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Introducción
Fernando Reati

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No estoy obsesionado con la muerte sino con los muertos, con las víctimas. Me pregunto constantemente si no los traiciono, ya sea por hablar o por no hablar lo suficiente.

Elie Wiesel, sobreviviente del Holocausto (Harry James Cargas in Conversation with Elie Wiesel)

Maldito sea aquel que se mantiene en silencio después de recuperar la libertad.

Graffiti hallado en la letrina de un campo de trabajo soviético (Terrence Des Pres, The Survivor: An Anatomy of Life in the Death Camps)

Pon atención, y no te olvides de cuanto has visto con tus ojos para no dejarlo escapar nunca de tu corazón. Antes bien, enséñaselo a tus hijos y a los hijos de tus hijos.

Deuteronomio 4.9

A comienzos de 2005, Betina Kaplan, una profesora argentina que enseña literatura latinoamericana en University of Georgia (en la ciudad de Athens, a hora y media de Atlanta), me telefoneó para avisarme que un ex desaparecido venía a dar una charla en su universidad. Ese individuo –me explicó Betina– tenía una particularidad muy especial: había estado secuestrado tres años y ocho meses en cinco centros clandestinos de detención y tortura durante la dictadura militar iniciada en 1976. Betina quería saber si la universidad donde yo enseño, Georgia State University, estaba interesada en patrocinar una charla de este ex detenido que ahora residía en Miami. Le dije que me interesaba la idea y, tras conseguir algunos fondos, organicé un encuentro en mi universidad y otro en el Centro Presidencial Jimmy Carter. Así fue como conocí a Mario César Villani.

Villani es un físico licenciado por la Universidad Nacional de La Plata en 1968. Nacido el 25 de mayo de 1939 en Buenos Aires, tenía treinta y ocho años cuando fue secuestrado en plena calle el 18 de noviembre de 1977 para ser llevado al primero de los cinco centros clandestinos donde permaneció hasta agosto de 1981. En su juventud había ingresado al Liceo Naval Militar de Río Santiago, y uno de sus recuerdos más perdurables es cuando en 1952, con apenas trece años, hizo guardia junto al féretro de Eva Perón como cadete del Liceo. De allí pasó a la Escuela Naval Militar, con la idea de recibirse de oficial de la Marina de Guerra. A los dieciséis años pidió la baja durante la presidencia de Pedro Eugenio Aramburu, poco después del golpe militar de 1955 contra Juan Domingo Perón, desilusionado y, según confiesa, sintiéndose indisciplinado y harto del régimen militar. A los diecisiete años ingresó a la Facultad de Ingeniería de La Plata pero al poco tiempo comenzó a cursar la licenciatura en Física. Tras recibirse fue profesor adjunto de Física y Matemáticas en distintas facultades de La Plata, mientras simultáneamente llevaba a cabo trabajos de investigación en espectroscopía por microondas en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de La Plata.

Su concientización política comenzó durante la dictadura de Juan Carlos Onganía y se acentuó cuando en 1974 se lo designó secretario académico de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de La Plata. Poco a poco se acercó al peronismo de izquierda y profundizó su actividad gremial en la Asociación de Trabajadores de la Universidad de La Plata (ATULP) y en la Juventud Trabajadora Peronista (JTP). Cuando comenzaron los asesinatos de opositores por parte de la Triple A, durante el gobierno de Isabel Perón, renunció en protesta junto con todos los decanos y secretarios académicos de la universidad. Para escapar de las amenazas de la Triple A dejó La Plata y se mudó a Buenos Aires, donde en 1975 ingresó a la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA). Sin embargo, al producirse en abril de 1976 la desaparición de su amigo y compañero de militancia en la CNEA, el físico Antonio Misetich (hermano de Mirta Misetich, secuestrada y desaparecida en julio de 1971 junto con su compañero Juan Pablo Maestre), presentó su renuncia y comenzó a trabajar dando clases privadas. Cuando fue secuestrado en noviembre de 1977 llevaba un tiempo viviendo solo para no poner en peligro a su familia, aislado de su compañera y amigos y siempre con temor a ser localizado. Tras ser liberado, casi cuatro años más tarde, ocupó un puesto en el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), integró la Asociación de Ex Detenidos-Desaparecidos y, hasta su mudanza a Miami en 2003, fue miembro del grupo encargado de la recuperación arqueológica de las ruinas del antiguo campo de concentración Club Atlético en Buenos Aires.


Foto de estudio de Mario Villani tomada mientras aún era cadete de la Escuela Naval Militar. Marzo de 1955.

El 21 de febrero de 2005 Villani dio la charla en Atlanta, que anuncié con el título “Surviving State Terror in Argentina: A Conversation with a Former Desaparecido” (Sobrevivir al terrorismo de Estado en Argentina: una conversación con un ex desaparecido). Debajo del título, una breve descripción aclaraba que Mario Villani, secuestrado por la dictadura, era uno de los pocos sobrevivientes del campo de concentración de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Desde el momento en que lo fui a buscar al hotel tipo bed and breakfast donde se alojó durante los tres días que duró la visita (una hermosa casona antigua en una de las pocas zonas de Atlanta que todavía conservan el aire señorial del viejo Sur), me llamaron la atención dos rasgos de su personalidad. Por un lado, la objetividad distante con que contaba los sucesos más horrorosos de su historia como si no le hubieran ocurrido a él sino a otra persona, algo que fácilmente podía confundirse con frialdad o falta de apasionamiento. El otro rasgo –en aparente contradicción con el primero– era la calidez de su sonrisa y su humor constante cuando no estaba dando testimonio público. Eso hacía aun más intrigante la personalidad de Villani: ¿se trataba de un ser comunicativo y lleno de vida, o estaba rodeado de una caparazón autoimpuesta para no dejar traslucir sus sentimientos?

Yo había conocido a otros ex desaparecidos a lo largo de los años, pero nunca a nadie con una historia tan inusual. Una querida amiga, Nora Strejilevich, había estado secuestrada en el Club Atlético, y su hermano y dos primos habían muerto a manos de la represión. Nora relató luego sus experiencias en una novela conmovedora, oscilante entre lo testimonial y lo lírico, Una sola muerte numerosa, ganadora del premio Letras de Oro 1995-1996. También conocí a Alejandra Naftal, sobreviviente del centro clandestino conocido como el Vesubio, quien en la organización Memoria Abierta coordinó un ambicioso proyecto de digitalización del archivo de testimonios orales de familiares de desaparecidos. Años más tarde conocí a Ana María Careaga, sobreviviente del Club Atlético, quien hoy dirige el Instituto Espacio para la Memoria (IEM) en Buenos Aires; ella me ayudó a coordinar las visitas de estudiantes estadounidenses a sitios de memoria como la ESMA y el Parque de la Memoria.

Mucho antes había tenido un contacto brevísimo y traumático con la dimensión de los centros clandestinos de detención cuando permanecí ocho días en el D2 (Departamento de Informaciones) de la Policía de Córdoba en septiembre de 1976, junto con mis padres y mi hermano menor. Cuando me “legalizaron” y me trasladaron a la Unidad Penitenciaria Nº 1 de Córdoba, conocí a compañeros que antes habían pasado por los campos de La Perla y La Ribera. En la cárcel, por lo general, no hacíamos preguntas sobre lo que cada uno había vivido durante su secuestro. Se trataba de una medida de seguridad (mientras menos supiéramos, mejor), sumada a cierto respeto por la intimidad de cada persona. Pero cada vez que se abría la puerta del pabellón y entraba alguien nuevo diciendo “vengo de La Perla” (la base militar en las afueras de Córdoba donde desaparecieron cerca de dos mil personas), se nos erizaba la piel como si un soplo helado recorriera el pasillo. Todavía tengo grabadas ciertas imágenes: las quemaduras de picana en las piernas de un compañero que estuvo en La Perla cerca de dos meses, las cicatrices en los brazos de otro que trató de suicidarse cortándose las venas con un cepillo de dientes partido en dos. También se susurraban casi en secreto los espantos innombrables relatados por algunos compañeros llegados de centros clandestinos en Tucumán: gente enterrada en pozos con la cabeza afuera a merced de las hormigas, personas colgadas de las piernas desde helicópteros que sobrevolaban los árboles a baja altura para que las ramas los azotaran. La certeza de que la línea divisoria entre la relativa seguridad de la cárcel y el submundo infernal de los campos era muy tenue nos mantenía en permanente tensión, y el temor a que nos llevaran a esos lugares no nos abandonaba nunca.

Ese contacto tangencial con los centros clandestinos de detención alimentó durante años mis peores temores y fantasías. ¿Cómo había sido la vivencia de quienes estuvieron secuestrados en esos lugares inimaginables? ¿Qué se siente cuando se está encapuchado por semanas o meses, escuchando los gritos de los supliciados? ¿Se puede volver a la realidad y sacar fuerzas para seguir viviendo después de semejante experiencia? Tal vez por eso, cuando salí en libertad y me mudé a St. Louis, Estados Unidos, donde me inscribí en la universidad, un curso inmediatamente me llamó la atención: el que ofrecía el inolvidable profesor Harry James Cargas (hoy fallecido) sobre la literatura del Holocausto. Más que leer, devoré las memorias y novelas escritas por sobrevivientes de los campos nazis, buscando allí respuestas a las preguntas que me venían atormentando desde la Argentina. Noche, una breve novela autobiográfica de Elie Wiesel (premio Nobel de la paz 1986), me impactó particularmente por el relato de su paso por Auschwitz y la pérdida de toda su familia cuando sólo tenía quince años. De ahí mi emoción indescriptible cuando recibí una nota de puño y letra de Wiesel: el profesor Cargas, amigo suyo, le había hecho llegar una copia de mi trabajo final para el curso sobre literatura del Holocausto donde, en mi inglés todavía precario, yo reflexionaba sobre lo que había visto en las cárceles argentinas.

Desde entonces leo ávidamente todo lo que cae en mis manos con relación a la supervivencia, la memoria y el trauma. Pero la lectura de testimonios del horror es como una droga dura: mientras más se lee, más se siente la insatisfacción de no poder llegar al fondo de un misterio que apenas se vislumbra y se muestra siempre elusivo: ¿cómo narrar aquello que por su naturaleza misma es inenarrable? Y si no se lo puede narrar, ¿cómo acceder mínimamente a eso que se niega a dejarse representar? Años después de aquellas primeras lecturas sobre el Holocausto, conocí la filosofía de Ludwig Wittgenstein y encontré en él una parecida frustración y el comienzo de una posible solución al dilema. Para el filósofo austríaco, el paso por las trincheras de la Primera Guerra Mundial y su posterior internación en un campo italiano de prisioneros de guerra fue lo que lo llevó a preguntarse sobre cómo hablar de lo indecible cuando el lenguaje no alcanza para representarlo. Esta preocupación de Wittgenstein se tradujo en su breve Tractatus Logico-Philosophicus de 1921 donde plantea que, si es imposible hablar sobre lo indecible (el horror, lo traumático o incluso lo inefable), sólo caben dos opciones: callar para que el silencio abrume como un grito, o “mostrar” en/con los padeceres del cuerpo aquello que no se puede decir. Wovon man nicht sprechen kann, darüber muβ man schweigen, “de lo que no se puede hablar, hay que callar”, dice la proposición final de su Tractatus.

El trauma es indecible. Sólo es comprensible aquello que se puede expresar con el lenguaje, pero al mismo tiempo sólo se puede pensar aquello que es factible traducir en palabras. En esta paradoja –hay una dimensión impensable, pero no por ello menos real, que radica más allá del lenguaje humano– Wittgenstein complementa a Freud y su noción de lo traumático y la repetición del síntoma. También se anticipa al dilema ético-filosófico del Holocausto (Primo Levi, Elie Wiesel, Viktor Frankl, Jorge Semprún, Imre Kertész, Hanna Arendt y tantos otros) que plantea la incapacidad última del lenguaje para “poner palabras a lo que está fuera de discurso ya que ese acontecimiento real llamado trauma es un agujero en lo simbólico” (Rubin de Goldman, Nuevos nombres del trauma, 103). Como indica Hernán García Hodgson en Wittgenstein y el Zen, Wittgenstein se topa “con los límites del lenguaje, con los confines de la significación y constata la existencia de una dimensión inefable que no puede ser transferida ni expresada por medio de palabras” (12). Ante lo traumático sólo cabe entonces alcanzar un “silencio ostensible” o una “mostración de lo indecible” (Françoise Fonteneau, La ética del silencio, 47). Pero ese silencio no representa pasividad y, por el contrario, es un silencio “activo”. Al imperativo de callar ante lo indecible le sigue otro: mostrar por otros medios aquello que no se puede nombrar. Para Wittgenstein, “se puede mostrar allí donde no se puede hablar” (Fonteneau, 39), y en esto acompaña la teoría psicoanalítica de Freud para quien el cuerpo y los síntomas de sus enfermedades revelan lo silenciado a modo de discurso no verbal que llena los huecos del discurso lógico. Igual que el arte, la poesía o el misticismo religioso, el cuerpo muestra en silencio aquello que el discurso lógico no puede representar y expresa a gritos, por medio de sus marcas, aquello que el lenguaje calla: el inconsciente no calla nunca (Rubin de Goldman, 154). Para expresarlo de otro modo: ante lo indecible el lenguaje falla; pero donde el lenguaje falla, el cuerpo muestra.

Tal vez por eso me intrigó la historia que Villani nos contó sobre su experiencia en los campos cuando dio su charla en Georgia State University aquel febrero de 2005. Me intrigó su relato sobre los horrores vividos, pero también los silencios reveladores de ese “hueco” en el discurso lógico de que hablan los estudios de Wittgenstein: la sonrisa enigmática de Villani cuando narra hechos difíciles de imaginar, o su humor cáustico (a veces rayano en el humor negro) que desmiente su aparente distancia emocional y revela que hay algo intransferible más allá de las palabras. A partir de aquella visita a Atlanta, Mario y yo nos hicimos amigos. Nos volvimos a ver pocos meses después, en abril de 2005, con motivo de un congreso en Hood College, Maryland, organizado por la profesora argentina María Griselda Zuffi. Más tarde nos reencontramos varias veces porque los familiares de mi esposa viven en Miami y aproveché nuestras visitas a esa ciudad para reconectarme con él y conocer a su esposa Rosita Lerner. A lo largo de los siguientes dos años fue germinando lentamente una idea hasta que, después de muchas charlas telefónicas y encuentros informales, me atreví a planteárselo: ¿y si escribiéramos juntos un libro sobre tu experiencia en los campos en base a entrevistas grabadas? Para mi sorpresa, Mario y Rosita respondieron con un rotundo sí.

Grabadora en mano, nos reunimos por primera vez en marzo de 2008 en Miami. Volvimos a hacerlo en abril, julio y noviembre de ese mismo año. Cada encuentro representó dos días y cerca de ocho horas de grabación por vez. En junio de 2009 grabamos otros dos días de charla por Skype. Por último, volvimos a reunirnos en Miami cuatro veces más, dos días en agosto y dos en diciembre de 2010. Además de eso, hubo numerosas conversaciones telefónicas e intercambios de correos electrónicos que nos permitieron ir discutiendo aspectos del libro, mientras Mario me enviaba textos de sus escritos, testimonios judiciales y conferencias públicas que me sirvieron para corroborar ciertos datos y agregar otros. Al comienzo me fue difícil escuchar por horas el relato de sus historias llenas de situaciones traumáticas; por sobre todo, me fue muy difícil transcribir esas historias al papel durante el largo proceso de desgrabación de las entrevistas. Incluso mi esposa Yvette, que a veces escuchaba desde otra habitación la voz sonora de Mario saliendo de la grabadora, llegó a sentirse afectada por el flujo de hechos terribles relatados con un tono neutro y calmo. Avrum Weiss, un extraordinario terapeuta de Atlanta que se especializa en el tratamiento del síndrome postraumático y ha trabajado extensamente con veteranos de Vietnam y ahora con los de la guerra de Irak, fue quien me dio la solución. Escuchar relatos de sufrimiento y muerte, me advirtió, es como penetrar en un territorio sagrado: no se puede entrar y salir casualmente como quien visita un centro comercial. Así como al ingresar a un templo religioso marcamos la frontera entre lo profano y lo sagrado con cierto ritual –persignarse en una iglesia católica, dar dos palmadas frente a un altar shintoísta, cubrirse la cabeza en una sinagoga–, para escuchar y transcribir las historias de Mario sin sentirme abrumado debía adoptar un ritual que honrara el mundo de las víctimas y lo distinguiera de mi vida cotidiana. Ese ritual consistió en lavarme las manos y meditar por unos segundos sobre el significado de la tarea: de allí en más lo hice antes y después de encender la grabadora para una entrevista, y antes y después de prender la computadora para transcribir su relato.

Mis estudios de literatura latinoamericana y, en particular, del así llamado “género testimonial” me prestaron un modelo a seguir en el trabajo de entrevistar, escuchar y desgrabar las largas horas de charlas, y decidir qué incluir y qué no a partir de un constante proceso de discusión con Mario. Dos fueron los textos que me guiaron: Biografía de un cimarrón del etnógrafo cubano Miguel Barnet (1966), y Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia de Rigoberta Menchú y la antropóloga venezolana Elisabeth Burgos-Debray (1983). El primero consiste en el relato en primera persona de la vida de Esteban Montejo, un ex esclavo de ciento cuatro años que Barnet entrevistó en el hogar para ancianos de La Habana donde se alojaba. Barnet logra reproducir la voz y las vivencias de Montejo, un hombre que fue testigo de varias etapas cruciales en la conformación de la nación cubana: la esclavitud primero, su huida a los montes luego, la guerra de independencia contra España, la ocupación estadounidense y, ya hacia el final de su larga vida, la revolución. Se trata de un documento fascinante que nos remonta a la cotidianidad y las costumbres en las plantaciones de esclavos; pero es sobre todo el método seguido por Barnet (que en su introducción atribuye a “los recursos habituales de la investigación etnológica”, 15) el que ilustra las dificultades y los desafíos de escribir una historia como la de Mario Villani. Barnet señala que Montejo “nos contaba de una manera deshilvanada, y sin orden cronológico, momentos importantes de su vida [...] hemos tenido que parafrasear mucho de lo que él nos contaba. De haber copiado fielmente los giros de su lenguaje, el libro se habría hecho difícil de comprender [...] Indudablemente, muchos de sus argumentos no son rigurosamente fieles a los hechos. De cada situación, él nos ofrece su versión personal. Cómo él ha visto las cosas” (16-19). En pocas palabras, el proceso de grabar y luego transcribir las cintas magnetofónicas es apenas un primer paso: lo importante es cómo se negocia el territorio impreciso entre el recuerdo personal y lo histórico, entre el documento y lo literario. Por eso Barnet aclara: “Sabemos que poner a hablar a un informante es, en cierta medida, hacer literatura” (18).

En cuanto a Rigoberta Menchú, tras sus experiencias en Guatemala como activista indígena en los años 70, la muerte de sus familiares a manos de la represión y su huida al exterior para salvar la vida, se encontró en 1982 fortuitamente con la antropóloga Burgos-Debray, residente en ese entonces en París. Tras ocho días de grabaciones durante las cuales Menchú le contó su niñez, su adolescencia y la tragedia de su familia y su pueblo maya, la antropóloga se dedicó a transcribir, ordenar y editar el relato, dividiéndolo en capítulos y por sobre todo adaptando el español imperfecto de Menchú (cuya lengua materna es el quiché) a un registro más convencional al alcance del lector medio. La dificultad de definir la autoría del texto –¿es biográfico o autobiográfico?– se presentó desde el primer momento: en los catálogos y estudios del libro Elisabeth Burgos aparece a veces como autora, a veces como editora, y otras simplemente como prologuista. Más problemática aún es la polémica nacida a partir de 1999 cuando el antropólogo estadounidense David Stoll publicó un controvertido ensayo, I, Rigoberta Menchú and the Story of All Poor Guatemalans, donde demuestra que hay francas contradicciones entre el relato de Menchú sobre algunos hechos y los documentos históricos disponibles. Cuando la misma Menchú concedió que, en efecto, había cambiado algunos hechos puntuales de su historia familiar para hacer más efectivo su relato, pero que eso no disminuía la veracidad última de su testimonio, se desató una verdadera tormenta entre los defensores y los críticos del género testimonial: ¿la voz del testigo directo ofrece un registro de verdad que no tienen otros documentos, o es simplemente una ficcionalización más de los hechos?

Cuando hace un par de décadas se comenzó a teorizar sobre el significado del género testimonial se abrió esta discusión que todavía no llega a su fin. ¿La voz de un testigo que vivió los hechos está más cerca de la verdad histórica? ¿O se trata de otro tipo de verdad? Me inclino a pensar que el testimonio es un género híbrido, intermedio entre la ficción y la historia, o, por decirlo de otro modo, entre la subjetividad y la verdad. Aunque parezca una contradicción de términos, tal vez debiéramos hablar de “verdad subjetiva” porque se trata de la subjetividad de un individuo de carne y hueso que alude a una verdad histórica desde su posición privilegiada de testigo directo. Este dilema estuvo presente durante toda la escritura “a dos manos” de este libro. Es evidente que una simple transcripción de las entrevistas grabadas no hubiera bastado, como puede comprobar cualquiera que escuche las cintas originales: se perciben las pausas, las repeticiones de cosas ya dichas, los desvíos temáticos, la densidad de esos momentos de silencio en que Mario se queda pensando en algo que no puede transmitir. En cuanto transcriptor de las entrevistas, estoy a la vez adentro y afuera de su relato. Estoy adentro en la medida que me lo permite mi propia experiencia carcelaria y mi interés por el tema, que me ha llevado durante años a leer todo lo que he podido encontrar y a conversar con otros sobrevivientes; pero estoy irremediablemente afuera porque nunca mi vivencia podrá equipararse a eso intransferible que es el paso por un sitio clandestino de tortura. Mi tarea más difícil ha sido meterme en la piel de Mario y adoptar su voz, sabiendo a la vez que nunca podré estar realmente en su piel ni hablar con sus palabras.

Pero también Villani está, de algún modo, adentro y afuera de su propia experiencia. El hecho de haber estado en los campos no le concede necesariamente mayor validez a su propia interpretación de lo que significaron: es su reflexión posterior a lo largo de años lo que le presta valor. En Los hundidos y los salvados (1986), el tercer libro de la trilogía de Primo Levi (los otros dos son Si esto es un hombre y La tregua), el pensador italiano y ex resistente antifascista que sobrevivió como trabajador esclavo en Auschwitz incluye un capítulo titulado “La zona gris”. El capítulo se abre con un interrogante que constituye para el autor una obsesión atormentadora: “¿Hemos sido capaces los sobrevivientes de comprender y de hacer comprender nuestra experiencia?” (32). Encuentro en esta pregunta el fulcrum de la pulsión testimonial que mueve a personas como Levi y Villani a contar lo vivido por ellos, no tanto para que el mundo sepa cuanto para comprenderlo ellos mismos. Porque, como señala Hugo Vezzetti refiriéndose precisamente a Primo Levi, “la experiencia vivida en el campo no ofrece ninguna clave para el conocimiento y la interpretación” (Sobre la violencia revolucionaria, 220). Dicho de otro modo, ni haber estado en un campo garantiza la capacidad de entender su significado, ni la supervivencia presta necesariamente autoridad alguna para interpretar el pasado: es sólo la reflexión posterior, continua, profunda y valiente sobre esa experiencia la que autoriza el testimonio y le da valor.

En ese sentido, Villani lleva décadas hablando y preguntándose por el sentido de lo que le ocurrió en los cinco centros clandestinos en los que permaneció secuestrado. Debido a su conocimiento directo de un gran número de represores y desaparecidos, producto de sus casi cuatro años de cautiverio, ha sido testigo en numerosos juicios llevados a cabo en la Argentina y en el exterior por violaciones a los derechos humanos. Fue uno de los testigos clave de la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (CONADEP) en 1984, así como en el juicio contra las Juntas de comandantes de la dictadura militar en 1985. Entre otros juicios, declaró en el que emprendió la familia del matrimonio Poblete, en la causa referida a Luis Guagnini, en la del ingeniero del INTI Alfredo Giorgi, en la del licenciado Jorge Gorfinkiel, en la del secuestro de Mariana Patricia Arcondo de Tello, en la causa por la desaparición de Telma Jara de Cabezas, a quien vio con vida en una isla del Tigre perteneciente a la Marina, y en el proceso judicial de 2005 contra el torturador Julio Héctor Simón (el Turco Julián). En 1999 sirvió de testigo en los llamados “juicios de la verdad” en La Plata. Recientemente testificó vía teleconferencia, desde Miami, en el juicio conocido como ABO (Atlético-Banco-Olimpo) concluido en diciembre de 2010 con varias condenas a cadena perpetua, y en el juicio por la ESMA que todavía continúa.

En el exterior, Villani viajó a Madrid en septiembre de 1997 para servir como testigo en el Juzgado de Instrucción N° 5 del juez Baltasar Garzón, cuyas investigaciones sobre crímenes de lesa humanidad condujeron a las acusaciones internacionales contra los ex dictadores Jorge Rafael Videla de la Argentina y Augusto Pinochet de Chile. En junio de 1998 viajó a Roma para testimoniar ante el juez de instrucción Claudio D’Angelo en la Segunda Corte de Apelaciones por el caso de los desaparecidos de origen italiano en la Argentina, aunque su presentación se pospuso para marzo del año siguiente por distintos motivos. En esa ocasión participó como conferenciante en un taller sobre los desaparecidos italianos en el auditorio de San Carlos de la Universidad de Milán, y en un coloquio en Turín sobre la Operación Cóndor. En septiembre de 2000 volvió a Italia, esta vez como testigo de la Fiscalía en el juicio por los desaparecidos de origen italiano en la Corte Criminal de Roma (Rebibbia), y sus declaraciones ayudaron a condenar a cadena perpetua in absentia a los generales Guillermo Suárez Mason y Santiago Omar Riveros. En septiembre y octubre de 2001 viajó a Francia como testigo de la Fiscalía en el Tribunal de la Grande Instance de París, en un juicio por la desaparición de dos hermanos de nacionalidad francesa, Pablo Daniel y Rafael Arnaldo Tello, a quienes conoció en el centro clandestino de detención el Banco. En febrero de 2005 regresó a España como testigo de la fiscalía en el juicio de la Audiencia Nacional de Madrid contra el ex capitán naval Adolfo Scilingo por su participación en los vuelos de la muerte, con el resultado de una condena a 640 años de prisión.

A esta ocupadísima agenda como testigo se le suma el hecho de que la historia de Villani se ha mencionado muchas veces en ensayos y películas documentales sobre el terrorismo de Estado en Argentina. En A Lexicon of Terror. Argentina and the Legacies of Torture (1998), la escritora estadounidense Marguerite Feitlowitz incluye una larga entrevista con Mario y su esposa Rosita (71-88). En ESMA. Fenomenología de la desaparición (2004), el ensayista y profesor de filosofía Claudio Martyniuk menciona su cautiverio en la ESMA (16). Eduardo Anguita lo nombra repetidamente en Sano juicio de 2001 (316-318, 321, 322, 324, 327, 333-334), y lo mismo hace el conocido periodista Horacio Verbitsky en El silencio de 2005 (130, 131, 132 y 141). En Italia, su historia aparece mencionada en El Tano. Desaparecidos italiani in Argentina (2000), de Carlo Figari (191-196). En la versión electrónica de El País de Madrid, un artículo del novelista argentino Tomás Eloy Martínez, “El Olimpo del horror”, ofrece una semblanza de Villani como testigo en los juicios (2006). En el cine documental, aparecen referencias a él en Montoneros, una historia (Andrés Di Tella, 1995) y Prohibido (Andrés Di Tella, 1997), en el film francés Tortionnaire (Frederic Brunnquell y Pascal Vasselin, 1998) y en The Disappeared (2007) del estadounidense Peter Sanders. En Garage Olimpo (1999), el director ítalo-argentino Marco Bechis combina libremente elementos de varios campos clandestinos que existieron en Buenos Aires y basa uno de sus personajes en Mario Villani, quien además fue asesor histórico del director

Son demasiadas las cuestiones políticas, éticas y filosóficas que trae a luz el testimonio de Villani como para enumerarlas todas. En su relato se pregunta una y otra vez cuáles son los límites de la supervivencia, en qué punto la colaboración de un prisionero con el mantenimiento del campo se hace inadmisible, y cómo es posible que torturadores y torturados a veces mantengan un diálogo o incluso jueguen un partido de ajedrez. El lector puede sacar sus propias conclusiones; yo sólo quiero señalar aquí cuál ha sido mi propio aprendizaje a lo largo de estos años de familiarizarme con su historia. He mencionado el capítulo “La zona gris” de Primo Levi sobre sus experiencias en Auschwitz, y nada mejor que la expresión “zona gris” para intentar definir lo que significa sobrevivir en un campo de exterminio: los dilemas morales cotidianos, la falta de respuestas claras ante situaciones de vida o muerte, la galería de seres humanos confrontados con situaciones para la mayoría de nosotros impensables. En Los hundidos y los salvados, Levi sostiene que la experiencia límite de los campos impide dividir tajantemente a las personas entre ellos y nosotros, amigos y enemigos, porque la frontera entre víctimas y verdugos se desdibuja: “El enemigo estaba alrededor, pero dentro también, el «nosotros» perdía sus límites…” (33). Levi se niega asimismo a condenar moralmente a quienes hicieron lo impensable para sobrevivir en los campos nazis (“Es un juicio que querríamos confiar sólo a quien se haya encontrado en condiciones similares y haya tenido ocasión de experimentar por sí mismo lo que significa vivir en una situación apremiante”, 38). Cuando habla de los que trabajaban como mano de obra esclava, integraban los Sonderkommandos encargados de las cámaras de gas y los hornos crematorios o incluso actuaban de Kapos, sostiene que todos fueron víctimas de un régimen que posibilitó semejante aberración: “La culpa máxima recae sobre el sistema, sobre la estructura del Estado totalitario” (38).

La prudencia de Villani al juzgar lo menos posible es paralela a la de Levi. Según el escritor italiano, no debemos buscar en los prisioneros “el comportamiento que se espera de los santos y de los filósofos estoicos” (43), y en su relato Villani revela la humanidad subyacente aun en los actos más deleznables. En Auschwitz hubo quienes extendieron su vida unos pocos meses más haciendo el trabajo infernal de los Sonderkommandos, pero “nadie está autorizado a juzgarlos, ni quien ha vivido la experiencia del Lager ni, mucho menos, quien no la haya vivido” (Levi, 52). Sin embargo, el juicio moral sobre los sobrevivientes es algo que abunda en la Argentina. En La mujer en cuestión (2003), una novela de la cordobesa María Teresa Andruetto, un informe burocrático sobre una mujer que sobrevivió a su paso por un campo de concentración (presumiblemente La Perla) reproduce las sospechas de sus vecinos: ¿qué hizo en el campo? ¿Tuvo allí un hijo? ¿Tuvo que ver con el arresto y la muerte de su amigo? Más inculpatorio aún es el hecho de que el “por algo habrá sido” de los vecinos, cuando la mujer desaparece, se convierte en un “por algo habrá salido” cuando vuelve con vida del campo. En una ilustración perfecta de la expresión que dice “maldito si lo haces, maldito si no lo haces”, la sociedad la condena antes y después:

Aun en la actualidad, Eva tiene que oír comentarios, como hace años oyó insultos [...] Desde entonces, “comunista” y “puta comunista”, primero, y años después “traidora”, “botona” y otras expresiones de parecido calibre... (Andruetto, 34)

El tema de la condena a los sobrevivientes por ser sospechosos de colaboración aparece tempranamente en la ficción argentina. En la novela de Miguel Bonasso Recuerdo de la muerte (1984), basada en la historia real de un ex diputado de la Juventud Peronista que logró escapar de la ESMA, una de las escenas culminantes es cuando el protagonista arriba al centro clandestino y descubre horrorizado que muchos de sus compañeros, que creía muertos, están trabajando como mano de obra esclava. Ya en 1982, no terminada aún la dictadura, el historiador británico Richard Gillespie se había referido a este fenómeno en su concienzudo estudio Soldiers of Perón, Argentina’s Montoneros (publicado luego como Soldados de Perón: los Montoneros), donde anotaba: “Dentro de la ESMA, algunos prisioneros consiguieron idear una estrategia que, durante el período 1977 a 1979, les salvó la vida. Simulando colaborar con sus apresadores de la Armada, escaparon al destino de la gran mayoría” (301). Más tarde, al cumplirse el vigésimo aniversario del golpe militar, la novela de Liliana Heker El fin de la historia (1996) abrió un largo debate al ficcionalizar la historia real de una ex guerrillera montonera que formó pareja con el oficial naval que la capturó y mató a su compañero. Más que sobre los méritos literarios de la novela, la polémica giró alrededor del significado de la “traición” de la mujer, y quizá tuvo que ver menos con la incapacidad de la protagonista de ser fiel a sus ideales que con el fracaso de una generación y la pérdida de las ilusiones.

A la desazón evidente de Liliana Hecker ante lo que considera una traición de la sobreviviente, se le contrapone la profunda reflexión de Pilar Calveiro en su notable estudio Poder y desaparición: los campos de concentración en Argentina (1998). La autora, sobreviviente de la ESMA y hoy profesora universitaria en México, refuta la división simplista de los secuestrados en héroes y traidores, y revela los mecanismos concentracionarios que posibilitaron todo tipo de situaciones ambiguas y grises. Más importante aún, sostiene que todo mecanismo individual de supervivencia dentro del campo (desde simular y colaborar en pequeñas tareas hasta pasarse abiertamente de bando) no puede comprenderse sino en el contexto de los mecanismos sociales de adaptación al poder militar: “Ni la guerrilla ni los militares, ni por supuesto los campos de concentración, constituyeron algo ajeno a la sociedad en su conjunto” (98). Los campos y la sociedad civil deben pensarse entonces como dos caras de un espejo que reflejan la misma ambigüedad:

Pensar el campo de concentración como un universo de héroes y traidores permite separarlo de lo social [...] Por el contrario, el infierno del campo y la sociedad se pertenecen, por eso héroes y traidores, víctimas y victimarios, son también esferas interconectadas entre sí y constitutivas del entramado social, en el que todos están incluidos. (137)

A esa misma vasta zona gris se refieren otras cinco sobrevivientes, las autoras de Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA (2001). Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin y Elisa Tokar, todas ellas participantes en el plan de “recuperación” de la Armada, se reunieron durante un año y grabaron sus conversaciones sobre lo vivido, en un ejercicio de introspección que luego se virtió en el libro. De manera descarnada dicen saberse sospechosas por haber sobrevivido (“la culpa de estar vivo, el miedo a que te señalen por la calle y te digan: ¡Si está vivo, por algo será!”, 238) y sostienen que “más allá de pequeños episodios de heroísmo o de santidad, la verdadera historia la hicieron contradictorios seres humanos” (14). Más aún, comparan su caso con el de los campos nazis y se preguntan por qué en la Argentina se mide a los sobrevivientes del terrorismo de Estado con una vara diferente:

Por qué todo el mundo entiende que algunas prisioneras judías se hayan acostado con alemanes para sobrevivir y se horrorizan sin embargo de que haya pasado lo mismo aquí en la ESMA. (99)

Las mismas dudas y autocuestionamientos marcan la experiencia de Mario Villani y sus reflexiones a lo largo de tres décadas y media, que hoy se cristalizan en este libro. Una y otra vez se pregunta por qué él sobrevivió y otros no, y la única respuesta posible es la que ofrece al final de su relato: “¿Por qué hoy estoy vivo? No lo sé, no soy yo quien lo decidió”. Lo único que estuvo a su alcance fue hacer lo posible, día tras día a lo largo de cuarenta y cuatro interminables meses, para que no lo mataran. Debió mentir, simular y ocultar sus verdaderos sentimientos mientras trabajaba como mano de obra esclava en los campos reparando aparatos electrónicos, acondicionando automóviles y ayudando a limpiar y cocinar. Durante todo ese tiempo una mínima esperanza le permitió seguir adelante: el deseo de quedar vivo para que alguien contara lo sucedido. En Los hundidos y los salvados, Primo Levi reproduce las palabras de uno de los pocos sobrevivientes de los Sonderkommandos: “Es verdad que hubiera podido matarme o dejarme matar, pero quería sobrevivir para vengarme y para dar testimonio de todo aquello. No creáis que somos monstruos, somos como vosotros, aunque mucho más desdichados” (46). ¿Es posible –o incluso moral– pagar un precio semejante para lograr dar testimonio? Que cada lector decida por sí mismo. Pero que al hacerlo tenga en cuenta que los actores de esta historia fueron contradictorios e imperfectos, como todos los seres humanos: “Murieron los peores y los mejores, sobrevivieron los mejores y los peores” (Vezzetti, 141). Como ejemplifica Mario Villani en su relato, ni morir fue prueba última de heroísmo, ni sobrevivir lo fue de traición a los ideales. Los sobrevivientes de los centros clandestinos no son monstruos ni fenómenos de circo. Por el contrario, son seres humanos, tan humanos como nosotros, tal vez incluso más humanos porque acarrean consigo el deber (y la desdicha) de para siempre tener que atestiguar.

Atlanta, mayo de 2011

Desaparecido: memorias de un cautiverio

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