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Capítulo 5

Regla de los tres segundos

Dietas de placer social y otras delicias

El que nunca tuvo miedo, no tiene esperanza.

David Cowder

La timidez no es un problema: es una declaración de incapacidad. Este rasgo adyacente a la personalidad de cada uno a menudo es utilizado durante años como excusa para no tomar las riendas del destino personal. Aquí haremos un stop para entender las razones biológicas y emocionales de ese desastre.

Hay personas que, por naturaleza o por cultura, son más introvertidas, en tanto hay otras naturalmente extrovertidas. Eso no cambia los patrones de atracción a la hora de intentar seducir a una mujer. A primera vista, lo único que genera es un pretexto para utilizar en defensa propia y justificar la apatía social. Esta aparente protección no otorga ningún refugio ni tampoco permite operar sobre la estricta dieta que nos aguarda si seguimos por ese camino, y que nos privará inevitablemente de todo placer social. La timidez durará el tiempo que demoremos en poner en práctica algunas técnicas no muy complejas. Por eso mismo es urgente dejarla de lado para centrarnos en el problema que afecta al cien por ciento de los hombres: la ansiedad a la aproximación o AA, también (mal) llamada “el miedo al rechazo”.

¿De dónde proviene todo esto del miedo y la AA que sentimos cuando queremos acercarnos para seducir a una mujer?

Remitámonos al lugar en el que hemos permanecido durante la mayor parte de nuestra existencia como seres humanos. Los doscientos mil años de historia precedente nada tienen que ver con los últimos cincuenta, en los que prácticamente se ha triplicado la población mundial. El ser humano no ha sido originalmente diseñado para vivir con tanta gente alrededor y menos aún en ciudades. Hemos llegado a esta situación a partir de un ciclo histórico.

Miedo al rechazo

Hagamos un ejercicio: transportémonos imaginariamente a una sociedad tribal, como aquellas en las que los hombres se agruparon durante casi toda su existencia histórica. Supongamos que nuestro núcleo consta de veinte personas: diez hombres y diez mujeres. De estas, una vez pasadas por el filtro del jefe de la tribu, deberíamos descontar también a algunas mujeres que no nos resultarían atractivas o que descartaríamos por ser familiares directas nuestras (madre, hermana). Por lo tanto, las mujeres con las que podríamos satisfacer nuestro deseo de reproducirnos (o tener sexo, lo que, en definitiva, forma parte del mismo deseo) serían aproximadamente... ¡tres! Tres únicas oportunidades de tener sexo en toda una vida.

Podemos especular con que, en un momento remoto de la historia, tuvo lugar una separación muy grande entre los hombres, que se dividieron en dos clases: los que solamente pensaron en sexo sin tener en cuenta el carácter preselectivo de la mujer (debido a su búsqueda de valores de supervivencia), por un lado, y los que combinaron esa necesidad puramente femenina con su propio deseo masculino.

Imaginemos a los hombres del primer grupo, sin estrategia alguna, generalmente extrovertidos y con una actitud similar a la que hoy en día tendría un improvisado. Sin duda, corrían un gran riesgo si se aproximaban a una de las pocas mujeres de la tribu con un planteo similar a este: “La verdad, no tengo idea de qué decirte, tampoco me interesan tus necesidades, lo único que quiero es tener sexo contigo”. La reacción de las mujeres probablemente las llevaría a descartar a esa clase de hombre que no ofrece ningún tipo de ventaja evolutiva. Probablemente intuirían que, en caso de quedar embarazadas, un individuo de ese perfil no garantizaría el cuidado y la protección de su descendencia. El primer rechazo recibido, sin embargo, posiblemente no modificara el accionar de este tipo de hombre, que –arriesgando la extinción de su estirpe por celibato– continuaría intentando la misma aproximación con las otras dos mujeres. Y estas, incluso, ya podían haber sido advertidas acerca de intenciones de él... Un nuevo rechazo le plantearía el peor de los escenarios.

Ese tipo de hombre, extrovertido y despreocupado por las necesidades femeninas, seguramente no dejó descendencia. Fue literalmente borrado de la evolución.

En simultánea, también hubo otro tipo de hombre (el del segundo caso) que sí fue antepasado nuestro. Él, seguramente, se dijo: “Acabo de ver lo que pasó, cómo lo rechazaron, y no quiero arruinar mis tres posibilidades de reproducirme (o de tener sexo). Por lo tanto, tendré que acercarme a las mujeres de otra manera, con otra propuesta, pensando mejor qué es lo que ellas buscan en un hombre”.

Naturalmente, antes de atreverse a intentarlo, tuvo miedo. La posibilidad de incurrir en el mismo error que su vecino le provocó un grado de ansiedad óptimo que lo impulsó a realizar la tarea de la mejor manera posible. Este hombre –que podría parecer tímido en comparación con el primero– en realidad se tomó el tiempo de pensar una estrategia que incluyera las necesidades femeninas selectivas, con el fin de alcanzar su objetivo reproductivo o sexual. Su propuesta hacia la mujer probablemente fue más clara, concisa y acorde a complacer las necesidades femeninas: le ofreció, por ejemplo, compartir una ración de su caza, producto de sus habilidades. Para esa mujer, la supervivencia representaba un problema real. Comer no era un asunto menor y, si alguien podía garantizarle el alimento, seguramente estaría en condiciones de hacer lo mismo en el caso de tener prole. Sin duda, esta propuesta contaba con valores de supervivencia que le permitían a ella arriesgar sus valores de reproducción en favor de la experiencia sexual. Si esa oferta era rechazada de todos modos, el hombre podía intentar con la segunda de sus tres oportunidades, refinando su estrategia hasta lograr su objetivo.

Somos descendientes de aquellos ancestros que, en algún momento, tuvieron miedo de que los rechazaran. Ellos convirtieron ese temor en una estrategia. La ansiedad constituyó el síntoma fisiológico que manifestó ese miedo. La pregunta actual sería: entonces, hoy, ¿qué podemos hacer nosotros con él?

Ansiedad por la aproximación

Debemos notar que la situación ha cambiado. Hoy en día, hay tantas mujeres que podríamos ir de una en una preguntando “¿Hola, querés tener sexo?”, con la probabilidad estadística de que la número 934 se interesara por nuestra oferta. Más temprano que tarde, alguna aceptaría. Sin embargo, pese a esta evidencia, seguimos teniendo ese miedo, esa ansiedad por la aproximación (AA). Cualquiera de los que practicamos este arte –este juego– la tiene, igual que todo hombre sobre la faz de la Tierra.

Entonces, ¿qué podemos hacer con este miedo? Algunas respuestas habituales son: reconocerlo, aprender de él, enfrentarlo, acostumbrarse, evitarlo, etcétera. Veamos: por un lado, podemos insensibilizarnos. Cada intento fallido y/o aproximación errónea será un paso más hacia la perfección, una posibilidad de aprender mejor esta nueva habilidad. Analizaremos la causa del rechazo y diremos “La próxima vez debo mejorar el lenguaje corporal, el opener y la FLT”, por ejemplo. Esto incluirá entender la situación y aceptar que el rechazo fue impuesto por el filtro de ella, equivalente a cualquier obstáculo en un videojuego. De esta manera, comprenderemos cuál es el proceso personal que nos conducirá a ese patrón de comportamiento. Quizá este no sea el paso más importante de nuestro aprendizaje, pero seguramente resultará muy pedagógico.

Sin embargo, nada de esto evitará que sintamos miedo y, mucho menos todavía, AA. ¿Entonces? Nada. Con este miedo no podemos hacer nada.

La AA es una carga genética que llevamos desde siempre. No lograremos cambiar doscientos mil años de evolución en treinta años de adiestramiento cultural. Puede ser que dentro de doscientos mil años la situación se haya modificado y, con ella, seguramente también habrán variado nuestras pautas de reproducción, supervivencia y goce. Pero, por ahora, no es así. Se trata de algo que, en su momento, constituyó una ventaja evolutiva. Si no hubiéramos tenido ese miedo durante tantos años, probablemente no estaríamos hoy acá.

La misma situación se da, por ejemplo, en el caso de la ansiedad que genera volar en avión. Muchas personas sufren a la hora de subirse a uno y experimentan síntomas muy similares a la AA: palpitaciones, sudoración, flojedad en las piernas, etcétera. Es un caso claramente análogo, ya que en la actualidad hay una probabilidad muy baja de morir en un accidente aéreo: es mucho más posible que eso suceda al viajar en un medio de transporte terrestre o al cruzar una calle como peatón. Sin embargo, el miedo a las alturas está en nuestra naturaleza: no es natural volar para el ser humano. Quizá en doscientos mil años las personas se suban tranquilas a un avión y sientan temor al cruzar la calle pero, por ahora, no es así. Los miedos no siempre son racionales, pero ahí están. Entonces, así como algunos tienen miedo a volar, todos tenemos AA. Imaginemos esta situación: vemos a una mujer en un venue y, en lugar de llegar a hablarle, nos detenemos a dos metros de distancia. La miramos, pero no nos acercamos. Esto se repite mucho, en diversos lugares, prácticamente todas las noches, como si dependiera de ella dirigirnos la palabra para que nosotros podamos hablarle. Nuestra situación es estática; a dos metros, nos quedamos pensando cuál sería la mejor manera de aproximarnos.

Veamos qué ocurre en la cabeza de la mujer. Ella comienza a filtrarnos, pues nos percibe como a alguien de bajo VSR. Pongámonos en su lugar por un momento y tratemos de pensar desde ahí: “Si un hombre no se anima a decirme ‘hola’ –además de lo ridículo que suena, en sí mismo, que alguien no se atreva a hablarme–, ¿cómo pensar que luego podrá afrontar situaciones sociales mucho más difíciles, como conocer a mis padres, pagar un alquiler o protegerme de diversas formas?”. En esa línea de pensamiento femenino, nuestro valor desciende segundo a segundo, a medida que sostenemos nuestra proximidad con ella sin concretar la aproximación.

Tanto es así que, si a los cinco minutos nos decidiéramos a hablarle, nuestro VSR sería tan bajo que, automáticamente, nos toparíamos con un claro rechazo: su escudo de protección, un filtro para protegerse de los hombres de bajo valor. Las mujeres viven este tipo de situaciones noche a noche. Y hacen bien en rechazarnos. Nosotros aprenderemos a interactuar con mujeres que sepan filtrar correctamente, que sepan distinguir a un hombre de alto valor. Nuestra misión ahora es convertirnos en ese hombre de alto VSR.

Veamos ahora qué pasa en nuestra cabeza, la del hombre. Estamos parados a dos metros y la miramos; comenzamos a idear la mejor frase para aproximarnos a ella y, de pronto, pensamos: “No, seguro que me va a rechazar, y lo hará riéndose de mí y de mi forma de seducir. Incluso sus amigas, que habrán visto la situación, vendrán después a reírse de mí y a decirme que soy un estúpido por intentarlo. Y no solo eso: sus amigos también se acercarán en actitud hostil a recriminarme mi mal desempeño. Y el DJ parará la música para señalarme, describirá mi ropa por el micrófono mientras critica mis malas artes. Acto seguido, los encargados de seguridad vendrán, obviamente, a pedirme que abandone el lugar”. Un poco más, un poco menos, todos los hombres magnificamos así nuestro miedo al rechazo, pero, ¿cuánto de todo esto es real y cuánto es imaginario?

Todo es imaginario

Hasta que el rechazo no ocurra, hasta que no se produzca, será tan solo una posibilidad, como también lo es que ella nos acepte y podamos comenzar una interacción. Del mismo modo, es posible pensar que en diez minutos habrá un terremoto, pero eso no será real hasta que suceda. Mientras tanto, a los pensamientos de este tipo los catalogaremos como “paja mental”. No sirven, molestan e incrementan los niveles de ansiedad. En esos cinco minutos que supuestamente dedicamos a planificar nuestro mejor movimiento, lo que en realidad logramos es entorpecerlo. Nuestro umbral de AA habrá subido tanto que, incluso si encontráramos el opener perfecto y decidiéramos usarlo, nuestro lenguaje corporal y el delivery en general mostrarían tanta ansiedad que seguramente ella nos rechazaría de todos modos. Nuevamente, haría bien en filtrarnos. La mayor parte de las veces, los hombres no reaccionan frente a esta situación; simplemente, abandonan la escena cuando empiezan a sentirse mal, incómodos. Lo real es algo que ocurre; el resto es “paja mental”, no sirve para jugar ni para vivir; no sirve para nada.

Veamos el caso contrario: nos acercamos y abrimos de costado, sin ser invasivos, a una mujer o a un grupo de mujeres y sin habernos detenido a mirarlas antes. Los niveles de ansiedad son mínimos e incluso desaparecen una vez que entramos en escena, tanto sea para recibir un rechazo como para continuar con la interacción. Si no permitimos que se incremente en el tiempo, la AA nos permitirá jugar, sentirnos cómodos y avanzar en nuestra seducción. Como conclusión, extraeremos una pauta, la famosa “regla de los tres segundos” de David DeAngelo. Él la puso en boga y está relacionada con el tratamiento que la psicología cognitiva presenta como respuesta al miedo a la exposición: es preciso enfrentarse a la situación en el menor tiempo posible.

Nosotros no buscamos contacto visual solo por el contacto visual; somos personas sociales, interactuamos con grupos y elegimos a la mujer que nos interesa una vez que comenzamos esa interacción. Incluso, aunque ninguna de las mujeres de ese grupo nos resultara interesante, entraríamos en un estado hablador que nos permitiría fluir con mayor facilidad en los sets siguientes y hasta desarrollar estrategias más precisas a la hora de conseguir un gran objetivo: atraer a la más linda del venue o a quien nosotros queramos.

Todo esto, sin sufrir picos de AA, excusarnos en la timidez o paralizarnos por pensamientos distorsionados.

El juego de la seducción

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