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Capítulo 6

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El primer ojeador universitario apareció cuando William tenía catorce años.

—Es el mejor que he visto nunca, Frank.

Los siguientes dos años trajeron consigo una vorágine de acontecimientos. El caso contra Kobe en Colorado se había desestimado. En Houston, el caso contra Enron, en cambio, no. Kobe pagó una indemnización de millones de dólares a la recepcionista para no ir a juicio. El presidente de la junta de Enron y el director ejecutivo fueron enviados a prisión. La Corte Suprema de Estados Unidos anuló de forma unánime la condena por obstrucción a la justicia del jefe de contabilidad, Arthur Anderson, pero ya nada se podía hacer para salvar a la compañía ni a sus cinco mil empleados. Martha Stewart cumplía condena por usar información privilegiada. El presidente de la Cámara de Representantes, en cambio, no. George W. Bush ganaba la reelección y el huracán Katrina inundaba Nueva Orleans, así como el segundo mandato de Bush. Tom Brady y los Patriots ganaban su tercera Super Bowl. La Major League Baseball estableció un programa de pruebas de detección de uso de esteroides, después de que los bateadores que habían batido el récord de home run de los años noventa se hubieran visto involucrados en un escándalo de sustancias para mejorar su rendimiento. Lance Armstrong ganó su séptimo Tour de Francia consecutivo; al menos parecía que aún quedaba un deportista limpio en Estados Unidos. Librábamos una guerra contra Irak y Afganistán. Habían creado algo llamado Facebook. Creían que miles de personas iban a poner toda su vida ante los ojos del mundo. Frank seguía representando a hombres de negocios en sus juicios y seguía ganándolos todos. William seguía jugando partidos de fútbol americano en su colegio privado y seguía perdiéndolos todos. Un jueves de octubre, entrada la tarde, jugaba un partido con sus compañeros de octavo. Iban perdiendo. Su padre estaba de pie detrás de la verja que rodeaba el campo de la Academia. Sam Jenkins estaba de pie a su lado. Olía a tabaco y Old Spice. Era bajo y fornido. Era un ojeador universitario.

—Tiene catorce años —dijo Frank.

—Es especial.

—Es un niño.

—Es un deportista. Con un gran futuro. Si sabes gestionar su carrera, claro.

—¿Su carrera?

—Sí, claro, su carrera. Una carrera que podría valer más de doscientos millones de dólares, Frank. La élite de los deportistas profesionales gana más dinero que los actores de Hollywood hoy en día… ¡Joder! Y muchísimo más que los picapleitos.

—Solo juega con niños de octavo en un equipo de colegio.

—En tan solo cuatro años podrá jugar en el equipo universitario, y en ocho años en la liga profesional, o puede que en seis si deja la universidad antes de que acabe.

—No lo hará.

—¿Jugar como profesional?

—Dejar sus estudios.

Sam asintió.

—Eso es lo que todos dicen. Pero cuando un equipo de la NFL le ofrezca un contrato millonario, un grado universitario no le parecerá lo más importante.

—¿Cuáles son las probabilidades de que William juegue en la liga profesional?

—¿Cuáles son las probabilidades de ganar la lotería? Pero siempre hay gente que la gana.

Sam exhaló el humo del puro que se quedó flotando en el aire.

—Frank, si William fuese un músico prodigioso, un pianista, ¿no querrías alimentar ese don?

—Por supuesto.

—Vale, es un prodigio del fútbol.

—¿Cuántos pianistas sufren conmociones o daño cerebral a largo plazo?

—¿Cuántos ganan diez millones al año? Frank, tu hijo tiene un don. Llevo treinta años ojeando a chavales, y nunca he visto a uno como él.

—¿Ojeas a niños de catorce años?

—No. Ojeo a niños de doce. El problema es que están a punto de entrar en la pubertad, y la mitad de los que son buenos, cuando acaban la pubertad no son tan grandes como cuando la empezaron. Normalmente, diría que lo dejes en el instituto un año, puede que dos. Dale la oportunidad de que crezca antes de que entre en la liga universitaria. Pero William es la excepción. Ya es casi un hombre. ¿Cuánto mide? ¿Metro ochenta?

—Metro ochenta y cinco.

—¿Qué pie calza?

—Un cuarenta y seis.

Sam silbó.

—Un cuarenta y seis con catorce años. Cuando crezca puede que tenga un cuarenta y nueve, o un cincuenta. Me imagino que llegará a medir uno noventa o, quizá, dos metros. ¿Sus manos son grandes?

—Más que las mías.

—¿Cuánto pesa?

—Setenta y dos kilos.

—Cuando esté en octavo, pesará cien kilos y sin necesidad de esteroides. Es algo que siempre preocupa. Ves a los chicos de dieciséis, diecisiete y dieciocho matándose para ganar músculos, y siempre te preguntas si se estarán poniendo o no.

—¿Los chicos de instituto se meten esteroides?

Sam soltó una risotada.

—Pasas demasiado tiempo en los juzgados. Por Dios, se ponen hasta el culo. Cuando pasan la pubertad y se dan cuenta de que no son tan grandes como habían creído, deciden darle un empujón a su cuerpo. Hacen cualquier cosa por cumplir su sueño. Por eso siempre pregunto por el pie y las manos.

—¿Por qué?

—Veo a chicos dopados que pesan cien kilos pero que usan unos botines de fútbol de la talla cuarenta y tres, y qué quieres que te diga, no me he caído de un guindo. Demasiado grande para esos pies. Lo mismo pasa con las manos. Los chicos crecen, y con ellos, sus manos y sus pies, y no al revés.

—Para ser ojeador, eres todo un científico.

—El peso y la altura es una ciencia, pero las agallas y el corazón no lo son. Un chico necesita tener agallas para competir y corazón para ganar. Son cosas que no se pueden entrenar.

Mientras, en el campo, William corrió a su izquierda, esquivó a dos defensas, rompió cuatro placajes y esprintó por la banda para anotar un touchdown. Sam miraba al hijo de Frank con asombro. Señaló con el puro el campo.

—Eso tampoco se entrena, Frank. Algunos chicos lo tienen y otros no. Y tu chico lo tiene.

Sam dio una calada a su puro y exhaló el humo una vez más.

—Cuando comencé en esto de ojear, mi mentor era ya un veterano. Descubrió a Joe Namath cuando iba al instituto. Me decía que verlo jugar era como tener un orgasmo. Nunca lo entendí. Hasta ahora.

—¿Un orgasmo? Me estás asustando, Sam.

Sam sonrió antes de morder y tirar un trozo del puro.

—Lo veo jugar y me recorre un escalofrío por la espalda. —Sam recorrió con sus dedos la frente y después extendió el brazo a Frank.

—¡Mira! Se me pone la piel de gallina.

—Ya se te pasará.

—La última vez que estuve la mitad de emocionado viendo a un chico de octavo fue cuando vi a Troy Aikman en Oklahoma. Ese chico sabía jugar. Le situé en el número uno cuando acabó el instituto. Lo hizo bien en el fútbol americano: fue número uno en la draft de la NFL, ganó tres Super Bowls con los Cowboys, llegó al Salón de la Fama, ganó millones. Pero él no era tan bueno como lo es William con catorce. Frank, si no alimentas su don, dale la oportunidad de que viva su sueño, de lo contrario, te odiará.

—¿Me odiará?

Frank sonrió. Creía que Sam estaba de broma. Pero no lo estaba.

—Lo hará.

Frank no podía imaginar que su hijo llegara a odiarlo.

—¿Qué me aconsejas, Sam?

—En primer lugar, está en un pequeño colegio privado. No tiene un equipo que lo merezca —dijo Sam mientras señalaba al campo—. No puede mejorar entre esa panda de perdedores.

—¿Perdedores? Son buenos chicos.

—Son terribles. No tienen línea ofensiva, ni receptores que sepan jugar. Solo lanzan el balón diez veces en un partido. No puede desarrollar sus habilidades de quarterback jugando a la vieja usanza, jugando de manera ofensiva corriendo con el balón. Hoy en día se juega con pases adelantados, Frank. En los partidos profesionales se centran en eso, lo que significa que en los partidos universitarios también lo hacen; y así hacen en los institutos, se juega con pases adelantados. Por eso los novatos en las universidades destacan cuando llegan, por eso luego se hacen profesionales y empiezan una carrera en la NFL. Empiezan a prepararse en tácticas ofensivas desde el instituto. Tienes que llevar a William a un gran colegio público que juegue con ese estilo ofensivo profesional, que haga cincuenta lances por partido y que tenga buenos jugadores en el equipo, sobre todo negros, con rapidez y habilidad. Y que tenga también un campo cubierto.

—¿Un campo cubierto?

—Llueve mucho en Houston, Frank. Un día de lluvia es un día de entrenamiento perdido. Por eso todas las grandes escuelas públicas de Texas tienen campos cubiertos para entrenar.

—Creía que el sistema de enseñanza pública estaba arruinado.

—Siempre hay dinero para el fútbol americano. Cuando se jugó la Super Bowl en Dallas, los equipos entrenaron en campos cubiertos de institutos.

—A él le encanta este colegio.

—Frank, las familias se mudan por todo el país solo para que sus hijos puedan jugar en los mejores institutos públicos y que entrenen con las mejores tácticas ofensivas de los profesionales.

—¿Te estás quedando conmigo?

—¿Tengo pinta de estar quedándome contigo?

No la tenía.

—Si quieres que llegue a la NFL, tiene que ponerse en marcha ya.

—A mí no me importa.

—A él sí.

—Tiene catorce años. Todos los chicos de catorce años sueñan con ser jugadores estrellas del fútbol americano profesional.

—La diferencia es, Frank, que su sueño sí que se puede cumplir. Él puede ser una estrella. Lo tiene todo a su favor: altura, peso y rapidez. Y puede llegar a ser más grande, más fuerte y más rápido.

Dijo esas tres últimas palabras como si fueran una sola.

—He leído sobre ti, Frank, la reseña que escribió el New York Times cuando ganaste el caso de la senadora…

Frank Tucker se había hecho famoso. La absolución de la senadora lo había impulsado a la cima, destacaba entre los miles de abogados penalistas de Estados Unidos. Se podría haber especializado en la defensa de miembros del Congreso acusados de violaciones de la ética y de la ley, pero no quería pasar mucho tiempo en Washington, alejado de su familia. Además, había miles de hombres de negocios que tenían problemas con la justicia en Texas. ¿Por qué irse de allí?

—¿Cómo es que nunca has perdido un juicio? ¿Cómo ganas todos los casos?

—Porque tengo la justicia de mi lado.

Sam dio un bufido.

—Sí, claro. Los ganas porque eres más inteligente que el contrario. En los juzgados, los más inteligentes vapulean siempre a los más estúpidos, ¿no? Es la ley de los hombres. En el campo los más grandes, fuertes y rápidos ganan siempre a los más pequeños, débiles y lentos. Es la ley de la naturaleza.

Frank echó una mirada al equipo de su hijo: más pequeños, más débiles y más lentos perdiendo ante un equipo más grande, más fuerte y más rápido.

—En segundo lugar, tiene que pasar el verano en un campamento para quarterbacks.

—¿Un campamento para quarterbacks?

Se trata de un campamento de verano en el que montan quarterbacks profesionales y entrenadores. Trabajan con las mejores promesas del fútbol americano de la nación. Lanzamientos en movimiento, juego de pies, habilidades de liderazgo, simulacros de pase, leer la defensa del oponente, reconocer cómo cubre el equipo contrario, organizar y llevar a cabo jugadas… Enseñan a los chicos a cómo jugar en su posición. En un par de veranos irá al campamento para la élite, al Elite Eleven.

—¿Otro campamento?

—Un campamento para los mejores quarterbacks. Los traen de todos los rincones del país, invitan a cincuenta o sesenta chicos de cada campamento. Puede que un chico de cada campamento vaya a la fase final del Elite Eleven, que dura cinco días en la sede de Nike. Lo suelen llamar «The Opening».

—¿Cuánto cuesta todo eso?

—Miles de dólares. Decenas de miles.

—Eso es mucho dinero.

—Acaban ganando millones con su contrato.

—¿Qué más?

—Tienes que ponerle un programa de entrenamiento con un entrenador profesional. Que esculpa su cuerpo. Los quarterbacks de hoy en día están petados. ¿Alguna vez has visto cómo estudian a los jugadores durante la exhibición de la NFL Scouting Combine? Los tratan como si fuera un mercado de la carne, de pie en lo alto de una tarima, desnudos, en ropa interior, para que los dueños de los equipos y los entrenadores puedan verles el físico.

—No, nunca lo he visto. Ni quiero hacerlo.

Sam rio.

—Es un poco extraño, los dueños blancos de los equipos y los entrenadores miran con cautela a estudiantes enormes negros de la misma forma en que los dueños de las plantaciones miraban a los esclavos negros cuando los vendían en los muelles de Galveston. Una vez vi un programa en la tele por cable sobre esclavitud, me impactó mucho. Pero la diferencia es que esos chicos negros van a ganar millones de dólares y no a recoger algodón. De cualquier forma, puedo darte los nombres de algunos entrenadores en Houston. Y también de algún entrenador para su velocidad, como Michael Johnson, en Dallas. Medalla de oro olímpico, entrena a promesas y a jugadores profesionales para que den un paso más a la Scouting Combine. Hace que mejoren sus tiempos en carrera de cuarenta yardas, pasan de hacerlo en cuatro segundos con cinco a hacerlo en cuatro segundos con cuatro. Un paso más rápido puede marcar la diferencia entre jugar en la NFL y trabajar en Walmart.

—¿Cuánto costaría eso?

—Nada que un abogado famoso no se pueda permitir.

—¿Qué más?

—Un nutricionista. Los chicos se hartan de comida rápida, ganan grasa en lugar de músculos. Necesita tener una dieta estricta.

—¿Con catorce años?

—Tendría que haberla empezado con doce.

—Colegio público, un campamento para quarterbacks, entrenador personal…

—Y torneos de siete contra siete.

—¿Qué son?

—Torneos de pases. Un QB y seis receptores contra siete linebackers. Cada verano los hacen.

—¿Qué hay de las vacaciones familiares?

—Vais de vacaciones a donde se celebren los torneos. —Sam dio una calada al puro y exhaló—. Mira, Frank, si quieres que William llegue a la NFL, el viaje empieza ahora. Y su familia tiene que acompañarlo, dedicar sus vidas para lograr su meta.

—¿Por qué?

—Porque los otros William Tucker que hay ahí fuera, tienen a sus familias a su lado. Es lo que hay hoy en día.

—¿Hay más como él ahí fuera?

—No, aunque sus padres creen que sí.

—¿Por qué lo creen?

—Por fama y fortuna. Hay treinta y dos equipos en la NFL. Treinta y dos quarterbacks titulares. Y ganan de media cinco millones. Y cuando William llegue a ser el número uno, ganará veinte millones. Al año. Te lo garantizo.

—Pero tiene que tener una buena educación, puede que en una escuela de la Ivy League, después…

—¿Ivy League? —dijo Sam entre risas—. Joder, Frank, la mayoría de los equipos de institutos de Texas podrían darle una paliza al equipo de fútbol americano de Harvard. Olvídate de la Ivy League, Frank. William tiene que ir a una gran universidad de primera división.

—… a la facultad de Medicina, o a la de Derecho.

—¿Y ser abogado, como su padre?

—Quizá.

—¿Cuándo piensas jubilarte, Frank? ¿A los sesenta y cinco?

—Depende de lo que se gaste mi mujer de ahora en adelante.

—Los quarterbacks se retiran a los treinta y cinco. ¿Ves las Olimpiadas?

Frank asintió.

—Todos esos atletas que ves tienen dieciséis, diecisiete o dieciocho años. Llevan viviendo en residencias para deportistas desde que tenían diez, para que vivan cerca de sus entrenadores; para que entrenen cada día y llegar a su único objetivo: la gloria. Tienen una oportunidad para la fama y la fortuna; una oportunidad en la vida. El deporte hoy en día es más joven que nunca. Solo tienes diez años para conseguirlo. Entras en este juego a los veintidós, y sales a los treinta y dos. Si juegas bien, podrás vivir bajo un colchón repleto de billetes. Tendrás la vida solucionada.

—¿Todo es por el dinero?

—Todo es para que William haga lo que está destinado a hacer desde que nació. Jugar al fútbol americano.

Frank miraba cómo su hijo jugaba. ¿Eso era para lo que William había nacido?

—¿Alguna vez te has equivocado, Sam? ¿Con algún chico?

—Claro. Una vez, con un chico, Montana. Delgaducho, lento, no podía lanzar el balón más de cincuenta yardas. No lo habrían seleccionado para el equipo del instituto. Pero le recorría sangre fría por las venas. Ganó el campeonato nacional con el equipo de Notre Dame y cuatro Super Bowls.

—Me refería al caso contrario. Un chico que creías que iba a conseguirlo, y que no lo hiciera.

Sam asintió con la cabeza.

—Muchas veces. Nunca estás del todo seguro del potencial de un chico. De sus agallas y su corazón. No sabes si soportarán la presión y lo lograrán o si fracasarán. Y siempre está el factor de las lesiones. Tan solo una lesión puede hacer que una prometedora carrera se evapore.

—¿Qué pasa si te equivocas con William? ¿Quieres que lo deje todo, su gran educación en la Academia y su futuro en la Ivy League por el fútbol? ¿Qué pasa si no lo consigue?

—Tiene un plan B.

—¿Qué plan B?

—Un papi rico. Puede volver a la universidad, quizá en la facultad de Derecho. No te preocupes por William. Los que me quitan a mí el sueño son los niños negros que no tienen un plan B. El fútbol es lo único que puede sacarles del barrio. Es un todo o nada. Muchos de ellos terminan sin nada. —Sam se dio la vuelta y miró al campo—. Pero no me equivoco con William.

—Así que, ¿se supone que tengo que tomar la decisión más importante de la vida de mi hijo tan solo basándome en tu opinión?

Sam levantó las manos a modo de rendición.

—Yo no soy su padre, solo soy un ojeador.

Sam se rio entre dientes, dio una larga calada al puro y soltó una nube de humo.

—Frank, cuando eras niño, ¿soñabas con ser deportista profesional? Estoy seguro, joder, que no soñabas con ser abogado.

—Golfista —dijo Frank, asintiendo con la cabeza.

—¿Te encantaba jugar?

—Sí, me encantaba.

—¿Y eras bueno?

—No lo bastante.

—¿Qué pasaría si lo hubieras sido? No solo bueno, sino muy bueno. ¿Cómo te habrías sentido? ¿Habrías perseguido tu sueño? ¿No te habrías enfadado si tu padre no te hubiese dado la oportunidad de cumplirlo?

Sam Jenkins respondió a su propia pregunta.

—Lo habrías odiado. Y William te odiará.

Sam saludó con la mano del puro al equipo en el campo.

—Este es su sueño, está ahí fuera. ¿Le vas a quitar ese sueño a tu hijo, Frank?

Un buen padre no le quitaría su sueño a su hijo, ¿no?

El equipo de William iba perdiendo. Otra vez. Él había anotado cinco touchdowns, pero el otro equipo había anotado nueve. Su equipo corría por el campo. Un liniero derribó a Ray y lo tiró al suelo. Todas las botellas de agua que llevaba en su carrito salieron despedidas por los aires. Ray era entonces el gestor del equipo, también conocido como el chico del agua. William se paró y ayudó a su amigo a levantarse. Después, recogió las botellas de Gatorade de plástico del suelo y las puso otra vez en el carrito. Se parecía a uno de esos lecheros que repartían la leche hace años, solo que él llevaba Gatorade.

—¿Estás bien, Ray?

—Sí. Gracias, William. —Asintió con la cabeza al resto de jugadores—. No tienen ningún respeto a los aguadores.

—Choca —dijo William, extendiéndole el puño.

Chocaron los puños.

Sam Jenkins se había marchado, y Frank seguía de pie apoyado en la verja, reflexionando sobre los consejos que el ojeador le había dado, cuando su teléfono móvil sonó. Miró el prefijo del número. Era de Austin.

—Frank Tucker —respondió.

—Frank, somos Scooter y Billy.

Scooter McKnight era el director deportivo de la Universidad de Texas. Billy Hayes era el entrenador del equipo principal de baloncesto. Estaban hablando desde el manos libres. Frank tenía la sensación de que no lo llamaban para darle entradas gratis para algún partido.

—¿Podemos hablar? —preguntó Scooter.

—Dispara.

—No, por teléfono no. ¿Podrías venir a Austin? ¿Mañana?

—Mañana no puedo.

—¿Y el sábado?

—Scooter, le dije a mi hijo que jugaríamos al golf…

—Es importante, Frank.

Scooter no era muy dado al drama. Así que Frank y William jugarían entonces el domingo.

—Vale, ¿nos vemos en tu oficina del estadio?

—No, en la cárcel.

—¿Cárcel?

Scooter suspiró al otro lado del teléfono.

—Pon las noticias.

Frank colgó el teléfono y se preguntó de qué querrían hablar. Mejor dicho, de quién querrían hablar. Frank había llevado algún asunto de gran repercusión mediática para el departamento deportivo. O lo que es lo mismo, había representado a deportistas que se habían puesto en el lado contrario al de la ley. Muchos eran jóvenes y estúpidos, con un hígado de hierro. O eso pensaban. Antes de ir a la universidad, se tiraban un año viviendo la vida, con el cuerpo de un adulto y la mente de un niño. Se unían la testosterona y la estupidez y el resultado era, una vez más, desastroso. Sabía que la reunión del sábado no iba a ser un asunto alegre. Las personas felices no llaman a abogados penalistas.

—Mañana tenemos el almuerzo en sociedad.

El perfume de su mujer delató su presencia. Se dio la vuelta, a ella. En ese momento, tenía cuarenta y dos años, pero el entrenamiento diario y los tratamientos de bellezas habituales en el spa habían frenado su envejecimiento. Aún se mantenía esbelta y en forma; subir en la escala social de Houston requería resistencia.

—¿A qué hora?

—A mediodía.

—No puedo ir.

—Me lo prometiste.

—El hijo de Nancy regresa de Irak.

—¿Y qué?

—En un ataúd.

El hijo de Nancy había muerto con veintidós años, solo ocho años más de los que tenía William. ¿Qué haría William cuando tuviera veintidós? Sabía dónde no, muriendo por un DEI (dispositivo explosivo improvisado), en la carretera de un país que odiaba a Estados Unidos y ayudando a su gente. ¿Estaría jugando al fútbol americano profesional para entretener a estadounidenses que amaban ese deporte más que a su propia vida? ¿Estaba el sueño de su hijo en las manos de Frank? ¿Tenía razón el ojeador, Sam? ¿Qué haría un buen padre?

—¿Con quién estabas hablando? —preguntó su mujer.

—¿Por teléfono?

—No, ese hombre que estaba a tu lado.

—Un ojeador universitario.

—¿Por qué hablabas con él?

—Había venido para ver jugar a William. Estaba ojeando a un chico de catorce años…

—¿Y qué te dijo?

Frank contó la conversación que tuvo con Sam Jenkins a su mujer.

—¿De verdad cree que puede llegar a ser una estrella de la NFL? —preguntó.

—Parece que sí.

—Entonces, tenemos que hacerlo.

—Espera, Liz. Tenemos que pensárnoslo, las consecuencias que podría tener para William… No tenemos que ver solo lo que él quiere, sino también lo que él necesita en su vida. Qué es lo mejor para él. Parece ya todo un hombre, pero no sabe que aún es un crío.

—¿Cómo es una vagina?

Frank escupió trozos de carne del taco de su boca. Becky se cubrió la cara con las manos.

—¡Ma-dre-mí-a! William, no hables de guarrerías. Y menos cuando estamos comiendo.

Liz se había acercado a la cocina para ver lo que estaba haciendo Lupe. Ya no cenaban en la cocina como cualquier familia acomodada, como solían hacer. Ahora estaban teniendo una cena formal en un elegante comedor en su nueva mansión de setecientos cincuenta metros cuadrados. Hacía un año que vendieron su antigua casa y se mudaron. Era nueva y austera, con mármol por todas partes. Parecía un mausoleo. Frank no sentía que fuera su casa. Los niños, tampoco. Ni siquiera Rusty, que era lo único que quedaba de su antiguo hogar. La casa nueva había costado cuatro millones y medio de dólares. Frank había pedido una hipoteca de dos millones. Todo para vivir en paz. Para estar con sus hijos. Becky, que ya tenía dieciséis años y solo le quedaban dos años más allí en casa, y William que parecía mayor de lo que era con tan solo catorce años, atravesando la pubertad como podía. En algún momento del año anterior, las chicas le empezaron a despertar la atención.

—Tan solo era una pregunta —dijo William.

Un año antes, William había descubierto que existía un mundo secreto llamado sexo y empezó a acribillar a preguntas a Frank. Preguntas anatómicas y de cuestiones mecánicas. Cinco, diez al día, quizá. Frank se sentía como si estuviera declarando en el juzgado. Hasta que Frank le recordó a su hijo su regla: si le hace una pregunta, le contará la verdad; así que tenía que estar seguro de querer saberla. Desde entonces, se limitó a hacer una pregunta al día. Él no podía estar hablando de sexo todo el día, y más cuando hacía tiempo que ya no lo practicaba. Pero sentados en la mesa durante la cena no era el momento predilecto para que le hiciera su pregunta diaria.

—¿Por qué me preguntas eso? ¿Dónde lo has oído?

—Algunos chicos estaban hablando de eso durante el entrenamiento. Timmy McDougal dijo que había visto una por internet. Después su madre bloqueó todas las páginas porno del ordenador. Petey Perkins dijo que había visto la de su hermana. Cuando lo dijo, a todos nos entraron ganas de echar la pota.

Lupe llegó en ese momento con una fuente de comida mexicana. Ella también era lo que quedaba de la otra casa. Todos los muebles eran nuevos, pero la asistenta llevaba ya dos años con la familia. Ya no llevaba vestidos de campesina mexicana llenos de colores, sino un vestido completamente negro, como una camarera de un restaurante de lujo. Liz había decidido que Lupe tenía que renovarse y llevar un uniforme nuevo acorde a la nueva casa.

—¿Qué quieres saber? —preguntó Frank.

—Tengo catorce años y nunca he visto una, ni siquiera en foto. Ya debería saber algo así.

—¿Podemos hablar de otra cosa? —dijo Becky.

—¿Por qué?

—Porque es asqueroso.

—Le estaba preguntando a William.

—Todos los chicos lo saben. Me siento un estúpido.

Frank trató de recordar cuándo fue la primera vez que vio una. Fue en una revista Playboy que un chico había metido de contrabando en el instituto. Estaba en noveno curso, y nunca más vio a las chicas de la misma manera. A Frank le había tocado responder a todas las preguntas sobre sexo de su hijo, tener las típicas charlas padre-hijo. Contarle la verdad sobre Santa Claus fue mucho más fácil. Esa charla también le había tocado a Frank.

—Muy bien. Después de cenar., buscaremos una foto de una vagina en internet.

Becky se quedó mirando a Frank con la boca abierta. Este le respondió levantando las manos sin saber qué decir.

—¿Qué?

—Si te hubiese pedido ver un pene cuando tenía catorce años, ¿me habrías enseñado una foto en internet?

—No.

—Exacto.

—¿Y has visto alguno?

—El suyo… pero hace tiempo —dijo, señalando a su hermano.

Tenía muchas más cosas que contarle, pero Frank no logró reunir el valor para preguntarle. Ella respondió de todas formas.

—No te preocupes, papi. Sigo siendo virgen. No voy a dejar que sea el recuerdo de instituto de un chico. Soy más lista que eso.

Frank se inclinó y la besó en la frente.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por ser una buena hija, no como yo, que soy un padre horrible.

—De nada.

Todo el mundo decía que criar al primogénito era fácil. Al segundo, no tanto.

—¿Puedo hacer otra pregunta?

—No.

Pero la hizo de todas formas.

—Jimmy dice que las chicas se meten un DIU en la vagina para no quedarse embarazadas. Pero yo le dije que eso sería peligrosísimo porque el hijo de tu secretaria murió por un DIU en Irak. Jimmy es tonto, ¿no?

—Sí que lo es —dijo Becky.

—Es tonto, pero no por eso —dijo Frank—. El hijo de Nancy murió por un DEI, un dispositivo explosivo improvisado. Un DIU es un dispositivo intrauterino, un método anticonceptivo que usan las mujeres.

—¿Les duele?

—¿A las mujeres? Sí.

Frank sonrió a Becky.

—¡Qué divertido! —dijo a su padre.

—¿Qué hay de postre? —preguntó su hijo.

l móvil de William sonó. Tenía un mensaje. Lo leyó, saltó de la silla y corrió a la cocina, donde estaba la tele más cercana. La encendió y puso las noticias locales. Su madre se quedó a su lado. Estaba enfadada porque papá no iba al almuerzo con ella al día siguiente.

—¡Papá!

Papá y Becky llegaron unos segundos después. William señaló a la televisión. El reportero informaba: «Bradley Todd, la estrella de baloncesto de la Universidad de Texas, ha sido hoy arrestado en Austin por la supuesta brutal violación y el asesinato de una compañera de universidad. En estos momentos, lo están trasladando a la cárcel del condado de Travis. El fiscal del distrito va a pedir la pena de muerte».

—Así que eso era —dijo papá.

—¿Qué?

—El director deportivo y el entrenador me llamaron hoy mientras jugabas. Tenemos una reunión este sábado por la mañana. Para hablar de eso.

—¿No íbamos a jugar al golf?

—El domingo.

—¿Es el hijo de los Todds de Highland Park? —preguntó Liz—. ¿Los multimillonarios?

—No lo sé.

Ella sí lo sabía.

—Están en lo más alto de la sociedad de Dallas.

—Su padre pagará para sacarlo de ahí —apuntó William—. Tal y como hizo Kobe.

—A Kobe no lo acusaron de asesinato.

—No vas a ser su abogado, ¿verdad? —preguntó Becky.

—Depende.

—¡Papá! ¡No puedes representar a un violador asesino!

—No voy a hacerlo. Lo voy a conocer, comprobar si ha sido acusado injustamente, si es inocente.

—¿Y si no lo es? ¿Qué pasa si no es inocente?

—Tendrá que buscarse otro abogado.

El caso contra William

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