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I

UN MODERNO PROMETEO

A las ocho en punto un caballero de noble aspecto, entrado ya en la treintena, sigue los pasos de un camarero hasta la mesa que normalmente ocupa en el Palm Room del hotel Waldorf-Astoria. Con disimulo y a despecho de la privacidad que busca el renombrado inventor, la mayoría de los comensales se queda mirando a ese hombre de buena estatura, delgado y bien arreglado.

En su mesa, y como de costumbre, dieciocho impolutas servilletas de lino. Hacía tiempo que Nikola Tesla había renunciado a analizar su debilidad por los números divisibles por tres, la morbosa repulsión que le inspiraban los microbios o, ya puestos, el tormento que representaban las innumerables e inexplicables obsesiones que lo reconcomían.

Distraído, desdobló una tras otra las servilletas y procedió a frotar los ya relucientes cubiertos de plata y las copas de cristal, dejando una pequeña montaña de tela almidonada encima de la mesa. A medida que le presentaban los platos, calculaba mentalmente el volumen del contenido de cada uno antes de dar el primer bocado; si no lo hacía, no disfrutaba de la comida.

Quienes acudían al Palm Room con el único propósito de observar al inventor quizá reparasen en que no miraba la carta. Como siempre, le habían preparado de antemano el menú, siguiendo las indicaciones que había dado por teléfono, y no se lo servía un camarero, sino el maestresala en persona.[1]

Mientras el joven serbio cenaba sin mucha hambre, William K. Vanderbilt se acercó un momento para afearle que no ocupase con más frecuencia el palco de su familia en la ópera. Al poco de haberse alejado, un caballero con aspecto de intelectual, barba a lo Van Dyke y unas gafas de cristales al aire, se acercó a la mesa de Tesla y lo saludó con sincero afecto. Aparte de dirigir una revista y escribir poesía, Robert Underwood Johnson era un hombre que buscaba ascender en la escala social, un vividor bien relacionado.

Sin dejar de sonreír, Johnson se inclinó y le susurró al oído el último chisme que circulaba entre las cuatrocientas mayores fortunas del país: al parecer una recatada estudiante, Anne Morgan, bebía los vientos por el inventor, y no dejaba de importunar a su papá, J. Pierpont, para que se lo presentase.

Tesla esbozó una tímida sonrisa, y se interesó por la esposa de Johnson, Katharine.

–Kate me ha rogado que le invite el sábado a comer con nosotros –repuso Johnson.

Hablaron un momento del otro comensal que estaría presente, una persona del agrado de Tesla, en sentido platónico: una encantadora y joven pianista llamada Marguerite Merington. Tras saber que también ella asistiría, aceptó la invitación.

Cuando el periodista se hubo despedido, Tesla reparó en el postre y trató de estimar el volumen del contenido del plato. Apenas había concluido sus cálculos cuando un botones se acercó a su mesa y le entregó una nota, en la que reconoció la vigorosa caligrafía de su amigo Mark Twain.

“Si no tiene nada mejor que hacer esta noche –había escrito el humorista–, a lo mejor podemos vernos en el Players’ Club”.[2]

Al pie, Tesla respondió apresuradamente: “Lo siento, pero tengo trabajo. Si desea pasarse por mi laboratorio a eso de la medianoche, creo que pasará un rato inolvidable”.

Eran, como siempre, las diez en punto cuando Tesla se levantó de la mesa para perderse en la irregular iluminación de las calles de Manhattan.

Mientras daba un paseo hasta el laboratorio, se adentró en un parquecillo y emitió un leve silbido: se oyó un batir de alas en lo alto de las verjas de un edificio cercano y, al cabo, una blanca y familiar silueta se acercó revoloteando y se posó en su hombro. Tesla sacó una bolsa de alpiste del bolsillo, dio de comer a la paloma en la mano, y la dejó perderse en la noche, enviándole un beso de despedida.

Pensó un momento en lo que iba a hacer a continuación. Si continuaba alrededor del edificio, tendría que rodearlo tres veces. Suspiró hondo, dio media vuelta y se dirigió al laboratorio, en los números 33-35 de la Quinta Avenida Sur (Broadway Oeste, en la actualidad), no lejos de Bleecker Street.

Tras haber traspasado a oscuras el umbral de la nave, conectó el interruptor general. Al encenderse, unas lámparas tubulares colocadas en las paredes iluminaron un sótano cavernoso atestado de fantásticas máquinas. Lo sorprendente era que no estaban conectadas al cableado eléctrico que discurría por el techo; nada de conexiones, toda la energía que consumían procedía del campo de fuerza circundante, de forma que podía hacerse con cualquiera de las lámparas que no estaban fijas y desplazarse a su antojo por el taller.

Un extraño artilugio comenzó a vibrar silenciosamente en un rincón. Satisfecho, Tesla entrecerró los ojos. Bajo una especie de anaquel, se había puesto en funcionamiento el más diminuto de los osciladores: sólo él estaba al tanto de la asombrosa cantidad de energía que generaba.

Pensativo, desde la ventana, se quedó mirando las oscuras siluetas de las casas de abajo: sus vecinos, honrados trabajadores inmigrantes, descansaban tranquilos. La policía le había transmitido las quejas recibidas por los resplandores azulados que salían de las ventanas y los fogonazos eléctricos que se observaban desde la calle durante la noche.

Tesla se encogió de hombros y se puso a trabajar. Realizó una serie de microscópicos ajustes en una de las máquinas. Tan embebido estaba que ni siquiera se dio cuenta de la hora hasta que oyó que alguien llamaba a la puerta de la calle. Entonces, bajó a toda prisa para dar la bienvenida al periodista inglés Chauncey McGovern, del Pearson’s Magazine.

–Me alegra que haya encontrado un hueco, señor McGovern.

–Mis lectores me lo agradecerán. En Londres, todo el mundo habla del Nuevo Mago del Oeste, y le doy mi palabra de que no se refieren al señor Edison.

–Entonces suba; veremos si puedo mostrarle algo que avale esa reputación.

Ya se disponían a subir por la escalera cuando, en la puerta de la entrada, escucharon una risotada y una voz familiar para Tesla.

–Aquí está Mark.

Abrió la puerta de nuevo y saludó a Twain que, en compañía del actor Joseph Jefferson, acababa de llegar del Players’ Club. Los ojos de Twain brillaban de excitación.

–Que empiece el espectáculo, Tesla. Ya sabe lo que opino yo.

–Pues no. ¿Qué opina, Mark? –le preguntó el inventor, con una sonrisa.

–Pues lo de siempre, y ya verá como pronto alguien utilizará mis mismas palabras: un trueno es grandioso, impresionante; mas es el rayo el responsable de todo.

–Entonces, amigo mío, esta noche vamos a trabajarnos una buena tormenta. Adelante.


“Si alguien pisa por primera vez el laboratorio de Tesla y no se le encoge el corazón, es que posee un aplomo mental fuera de lo común…” –recordaría McGovern más tarde.

Imagínense sentados en una espaciosa nave bien iluminada, repleta de extraños artefactos. Un hombre joven, alto y delgado, se les acerca y, con un simple chasquido de los dedos, crea al instante una bola que emite una llama roja y la sostiene tranquilamente en las manos. Al contemplarla, lo primero que les llama la atención es que no se queme los dedos. Al contrario: se la pasa por la ropa, por el pelo, la deposita incluso en el regazo de las visitas, hasta que, por fin, guarda la bola de fuego en una caja de madera. Más se sorprenderán cuando observen que no hay ni rastro de chamusquina, y tendrán que frotarse los ojos para convencerse de que están despiertos.[3]

McGovern no fue el único en mostrar su desconcierto al contemplar la bola de fuego de Tesla. Ninguno de sus contemporáneos encontró justificación para aquel efecto que repitió tantas veces. Tampoco, a día de hoy, disponemos de una explicación plausible.

Una vez que la extraña llama se extinguió tan misteriosamente como se había producido, Tesla apagó las luces y la nave quedó a oscuras, como una cueva.

–Ahora, amigos míos, permítanme que les proporcione un poco de luz.

De repente, una extraña y maravillosa luz inundó el laboratorio. Sorprendidos, McGovern, Twain y Jefferson miraron a su alrededor, pero no encontraron nada parecido a una fuente luminosa. Por un momento, el periodista pensó si aquel sorprendente efecto no guardaría relación con aquel otro que, al parecer, Tesla había producido en París, haciendo que se iluminasen dos enormes platos, carentes de fuente de alimentación, situados a ambos lados del escenario (nadie hasta hoy ha conseguido un efecto similar).

Con todo, el espectáculo de luz no era sino el entremés para los visitantes. Bastaba la tensión que podía leerse en el rostro de Tesla para imaginar la importancia que otorgaba al siguiente experimento.

Sacó un animalito de una jaula, lo colocó en el tablero, y lo electrocutó de inmediato; el voltímetro marcaba mil voltios. Retiraron el cuerpo del animal. A continuación, con una mano metida en el bolsillo, él mismo saltó con agilidad al tablero. La aguja del voltímetro comenzó a subir lentamente hasta indicar que una descarga de dos millones de voltios circulaba por aquel hombre joven y de buena estatura, sin que éste moviese un solo músculo: Tesla emitía un perceptible halo de electricidad, formado por una miríada de lenguas de fuego que emanaban de su cuerpo.

Al ver el gesto de sobresalto de McGovern, tendió una mano al periodista inglés, quien así refirió la extraña sensación que experimentó: “Me agité como si estuviese aferrado a los bornes de una potente batería eléctrica. Nuestro joven inventor se había convertido, literalmente, en un cable eléctrico viviente”.

El inventor se bajó de otro salto del tablero, desconectó la corriente y procuró tranquilizar a los presentes afirmando que no era más que un truco.

–¡Bah! Pequeñeces que no conducen a nada, sin importancia para el vasto mundo de la ciencia. Si tienen la bondad de acompañarme, les mostraré algo que, en cuanto consiga ponerlo a punto, supondrá una verdadera revolución en nuestros hospitales y, si me apuran, hasta en nuestros hogares.

Guió a los visitantes hasta un rincón donde había un extraño tablero montado sobre una capa de goma; accionó un interruptor y aquella cosa comenzó a vibrar rápida y silenciosamente.

Muy decidido, Twain dio un paso adelante.

–Permítame que lo pruebe, Tesla.

–No, no; aún está en fase de experimentación.

–Se lo ruego.

–Está bien, Mark, pero no esté mucho tiempo. Bájese cuando yo se lo indique –dijo Tesla, riendo para sus adentros, al tiempo que le hacía un gesto al ayudante para que cerrase el interruptor.

Con el traje blanco y el lazo negro tan propios de él, Twain comenzó a agitarse y a vibrar sobre el tablero como un gigantesco abejorro. Encantado, no dejaba de dar voces moviendo los brazos sin parar. Los demás le observaban, divertidos.

Pasado un rato, el inventor le dijo:

–Bueno, Mark, es hora de bajarse. Ya lleva un buen rato.

–Ni soñarlo –repuso el simpático escritor–. Me lo estoy pasando en grande.

–Más vale que lo deje ya. Hágame caso: es lo mejor que puede hacer –insistió Tesla.

–No me bajaría de aquí ni una grúa –replicó Twain, sin dejar de reír.

Apenas había acabado de decirlo, cuando se le cambió la cara. Dando tumbos, se acercó al borde del tablero, con gestos desesperados para que Tesla parase aquel artefacto.

–Deprisa, Tesla. ¿Cómo se para esto?

Sonriente, el inventor lo ayudó a bajar y le indicó a toda prisa dónde estaba el baño. De sobra sabían tanto él como sus ayudantes del efecto laxante del tablero vibrador.[4]

Ninguno de los presentes se había ofrecido como voluntario para repetir el experimento de alto voltaje que Tesla había llevado a cabo ante sus ojos. Nunca se habrían atrevido. En cambio, le atosigaron a preguntas para que les aclarase cómo era posible que no se hubiera electrocutado.

A una frecuencia lo suficientemente alta, les explicó, la corriente alterna de alto voltaje fluye por la capa externa de la piel sin dejar secuelas. No se trataba, sin embargo, de un experimento al alcance de simples aficionados, les advirtió. Si los miliamperios alcanzasen el tejido nervioso, las consecuencias podrían ser fatales; sin embargo, esos mismos amperios, repartidos a lo largo y ancho de la epidermis, eran tolerables durante cortos periodos. La penetración bajo la piel de una débil corriente eléctrica, alterna o continua, bastaba para matar a una persona.

Ya amanecía cuando Tesla se despidió de sus invitados. No obstante, antes de que diera por concluida la jornada y se acercara paseando al hotel para descansar un rato, las luces del laboratorio permanecieron encendidas todavía una hora más.

1 John J. O’Neill, Prodigal Genius, Nueva York, David McKay Co., 1944, pp. 93-95, 283; Inez Hunt y W. W. Draper, Lightning in His Hand, Hawthorne, California, Omni Publications, 1964, 1977, pp. 54-55.

2 Cartas microfilmadas de Mark Twain a Tesla, Biblioteca del Congreso, s. f.

3 Chauncey McGovern, “The New Wizard of the West”, Pearson’s Magazine, Londres, mayo de 1899.

4 O’Neill, Genius, p. 158.

Nikola Tesla

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