Читать книгу Mientras el cielo esté vacío - Marta Cecilia Vélez Saldarriaga - Страница 9
OBERTURA
ОглавлениеLa piel de la noche se templó sobre los árboles y un toque profundo hizo temblar el silencio de las sombras. Retumbó. Tumbados todos. Un golpe seco sonó. Enmudecidos primero, luego mudos: habían sido conminados a bailar sobre la música letal del horror, eran vallenatos, era el pavor, eran ellos caídos, derrotados, inmóviles, atrapados en las redes ensangrentadas de miles ya silenciados.
Los toques repetitivos de un acordeón, vaciado él también y muerto el pálpito alegre de sus sones, son ahora la ironía de quienes han sobrevivido para narrar el horror, para que el temor y la desesperanza se propaguen con el viento, paralicen los cuerpos y derroten los ánimos de quienes pronto recibirán a aquellos visitantes. Los próximos. Retumban los corazones asustados, acelerados con la marcha imparable de la violencia certera.
El ruido denso golpea la tierra, tiemblan las ramas de los árboles, se sacuden las hojas, huyen los pájaros nocturnos, el viento arrastra ayes con un canto de río desatado, y se eleva un adiós inmisericorde, tajante. Es un compás sucesivo, obsesivo: el ritmo apagado y seco de la caída de los cuerpos en la vaciedad de la tierra.
El miedo paraliza los labios y los cierra en un adentro que repetirá cada imagen una y otra vez en las mentes atormentadas de los que permanecen. Esa noche es hoja tatuada, escritura la tierra removida, cifra la sangre derramada. Memoria y huella que guarda cada sonido, cada piel desgarrada, cada suspiro atrapado. Grafismo del horror.
Cavan, quieren que todos los cuerpos desaparezcan sabedores de esa otra muerte que es la muerte desaparecida. Para que el horror se prolongue entre los que quedan. Aquellos otros, a quienes les han sido sentenciadas la búsqueda y la memoria.
Los árboles quebrados señalan los caminos: cicatrices que se han abierto por la marcha de aquel furor encarnado, del odio vivo con sus muertos entre las garras. Los asesinos entran con el ánimo enaltecido, ebrios de sangre, saben que ninguna otra acción superará aquel horror: triunfan. Lo habían aprendido de la historia, de esos horrores que un día asombraron los corazones y terminaron convirtiéndose en cotidianidad.
Los días y las noches se sucedieron marcados por una música que era danza al ritmo de las balas y del aserrar sobre los cuerpos. Atrás quedaron los pueblos sumidos en el estupor y la desgracia. Lacerada en la memoria de los sobrevivientes la música, su música, agonizaba en aquella orgía de odio y furia. Entre las sombras cabalgaban los ecos de las palas, acongojada la noche, enmudecidas ya las balas, detenido el zigzagueo sordo y empantanado –sangre el pantano– de las motosierras. Entonces la tierra fue la mordaza que cerró, acaso para siempre, la posibilidad de realizar los ritos funerarios para despedir a los muertos y erigir un lugar para su memoria, y la montaña herida albergó en su seno el mal y su imposible justificación. Moriría el pueblo.
En adelante, grupos de mujeres como aves enlutadas tras los despojos, trajinarán los caminos de la tierra en afán desenterrador: volverán una y otra vez a abrir su vientre, buscarán cada signo que señale las fosas, cada pista exigua que conduzca a los desaparecidos; muchas veces, perdiendo su horizonte, seguirán tras otras huellas y otros paisajes a otras que tienen sus mismos dolores, que están en su misma desolación, pues todas, indistintamente, son las habitantes del duelo, del terror permanente y del abandono. Detrás de los asesinos van las masas de mujeres que buscan a sus muertos. Un fuerte lazo los une: el miedo, que mientras se inocula en ellas, los fortalece a ellos, ambos, odiosamente unidos, desesperadamente atados.