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5. El siglo de la esperanza y sus retos
ОглавлениеVivimos en un momento privilegiado: jamás, anteriormente, la humanidad había gozado de tantas opciones para la improbabilidad como hoy.
Las circunstancias que posibilitan la esperanza son en nuestro tiempo más abundantes que en ninguna época anterior. Con esta observación no queremos proponer una idea simplista, decimonónica, ingenua y superada de la historia humana como si ella hubiese sido un avance lineal y triunfante, imparable y constante del progreso. Pero tampoco queremos renunciar a una afirmación que nos parece indiscutible: nuestra época ofrece más condiciones para que las personas puedan seguir su deseo de desarrollo y tomen opciones improbables que ninguna época previa de la historia de la humanidad. Por eso, el siglo XXI podría llamarse, sin rubor, el siglo de la esperanza.
Esta afirmación puede suscitar perplejidad y rechazo. A más de uno le parecerá absurdo decir que vivimos en la edad de la esperanza y se dirá que tal aserción carece de fundamento o es, todavía peor, una irresponsabilidad, una provocación a medio camino entre la estupidez y el cinismo: ¿Acaso no vivimos rodeados de calamidades alarmantes? De hecho, abundan los análisis negativos o explícitamente pesimistas que subrayan los pavorosos desafíos y amenazas que hoy planean sobre la humanidad, cuya lista es, lo sabemos demasiado bien, apabullante. La crisis climática y la destrucción insensata del entorno natural, de la «casa común», como la llama el papa Francisco5; la desigualdad a escala planetaria y la brecha creciente entre ricos y pobres; el drama lacerante de la inmigración; el hambre que padecen 900 millones de personas en el mundo; la violencia, vigente en muchas de sus formas antiguas y en otras de nueva planta; el racismo, que sigue gozando de buena salud y alimentando populismos xenófobos a ambas orillas del Atlántico, en países de supuesta tradición democrática; el fanatismo en todas sus facetas; el terrorismo salvaje e irracional, asesino y suicida; la manipulación ideológica que los poderes económicos ejercen sobre la ciudadanía; la dominación que dichos poderes económicos ejercen sobre el planeta; la sobresaturación de información (manipulada, sesgada, ideologizada) que no promueve sino que a menudo impide la auténtica comunicación; la preponderancia desbocada de un mercado sin ética y sin mecanismos para atender a la marginación que él mismo crea, del cual la absurda carrera armamentística es hoy, como ha sido desde los albores del capitalismo, un componente importante6; el cinismo e ineptitud de las clases políticas y la corrupción a todos los niveles de la sociedad. Y la lista podría seguir. ¿Cómo podría alguien atreverse a llamar «siglo de la esperanza» a un tiempo que reúne en su seno todos estos males?
En el tercer capítulo nos centraremos en dichos desafíos. A pesar de ellos, y siendo indudable que todos estos conflictos hieren y amenazan a la humanidad, nos da la impresión de que muchos de los análisis de la actualidad en clave negativa llevan implícita la premisa y el convencimiento (muy pocas veces reconocidos) de que el pasado, e incluso cualquier pasado, fue mejor. Ahí es donde diferimos. Porque lo cierto es que el pasado de la humanidad fue, de hecho, mucho peor. Y si el siglo XXI es el siglo de la esperanza no es porque estemos libres de preocupaciones, sino porque estamos en mejores condiciones que antes para enfrentar las nuestras. Y porque, para empezar, y a pesar de los peligros que nos acechan, hoy la humanidad es más libre que nunca: las condiciones para que hombres y mujeres tomen opciones improbables y, abandonado el miedo, se aventuren por las sendas de la esperanza superan, en mucho, las condiciones de las que gozaban generaciones pasadas.
¿Quién quisiera, si tuviese la posibilidad para ello, cambiar su suerte y haber nacido en 1900? ¿O en el siglo XVII? ¿O en plena Edad Media? ¿Quizá en la antigüedad clásica? ¿O en una gruta prehistórica? La realidad cotidiana de la inmensa mayoría de la humanidad en cualquiera de esos momentos nos parecería poco menos que insoportable. Y no solo por la precariedad de su tecnología comparada con la nuestra, aunque aquella fuera abismalmente rudimentaria: pensemos por ejemplo en lo que representaba hace apenas doscientos años sacarse una muela, romperse un brazo, dar a luz, viajar a unos pocos cientos de kilómetros, calentar o enfriar una casa (en los crudos inviernos europeos o en los tórridos trópicos) o, simplemente, envejecer. Más allá de todo esto, también es a causa de la calidad de nuestra libertad, a pesar de todas sus imperfecciones, que vivimos en una época privilegiada: nos queda mucho por hacer, no habría ni que decirlo, pero no podemos menospreciar lo ya logrado.
Sería irresponsable y criminal poner en duda el drama que constituye que, todavía en el siglo XXI, miles de personas vivan con apenas alternativas, condenadas a pasar toda su existencia bajo el reino del miedo, buscando seguridad (empezando por la seguridad alimenticia, que no tienen garantizada) y protección contra mil formas de violencia que todavía dominan el mundo: ese es el gran escándalo de nuestro tiempo, que nos impide sentarnos cómodamente a contemplar nuestros éxitos. Sin embargo, insistimos, esta realidad sombría no debería opacar el hecho objetivo de que hoy las condiciones en que vive gran parte de la humanidad posibilitan que millones de personas puedan soñar, puedan optar y de hecho opten, cada día, por caminos improbables, puedan aventurarse por sendas no trilladas y puedan intentar alternativas para sus vidas, todo ello con una fecuencia y en un grado inéditos en la historia. Dicho esto, hagamos todos los matices que sean necesarios: ni un antepasado nuestro, miembro de una sociedad agraria preindustrial, carecía completamente de opciones, ni, por otro lado, un joven universitario de la sociedad posindustrial occidental cuenta con tantas opciones reales como podría parecer de antemano, o como le podría parecer a él, o como le quisieran hacer creer los poderes dominantes. Las limitaciones y elementos condicionantes siguen siendo notables, y por eso sigue siendo adecuado hablar de opciones improbables para identificar las situaciones en que el deseo de superar los límites logra que se rompan esquemas caducos. Pese a ello, por comparación con épocas pasadas sí es cierto que vivimos en el siglo de la esperanza.
La modernidad, no sin enfrentar enormes dificultades, flexibilizó las relaciones sociales y democratizó la cultura, y los efectos de estos dos procesos en la conformación de una población mundial más móvil y educada que en ningún momento previo de la historia son, además de irreversibles, dignos de ser celebrados.
En realidad, si los análisis negativos del presente recogen la noción implícita de que el pasado fue mejor, están ignorando la historia7. Los progresos de la humanidad en los últimos doscientos años han sido sencillamente asombrosos. Y hay que insistir de nuevo: aquí no estamos hablando solo de progresos tecnológicos, que han sido espectaculares. Hablamos también de que en su conjunto el género humano ha logrado unas cotas de civilización (por oposición a la barbarie) desconocidas hasta hace muy poco.
Por lo tanto, el debate crucial al que llegamos es el siguiente: ¿tienen razón los que describen el drama del siglo XXI como la incapacidad de nuestro progreso científico y tecnológico por crear una humanidad más madura, más sabia, más pacífica, más solidaria y más «humana»? ¿Aciertan quienes identifican como principal problema del mundo actual el hecho de que el desarrollo material no haya engendrado un desarrollo ético equivalente?
Creemos que sí... y no. Que sí, pero solo en parte. Este es, en efecto, el gran reto de nuestro tiempo, el que nos exige una actitud crítica respecto a nuestras sociedades, el que nos urge a transformar profundamente las «estructuras de pecado» que todavía ordenan el mundo (por usar el lenguaje de la teología de la liberación, tan crítica ella –y con sobrados motivos– con la modernidad). Es lamentable, por decirlo con una cierta simplicidad, que en el siglo de la esperanza tanta gente siga ahogada en el miedo. La presencia de tantas posibilidades en el mundo moderno hace más escandalosa la ausencia de opciones para todos los que mueren arrinconados en las cunetas del nuevo milenio. Parece indudable que el progreso científico y tecnológico ha sido veloz, mientras que el desarrollo ético de la humanidad está siendo mucho más torpe. Y esto puede concretarse señalando que las mayores cotas de libertad de las que hoy disfruta la humanidad no han ido acompañadas de un incremento igualmente espectacular de grandes cotas de solidaridad. Ya decía el sociólogo norteamericano Robert Bellah hace unos años, con toda la razón, que la Ilustración, matriz de la modernidad, «ha sido singularmente débil a la hora de crear nuevas formas de solidaridad»8. De todo eso hablaremos de nuevo en el tercer capítulo.
Ahora bien: al plantear si están en lo cierto los que centran su crítica a nuestro tiempo en la asimetría entre desarrollo tecnológico y desarrollo ético apuntábamos que sí, que tienen razón, pero, decíamos, solo en parte. Porque cuando únicamente afirmamos que el desarrollo tecnológico no ha producido una «humanidad más humana» estamos escamoteando la realidad que nos aporta la perspectiva histórica, a saber: que, si bien es cierto que hoy tenemos todavía una humanidad subdesarrollada en sus capacidades éticas y de convivencia pacífica, no lo es menos que tenemos la humanidad más desarrollada en sus capacidades éticas y de convivencia pacífica que el mundo ha conocido.
No es cierto, en otras palabras, que hayamos perdido terreno, que hayamos retrocedido en el desarrollo de nuestra humanidad: lo que sí es cierto, por supuesto, es que nos queda muchísimo por avanzar. Regresamos así a la afirmación de que cualquier época pasada fue mucho más brutal, más violenta, menos solidaria y más salvaje que la nuestra.
Digamos algunas obviedades: vivimos por primera vez en un mundo que desconoce la esclavitud como sistema aceptado de organización económica y social. Vivimos por primera vez en un mundo donde una mayoría de las sociedades humanas valoran, por lo menos jurídicamente, la igualdad del hombre y la mujer. El acceso a la cultura jamás había sido tan mayoritario: por primera vez, los iletrados son minoría; cierto, una quinta parte de la población adulta del mundo aún es analfabeta, lo cual constituye un escándalo mayúsculo y una injusticia perversa, pero el mismo dato puede leerse en clave positiva, a la luz que nos da la perspectiva histórica, y enfatizar que jamás, antes, cuatro quintas partes de la población adulta del planeta supieron leer y escribir9. El consenso, aunque sea todavía frágil y teórico, de que la paz, la tolerancia y la solidaridad son valores y de que la agresión, la intolerancia fanática y el egoísmo indiferente son inaceptables nunca había existido del modo en que hoy permea sociedades del norte y del sur, de occidente y de oriente, con todos los matices que sea necesario reconocer. Hoy, a diferencia de lo que ocurría durante la mayor parte de la historia, si un país agrede militarmente a su vecino, la comunidad internacional condena al agresor, muestra patente de que se ha llegado a un cierto consenso de que la violación de la soberanía del otro es inaceptable. Decimos eso sin querer pecar de ingenuos: es obvio que existe la apariencia que los países tienen que guardar y luego la realidad de pactos y alianzas políticas inconfesables, guiadas casi siempre por intereses económicos egoístas encubiertos, que poco o nada tienen que ver con los grandes ideales que a menudo se proclaman. Pero el hecho mismo de que haya una apariencia que guardar, que ciertos pactos tengan que ser confidenciales o inconfesables y que ciertas políticas deban ser encubiertas es ya señal de la evolución ética real que estamos subrayando. Ya no se pueden decir ciertas cosas porque se consideran inadmisibles: eso es fruto de un grado de desarrollo ético que la humanidad desconocía siglos atrás. Y vivimos en un mundo donde, poco a poco, la impunidad de los poderosos va siendo cuestionada.
Hoy, la lectura de cualquier periódico puede parecernos deprimente, pues cada día surgen noticias acerca de la desfachatez con la que personajes con poder se aprovecharon de sus cargos para lograr sus fines, abusando, robando, explotando y mintiendo. No obstante, que estas noticias llenen las páginas de nuestros diarios indica tanto que estos hechos se siguen cometiendo (hoy, como ayer) como que ahora (a diferencia de ayer) son noticia. Un hipotético periodista del siglo I, del siglo X o del siglo XV no hubiese hallado nada digno de reportar en el hecho de que un personaje público de su tiempo se llenase los bolsillos con dinero ajeno adquirido por la fuerza, hiciese azotar a un criado o golpeara a diario a su mujer. Hoy estos hechos son noticia porque hay un amplio consenso de que la corrupción y el abuso de los que ostentan el poder no puede quedar impune. Hay, en otras palabras, una ética que no es noticia, porque es norma.
Sigamos con el ejemplo periodístico: imaginemos a un supuesto periódico de la Edad de Piedra. En aquella época cruenta, el hipotético periodista troglodita en busca de la exclusiva (de lo chocante, de lo inusitado) escribiría en primera página, con grandes letras de molde, cosas como estas: «Desde hace tres días no se han registrado hostilidades entre el clan del Valle y el clan del Bosque»; «Se rumorea que en las cuevas del sur vive un cacique que no golpea a sus hembras»; «Testigos aseguran que ayer el jefe de la tribu X y sus hombres se cruzaron con un miembro de la tribu Y y no lo apedrearon». Lo chocante, lo inusitado, lo que hubiese vendido periódicos hace 15.000 años (si hace 15.000 años hubiese habido periódicos) hubiesen sido los reportajes sobre la excepcional concordia entre enemigos o el rarísimo acto de clemencia de quien, pudiendo ejercer la violencia, no lo hizo.
Hoy la violencia es noticia porque hemos logrado vivir –casi siempre– en paz. Lo inhumano es noticia porque lo humano va siendo norma.
La maravilla que ningún periódico se molesta en publicar, porque es una realidad que damos por sentada, y por ende no constituye ninguna novedad, es que siete mil quinientos millones de seres humanos vivamos en este planeta, todos los días, en relativa armonía. La convivencia pacífica que prevalece en miles de ciudades donde personas de creencias, razas y culturas diversas comparten el espacio, trabajan, estudian, se divierten y sueñan sin pensar en recurrir a la violencia para alcanzar sus objetivos es un logro extraordinario, impensable hace unos milenios, por el que deberíamos felicitarnos. Hoy, la voluntad del ser humano por cooperar con otros seres humanos, tejiendo con ellos espacios de convivencia pacífica, supera, en mucho, el recurso a la guerra, las armas y la confrontación. Es por eso, insistimos, que la violencia es noticia, en vez de serlo la tolerancia, el respeto y la cooperación; por mucho que también sea cierto, por supuesto, que la tolerancia, el respeto y la cooperación que practicamos aún sean imperfectas, frágiles y limitadas.
Todo ello se concreta, finalmente, en lo que René Girard definía como la inédita «moderna preocupación por las víctimas»: «Nunca una sociedad se ha preocupado tanto por las víctimas como la nuestra», afirmaba con razón el antropólogo francés. Y añadía: «En ninguna parte [en ninguna cultura del pasado] se encontrará nada que ni remotamente se asemeje a esta moderna preocupación por las víctimas»10.
Pues bien: tal vez el avance más significativo de la humanidad, que palpita por debajo de todos los avances ya descritos, es precisamente que hoy, a pesar de todas sus limitaciones, la humanidad es más libre. Hay más espacio para la esperanza. Más personas en más contextos pueden optar (y optan todos los días) por alternativas y caminos novedosos que las alejan de lo que hubiese sido lógico anticipar. Hoy, hombres y mujeres de todas las culturas del planeta tienen más opciones entre las que escoger, para definir sus itinerarios vitales, que las que tuvieron sus abuelos y bisabuelos.
Y por eso el siglo XXI es, a pesar de sus incontables conflictos y tragedias, el siglo de la esperanza. Si, como decía el historiador Marc Bloch citando un proverbio árabe, «los hombres son más hijos de su tiempo que de sus padres»11, a los habitantes de este siglo XXI nos toca ahora el papel de confirmar, con nuestras opciones últimas, este diagnóstico a la vez atractivo y exigente.