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Capítulo 5

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—Señoras y señores del jurado, las últimas dos semanas hemos sido testigos de un hecho que no se supone que debe ocurrir en Estados Unidos: una persecución política. La ambición política del fiscal del distrito le ha llevado a plantear una acusación criminal con una motivación política. El señor Dorkin, el fiscal del distrito del condado de Travis, ansía desesperadamente el sillón en el Senado de Estados Unidos que la acusada, Martha Jo Ramsey, ocupa. El señor Dorkin, un demócrata hasta la médula, está buscando apoyos para entrar en campaña y liderar el Partido Demócrata de Texas. Como no los ha encontrado, ha maquinado su venganza. No contra sus compañeros de partido, sino en contra de la acusada. Contra el Partido Republicano. Creó pruebas de la nada y las llevó ante dos grandes jurados, jurados que se negaron a elevar cargos. Pero como se suele decir, a la tercera va la vencida.

—Pero al final, formuló los cargos.

—Cuatro cargos de conducta oficial indebida. Delitos graves de segundo grado. Declara que la senadora Ramsey, mientras ejercía de secretaria de estado de Texas, usaba a trabajadores estatales en sus propios negocios políticos y luego les ordenaba destruir los informes que ponían de manifiesto y eran prueba de los hechos.

—¡Vaya! Suena algo serio, ¿no? Una política corrupta de Texas. Muchos vinieron antes que ella. Políticos que pagaban a prostitutas con dinero del estado. Políticos que se beneficiaban de sus contactos para comprar acciones rentables en el mercado o para adquirir tierras. Los hubo que hasta robaron fondos del Estado de bienestar. Así que, ¿cuál es el delito del que se acusa a la senadora Ramsey?

—Tenía a su secretaria escribiendo notas de agradecimiento.

Dos miembros del jurado se quedaron con los ojos en blanco. La senadora era muy querida en el estado de Texas. Frank intentaba que ese sentimiento no cambiara. Cada mañana, cuando entraba al juzgado del condado de Travis, la senadora respondía a las preguntas de la multitud de reporteros que se apostaban a las puertas, sonreía a las cámaras, firmaba autógrafos y se hacía fotos con los votantes. Parecía la madre perfecta de cualquier serie de televisión, como aquella que reponían una vez tras otra y que Frank veía cuando era pequeño, Leave it to Beaver. ¿Quebrantaría June Cleaver la ley de manera intencionada? Frank no lo creía. Y tampoco lo haría el jurado.

—Notas de agradecimiento, es por eso por lo que está hoy aquí ante ustedes, una senadora de Texas, acusada por un fiscal celoso. El señor Dorkin quiere que la envíen a prisión por unas notas de agradecimiento. Para que cumpla condena con asesinos, violadores y traficantes de drogas. Solo por unas notas de agradecimiento.

Frank Tucker apuntó con el dedo al fiscal del distrito.

—Ha gastado su tiempo y su dinero en buscar venganza. Es un político fracasado que ha querido pagar su frustración contra una acusada inocente. Es igual que un matón de colegio, que quiere usar su fuerza para abusar de sus compañeros de clase. Señoras y señores del jurado, como ciudadanos estadounidenses, ustedes son los compañeros de clase de la senadora. ¿Van a quedarse ahí, sin más, y dejar que acosen a su amiga? ¿O van a levantarse y hacer frente al matón?

* * *

El juez Harold Rooney, al mando en el caso de «el estado de Texas contra Martha Jo Ramsay», mandó al jurado a deliberar a las 11:04 de la mañana. Una vez que el jurado abandonó la sala del juzgado en el centro de Austin, el juez hizo señas a los abogados para que se acercaran.

—Esto podría llevarles unos días, caballeros. Creo que podría estar para el jueves a primera hora.

Después se giró al abogado defensor.

—Frank, si quieres puedes volver a Houston. No leeré el veredicto hasta que puedas volver. La senadora tendría que quedarse aquí, en Texas.

—Gracias, Harold.

Frank sintió que los ojos del fiscal del Estado le taladraban la cabeza. Dick Dorkin y él habían sido compañeros de clase en la Universidad de Texas en la facultad de Derecho hacía veinte años. Frank había sido el número uno de su promoción; Dick había sido el número doscientos treinta y tres. Doscientos treinta y tres de cuatrocientos alumnos. A Frank lo habían contratado en una gran firma de Houston; Dick había conseguido trabajo en la oficina del fiscal del distrito. Frank era un buen abogado; Dick, un buen político. Veinte años después, Frank era socio del bufete en el que trabajaba; Dick era el fiscal electo del distrito en el condado de Travis. Cuando no consiguió un sillón en el Senado, se corrió la voz de que en ese momento tenía los ojos puestos en la mansión del gobernador a tan solo unas manzanas del juzgado. Una condena mediática le podría acercar a su sueño.

Dick Dorkin había sido el rival de Frank en la facultad de Derecho: nunca supo por qué. Ese día, Frank lo había convertido en su enemigo de por vida. Pero era lo que tenía que hacer cuando una acusada inocente se enfrentaba a la pérdida de su libertad. Un abogado tenía que luchar por su cliente, incluso aunque se granjeara alguna enemistad. Un abogado tenía que vivir en comunión consigo mismo. Con su propio veredicto. Consigo mismo.

—Frank —dijo el juez—, he oído que tu hijo es el mejor jugador de fútbol americano de Houston.

—Solo tiene doce años.

—En solo seis jugará para los Longhorns.

El juez también se había graduado en la facultad de Derecho en la Universidad de Texas.

—Bueno, eso es pensar…

—Discúlpeme, juez Rooney.

El alguacil se había acercado al estrado.

—¿Sí?

—El jurado ya tiene el veredicto.

—¿El veredicto? —Miró el reloj. Eran las 11:19—. ¿En quince minutos?

—Sí, señor —dijo encogido de hombros.

El juez miró a los abogados. Con las cejas arqueadas. Luego se dio la vuelta para decirle al alguacil:

—Bien, hágalos pasar.

El jurado absolvió a la senadora de todos los cargos.

El caso contra William

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