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4. El carácter racional y prudente de la esperanza

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Pero ¿qué es la esperanza? ¿Adónde nos lleva? Profundicemos ahora en la noción de esperanza que venimos explorando, esta esperanza que está en la raíz de nuestro anhelo de progresar, que es exclusiva del ser humano y que posibilita la toma de opciones improbables en nuestros itinerarios personales y colectivos.

La esperanza auténtica no es irracional ni aboga por un optimismo ingenuo, sino todo lo contrario: es racional y tan prudente que, a veces, paradójicamente, incluso puede rozar el pesimismo.

A diferencia de lo que el inglés define tan bien con el concepto del wishful thinking, que podríamos traducir como «pensamiento fruto del deseo», la esperanza auténtica se basa en la realidad y está fundamentada en ella. El wishful thinking es una ilusión, la quimera de pensar que mis deseos, por disparatados que sean, se harán realidad, de forma más o menos misteriosa o mágica. Obedece, por lo tanto, a una lógica estéril: ya puedo yo alimentar la creencia de que ocurrirán, sin más, grandes prodigios; en la medida en que sean fruto solamente de mi deseo no contrastado con la realidad, nada me asegura que vayan a traducirse en hechos.

La esperanza, en cambio, estudia la realidad, la sopesa, y se fija en el margen de posibilidades, quizá ínfimo, pero real, que existe para que mis sueños puedan realizarse. Por lo tanto, yo jamás podré tener la esperanza de lograr lo objetivamente imposible: esperanza, por ejemplo, de que un día pueda empezar a agitar mis brazos y volar, o de no envejecer, o de hablar con fluidez todos los idiomas del mundo. La razón me dice que la realidad niega cualquiera de estos sueños: mi misma constitución los impide, de modo que es absurdo «esperar» que ellos sucedan. Esperarlos sería irracional.

La esperanza verdadera no tiene nada que ver con este deseo de logros imposibles. Está fundamentada: por supuesto que no tengo la certeza de que lo que deseo se cumplirá, pues soy consciente de que puede no ser así, incluso de que es probable que no lo sea... pero entiendo que aquello que espero podría cumplirse. La esperanza no es nunca una reacción ilógica, absurda y en el fondo escapista ante la adversidad. Soñar imposibles es lo más contrario que existe a la esperanza, pues es justamente una actitud des-esperada: el desesperado se aferra a pensamientos irracionales, mientras que el esperanzado se nutre de lo que ve viable. Para que podamos esperar algo debe haber alguna posibilidad, por remota que sea, de que ese «algo» pueda suceder. El arte de quien espera es precisamente saber ver y reconocer esta mínima posibilidad y confiar en ella, trabajando para que se convierta en hechos. La estrategia del miedo siempre será hacernos creer que no existen ni siquiera aquellas limitadas posibilidades para que el sueño se cumpla. El genio de la esperanza, por el contrario, es nuestra capacidad por vislumbrar opciones reales (aunque a menudo improbables) para nuestras vidas o las de los demás que, de cumplirse, fomentarían nuestro desarrollo.

En resumidas cuentas: si queremos, las personas podemos desear lo imposible (y ello será un ejercicio estéril), pero solo nos está permitido esperar lo que, aun siendo improbable, es posible.

El segundo rasgo de la esperanza que queremos subrayar aquí es que no es ingenua. En efecto, además de ser racional (se fundamenta en una observación correcta del mundo), la esperanza verdadera posee un ingrediente paradójico de prudencia que se acerca al pesimismo: pues se ha planteado con serenidad no solo el mejor sino también el peor escenario posible. Muchas veces la esperanza más auténtica es la que se logra después de haber sopesado con crudeza y sin atisbo de ingenuidad lo mal que pueden ir las cosas y lo mucho que se puede torcer la vida. Solo es auténtica esperanza aquella que resiste la consideración de los peores pronósticos, la que se mantiene en pie después de este ejercicio de pragmatismo.

Pongamos un ejemplo literario, desde el Nuevo Testamento, para ilustrar el carácter no ingenuo y cuasi pesimista de la esperanza: la Revelación de Juan o Libro del Apocalipsis es un texto escrito para avivar y sostener la esperanza de unas comunidades cristianas que estaban siendo perseguidas por la maquinaria represiva de Roma, muy poco dada a la comprensión de realidades complejas como el cristianismo incipiente, que se intuía (y en eso acertaba el Imperio) como potencialmente desestabilizador del statu quo. El mensaje fundamental del Apocalipsis es que en el mundo se libra una lucha entre el bien y el mal, y que el bien prevalecerá: que por mucho que en aquel momento (a finales del primer siglo de nuestra era) pareciera que no había salidas ni futuro para los seguidores de la nueva fe cristiana, al final el poder de Roma no tendría la última palabra. Pues bien, aquí lo relevante es que la manera que tiene el texto de fortalecer la esperanza no es recurriendo a un optimismo bonachón o ingenuo (eso se acercaría demasiado al wishful thinking del que hablábamos más arriba): su autor no pretende convencer a sus lectores de que las dificultades terminarán pronto, sino que les asegura todo lo contrario. Entiende, con fina visión, que la persecución no ha hecho más que empezar, y no rehúye las posibilidades más pesimistas. Apunta a que, después de la situación de extrema gravedad en que viven las comunidades a las que se dirige, las cosas todavía empeorarán2. El autor de este libro difícil intuye que a veces la condición para que se fortalezca la esperanza es precisamente haber asumido primero, con gran crudeza, todo lo dolorosa que puede llegar a ser la realidad. Hay que asumir que las peores pesadillas puedan cumplirse para, entonces, cimentar una esperanza realmente sólida (¿podríamos llamarla, quizá, «posapocalíptica»?). Es la esperanza de la persona que se expresaría en los siguientes términos: «Ya he contemplado lo peor que pueda ocurrir, y ni eso me impide ver las posibilidades de vida, de futuro, de liberación, de superación de los límites que están a mi alcance». Este es el momento en que la esperanza vence definitivamente al miedo.

Veamos otro ejemplo literario, del mismo Nuevo Testamento: los evangelios recogen los repetidos anuncios del fracaso y muerte de Jesús mediante los que él mismo, a medida que se acercan a Jerusalén, va advirtiendo a sus discípulos del desenlace que les espera3. Se pueden entender estos avisos en el marco de la presente reflexión sobre la esperanza: lo que Jesús, buen psicólogo, quiere evitar, es que sus seguidores ignoren la posibilidad (muy real) de que todo su movimiento acabe en un desastre, como efectivamente ocurrió. A base de repetirles que «me van a matar», lo que busca es engendrar en ellos una esperanza sólida, firme y madura: la de quien se ha planteado el peor de los desenlaces y ha percibido una luz después de la tragedia, la de quien ha empezado a entender lo inconcebible: que ni siquiera la muerte vergonzosa en una cruz será, en realidad, motivo para desesperarse y hundirse, porque no será el capítulo final4.

Son, en definitiva, ejemplos de que la esperanza más firme pasa por el realismo de asumir que nuestros sueños pueden romperse, y que, de hecho, es probable que se rompan. Cuando esto se ha asumido, y más allá de esta oscuridad sigue prendida una luz, esta luz es ya una esperanza que nadie podrá extinguir.

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