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El secuestro

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Los integrantes de la “patota” iban siempre provistos de un voluminoso arsenal, absolutamente desproporcionado respecto de la supuesta peligrosidad de sus víctimas. Con armas cortas y largas amedrentaban tanto a éstas como a sus familiares y vecinos [...] La cantidad de vehículos que intervenían variaba, ya que en algunos casos empleaban varios autos particulares (generalmente sin chapa patente)...

Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, Nunca más (17)

Aquel 18 de noviembre de 1977 me acababa de levantar para ir al trabajo. Vivía en la calle Patagones entre Monasterio y Manuel García del barrio de Parque Patricios, y estaba empleado en la empresa de un amigo donde ayudaba a armar equipos de electrónica. Ya no era un jovencito, tenía treinta y ocho años, y debido a mis actividades políticas hacía un tiempo había dejado de trabajar en la CNEA, donde desarrollaba modelos matemáticos para el funcionamiento de reactores nucleares. Ese día, después de bañarme y tomar el desayuno, salí de casa y subí a mi Fiat 600. La calle donde vivía era mano hacia la derecha y, media cuadra hacia la izquierda, otra calle me llevaba directamente al centro de la ciudad. Para ahorrar tiempo hice como todos los días y recorrí a contramano esos cincuenta metros. Después doblé a la derecha para dirigirme al trabajo, pero tuve que detenerme frente a un semáforo en rojo. Fue en ese momento cuando me rodearon tres autos.

Uno era un típico Ford Falcon de la época. Otro era un taxi Siam Di Tella con su habitual techo amarillo. Al tercero no lo recuerdo bien, pero probablemente era un Torino. Uno se me cruzó adelante, otro atrás y el último se me paró al lado. Se bajaron unas diez personas con armas a la vista, todos vestidos de civil con remeras y pantalones vaquero, alguno incluso con barba. Yo iba con la ventanilla abierta porque hacía calor y me metieron un arma por la ventanilla apuntándome a la cabeza. Me gritaron: “¡Bajate!”. Todo fue muy rápido. Yo estaba aterrorizado. Fueron apenas unos pocos instantes pero en mi memoria parece mucho tiempo: para contar algo que tal vez duró unos segundos necesitaría horas. Todo ocurrió como en un flash. Sin embargo no vi pasar mi vida como una película frente a mis ojos, según dicen que ocurre en el momento de enfrentarse a algo terrible. Siendo un militante, de algún modo estaba esperando que eso sucediera. Había grandes posibilidades de que a un militante le pasara algo así, de manera que pensé: “Me llegó la hora”.

Se me cruzaron recuerdos de todo lo que había escuchado que le pasaba a la gente en situaciones similares; sobre esa base empecé a tratar de prever lo que me podía ocurrir. Se me presentaron ideas de todo tipo: desde que me matarían allí mismo hasta que me torturarían de inmediato. Pensé que me darían picana –ya sabía de la picana por relatos de otra gente– o que me quebrarían los huesos; tal vez me meterían agujas debajo de las uñas o me quemarían los ojos. Durante el viaje me patearon y me amenazaron verbalmente, aunque no lo tengo grabado como una experiencia física sino más bien como una vivencia terrorífica. No sabía quiénes eran. Si bien me imaginaba que eran policías o militares, no lo podía confirmar y eso me aterrorizaba más. Al mismo tiempo sabía que si me dejaba llevar por la imaginación no lograría cosas mínimas como descubrir quiénes eran y dónde me llevaban. Lamenté, ahí tirado en el piso, no haber gritado mi nombre a los vecinos que pasaban en el momento en que me secuestraron. Cuando me pusieron el revólver en la cabeza y abrieron la puerta del Fiat podría haber tratado de pegar un tirón y salir corriendo, pero la sorpresa y el miedo me frenaron. Llegué a pensar que perdería el control de esfínteres y me orinaría encima.


Mario VIllani en la plaza Pizzurno de la ciudad de Buenos Aires.

Foto tomada en 1977, quince días antes de su secuestro.

Después de vendarme los ojos me taparon la boca con un esparadrapo, me ataron las manos con una cuerda y me tiraron en el piso trasero de uno de los autos, creo que el Siam Di Tella. Todo duró apenas unos segundos. Ya en el piso, dos personas se sentaron atrás y me pusieron los pies encima. Uno de ellos tenía un arma en la mano y cada vez que el auto se paraba en un embotellamiento o frente a un semáforo la sacaba por la ventanilla sin disimular y les gritaba a los otros conductores para que abrieran paso. Aunque estaba vendado, yo podía oír los gritos de sus compañeros que lo instaban a ser más disimulado: “¡Che, Pepona, meté el arma adentro!”. Estaba muerto de miedo pero trataba de pensar y distinguir el posible camino que llevábamos, prestando atención a las frenadas, los giros y otros movimientos que me pudieran indicar hacia dónde íbamos. No sé cuánto tiempo transcurrió desde que me capturaron hasta que llegamos porque mi mente iba ocupada en registrar el trayecto que seguíamos. Calculo que habrán sido unos quince o veinte minutos ya que íbamos muy rápido ignorando los semáforos. Cuando llegamos al lugar pensé que estábamos cerca de la calle Azopardo en su cruce con la avenida Belgrano. Muchos años después, cuando salí en libertad y me puse a investigar dónde había estado, comprobé que se trataba del centro clandestino de detención Club Atlético, en la manzana comprendida entre Paseo Colón, Garay, Cochabamba y Azopardo. No le había errado tanto.

Desaparecido: memorias de un cautiverio

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