Читать книгу El caso contra William - Mark Gimenez - Страница 16
Capítulo 8
Оглавление«Tu palabra contra la mía». Pero ella estaba muerta. Él, en el estrado.
—Bradley, ¿violaste a Rachel Truitt? —preguntó Frank a su cliente.
—No, señor.
—¿Te acostaste con ella?
—Sí, señor.
Frank condujo a su cliente a que relatara todos los detalles del encuentro con Rachel en el vestuario de la cancha de baloncesto.
—Después de que se marchara, ¿volviste a ver a Rachel?
—No, señor.
—Aquella noche, ¿estrangulaste a Rachel hasta matarla?
—No, señor.
Hacía tan solo dos semanas que la victoria del equipo de fútbol americano de la UT y del campeonato nacional en el estadio Rose Bowl había desaparecido de todas las portadas de los periódicos de Austin, reemplazándolo por «el estado de Texas contra Bradley Todd». Los periodistas y los cámaras estaban apostados en la plaza, a las puertas de los juzgados del condado de Travis, en el centro de Austin. Los más curiosos habían madrugado para estar en primera fila, como si ese juicio por violación y homicidio fuese un reality show. Quizá lo fuera en Estados Unidos en el 2006. Frank pensaba que el caso Enron había sido un circo mediático, y lo había sido; pero un caso de un deportista famoso era un circo de tres pistas.
Eran los primeros días del mes de enero, y Frank se encontraba otra vez en el juzgado con un caso penal entre sus manos ante el juez Harold Rooney y contra el fiscal del distrito del condado de Travis, Dick Dorkin. Este no se había recuperado desde la absolución de la senadora de hacía dos años. La audiencia previa al juicio había sido polémica. El fiscal del distrito estaba decidido a condenar a Bradley Todd. Vencer a Frank Tucker. Convertirse en gobernador.
Frank había solicitado que el juicio se celebrara lo antes posible, de acuerdo con la ley de juicios rápidos, y rechazó todas las prórrogas que pidió el fiscal. Cuando la acusación no tiene pruebas, se presiona la celebración del juicio. Se fuerza a que se retiren todos los cargos o se acelera el proceso. La vida de Bradley Todd se había detenido: lo habían suspendido del equipo de baloncesto después de que las feministas y que la facultad acampara en protesta por el campus; era inocente hasta que se demostrara su culpabilidad en cualquier parte, con excepción de la Universidad de Artes Liberales; y seguiría siendo así hasta que el jurado llegara a un veredicto. Algo que ocurriría en cuestión de días.
—Señor Dorkin, su turno —dijo el juez.
El fiscal del distrito del condado de Travis se levantó y se acercó hacia el testigo.
—¿Después de que mantuviera una relación sexual con Rachel, adónde se dirigió?
—Al vestuario masculino. Me di una ducha y me fui al apartamento de Sarah.
—¿Sarah Barnes? ¿Su prometida?
—Sí, señor.
—¿Y qué hizo el resto de la noche?
—Me quedé con Sarah en su apartamento.
—¿No salió a ninguna parte?
—No, señor.
—Sabe usted que Sarah está sentada fuera de la sala ahora mismo, esperando para testificar después de usted.
—Sí, señor.
—¿Sabe usted, señor Todd, que si Sarah mintiera para protegerle estaría incurriendo en perjurio?
—Sí, señor. Pero no lo hará. Ella no va a mentir. No tiene por qué hacerlo. Estuvimos juntos toda la noche.
—Pero si ella miente, y se descubriese más adelante, se le acusaría y condenaría. ¿Lo sabe usted?
—Sí, señor.
La policía había recabado el semen de Bradley del cuerpo de la víctima, pero no tenía ninguna otra prueba física que lo vinculara con el crimen. Y la prometida de Bradley testificaría sobre su paradero en el momento del asesinato. Testificaría que estaba con ella en su apartamento. Frank también la había entrevistado. No le cabía duda de que le había contado la verdad. Pero el fiscal del distrito seguía convencido de su culpabilidad. De que había quedado con Rachel Truitt en ese bar. De que habían tenido sexo salvaje que había desembocado en una muerte violenta. Pero no tenía pruebas. No tenía testigos. No tenía grabaciones de las cámaras de vigilancia en las que apareciera Bradley. Nada. El fiscal tendría que haber retirado los cargos y haber esperado hasta encontrar alguna prueba (de la que estaba seguro que existía),que culpara a Bradley en un año, cinco o diez; los crímenes de sangre no tenían vigencia ni prescribían. Pero una desestimación del caso tendría mala prensa y le salpicaría en los debates entre los candidatos para gobernador. Así que el fiscal presionó y siguió adelante con el caso. Su única esperanza en condenar a Bradley recaía en romper a su prometida en el estrado, desestabilizarla.
Sarah Barnes era guapa y cristiana. Llevaba una cadena con una cruz colgada al cuello y juró «decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios». Se sentó en la silla de los testigos. Frank le formuló algunas preguntas preliminares que concernían a la relación que mantenía con el acusado y, al final, le formuló la única pregunta que le importaba.
—Sarah, ¿estuvo el señor Bradley con usted en su apartamento desde las seis de la tarde del sábado 8 de octubre del año pasado hasta la mañana del siguiente domingo?
—Sí, señor.
—No hay más preguntas.
El fiscal del distrito atacó:
—Señorita Barnes, ¿le contó Bradley a usted que mantuvo una relación sexual con Rachel aquella misma tarde?
—No, señor.
—¿Así que le mintió?
—No me lo dijo. Pero, sí, es lo mismo que una mentira.
—La traicionó.
—Sí.
—¿Pero usted aún lo ama?
—Sí.
—¿Aunque le mintiera y la traicionara, usted aún lo ama?
—Sí.
—¿Por qué?
—Es un buen hombre. O lo será cuando se convierta en uno.
—Mide dos metros. ¿No es un hombre?
—No. Solo es un niño grande que es capaz de jugar a un deporte estúpido como el baloncesto. Que, por alguna razón que se me escapa, lo hace muy atractivo para las chicas del campus. Mírenlo, ¿dirían que se parece a Brad Pitt? No, no se parece. Pero a las chicas se les caen las bragas por él, por cualquier jugador. Me dan pena.
—¿Los jugadores?
—Las chicas.
—¿Quiénes? ¿Todas las chicas que tuvieron sexo con Bradley?
—Sí. Rezo por ellas.
—¿Por qué?
—Porque les hace falta algo. Necesitan algo que él no puede darles.
—¿Qué?
—Amor.
—¿Usted cree que él la ama?
—Sé que lo hace. Pero solo es un niño de veinte años. Voy a aguantar con él hasta que crezca, hasta que sea un buen hombre de cuarenta años. Será un gran padre. Y un buen médico.
Se dio la vuelta para mirar al jurado. No le vaciló la mirada.
—Bradley estuvo en casa conmigo aquella noche. Toda la noche. Lo juro ante Dios.
Todo el jurado, compuesto por personas blancas, absolvió a Bradley Todd.
La realidad era que Bradley Todd era un íntegro y acicalado chico blanco que solo decía: «sí, mamá» y «no, señor». Su testigo, que le servía de coartada, era una chica guapa blanca cristiana. Si Bradley hubiera sido un pandillero negro con rastas, que hablara el lenguaje de la calle, tuviera tatuajes por todo el cuerpo, los pantalones por debajo del culo y su coartada fuera una testigo prostituta y drogadicta, lo habrían mandado a prisión de una patada en el trasero en menos que canta un gallo. Frank lo sabía. Pero también sabía que Bradley Todd era inocente
William estaba sentado en la sala de estar viendo un partido de la NFL por la tele. Los playoffs. No a los Dallas Cowboys. Ellos no habían entrado en los playoffs, otra vez. Se imaginaba llevando la equipación plateada y blanca con el número doce a la espalda y una estrella en el casco, liderando a los Cowboys hasta la Super Bowl. Ganaron dos Super Bowls cuando Roger Staubach era el quarterback del equipo en los setenta, y tres Super Bowls a principio de los noventa cuando Troy Aikman era el quarterback, pero no habían ganado ninguna desde que William había nacido.
Aún era su sueño ser el quarterback de los Dallas Cowboys. Ser rico y famoso. Pero primero tenía que jugar en la primera división, en la división I-A, en un equipo universitario de fútbol americano. Lo que significaba que tenía que conseguir una beca deportiva. No puedes ser sin más quarterback en un equipo de primera división. ¿Vendría algún entrenador de primera división a la Academia para reclutar a William Tucker? ¿Incluso si fuera bueno? ¿Muy bueno? ¿Cuándo su equipo era realmente malo?
Su equipo del colegio había perdido 0-10. Realmente, a él no lo importaba perder, no al principio, pero al final de la temporada, él estaba ya cansado. Cansado de perder. Cansado de ser el mejor jugador del campo, en cada partido, pero perderlos todos. Odiaba perder. Él imaginaba que le gustaría ganar, pero no lo sabía porque nunca había ganado un partido. Y el equipo superior de la Academia había perdido también todos los partidos, así que no parecía que las cosas fueran a cambiar al año siguiente. O el siguiente. O los demás. En la Academia, los deportes de equipo siempre perdían. Era de esperar.
Pero perder era una mierda.
¿Conseguiría una beca universitaria jugando en un equipo de perdedores? ¿Un equipo malísimo? ¿Y si el equipo superior iba perdiendo en la liga con el record de 0-40? No hacía más que darle vueltas a eso en la cabeza, porque el próximo año entraría en noveno curso. En el instituto. Donde los chicos se convertían en hombres. Cuando se probaban a sí mismos en el campo de fútbol. Cuando probaban que eran lo suficientemente buenos para jugar en la liga universitaria. Que eran unos ganadores. A los entrenadores de jugadores universitarios no les pagaban para que su equipo perdiera, por lo que no reclutaban a perdedores.