un fino haz de proyectiles atómicos. El primer modelo de Lawrence fue bautizado como ciclotrón por la trayectoria circular que seguían los protones. No tardó en construir un aparato más potente que emitía partículas de muy alta energía, hasta de 1.200.000 electro voltios.
La cuestión de si Tesla había desintegrado en realidad el núcleo atómico del carbono, como exponía su primer biógrafo, poco tiene que ver con el alcance revolucionario de su hallazgo. El propio inventor aseguraba que las moléculas de gas resultantes se estrellaban con tanta violencia contra la lenteja de carbono que ésta se ponía incandescente, como un sólido en un estado de maleabilidad parecido al del plástico.
Es posible que Lawrence nunca hubiera oído hablar de la lámpara que bombardeaba moléculas de Tesla. Pero sin duda sí estaba al tanto de las tentativas de Gregory Breit y su equipo del Carnegie Institute de Washington en 1929 para construir un acelerador de partículas. Y habían recurrido a una de las bobinas de cinco millones de voltios de Tesla para disponer de la energía que necesitaban. Sin aquel artilugio, jamás habrían funcionado las máquinas capaces de desintegrar átomos.
Disponemos de las descripciones de la lámpara de lenteja de carbono, o de bombardeo molecular, de Tesla que se conservan en los archivos históricos de cinco sociedades científicas.[10] Por desgracia, a principios de la década de 1890 ninguno de estos círculos estaba en condiciones de percatarse de la trascendencia que encerraba aquel antepasado de la tecnología de la era atómica.
Tanto Frédéric e Irene Joliot-Curie como Henri Becquerel, Robert A. Millikan, Arthur H. Compton y Lawrence recibieron un premio Nobel. En 1936, su ganador fue Victor F. Hess por haber descubierto la radiación cósmica. No estaría de más que, a modo de sencilla reparación, la comunidad científica se decidiese a reconocer los méritos de Tesla en estos campos.
Aunque muchos de sus colegas, por no decir la mayoría, no comprendieran del todo el mensaje que trataba de transmitirles, Tesla espoleó el interés de unos pocos, que se vieron afectados de una suerte de desvarío temporal, parecido al que experimentan quienes, en nuestros días, se asoman por vez primera a su universo. “No se detenía en los avances que había conseguido –recordaba el mayor Edwin A. Armstrong, que llegaría a convertirse en un prolífico inventor durante la era de la radio–, sino que transmitía la inquietud propia de una imaginación desbordante, que se negaba a doblegarse ante lo que otros consideraban dificultades insuperables; una imaginación cuyas pretensiones, en no pocos casos, hemos de situar aún en el terreno de la especulación”.[11]
O, como le aseguraría el científico inglés J. A. Fleming en una carta: “Reciba mi más cordial enhorabuena por tan importante éxito […] A partir de ahora, no creo que nadie sea capaz de poner en duda que es usted un mago de primer orden, el primero de la Orden de la Espada Flamígera, digamos”.[12]
Rastrear de forma ordenada la actividad de Tesla durante estos años es tarea poco menos que imposible. Sin apartarse del campo de la electricidad, fenómeno misterioso en el que ponía todo su afán, parecía estar en todas partes y al mismo tiempo, trabajando en diferentes proyectos que se solapaban y relacionaban entre sí. Más que una corriente de partículas discretas, o paquetes ondulatorios regidos por las mismas leyes que las partículas, como se afirma en nuestra época, Tesla pensaba que la electricidad era un fluido dotado de poderes trascendentales, pero que se avenía a seguir determinadas leyes físicas.
Aunque habría que esperar a 1897, año en que el físico británico Joseph J. Thomson descubriría el electrón, en cuestión de unos pocos años Tesla señalaría el camino por el que habría de discurrir la electrónica moderna.
En 1831, Faraday había demostrado que era posible convertir la energía mecánica en corriente eléctrica. El mismo año en que Tesla vino al mundo, el inglés lord Kelvin había dado un paso más allá, con una idea de la que se serviría el inventor serbo-norteamericano al comienzo de sus indagaciones sobre un nuevo generador de corriente de alta frecuencia, mucho más alta que la que podía obtenerse por medios mecánicos.
Se pensaba entonces que, cuando un condensador se descargaba, era porque la electricidad, como el agua, fluía entre los conductores. Kelvin demostró que se trataba de un proceso mucho más complejo: la electricidad pasaba de uno a otro de los conductores y retornaba al primero hasta que se consumía toda la energía acumulada, transformándose en una altísima frecuencia de cientos de millones de ciclos por segundo.
El día que, en Budapest, Tesla acuñó el concepto de campo magnético rotatorio, había tenido la corazonada de que el universo era una sinfonía de corrientes alternas, armonías que recorrían una vasta serie de octavas. La corriente alterna de 60 ciclos por segundo no era sino una única nota de la octava más baja. Con una frecuencia de miles de millones de ciclos por segundo, en una de las octavas más altas, se situaba la luz visible. Pensaba que sólo adentrándose en el inmenso campo de las oscilaciones eléctricas, desde su corriente alterna de baja frecuencia a las ondas luminosas, llegaría a hacerse una idea más cabal de la sinfonía del cosmos.
Los trabajos de James Clark Maxwell en 1873 revelaron la existencia de un amplio campo de oscilaciones electromagnéticas situadas por encima y por debajo de la luz visible, oscilaciones de longitudes de onda mucho más cortas y mucho más largas. En Bonn, en 1888, investigando sobre longitudes de onda más largas que las de la luz o el calor, el profesor alemán Heinrich Hertz no sólo había demostrado la pertinencia de la teoría de Maxwell, sino que se convertiría en el primero en generar radiaciones electromagnéticas. Tras enviar una gran carga eléctrica a través del explosor mediante una bobina de inducción y comprobar que un chispazo más pequeño saltaba entre los bornes de otro, situado un poco más allá, los experimentos de Hertz pusieron de manifiesto la existencia de un campo magnético. Por esa misma época, en Inglaterra, sir Oliver Lodge trataba de proceder a la detección de diminutas ondas eléctricas en circuitos por cable.
Los materiales empleados por Hertz eran rudimentarios, y la bobina en donde se originaba la chispa tan poco práctica como peligrosa. En ese momento, apareció Tesla con algo diferente y mucho más avanzado: una serie de alternadores de alta frecuencia que producían oscilaciones de hasta 33.000 ciclos por segundo (33.000 hercios, frecuencia que hoy calificaríamos de media a baja), un mecanismo que era, en realidad, un anticipo de los grandes alternadores de alta frecuencia desarrollados en un futuro aún lejano para las transmisiones radiofónicas mediante ondas continuas, pero insuficiente para satisfacer las necesidades inmediatas del inventor. Ideó entonces lo que conocemos como bobina Tesla, un transformador de núcleo de aire en resonancia con una bobina primaria y otra secundaria, un transformador que, a altas frecuencias, convierte corrientes altas y de bajo voltaje en corrientes bajas y de alto voltaje.
Al poco tiempo, este aparato para producir altos voltajes que, aún en nuestros días y de una u otra manera, se utiliza en los receptores de radio y de televisión, se convirtió en herramienta imprescindible de investigación en los laboratorios de ciencias de todas las universidades, puesto que permitía amplificar las débiles y amortiguadas oscilaciones del circuito ideado por Hertz y soportaba corrientes de casi cualquier magnitud. En este sentido, Tesla se adelantó en unos cuantos años a los primeros experimentos de Marconi.
La necesidad de aislar el equipo de alto voltaje le sugirió la conveniencia de sumergirlo en aceite para evitar el contacto con el aire, idea que pronto se abrió paso en el mercado convirtiéndose en el sistema universal de aislamiento para todos los aparatos de alta tensión. Para reducir la resistencia de las bobinas, Tesla recurrió a conductores trenzados, con dos cables separados y aislados. Como rara vez encontraba el momento de patentar los aparatos que utilizaba o los métodos que seguía en sus investigaciones, también este hallazgo pasó a formar parte del acervo común. Años después, otros se encargarían de comercializarlo: es lo que hoy se conoce como “hilo Litz”, término derivado de cable Litzendraht (“cable trenzado”).
Desarrolló, asimismo, un nuevo modelo de dinamo replicante, adaptada a sus necesidades específicas de corriente de alta frecuencia, un ingenioso motor de un solo cilindro sin válvulas, que funcionaba con aire comprimido o vapor. La velocidad que alcanzaba era tan constante que se propuso adaptarlo a su sistema polifásico de 60 ciclos, combinándolo con motores síncronos convenientemente acoplados para indicar la hora exacta en los lugares donde llegase la corriente alterna. Así nació la idea del nuestros modernos relojes eléctricos.[13] En su avidez por seguir descubriendo cosas, tampoco encontró tiempo para patentar el cronómetro.