Читать книгу Papeles de Ana - Maria Ines Krimer - Страница 13

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Querida tía Dora:

Me aceptaron en un taller literario porque soy la sobrina del abogado del Partido, no te ilusiones que es por otra cosa. La noche antes del primer encuentro me costó dormir, nunca había visto un ESCRITOR de verdad, salvo cuando una profesora nos llevó a conocer a aquel viejito del que te hablé alguna vez, en la barranca. Sí había leído a muchos, pero me preguntaba cómo serían de carne y hueso, si eran como todos los mortales. Por algunas charlas con amigos de Norberto me parecía que todo el mundo iba a un taller, yo era la única que no había asistido a ninguno. Me enteré de que a una chica que ganó un concurso un jurado la invitó a asistir al suyo, pero al mismo tiempo le aconsejó que no fuera a otro.

El tío me acompañó hasta la puerta de un edificio en la calle Boulogne sur Mer. Esperó por si había que decir algo para entrar (eso es muy común en el Partido). Cuando sonó el portero me dijo: buena suerte, y me dejó solita mi alma. Mientras subía las escaleras el corazón parecía que se me iba a salir del pecho. Mi cuerpo quería moverse pero mi cabeza lo detenía. Toqué el timbre. Al entrar me temblaban las piernas. El departamento era de dos ambientes, con un contrafrente que daba a un pulmón de manzana. Había ropa tendida en el balcón. Las paredes llenas de libros, del techo al piso. Dos sillones viejos y varias sillas. LOS ESCRITORES ya habían llegado, eran todos hombres. Fumaban como murciélagos. Arranqué mal, confundí el nombre del taller con el del profesor, el verdadero se llamaba Juan Luis Vallejos. Tenía anteojos, bigote recortado y era el único con una luz decente en toda la sala. Me presentó uno a uno a los asistentes, ni me miraron. Memoricé los nombres para anotarlos en el cuaderno, algunos, me parece, son muy conocidos. Vallejos dijo que era la sobrina del abogado del Partido. Silencio de radio. Me senté en la única silla vacía. Mi lápiz rodó por el piso, se detuvo en el borde del zócalo. Me acordé de la esposa de un dirigente que publicó una novela, la criticaron por atreverse a escribir, como si las mujeres no tuviéramos ese derecho, nos quieren metidas en la cocina. Yo me sentía cada vez peor, tenía ganas de salir corriendo. Todos hablaban fuerte, había cada vozarrón... Vallejos prendió una pipa. Aspiró. Más humo. Cuando terminó la charla señaló a un ESCRITOR con el dedo índice y este leyó un cuento. Al finalizar los demás lo criticaron (a mí me pareció que estaba bien), él disimulaba pero me di cuenta de que no le gustó mucho. Asentía a cada devolución moviendo la cabeza, pero, si hubiera podido, les rompía la cara a todos. Vallejos señaló a otro, se levantó y fue a comer algo porque volvió con unas migas en el pullover. Los demás siguieron escuchando. Algunos traían poemas manuscritos, otros cuentos pasados a máquina. Ni bien terminaban de leer prendían otro cigarrillo. Más humo, por qué no abren el ventanal, será para que no se vea la ropa tendida. No podía ni respirar, entre los nervios y el humo. Tenía ganas de hacer pis, pero no me animaba a preguntar dónde estaba el baño. Hasta que uno de los ESCRITORES se paró, la puerta daba adonde estábamos reunidos. Escuché cuando tiró la cadena, el agua que bajó al inodoro. Salió y se acomodó el pantalón. Me moría de ganas pero ni muerta hacía lo mismo. Siguieron con las lecturas. La boca seca, como si estuviera cruzando el desierto. Un vaso de agua, por favor. Se me acalambró una pierna y no me animaba a moverla, tenía miedo de rozar el pantalón de mi vecino. El último en hablar era Vallejos, que anotaba lo que los otros decían para tener más que opinar, por si no se le ocurría otra cosa. Al final no pude leer porque aparecieron dos cuentos largos y todos miraban sus relojes.

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P.D.: El próximo ESCRITOR invitado es Haroldo Conti.

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Papeles de Ana

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