Читать книгу Esperanza - Martí Colom Martí - Страница 13

6. Soledad y comunión

Оглавление

Retomando la premisa inicial de nuestro análisis (es decir, que el ser humano vive entre la búsqueda de seguridades y el anhelo de superación), creemos que ahora es posible profundizar un poco más y descubrir otras dimensiones de nuestro enfoque. Dimensiones que, creemos, podrán aportar algo de luz al problema de cómo enfrentar el reto de nuestro tiempo, el desequilibrio de una humanidad con asombrosas capacidades técnicas y tecnológicas cuyo desarrollo ético y solidario todavía es deficiente y sombrío.

Dijimos que las personas buscamos seguridades y protección porque nos da miedo perder, en el caos, lo mucho o poco que tenemos. Buscamos un hogar donde resguardarnos porque nos da miedo vivir en la intemperie. Pues bien, descendiendo al nivel de nuestros paisajes interiores y de lo que late en lo más hondo de nosotros, nos parece acertado proponer que todo miedo a la intemperie es miedo a estar sin nadie: miedo a la soledad. Esta es la intemperie más oscura, la que se nos hace más intolerable, contra la que vivimos. Y a este mismo nivel, nos parece que la esperanza que alienta nuestro anhelo de superación de los límites (seamos o no plenamente conscientes de ello) es siempre esperanza de contar con alguien: esperanza de comunión. Esta es la esperanza que en último término nos empuja, a hombres y mujeres, miedosos por naturaleza, a ser audaces en la aventura de ir más allá de los límites de lo conocido: es la esperanza para la que vivimos12.

Si la amenaza de la soledad nos abruma, nos atrae en cambio la promesa de burlarla entrando en íntima comunicación con otras personas que, como nosotros mismos, caminan por la vida indecisas, temerosas y esperanzadas, entre el deseo de seguridades y el anhelo de superación. Este estado de íntima comunicación, de comprender y ser comprendido, de amar y ser amado, de que otros sean testigos de mi existencia a la vez que yo soy testigo de la suya es lo que podemos llamar comunión, y es un impulso potente en nuestro corazón y en nuestra vida. Soledad y comunión, comunión y soledad, se nos presentan como los verdaderos objetos de nuestro miedo más profundo y de nuestra esperanza más honda. Sus verdaderos rostros, por así decirlo13.

Si esto es cierto, entonces otra certidumbre se abre paso, que atañe directamente al asunto del gran reto de la posmodernidad: mientras que el desarrollo material podrá proveernos de muchas seguridades, en realidad es una vía falsa hacia la superación del miedo último (la soledad) y la obtención de la esperanza más honda (la comunión). Solo el desarrollo ético, solo crecer interiormente como personas maduras que se conocen a sí mismas (primera y necesaria tarea) y luego saben escuchar y abrirse a los demás, nos acercará a la comunión con ellos. Por lo tanto, la misma tensión que late en nuestro ser es la que nos exige, en definitiva, progresar no en conocimientos técnicos, sino crecer en una vida interior rica, que nos lleve a abrirnos a los otros. El (relativo) fracaso de la modernidad y de la posmodernidad para crear las «nuevas formas de solidaridad» que Bellah reclamaba sería el resultado de no haber sabido ver o reconocer ni el rostro verdadero de nuestro miedo ni el rostro auténtico de nuestra esperanza. Ignorantes de que estos eran la soledad y la comunión, demasiadas veces hemos pensado que las seguridades que da el desarrollo tecnológico y los indudables progresos que este nos ofrece ya bastaban.

Hoy nos hemos dado cuenta de que no es así, y de que, por lo tanto, no hay tarea más urgente que asegurar que nuestro mundo, tan desarrollado en el aspecto tecnológico, se ocupe seriamente de la calidad de su humanidad. El carácter y legado del siglo XXI dependerán en gran medida de la fuerza y protagonismo que adquiera esta certidumbre. La mayor solidaridad con las víctimas de nuestro tiempo y la urgente tarea de denunciar y erradicar la injusticia en todas sus formas solo se logrará si más y más conciencias van percibiendo que las personas huimos de la soledad y anhelamos la comunión. Creemos que hay motivos para afirmar que, con lentitud y no sin dificultades, esta toma de conciencia se está produciendo.

Nos falta todavía perspectiva histórica para calibrar la profundidad e impacto de este fenómeno, pero no es un desatino señalar que estamos inmersos en él. Abundan los signos que indican que, a pesar de todas las estrategias de manipulación y dormición que los poderes políticos y financieros del mundo utilizan para someter a las personas y mantenerlas en un dócil sopor, se están abriendo grietas importantes en este sistema de control de las conciencias, y más y más personas, en sociedades muy diversas, aprenden a pensar por sí mismas. Un número creciente de hombres y mujeres rechazan el ideal de la mera posesión de bienes materiales como finalidad de sus vidas, y son las mismas personas que reclaman un mayor uso de sus libertades. Crece el interés por los intercambios culturales y por el que es diferente, crece la conciencia solidaria: y eso a pesar de las trágicas tensiones que la globalización provoca, al facilitar la convivencia de colectivos (étnicos, lingüísticos y religiosos) que hasta hace poco vivían alejados y aislados unos de los otros. A resultas de estas sensibilidades nuevas se abre paso la conciencia fundamental, aquella que tiene consecuencias más profundas: la conciencia de que ser persona implica «ser para otro», y de que las relaciones humanas de calidad, donde prima la empatía y la generosidad, son lo que más vale y más nos humaniza.

A nuestro modo de ver, el fruto último del siglo XX, con sus extraordinarios avances pero también con los totalitarismos criminales y las espantosas tragedias que sus utopías enmascararon y a la postre alimentaron, no sería necesariamente la persona posmoderna cínica (que ya no cree en ningún ideal ni se fía de nadie), egoísta (que solo se preocupa por ella misma) e indiferente (que no se interesa más que por su propio destino, ajena a la suerte de los demás, encerrada en su comodidad materialista sin horizontes). Sería más bien, para empezar, aquella persona que ya intuyó Camus y que como él piensa, a pesar de la crudeza con la que reconoce las miserias del ser humano, que en realidad «hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio»14. Sería también la persona que reconoce su propia ambivalencia, adulta en el aprecio por su libertad y a la vez consciente de que el ser humano es fundamentalmente relacional, y de que por lo tanto la solidaridad, y solo ella, nos permitirá ser nosotros mismos y desarrollar todo nuestro potencial. El fruto último del siglo XX sería la persona que desconfía del poder y las instituciones que lo detentan, pero no para caer en el escepticismo y el desencanto y renunciar a una vida de calidad, sino para conseguirla, a partir de sus propias coordenadas, que exigirá que sean respetadas.

Las próximas décadas tendrán que confirmar si esta persona adulta, más libre y solidaria que sus antepasados, este animal esperanzado con consciencia de serlo, es en efecto la persona característica del siglo XXI.

Esperanza

Подняться наверх