Читать книгу La reforma francesa del derecho de los contratos y de las obligaciones - Martha Lucía Neme Villarreal - Страница 9

I. LAS NOVEDADES

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Llama la atención el capítulo liminar, en el que, sin definir el principio de la autonomía de la voluntad ni consagrarlo como un dogma, se enuncian varias de sus más importantes consecuencias: cada quien es libre de contratar o no contratar, de escoger a su contraparte contractual y de determinar el contenido y la forma del contrato, dentro de los límites del orden público (art. 1102); los contratos son ley para las partes (art. 1103), y los contratos deben ser negociados, celebrados y ejecutados de buena fe (art. 1104). El decreto evita el calificativo de principios fundamentales con el fin de no dar a entender que se trata de normas dotadas de una fuerza obligatoria superior, susceptibles de descartar la nueva reglamentación del derecho de los contratos. Por lo demás, este capítulo, fiel a la tradición, incluye una clasificación de los contratos, en la que se destaca la inclusión de los contratos de adhesión, de los contratos cuadro y de aplicación, y de los contratos de ejecución instantánea y de ejecución sucesiva.

El capítulo segundo, que se ocupa de la formación del contrato, incorpora al Código las reglas que la jurisprudencia había decantado durante un siglo sobre la llamada etapa precontractual. Para el período de las negociaciones preliminares dispone que estas deben adelantarse de buena fe, lo que implica el deber de informar cualquier circunstancia que pueda ser determinante del consentimiento de la contraparte cuando la misma pueda legítimamente ignorarla, exceptuando la relativa a la estimación del valor de la prestación. Por otra parte, las negociaciones pueden romperse unilateralmente, aun cuando si se incurre en culpa intencional deberá compensarse, por la vía de la responsabilidad extracontractual, el interés negativo.

Muy significativa es la reglamentación de la oferta, su aceptación y el encuentro de las dos voluntades cuando el contrato se celebra entre ausentes. Sin ser particularmente original, define la oferta como una propuesta precisa y firme de celebrar determinado contrato, esto es, dispone que la propuesta debe contener al menos los elementos esenciales de un contrato plenamente identificado en cuanto a su tipo y debe expresar la voluntad del oferente de quedar vinculado con la sola aceptación del destinatario, es decir, no debe venir acompañada de reservas que la desvirtúen. Al igual que ocurre con nuestro Código de Comercio, el oferente no puede retractarse, lo que debería implicar, al menos si la oferta es dirigida a persona determinada con indicación de un plazo de reflexión, que la aceptación del destinatario durante el plazo de duración de la oferta forma el contrato a pesar de una retractación del oferente, como ocurre en Alemania e Italia. Lo anterior significaría reconocer que la naturaleza jurídica de la oferta a persona determinada con indicación de un plazo es la de un negocio jurídico unilateral, de modo que la muerte del proponente no daría lugar a la caducidad de la misma. En relación con la aceptación, el destinatario de la oferta puede retractarse antes que esta llegue al oferente, lo que es conforme a la teoría de la recepción que adopta el decreto, pues el contrato se entiende celebrado en el lugar y en el momento en que la aceptación es recibida por el oferente (art. 1121); solución esta parcialmente equivalente a la de nuestro Código de Comercio (art. 864) pues, al paso que el contrato se entiende celebrado con la recepción de la aceptación, el lugar de la celebración es el de la residencia del oferente, que bien puede no coincidir con el de la recepción.

En la regulación de la etapa previa a la conclusión del contrato llama la atención que el decreto, conforme a la tradición inveterada del derecho francés, guarda silencio sobre la promesa bilateral de celebrar un contrato, tal vez porque se sigue considerando que esta equivale al negocio final. En cambio, acepta la promesa unilateral o contrato de opción y el pacto de preferencia. Se incluye también una sección sobre la formación del contrato por vía electrónica similar a la que ya había sido incorporada al Código Civil por el Decreto Ley 2005-674 del 16 de junio de 2005.

La sección segunda del capítulo relativo a la formación del contrato se ocupa de la validez del contrato: consentimiento libre de vicios; capacidad de contratar, y contenido del contrato, el cual que debe ser lícito y cierto. Se elimina la causa como elemento de validez del negocio, lo que es, al menos en el papel, una de las innovaciones más significativas a la teoría general del contrato.

Podría decirse que el decreto moderniza el régimen jurídico aplicable a los vicios del consentimiento. En este sentido, el error puede ser de hecho o de derecho, siempre que no sea inexcusable y que recaiga sobre las calidades esenciales o sustanciales de la prestación que se espera obtener o sobre la propia prestación. El error sobre la identidad de la persona con quien se contrata, normalmente indiferente a la validez del negocio jurídico, es relevante solo cuando el contrato es intuitu personae, siempre que recaiga sobre las calidades esenciales de la contraparte contractual. El error sobre los motivos determinantes del consentimiento es irrelevante, a menos que se trate de una liberalidad o que guarde relación con las calidades sustanciales de las prestaciones que surgen del contrato. El error directo sobre el valor de la prestación es indiferente.

En relación con el dolo o error provocado, el decreto confirma la doctrina jurisprudencial que rompió con la óptica estrecha del Code a este propósito, ya que el dolo no son solo las maniobras o montajes efectuados por una de las partes para inducir a error a la otra, sino que también lo son las mentiras y la reticencia o silencio culpable –“intencional”, dice el art. 1137– de una de las partes sobre una información que se sabe es determinante para el consentimiento de la otra. El error sobre el valor de la prestación, cuando proviene de dolo, vicia el consentimiento, lo que, como se vio, no ocurre cuando la equivocación es espontánea.

Otro tanto podría decirse sobre la regulación de la fuerza como vicio del consentimiento, que se mantiene fiel a la elaboración doctrinal. No obstante, la reforma da un paso adelante cuando tipifica como fuerza la presión proveniente de ciertas circunstancias, como el estado de peligro o de necesidad, o lo que algunos denominan vicio de debilidad, al disponer que igualmente hay fuerza cuando una parte, abusando del estado de dependencia en el cual se encuentra la otra, obtiene para sí una ventaja manifiestamente excesiva (art. 1143).

Es significativa, aun cuando en el fondo estas reglas ya estaban incluidas en la regulación del contrato de mandato y, por lo mismo, no suponen novedad alguna, la inclusión, al lado de la capacidad como requisito de validez, de reglas de carácter general sobre la representación; tal como lo hizo nuestro Código de Comercio (arts. 832 ss.) siguiendo el modelo de códigos más modernos como el italiano de 1942 y el BGB. Conforme a la tradición, se distingue entre representación directa e indirecta; entre poder general y especial; se admite la representación aparente, caso en el cual el contrato celebrado por el representante le es oponible al representado, salvo que quien contrató con el representante quiera invocar la nulidad; en fin, se prohíbe el llamado contrato consigo mismo, excepto que la ley lo autorice, como sería el caso de la comisión, o que el representado autorice o ratifique el negocio celebrado por el representante (art. 1161).

Como ya se ha señalado, uno de los aspectos fundamentales de la reforma es la eliminación, más aparente que real, del objeto y de la causa como elementos de validez del contrato. En efecto, el decreto solo exige que el contenido del contrato sea lícito (art. 1128), sin definir con precisión qué debe entenderse por contenido del negocio, lo que, a primera vista, podría sugerir que se está refiriendo a la función práctico-económica del negocio, esto es, a la descripción global de la operación según sea el tipo contractual escogido por las partes.

Sin embargo, si se revisan los artículos 1162 a 1171 relativos a este punto, se comprueba fácilmente que en realidad el contenido del contrato no viene a ser otra cosa que la sumatoria del objeto (recuérdese que el decreto habla de prestación) y de las características que debe reunir (presente o futuro, posible, determinado o determinable) y de la causa, pero sin mencionarla. En efecto, como es sabido, doctrina y jurisprudencia habían llegado a un acuerdo respecto de una noción doble de la causa. Causa objetiva, entendida como la consideración de la contrapartida que se espera obtener, y causa subjetiva, entendida como la finalidad perseguida por cada una de las partes al celebrar el contrato, relevante solo cuando esa motivación es ilícita.

Pues bien, a la causa en sentido objetivo se refieren los artículos 1169 y 1170, que disponen, respectivamente, que “un contrato a título oneroso es nulo cuando, al momento de su celebración, la contrapartida convenida en provecho de quien se obliga es ilusoria o irrisoria”, y que “la cláusula que prive de sustancia a la obligación esencial del deudor se reputa no escrita”, texto este que recoge el célebre fallo Chronopost, en el que se juzgó que la cláusula que limitaba la responsabilidad de una empresa de correo expreso y rápido, en el evento de no cumplir con el plazo de entrega de los documentos enviados, dejaba sin efecto la obligación esencial del transportador y, por consiguiente, sin causa el contrato, razón por la cual esa estipulación era nula y debía reputársela no escrita. Y en cuanto a la llamada causa subjetiva, motivo o móvil determinante, el artículo 1162 dispone que “el contrato no puede derogar el orden público ni por sus estipulaciones ni por su finalidad, sea o no conocida esta última por todas las partes”.

Pero la noción de causa está implícita también en la posibilidad de proponer la excepción de contrato no cumplido, no regulada en forma general por el Code civil y ahora formalmente incluida en los artículos 1219 y 1220 del decreto que disponen, respectivamente: “Una parte puede negarse a cumplir su obligación, aun si esta es exigible, si la otra no cumple con la suya y si la inejecución de esta es suficientemente grave”, y: “Una parte puede suspender el cumplimiento de su obligación desde el momento en que resulta manifiesto que la otra parte no ejecutará la suya y que las consecuencias de este incumplimiento serán suficientemente graves para ella. Esta suspensión debe ser notificada –dice la norma en forma algo vaga– en los mejores plazos”. Y, por supuesto, como se verá más adelante, la noción de causa es la que explica o justifica la resolución del contrato por incumplimiento de una de las partes. Como lo anota Savaux, en mucho el decreto “cambia todo sin cambiar nada”.

Notable, en lo relacionado con el objeto de la prestación, es el reconocimiento de la posibilidad de fijar unilateralmente el precio. Mucho era lo que se había discutido sobre este punto, siendo la tendencia general la de rechazo, dado que la obligación, en este caso la de pagar el precio, debe ser el producto de un acuerdo de voluntades. Luego de una larga discusión y de vaivenes de la jurisprudencia, la Corte de Casación terminó por admitir la posibilidad de que en los contratos de aplicación de contratos cuadro, básicamente de franquicia y de distribución, se pudiera fijar unilateralmente el precio, con tal que al hacerlo no se incurriera en abuso del derecho. El Proyecto Catala había propuesto extender esta posibilidad a todos los contratos de ejecución sucesiva, y el Proyecto Terré a todos los contratos, reconociendo así la necesidad de admitir con amplitud un unilateralismo motivado en materia contractual. El decreto lo permite solo en los contratos marco, los cuales dan lugar a contratos de aplicación en los que se precisan las modalidades de ejecución, y en los contratos de prestación de servicios cuando no ha habido acuerdo previo a la ejecución del contrato. Esta facultad unilateral debe ser ejercida conforme al principio de la buena fe, y en caso de abuso da lugar a la indemnización de perjuicios o a la resolución del contrato (arts. 1164 y 1165).

Constituye, sin lugar a dudas, una novedad, traída del derecho de los consumidores, la introducción de un mecanismo que le permita al juez eliminar las cláusulas abusivas del contrato. En la idea subyace la noción de causa, y la propuesta inicial era la de hacerla extensiva a todos los contratos. No obstante, la generalidad del poder así concedido al juez, de alguna manera, eliminaba el carácter absoluto que siempre quiso dársele al principio de la fuerza obligatoria del contrato, y fue vista, como antes ocurrió con la teoría de la imprevisión, como algo peligroso para la seguridad jurídica, en la medida en que el juez podía modificar el contenido del contrato según su criterio –a su antojo, dirían los más de los comentaristas–, lo que determinó que solo fuera aceptada para los contratos de adhesión, cuando la cláusula impuesta genera un desequilibrio significativo, con ventaja para quien determina el contenido del contrato y desventaja para quien no tiene más remedio que adherir. De ahí que el artículo 1171 del decreto disponga que, “en un contrato de adhesión, toda cláusula que crea un desequilibrio significativo entre los derechos y las obligaciones de las partes del contrato será reputada no escrita”. Y agregue: “La apreciación del desequilibrio significativo no recae ni sobre el objeto principal del contrato ni sobre la adecuación del precio a la prestación”.

La sanción prevista para cuando falta uno de los requisitos de validez es, obviamente, la nulidad. A este propósito, el decreto adopta la concepción moderna, distinguiendo la nulidad absoluta de la relativa según si el interés protegido es individual o general; declara la imprescriptibilidad de la excepción de nulidad cuando el contrato no ha sido ejecutado, sin llegar a la admisión de la posibilidad, como ocurre en el derecho alemán, de que cualquiera de las partes pueda unilateralmente y mediante simple notificación a la otra declarar la nulidad del contrato cuando el vicio se refiere a la ilicitud del contenido del contrato, o de que la parte protegida pueda hacerlo cuando el vicio afecta el interés particular de esta, si da un paso adelante en orden a desjudicializar el tema de las sanciones, al permitir que las dos partes constaten la nulidad de común acuerdo; y admite una rápida ratificación del contrato afectado por una nulidad relativa, al otorgar a la parte contra la que puede invocarse la nulidad relativa el derecho de demandar por escrito al titular de la acción si tiene la intención de prevalerse de la nulidad o si entiende confirmar el negocio. Si esta deja pasar seis meses sin pronunciarse, el negocio se entiende ratificado.

Interesante resulta la tipificación dentro del capítulo relativo a las sanciones o modos de ineficacia del negocio –a más de la hipótesis de la nulidad parcial del mismo cuando una de sus cláusulas, o varias, son afectadas por una causa de nulidad sin llegar a ser determinantes del consentimiento de las partes– de la figura de la caducidad o decadencia del negocio, que corresponde a una construcción jurisprudencial que, lo mismo que la de la nulidad parcial, encuentra su base en la idea de causa, tomada en sentido subjetivo, y que resulta de importancia en la suerte de los contratos coligados o conexos; pues, como lo dijo la Sala de Casación Civil de nuestra Corte Suprema de Justicia en sentencia del 1. ° de junio de 2009, en ellos “la variedad negocial se ata por la interdependencia funcional y teleológica y, aun cuando cada tipo negocial conserva su individualidad normativa, su eficacia encuentra condicionamiento recíproco”. O, como dicen Terré, Simler y Lequette, “los jueces no dudan en poner en evidencia los vínculos existentes entre varios contratos, de tal manera que la anulación de uno de ellos o aun la resolución o su resciliación entraña de rebote la del contrato que le es indisociable”. Oportuno es anotar que no se trata de que la ineficacia de uno de los contratos que integran el conjunto se comunique a los demás, sino de que si uno de ellos resulta nulo o resuelto los otros caducan, puesto que pierden su razón de ser, ya que la ausencia de uno hace que no pueda alcanzarse la finalidad perseguida por todos. Pues bien, el artículo 1186 del decreto dispone que “el contrato válidamente celebrado caduca si uno de sus elementos esenciales desaparece. Cuando la ejecución de varios contratos es necesaria para realizar una misma operación y uno de ellos desaparece, caducan los contratos cuya ejecución se hace imposible por esta desaparición y aquellos para los cuales la ejecución del contrato desaparecido era una condición determinante del consentimiento de una parte”. El inciso 1.° de la norma transcrita ha sido calificado por los primeros comentaristas de enigmático, pues no se sabe bien si se refiere a la imposibilidad sobrevenida del objeto, caso en el que lo que habría sería una extinción de la obligación; o de la desaparición de la causa, entendiéndola a la manera de Capitant, es decir, en el sentido de que debe estar presente durante todo el iter contractual; o de que no se cumpla una condición suspensiva; o, en fin, si lo que se quiso fue traer al derecho francés la teoría alemana de la presuposición. Habrá que esperar a la interpretación que de él haga la jurisprudencia.

Pasando ahora al campo de los efectos del contrato, dentro de esta panorámica de las características más significativas del “nuevo derecho francés de las obligaciones” debemos llamar la atención sobre tres puntos fundamentales: uno es el de la aceptación de la revisión del contrato por circunstancias sobrevenidas; otro es el de la regulación concreta de la figura de la cesión de contratos, y otro más es el de la resolución del contrato por incumplimiento, la cual a tantas discusiones ha dado lugar y en la que se produce un importante avance en el camino de desjudicializar el derecho de las obligaciones tanto como sea posible, lo que, como se vio, es uno de los objetivos fundamentales de la reforma.

Sabido es que la jurisprudencia francesa, a partir del célebre fallo del Canal de Craponne, dictado por la Corte de Casación el 3 de marzo 1876, se negó a admitir la posibilidad de que el juez revisara el contenido del contrato cuando el equilibrio de las prestaciones a cargo de las partes se veía alterado gravemente por circunstancias extraordinarias, imprevistas e imprevisibles al momento de la celebración del contrato, haciendo para una de ellas excesivamente oneroso el cumplimiento del contrato. Dicha negativa tuvo como fundamento el principio de la fuerza obligatoria del contrato, el cual es general y absoluto, lo que significa que el acuerdo de voluntades es ley para las partes y no puede por ello ser modificado sino por el consentimiento mutuo o por causas legales. No corresponde al juez, se dijo en el fallo mencionado, por muy equitativa que pueda parecer su decisión, tener en cuenta el tiempo y las circunstancias para modificar el acuerdo de las partes para reequilibrar la carga prestacional o, como modernamente se dice, restablecer la ecuación económica del contrato. La jurisprudencia del Consejo de Estado francés fue diferente, pues si bien mantuvo la intangibilidad del contrato, en el igualmente célebre caso del gas de Burdeos, sin revisar el acuerdo existente entre la Administración y la compañía de gas, condenó a aquella a pagar una indemnización por la ruptura del equilibrio contractual, causada por un alza imprevista en el precio de carbón, debido al estallido de la Primera Guerra Mundial. No revisa el contrato, pero indirectamente obliga a que las partes lo hagan.

De esta manera, el derecho francés aparecía espléndidamente solo en el panorama mundial, dando la sensación de que sacrificaba la justicia contractual a favor de una seguridad jurídica que, en últimas, era por completo incierta.

El artículo 1195 del decreto vino a corregir tan inicua situación, abriéndole paso a la teoría de la imprevisión, por cierto en forma excesivamente tímida. Estableció que a la revisión judicial del contrato solo podía llegarse después de agotada y fracasada la negociación directa entre las partes, disponiendo, en efecto, lo siguiente: “Si un cambio de circunstancias imprevisible en el momento de la celebración del contrato hace excesivamente onerosa la ejecución del contrato para una parte que no haya asumido ese riesgo, esta puede demandar una renegociación del contrato a su contraparte. El contrato debe continuar ejecutándose durante la renegociación. En caso de negativa o de fracaso de la renegociación, las partes pueden convenir en la resolución del contrato, en la fecha y en las condiciones que ellas determinen, o demandar de común acuerdo al juez que proceda a la adaptación del contrato a las nuevas circunstancias. A falta de acuerdo dentro de un plazo razonable, el juez puede, a solicitud de una parte, revisar el contrato o darlo por terminado, en la fecha y en las condiciones que él fije”. Tres posibilidades bien demarcadas: solicitud de renegociación; resolución de común acuerdo del contrato, y solicitud conjunta de revisión judicial. Solo si las partes no se ponen de acuerdo en someter el problema al juez en un plazo razonable, puede pedírsele a este la revisión o la terminación del contrato.

Basta con leer el engorroso procedimiento y con percatarse de los tiempos que tomará agotar cada una de las etapas que pueden conducir a la revisión judicial del contrato para convenir en que la reforma es más de forma que de fondo. Júzguesela, sin ir más lejos, comparándola con la fórmula simple del artículo 868 de nuestro Código de Comercio y su cuasi nula aplicación práctica para medir su verdadero alcance. En últimas, lo que estimula es que las partes, ab initio, acuerden un mecanismo de renegociación o, más simplemente, que convengan quién habrá de asumir el riesgo, para evitar esa especie de ménage à trois en que consiste la teoría de la imprevisión y que tanto disgusto causa a la doctrina y a la jurisprudencia francesas.

Novedosa es también, aunque admitida de tiempo atrás por la doctrina y la jurisprudencia, la inclusión de una sección dedicada a la cesión de contrato. Como es sabido, el Código de Napoleón solo permitía la cesión del crédito y no la de la deuda. La figura de la cesión es regulada (arts. 1216 ss.), como debe ser, bajo la óptica de que la posición contractual normalmente implica para cada una de las partes créditos y obligaciones a su cargo, de modo que, no siendo indiferente para el acreedor quién es su deudor, una parte no puede hacerse sustituir por un tercero sin el consentimiento del cedido; vale decir que no basta con la simple notificación de la cesión para que esta produzca su efecto normal, cual es el de liberar al cedente. A falta del consentimiento del cedido, cedente y cesionario quedarán solidariamente obligados frente a aquel y, así mismo, las garantías subsistirán. Como puede apreciarse, hay una diferencia fundamental con la regulación que de esta figura hace nuestro Código de Comercio, en el cual, salvo para el caso de contratos celebrados intitu personae, la aceptación del contratante cedido no es necesaria. Por lo demás, otra diferencia entre nuestro derecho y el decreto reside en la forma, pues, al paso que en Colombia la cesión de contrato puede hacerse por escrito o verbalmente, según que el contrato conste o no por escrito, en Francia se requiere siempre, so pena de nulidad, que se haga por escrito.

Tal vez uno de los más interesantes cambios introducidos al Code civil por el decreto tiene que ver con el punto relativo a la resolución del contrato por incumplimiento. El artículo 1184 de aquel, similar al 1546 de nuestro Código Civil, disponía que en los contratos bilaterales va implícita la condición resolutoria por incumplimiento de una de las partes, permitiéndole a la otra acudir al juez para solicitar la ejecución forzada de la obligación o la resolución del contrato, con o sin indemnización de perjuicios. Por supuesto, las partes, en ejercicio de su autonomía privada, podían pactar expresamente la resolución del contrato por incumplimiento en cualquier clase de contrato. El punto relevante era el de saber si la resolución operaba de pleno derecho o si se requería en todo caso acudir al juez para que decretara la resolución. Ante el silencio de la ley, lo lógico era aplicar extensivamente, por analogía, la figura del pacto comisorio, regulada para el contrato de compraventa, concretamente para cuando el comprador no pagase el precio. Pacto comisorio simple y pacto comisorio calificado o ipso iure. Aquel no producía otro efecto que el de permitirle al vendedor demandar judicialmente el pago del precio o la resolución de la compraventa. Es la condición resolutoria del artículo 1546, pero acordada por las partes, la cual, entre otras cosas, permite al demandado ejecutar el contrato antes de la sentencia. El pacto calificado o de resolución de pleno derecho por no pago del precio, no opera automáticamente, como pudiera pensarse, pues siempre habrá de acudirse al juez para que declare la resolución, permitiéndosele al comprador demandado enervar la acción mediante el pago, ya no durante toda la duración del proceso, sino dentro de las 24 horas siguientes a la notificación de la demanda. Entre nosotros está planteada la discusión sobre si la regulación del pacto comisorio es de carácter excepcional, aplicable únicamente en el caso de la compraventa y solo en el evento del incumplimiento del comprador en el pago del precio o si, por el contrario, tiene carácter general. Existen argumentos en pro y en contra de cada una de las tesis, que no es del caso tratar aquí.

Lo cierto es que dentro de la concepción tradicional, a pesar de los malabares de la jurisprudencia para romper la rigidez del sistema, la resolución por incumplimiento siempre requería de una sentencia judicial que la declarara, solución juzgada como muy poco eficiente desde el punto de vista del análisis económico del derecho.

El decreto responde a esta necesidad consagrando, en sus artículos 1224 a 1230, tres formas de resolución: a) por aplicación de una cláusula resolutoria; b) por notificación del acreedor al deudor en caso de incumplimiento suficientemente grave, o c) por decisión judicial. En tratándose de la aplicación de una cláusula resolutoria, para que pueda operar es necesario que en el contrato se precisen las obligaciones cuyo incumplimiento da lugar a la resolución del contrato. Esta no opera automáticamente, sino que es necesario constituir en mora al deudor, excepto si se ha convenido que la sola inejecución de la obligación resuelve el contrato. Obsérvese la diferencia con la regulación del pacto comisorio por parte de nuestro Código Civil.

Con todo, la innovación más interesante en lo que toca a este punto es la de resolución por simple notificación del acreedor, quien lo hace a su propio riesgo. No obstante, salvo caso de urgencia, para que opere la resolución no basta con la notificación: es necesario primero constituir en mora al deudor y darle a este un plazo razonable para que cumpla, advirtiéndole que, de no hacerlo, podrá el acreedor notificarle la resolución del contrato.

Se ve, entonces, clara la intención, por una parte, de desjudicializar y, por la otra, de consagrar un unilateralismo motivado. Con lo que indudablemente se agiliza el intercambio de bienes y servicios sin desmedro de la seguridad jurídica.

Para cerrar este cuadro general en cuanto a la reforma del derecho aplicable a los contratos es preciso decir que, con la clara intención de evitar el contencioso contractual, el decreto crea un proceso de interrogación, que otros llaman acciones especiales declarativas, en tres casos especiales: el pacto de preferencia respecto de la opción del beneficiario; la extensión del poder de representación convencional, y el ejercicio de la acción de nulidad relativa. En el caso del pacto de preferencia, el tercero que pretenda contratar con quien otorgó ese beneficio a otro puede solicitar por escrito dirigido al beneficiario que confirme, dentro de un plazo razonable, la existencia del pacto y su intención o no de prevalerse de él; en el evento de no responder dentro del plazo, el beneficiario no podrá solicitar la nulidad del contrato que se celebre con el tercero ni solicitar sustituirlo en el negocio (art. 1123). Para la representación, quien se apreste a celebrar un contrato con un representante convencional puede solicitar al representado que confirme, también en un plazo razonable, si tiene poder suficiente para celebrar el contrato a su nombre y por su cuenta; de guardar silencio el preguntado, se presume que tiene ese poder (art. 1158). Por último, en cuanto a la nulidad, la parte contra quien se la pueda invocar tiene el derecho de solicitar al titular de la acción que confirme el acto o que demande la nulidad del mismo, dentro de un plazo de seis meses, que es de caducidad; de no hacerlo, el negocio se entiende tácitamente confirmado; y, para ejercer este derecho, la causa de nulidad debe haber cesado (art. 1183).

Finalmente, solo haremos una muy breve alusión al régimen general de las obligaciones, habida cuenta de que, como ya se dijo, la tarea del legislador a este propósito se limitó, en grandes líneas, a modernizar el lenguaje para hacerlo asequible al lector contemporáneo. Dicho de otro modo, los cambios introducidos no son de envergadura, salvo, tal vez, por la admisión y regulación de la cesión de deuda como una de las operaciones que puede celebrarse sobre una obligación preexistente. Es notable también la eliminación del efecto retroactivo de la condición cumplida.

Resulta evidente que el crédito vale para el acreedor lo que vale el deudor. De allí la negativa tradicional a admitir una simetría entre la cesión de la deuda y la cesión de crédito. Por regla general, el sujeto activo de la relación obligatoria puede cambiar sin que la obligación originaria desaparezca. No así cuando lo que cambia es el deudor. En este evento, si el deudor delega en un tercero el pago sin que el acreedor lo libere, habrá una diputación para el pago o una coexistencia de obligaciones (solidaridad o subsidiariedad, art. 1694 de nuestro Código Civil); y si lo libera, se habrá extinguido la obligación originaria y habrá surgido una nueva en reemplazo de la anterior, esto es, se habrá producido una novación (con las correspondientes consecuencias: pérdida de las garantías, pérdida de los privilegios, nuevo término de prescripción, etc.).

Precisamente, para evitar la extinción de la obligación originaria y permitir su transmisión por pasiva, a la que la práctica había llegado por caminos alternos y en ocasiones forzando la interpretación de ciertos textos, los artículos 1327, 1327-1, 1327-2, 1328 y 1328-1 del decreto introducen la figura de la cesión de deuda.

En términos generales el régimen jurídico que le es aplicable es el siguiente: el deudor puede ceder su posición a un tercero pero con el consentimiento del acreedor, que se constituye en un elemento de validez de la operación. Este consentimiento, por sí mismo, no libera al deudor originario. Para que ello sea así se requiere que el acreedor lo libere expresamente. Si no lo hace, el cesionario quedará obligado solidariamente con el deudor cedente a favor del acreedor cedido y las garantías personales y reales subsistirán. Si el acreedor libera al deudor cedente, las garantías consentidas por terceros desaparecen, salvo que estos convengan en mantenerlas.

Los comentaristas han criticado la manera como fue regulada la figura por el decreto, en particular, por la exigencia del consentimiento del acreedor para la validez de la operación. En efecto, han considerado que, al igual que con la cesión de crédito, una cosa es el negocio entre cedente y cesionario, y otra su oponibilidad al cedido. En este sentido, parece innecesaria la exigencia del consentimiento del acreedor cedido, como si se tratara de un negocio tripartito. Aquellos han manifestado al respecto que mejor hubiera sido contemplar tres estadios o tres grados de eficacia de la cesión de deuda: efecto entre las partes en ausencia de acuerdo del acreedor; efecto entre cedente, cesionario y cedido en caso de acuerdo del acreedor, pero sin liberación del cedente, y efecto traslativo perfecto en caso de liberación expresa del cedente por el cedido. Y han llamado la atención, también, sobre la circunstancia de que, a diferencia de lo que sucede con la cesión de crédito, no se exija la forma escrita como requisito de validez; defecto que, por fortuna, fue corregido por la Ley 2018-287 que ratificó el decreto.

En cuanto al pago de las obligaciones dinerarias, debe resaltarse la reiteración, esta vez con carácter general, del principio nominalista de la moneda: “El deudor de una obligación de pagar una suma de dinero –dice el art. 1343 del decreto– se libera pagando su monto nominal. El monto de la suma debida puede variar por el juego de la indexación”. Desaparece, por consiguiente, la discusión sobre si cabe o no la indexación en el contrato de mutuo, o sobre si el índice de reajuste de la obligación debe guardar alguna relación con el objeto del contrato o con la actividad de cualquiera de las partes.

La reforma francesa del derecho de los contratos y de las obligaciones

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