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2. Realistas y soñadores

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Cada cual vive la tensión entre el miedo y la esperanza de una manera distinta. En algunas personas predomina la búsqueda de seguridades como principal fuerza motriz de sus vidas, y en otras prevalece el deseo de progresar. Uno mismo puede alternar etapas de su vida en que una u otra de estas fuerzas sea la dominante. Lo que es indudable es que en cualquier grupo humano encontraremos dos actitudes, que responderán a uno y otro impulso: la actitud de los que podríamos llamar «realistas» y la de los «soñadores». Los realistas enfatizarán siempre las circunstancias reales, concretas y sobre todo limitantes en que el grupo existe y se mueve, y, por lo tanto, la necesidad de no arriesgar lo ya logrado, para no perderlo. Son los que prestan sus oídos a la voz del miedo. Los soñadores subrayarán las oportunidades de crecimiento que se presentan al colectivo, y la posibilidad (para ellos atractiva, incluso imperiosa) de correr el riesgo de romper con las prácticas habituales para mejorar lo que ya se tiene y alcanzar nuevas metas y cotas superiores de desarrollo. Han escuchado la voz de la esperanza.

Sería un error presentar uno de estos dos impulsos como indefectiblemente negativo y el otro como positivo. Sobre todo, porque no se trata tanto de juzgar su valía como de reconocer su existencia en toda colectividad: están presentes en todo grupo y ninguno de los dos es prescindible. Sin unas seguridades mínimas, la vida en la intemperie, en el caos, en la provisionalidad permanente, sería inhumana: provocaría una angustia insoportable y nos haría vulnerables frente a un entorno (físico, social, emocional) que en verdad es, muchas veces, amenazante, e imposibilitaría nuestra existencia. También es impensable una vida sin un mínimo anhelo de superación de los límites. No se puede vivir en la parálisis absoluta, ya que el crecimiento es constitutivo de quien somos: el cambio forma parte de nuestras coordenadas espacio-temporales.

Por lo tanto, más que sugerir que uno de los dos impulsos debería desaparecer para dar vía libre al otro, vemos que en principio lo deseable sería lograr un cierto equilibrio entre ellos, pues cuando una sociedad se decanta en exceso hacia uno de los dos polos, sin contemplar los beneficios del otro, el resultado suele ser desastroso. Hay, por ejemplo, contextos socioculturales en los que el miedo prevalece de forma abrumadora: podemos pensar en situaciones donde la vida humana está tan amenazada por circunstancias hostiles (climáticas, medioambientales, sociales, políticas...) que en ellas lo más sensato es el deseo de seguridad. En estos contextos la dificultad estriba en que las personas vivirán obligadas a ceñirse a dinámicas pensadas para asegurar su conservación, y estas, inevitablemente, limitarán su libertad, fijando en gran medida el curso de sus vidas. El predominio del miedo lleva al ser humano a actuar sin creatividad, repitiendo de modo obsesivo las prácticas, ya conocidas, que le aseguran la supervivencia. Lo vemos en sociedades preindustriales muy rudimentarias, donde las amenazas del entorno físico a la misma vida del grupo son tan obvias y constantes que en ellas el polo del miedo prácticamente anula el polo de la esperanza: el resultado es que se reducen a un mínimo las opciones para el desarrollo, y las alternativas a vivir «de otra manera» casi desaparecen. Ahí donde las circunstancias hacen que prevalezca por encima de todo la búsqueda de seguridad y de protección, el destino de las personas queda atado a unos cauces muy marcados, de los que es dificilísimo salir. Dificilísimo, no imposible: porque el deseo de seguridad, por potente que llegue a ser, nunca borra por completo el anhelo de superación (y por eso sigue siendo verdad que nadie está condenado de forma definitiva a ningún determinismo).

La alternativa contraria es más difícil de imaginar, pues en realidad no existen colectivos donde ya se viva con tanta seguridad que solo quede el anhelo de desarrollo. Si esto fuera posible, si un grupo se guiara solo por sus ansias de crecer e ir «más allá», sin asegurar (aunque fuera mínimamente) la conservación de lo que tiene, empezando por la vida de sus miembros, se estaría suicidando. Podemos pensar, a modo de ejemplo, en comunidades religiosas que en un momento determinado de su historia han profesado la fe en la llegada inminente del fin del mundo: convencidas de la inmediatez del juicio final, se han despreocupado por su misma supervivencia y entonces han desaparecido, porque no se puede vivir en la intemperie, en la despreocupación total por las dimensiones prácticas de la vida. O bien, en otros casos, han tenido que redefinir, matizándola y suavizándola, su creencia en el fin del mundo, que han dejado de suponer tan inmediata. Otro ejemplo podría ser el de muchas comunas hippies de los años sesenta y setenta del siglo XX: en ellas primaba de tal manera la esperanza de que se podría cambiar el mundo y superar todos los límites impuestos hasta entonces por el sistema antiguo contra el que se levantaron, que la búsqueda prudente de organización y (a través de ella) de seguridades pareció una preocupación burguesa, para la que no había tiempo. A resultas de ello, muchas de estas experiencias fueron efímeras, porque sus protagonistas no supieron mantener en tensión saludable el anhelo de progreso con el deseo de seguridad.

Resumiendo: el peligro de las actitudes «realistas» es que pueden provocar la muerte por parálisis o por asfixia, mostrando que la obsesión por la seguridad puede ser fatal. Su discurso se fundamentará en dos pilares: primero, en la necesidad de repetir prácticas y fórmulas que hasta el momento presente han funcionado, sin salirse del guion marcado por ellas. En segundo lugar, en el aislamiento respecto a toda realidad exterior, diferente y que, por serlo, se percibe como peligrosa. Creen los «realistas» que así burlarán las condiciones amenazantes del entorno, este entorno que según su parecer, ya lo dijimos, es sobre todo limitante y amenazante. Aquí el problema es que ambos pilares son falsos: porque la repetición de prácticas ya probadas será, tarde o temprano, insuficiente e inadecuada para enfrentar los retos nuevos, y llegará el día en que las viejas soluciones no resolverán los problemas inéditos que sin duda surgirán. Además, el aislamiento respecto a «lo distinto» (que en términos absolutos es utópico, pues ningún grupo puede realmente aislarse por completo de su entorno y del contacto con otras realidades humanas, y mucho menos hoy), en la medida en que se pueda lograr, siempre será perjudicial: todo colectivo humano necesita el estímulo de lo distinto y la riqueza que los otros le aportan para sobrevivir. La parálisis no es viable como forma de vida. A la larga, el estancamiento erosiona la seguridad del colectivo, en vez de garantizarla, como pretendían los abogados del miedo.

El peligro que tiene la actitud de los «soñadores» es que pueden provocar la muerte por desintegración. Deseosos de mejorar sus condiciones de vida y apasionados por lo que perciben como oportunidades que el entorno les ofrece (para ellos, claro está, el entorno es sobre todo prometedor), estos abogados de la esperanza pueden contribuir a lanzar de modo letal al colectivo entero por una pendiente irreflexiva de transformación acelerada y asimilación acrítica de todo tipo de propuestas, en el transcurso de la cual pierdan el rumbo, la cohesión y su misma identidad. El olvido de prácticas que todavía funcionaban y la creencia de que prácticas nuevas ya podrán funcionar (quizá de forma prematura) pueden aniquilar el grupo. Soluciones que a pesar de ser imperfectas tenían su validez solo deberán sustituirse por soluciones nuevas cuando estas hayan demostrado su eficacia, no antes. La excitación permanente (como opuesta a la parálisis) tampoco es viable como forma de vida, y así la persecución constante y febril de nuevos retos, en vez de promover el desarrollo del conjunto, como ellos pretendían, lo imposibilita.

Los realistas estancan al grupo en la dictadura del presente (dirían algo así como: «Solo existe el hoy, y es un hoy que nos ofrece muy pocas opciones») mientras que los soñadores lo desintegran porque han creído en la dictadura del futuro («solo interesa el mañana, y lo importante es que es prometedor»).

La constatación realista de que el mundo es peligroso no debería provocar en el grupo el rechazo a correr por lo menos algún riesgo, pues en correrlos está su posibilidad de seguir existiendo; a su vez, la percepción (también realista) de las oportunidades y promesas que ofrece el mundo no debería llevar al colectivo a rechazar todas sus estrategias de autoprotección, pues también en mantenerlas está su posibilidad de seguir existiendo. Realismo y sueño, deseo de seguridad y deseo de progreso, miedo y esperanza, son, por lo tanto, necesarios.

Sentado lo anterior, creemos que sí es fundamental esclarecer, pensando en colectivos humanos que se debaten entre estos dos impulsos, la cuestión de su equilibrio óptimo, al que antes ya nos hemos referido. ¿En qué proporción deberían darse y sobre todo qué protagonismo (esta es la clave) debería tener cada uno para garantizar la buena salud de un grupo? Los dos impulsos existen y existirán, pero el papel que cada uno desempeñe en el seno de una sociedad concreta determinará el carácter, la vitalidad y, en definitiva, el futuro de esa sociedad. ¿Existe una jerarquía entre ellos? ¿A quién, en último término, debemos entregar las riendas y el timón? O, dicho con otras palabras: ¿en función de qué deberíamos adoptar nuestras decisiones más fundamentales? ¿Del miedo o de la esperanza? Esta pregunta nos parece primordial, y a ella dedicaremos las páginas siguientes.

Para contestarla, nada mejor que intentar recurrir a las lecciones de la historia.

Esperanza

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