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Moscú, 8 de mayo de 1966

Queridos padres:

Aprovecho que uno de los chicos de la delegación va al correo para escribirles estas líneas y mandarles mis noticias. Espero que estén bien de salud. Vivimos en las afueras de la ciudad, en un monoblock del Komsomol. Es un lugar muy grande, alrededor hay un campo con ovejas, plantaciones de girasol, a la bobe le hubiera gustado volver a la tierra donde nació, estoy segura. El paisaje me recuerda al Parque Urquiza pero sin islas, desde la ventana veo el río Moscova, unos barcos navegando, cuando se apagan las luces se escucha el croar de las ranas. Como estamos en el último piso, es cansador subir a la noche cuando volvemos de las actividades que organiza el Partido. No muy lejos hay otros edificios parecidos, pero no tenemos tiempo para conocer a los vecinos. A pocos kilómetros hay un parque que parece Disneylandia, pero sin el ratón Mickey, el Pato Donald ni los sobrinos. Lo vimos de pasada cuando nos llevaron al Mausoleo de Lenin; había una cola larguísima.

Pero no quiero adelantarme, pasaron tantas cosas que me apuro por contar todo junto. Cuando el tren llegó a Retiro creí que me moría. No sabía hacia dónde ir, si pasar o no los molinetes. Al reconocer a la tía Sara entre la gente suspiré de alivio. Su chofer cargó con mi valija. El piso de Caballito tiene cuatro dormitorios y pieza de servicio. Hay uno para mí sola, es la habitación de huéspedes. La cama tiene un acolchado con volados y arriba hay un póster de la astronauta Valentina Tereshkova. La shikse me prepara el desayuno, unas tostadas y café de Bonafide. Por suerte el escribano del Partido pudo arreglar la autorización del viaje con un poder hasta la mayoría de edad (es un montón de tiempo pero salía lo mismo que si lo hacíamos por seis meses) sin que ustedes tuvieran que molestarse más que en poner la firma. También me consiguió un documento nuevo y el pasaporte, porque tiene contactos con el jefe de policía.

No lo van a creer, pero el viaje a Moscú se armó de un día para otro. Una noche yo volvía de ver una película en un cine de Lavalle cuando, durante la cena, el tío me dijo: ¿Qué tenés que hacer esta semana? Nada, le contesté. A esta altura ya conocía el Obelisco, el zoológico, el Italpark, no me quedaba mucho por ver en Buenos Aires. Mis planes se habían desbaratado desde que Abelardo Castillo se negó a recibir mis cuentos (parece que el tío le ganó una partida de ajedrez y ya se sabe lo resentidos que son los escritores). Andaba en subte todo el día, la tía me enseñó cómo hacer las combinaciones. Nuestro representante para el Festival de la Paz se enfermó de varicela, ¿te gustaría ir en su lugar?, me propuso el tío. Casi me desmayo, no sabía una palabra de ruso. Él me dijo que no me preocupara, el jefe de la delegación era argentino, como muchos de mis compañeros. Me dejó en la mesa de luz unos ejemplares de Novedades de la Unión Soviética y una foto de Leonid Brézhnev, secretario del Comité Central del Partido Comunista (aunque sea secretario tiene más poder que un presidente).

Antes de viajar nos reunieron varias veces para explicarnos las reglas de castidad, no podíamos tener relaciones entre los integrantes de la delegación ni otro tipo de toqueteos entre nosotros, en eso el Partido es muy estricto. Llegamos por KLM hasta Ámsterdam y de ahí tomamos otro vuelo de Aeroflot hasta Moscú. Yo tenía miedo de que se perdiera mi valija después de lo que pasó con mi libreta cívica. Pero cuando la cinta empezó a dar vueltas la reconocí enseguida, le había atado un loro de paño lenci que compré en la calle Lavalle porque imaginé que todos los demás le pondrían algo rojo y así no me volvía loca tratando de ubicarla. La cinta dio dos vueltas hasta que apareció el loro, ya había empezado a ponerme nerviosa, estaba la ropa que heredé de la familia. El equipaje de una chica cubana se perdió, no paraba de gritar, tuvo que venir el jefe de la delegación para calmarla. Cuando llegamos al monoblock nos repartieron los dormitorios, me tocó con la cubana, una uruguaya y una venezolana.

Desayunábamos temprano, a las ocho. Café de malta y pan con manteca. Los domingos preparaban bacon con huevos, una vez probé y estuve todo el día mal del estómago. Después nos pasaba a buscar el colectivo, durante el viaje cantábamos las que sabíamos todos los latinoamericanos, Sapo cancionero, El día que me quieras y Bella Ciao. En las reuniones no hice mal papel porque me sabía de memoria párrafos enteros de las Novedades de la Unión Soviética. Causé bastante impacto cuando dije sin equivocarme los nombres de todas las repúblicas que conformaban la Unión.

Para el acto inaugural del Festival de la Paz, en el palacio del Komsomol, me puse unos de los vestidos de Raquelita. En el estrado estaba el mismísimo secretario Brézhnev, el de la foto, un hombre con cejas muy anchas y traje cruzado, parecía más alto porque estaba parado sobre una tarima. No entendí una palabra de su discurso pero algunos chicos aplaudieron con fuerza y me sentí obligada a hacer lo mismo. Hubo otros oradores y después subió al escenario la chilena Violeta Parra. Tenía el pelo atado con una trenza y sandalias, menos mal que acá es verano. Cuando interpretó Yo canto a la diferencia, el auditorio se vino abajo, hicimos ruido con los pies y con las manos. Además de la música, ella teje tapices y se dedica a los bordados. Cuando terminó el acto nos llevaron a la Plaza Roja en el subte marrón. La estación era un palacio con columnas, arcos, pinturas, lámparas de araña. Hay doscientas en todo Moscú, una más linda que la otra, son como museos bajo tierra, como si estuviera mirando el Lo sé todo. Anoté el nombre de algunas estaciones en mi cuaderno Rivadavia porque a mi regreso a la Argentina tengo que hacer un informe.

La Plaza Roja es inmensa, grande como una ciudad. De un lado está la Catedral San Basilio, con unas torres altas que parecen decoradas por Doña Petrona. Del otro, el Kremlin, una fortaleza de color rojo con un obelisco verde: no tuvimos que hacer mucha cola porque el jefe de la delegación se encargó de todo. El Kremlin es para los rusos como la Casa Blanca de los Estados Unidos. Ahí está la tumba de Lenin, vestido como para salir, en un ataúd con tapa transparente. El guía nos contó que, cuando murió, el gobierno recibió como diez mil telegramas que le pedían que conservara el cuerpo. Lenin tiene la cara rosada, parece dormir el sueño eterno. Nos explicaron que para embalsamarlo llamaron a los mejores especialistas y cada dos meses le tienen que hacer un retoque para que no se pudra. En la puerta hay dos guardias las veinticuatro horas, con unos sobretodos de corte perfecto.

Después tuvimos encuentros con científicos que nos explicaron los avances de la Unión Soviética en la carrera espacial, eso era bastante aburrido. Primero lanzaron el Sputnik, los yanquis el Explorer, los rusos pusieron en órbita a Yuri Gagarin. Yo me quedé dormida en plena conferencia pero me despertó un codazo de la cubana cuando se abrió la puerta y subió al estrado Valentina Tereshkova. Después de un silencio prolongado, estallaron los aplausos. Es una mujer muy elegante, alta, pecosa. Llevaba un saco de corte militar y muchas condecoraciones colgadas en el pecho. Sentía los latidos de mi corazón mientras nos contaba que durante el vuelo estuvo bastante descompuesta y no pudo llevar el diario de a bordo. Me la imaginaba sola en el espacio, dando vueltas alrededor de la tierra, sin poder escribir una palabra. La cubana me apretó fuerte la mano. Lloraba, estaba emocionada. Se llama como yo, dijo, hasta ese momento no sabía su nombre, para mí ella era la cubana, yo era la argentina. Con Valentina nos hicimos amigas, como había perdido el equipaje y usaba siempre lo mismo le regalé dos vestidos. Ahora andamos todo el tiempo juntas, somos como carne y uña. El día libre me arrastró hasta la plaza Komsomolskaya, ahí las kurves se acercan a los hombres para ofrecerles sus servicios a plena luz del día, pero a Valentina no se le movió un pelo porque eso es muy común en Cuba. Ella está muy interesada en la Argentina. Me pregunta todo el tiempo por el Che, para sus compatriotas es un héroe, hay fotos por todos lados. Tuve que inventar que lo conocía aunque no figuraba en ninguna de las revistas del tío. También fuimos al mercado para comprar unas mamushkas, había de todos los precios y tamaños. Ahí solucioné el tema de los regalos, elegí de distintos colores para cada una de las tías y otras para la vecina. Todavía tengo pendiente el de ustedes, no les iba a comprar lo mismo. Valentina es una luz para los números, hizo las sumas y las restas, se las arregló para regatear con un ruso y hasta me sobraron unos rublos. Me invitó a pasar unos días en La Habana.

No tengo mucho más para contarles. Espero que estén bien, les mando un abrazo y saludos a todos en la calle Diamante.

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P.D.: La Fede me invitó a publicar un cuento en la revista Juventud.

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