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3. La esperanza en la historia: las opciones improbables

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Las bestias desconocen la esperanza: en el mundo animal, del que procedemos, solo hay instinto de autopreservación; podríamos decir que en él solo hay miedo. Allí no existe deseo de superar los límites y progresar, que es algo exclusivamente humano. Es decir, que con los animales compartimos el miedo, pero la esperanza es solo nuestra. Por eso podríamos hablar del ser humano como del animal esperanzado, y podríamos decir que el hombre y la mujer son los seres que todavía tienen miedo pero que ya tienen esperanza; o que, a pesar de que todavía temen, ya esperan. Y es que, si el miedo ayuda a preservarnos, quien nos hace crecer es la esperanza. Con lo cual ya hemos empezado a responder la pregunta que nos hacíamos más arriba: porque si bien es cierto que el miedo nos ayuda a sobrevivir, no lo es menos que con él solo podríamos aspirar a sobrevivir. Si lo que buscamos es vivir con mayor plenitud, la esperanza (que es singularmente humana) debe tomar la iniciativa. Ser humanos es vivir en la senda de la esperanza: una senda a bien seguro sinuosa y compleja, incluso laberíntica, que a menudo desemboca en vías muertas, plagada de rodeos, de idas y venidas. Pero solo ella nos conducirá hacia horizontes nuevos de desarrollo.

Bajo este prisma es posible entender la historia como un lentísimo y tortuoso proceso mediante el cual el ser humano se ha ido alejando del predominio absoluto de la búsqueda de protección para ir dando más protagonismo a su anhelo de superación de los límites. No pretendemos construir una nueva, y a bien seguro cuestionable y hasta risible, teoría de la historia, ni nada que remotamente se le parezca, sino algo mucho más sencillo: tratamos de mirar el itinerario del desarrollo humano con los lentes de la tensión miedo/esperanza. La historia es el resultado de infinidad de factores; nuestra modesta observación solo consiste en subrayar que cualquier perspectiva que ignore el papel de la esperanza en el estudio de los procesos históricos será incompleta.

¿Por qué? Porque la esperanza ha estado presente en la vida del ser humano desde el principio: ella alentó el deseo original de nuestros primeros antepasados de ir dominando su entorno, y en la medida en que lo lograron y obtuvieron unas seguridades básicas, pudieron permitirse el lujo de albergar nuevas esperanzas, de soñar, de ser audaces persiguiendo su afán de progreso. Cuando a su vez este afán dio nuevos frutos, el avance logrado incrementó su seguridad, lo cual permitió más audacia y así, sucesivamente, hasta nuestros días. Uno de los momentos cruciales de nuestra historia, entonces, habría sido aquel instante remoto en que por primera vez un homínido anónimo soñó en mejorar su vida y se atrevió, tembloroso, a querer convertir su sueño en realidad. La humanidad habría caminado desde entonces por la senda que va del miedo a la esperanza, y en algún punto de este itinerario nos encontraríamos, hoy, nosotros. De hecho, en esta misma senda seguiremos siempre, y nunca podremos (ni deberíamos) deshacernos por completo del miedo, porque siempre estaremos amenazados por una realidad que jamás dejará de ser peligrosa: nunca dejarán de existir el dolor, la tristeza, la enfermedad y la muerte. Pero sí podremos atrevernos a soñar más y más, en la medida en que nuestros esfuerzos por no quedarnos estancados en el presente sigan dando frutos (y los frutos logrados hasta hoy ya han sido, sin lugar a duda, asombrosos).

¿Qué diferencia fundamental existe entre una sociedad de cazadores y recolectores y nuestra sociedad posindustrial tecnológica? Que mientras en aquella sus miembros estaban constreñidos a repetir patrones de conducta calcados de los de sus padres y abuelos para poder sobrevivir, en la nuestra sus miembros tienen muchas más alternativas. Alternativas que facilitan la toma de lo que llamaremos opciones improbables: aquellas que, fruto del deseo de superación y la esperanza, alguien toma en lugar de otras opciones más normativas, repetidas y seguras, por las que optan la mayoría de los miembros de su grupo. Cuando está dominado por el deseo de seguridad, el ser humano tiende a repetir acciones ya conocidas. Es poco probable que haga algo distinto a lo que ha visto hacer a sus mayores; y, sin embargo, cada vez que el deseo de superación de los propios límites gana la batalla en el corazón de una persona, ella buscará las alternativas que su contexto le ofrece, y podrá decidirse por una opción improbable. Empujados por su anhelo de progresar, hombres y mujeres de todos los tiempos han advertido la posibilidad de ser creativos y aventurarse por caminos previamente desconocidos. El problema es que en sociedades y grupos dominados por la búsqueda de seguridades esta posibilidad prácticamente no existe. Entonces, ¿cómo hemos avanzado? Mediante procesos de enorme complejidad (que aquí no pretendemos simplificar) en los que un factor nada desdeñable ha sido, una y otra vez, la decisión de personas concretas de tomar opciones improbables, aprovechando las escasas alternativas que sus contextos les ofrecían, y así abrieron espacios nuevos de desarrollo para todos. A lo largo de los siglos, la presencia (a menudo sutil) de alternativas y oportunidades ha ido encontrando individuos capaces de advertirlas y de usarlas, para entonces dar pasos que se alejaban de lo que hubiese sido lógico anticipar. Estas opciones improbables han representado y siguen representando saltos que, en un momento determinado, han acelerado el desarrollo de un colectivo humano concreto. Han sido momentos de rompimiento con las pautas de comportamiento establecidas que, siendo las más prudentes, tal vez no eran las más fecundas. Se trata, en definitiva, de momentos en los que la tensión entre la búsqueda de seguridad y el anhelo de progreso se ha resuelto en favor del segundo. Las opciones improbables han sido y seguirán siendo imprescindibles para el desarrollo, y una sociedad evolucionará más o menos según aumenten o disminuyan en ella las condiciones de, o mejor dicho, para la improbabilidad: es decir, las condiciones para la esperanza.

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