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La forma suprema de la inteligencia humana
ОглавлениеEl filósofo indio J. Krishnamurti dijo una vez que observar sin evaluar constituye la forma suprema de la inteligencia humana. La primera vez que leí esta afirmación me dije: «¡Qué tontería!», sin darme cuenta de que acababa de emitir una evaluación. A la mayoría nos cuesta hacer observaciones de la gente y de su conducta, exentas de juicios, críticas u otras formas de análisis.
Pude comprobar esta dificultad cuando trabajé en una escuela primaria donde el personal docente y el director se quejaban con frecuencia de dificultades de comunicación. El supervisor de la zona me pidió que los ayudara a resolver el conflicto. Primero me reuní con los profesores, y después, con los profesores y el director juntos.
En la primera reunión pregunté a los profesores: «¿Qué cosas hace el director que entran en conflicto con lo que ustedes necesitan?». «¡Es un bocón!», fue la respuesta inmediata. Con mi pregunta yo había pedido que me dijeran algo que fuera fruto de la observación, pero la palabra «bocón» me dio una información con respecto a cómo juzgaba aquel maestro en particular al director, sin decirme nada sobre lo que el director decía o hacía que pudiera conducir a aquella interpretación del maestro que lo tildaba de «bocón».
Al señalar esto, otro maestro dijo: «Sé a qué se refiere mi compañero; quiere decir que el director habla demasiado». En lugar de exponer una observación clara del comportamiento del director, volvían a caer en una evaluación sobre lo mucho que hablaba. Un tercer maestro dijo entonces: «Considera que él es el único que tiene cosas importantes que decir». Les expliqué entonces que inferir lo que está pensando una persona no es lo mismo que observar su conducta. Finalmente, un cuarto maestro señaló: «Quiere ser el centro de la atención en todo momento». Al decirles que aquello también era una inferencia con respecto a los deseos de otra persona, dos maestros saltaron al unísono: «¡Su pregunta es muy difícil de contestar!».
A continuación elaboramos juntos una lista en la que enumeramos aquellas conductas específicas del director que les resultaban molestas, asegurándonos de que no hubiera ningún tipo de evaluación. Por ejemplo: durante las reuniones con el cuerpo docente, el director contaba anécdotas de su niñez y de las experiencias que había vivido durante la guerra, lo que hacía que en algunas oportunidades las reuniones se prolongasen hasta veinte minutos más de lo previsto. Cuando pregunté a los maestros si alguna vez le habían manifestado su disgusto al director por eso, me respondieron que lo habían intentado, pero sólo a través de comentarios de tipo evaluativo. No se habían referido nunca a conductas específicas –tales como la de contar anécdotas–, por lo que accedieron a plantear el tema en la siguiente reunión conjunta.
En cuanto se inició la segunda reunión, tuve ocasión de comprobar lo que me habían comentado los docentes con respecto al director. Independientemente del tema que se estuviera tratando intervenía diciendo: «Esto me recuerda los tiempos en que...», y acto seguido se lanzaba a una perorata sobre su infancia o las experiencias que había vivido durante la guerra. Esperé a que el personal expresara su incomodidad sobre su conducta. Sin embargo, en lugar de recurrir a la comunicación no violenta, aplicaron una sanción no verbal. Algunos levantaron los ojos al techo, otros comenzaron a bostezar sin disimulo, y hubo uno que se pasó todo el tiempo mirando su reloj.
Pasé un buen rato soportando tan lamentable escena hasta que por fin pregunté: «¿Nadie va a decir nada?». Siguió un incómodo silencio. El maestro que había hablado primero en la reunión anterior se armó de coraje, miró directamente a los ojos al director y le dijo: «Oye, Ed, eres un bocón».
Como ilustra esta anécdota, no siempre resulta fácil librarse de los viejos hábitos y acertar a separar la observación de la evaluación. Finalmente, aquellos maestros fueron capaces de señalarle al director las cosas específicas que hacía y que les preocupaban. El director escuchó atención y al final dijo: «¿Por qué no me lo dijeron antes?». Reconoció estar perfectamente al corriente de aquella mala costumbre suya de contar historias, ¡y empezó a contar una historia que ilustraba esta mala costumbre! Lo interrumpí (con cordialidad) observando que estaba haciendo lo mismo. Terminamos la reunión considerando de qué manera los docentes podrían llamar, amablemente, la atención del director cada vez que se pusiera a contar anécdotas que no interesaban a nadie.