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Capítulo dos JACK

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Escuché al presidente del Construction Bank de Hong Kong explayarse sobre trimestres pasados o algo igual de aburrido hasta que mis ojos comenzaron a lagrimear y a arder. Los ojos humanos no se hicieron para mirar fijamente una sola cosa durante tanto tiempo. Observé la hora en mi teléfono. Dios mío. ¿Habían pasado treinta minutos? ¡Treinta minutos! ¿Cuánto tiempo podía pasarse una persona hablando de estas cosas?

–Papá –murmuré, golpeándolo apenas con el codo.

Con sus ojos negros fijos en el hombre que disertaba sobre el escenario, mi padre no respondió. Su mandíbula pronunciada no se movía y su cabello meticulosamente peinado combinaba con el cuello blanco y almidonado de su camisa. Estaba sentado derecho en su silla, una silla poco cómoda cubierta de una tela de satén color crema.

Lo molesté con el dedo hasta que finalmente me miró, con exasperación y el ceño fruncido.

–¿Qué sucede? –dijo en voz baja.

–¿En qué momento esto se volverá divertido? –le pregunté también en voz baja.

–Niño, ¿en verdad creíste que una cena aniversario de un banco sería divertida en algún momento? –respondió con una risotada muda.

Tenía razón. Observé el salón del hotel, repleto de bancarios comiendo escalopes en sus ropas formales. Tal vez esta fuera la noche de viernes más aburrida de toda mi vida.

–Bueno, creí que al menos la comida sería buena.

–Al menos es gratis –me miró fijo–. Debes quedarte.

Suspiré y me eché hacia atrás contra el respaldo de la silla, sonriendo a las demás personas en nuestra mesa, que ya habían comenzado a mirarnos.

–¿Sabes? Cuando hablé de tomarme un año sabático, tenía otra cosa en mente. Un año con viajes de mochila y menos salones formales –le dije.

–Bromeas –y pude ver que sonreía de lado.

Cuando anuncié que me tomaría un año sabático en lugar de seguir estudiando, mis padres estuvieron de acuerdo… solo si comenzaba a trabajar como pasante en el banco de mi padre el otoño siguiente a mi graduación de la secundaria. Pero ya era octubre y este trabajo me estaba matando de aburrimiento.

El hombre sobre el escenario terminó por fin su discurso, y todos aplaudieron educadamente. ¡Gracias al Señor! La gente se apresuró a llegar a la mesa de postres, y yo mismo estaba a punto de ponerme de pie e ir a buscar algo cuando mi padre me detuvo.

–Jack, hay algunas personas que quiero que conozcas –dijo mientras les hacía señas para que se acercaran, y luego me dedicó una mirada fría de advertencia–. Esta pasantía no se trata de hacer las cosas por inercia, sino de trabajar en red. Algunas de estas personas tienen grandes conexiones con las mejores universidades de los Estados Unidos.

Genial. Me coloqué mi sonrisa más congraciante. Era una buena sonrisa. Una mujer alta y asiática con lápiz de labios rojo estiró la mano para saludarme.

–¡Jack! Nos alegra tanto que hayas podido venir al evento de esta noche. Es señal de la iniciativa que tienes.

–Gracias, Caroline –respondí. Sus cejas se levantaron automáticamente; se la veía gratamente sorprendida: yo era muy bueno recordando nombres–. Pero seamos honestos, estoy aquí por el pastel.

Caroline echó la cabeza para atrás y se rio, y su compañero hizo lo mismo. Era un hombre hindú, fornido y de traje costoso. Nikhil, si recordaba correctamente.

–No dejes de probar el tiramisú –dijo Nikhil con su acento británico–. Y entonces, ¿estás disfrutando de tu año sabático? Yo tengo grandes recuerdos del mío. Anduve de mochilero por Europa y todo eso.

Miré a mi padre con intención. ¿Lo ves? El hombre salió de viaje. ¡Eso es algo que sí me interesaría hacer!

–Oh, ha sido fantástico hasta ahora –respondí en cambio–. Creo que hay mucho que se puede aprender fuera de la universidad, y tengo el privilegio de estar haciendo justamente eso –fue una indirecta muy obvia que estoy seguro de que mi padre entendió.

Nikhil chasqueó los dedos.

–¡Ah! ¡Tengo una pregunta sobre cámaras, Jack!

–¿Ah, sí?

–Sí, te he visto en la oficina con esa enorme que tienes –dijo–. Te gustan las cámaras, ¿no es así? Necesito una recomendación.

Mi padre giró para mirarme y la tensión me trepó por la espalda.

–Claro, ¿qué tipo de cámara estás buscando?

Nikhil procedió a describir lo que quería, y yo intenté conservar una expresión neutral. Sí, sabía una cosa o dos sobre cámaras; me había maravillado la fotografía durante años, desde que obtuve mi primera cámara de verdad una Navidad. Era una Canon Rebel que llevaba literalmente a todos lados. Hasta donde mis padres sabían, era solo un hobby. Lo dejaron bien en claro cuando intenté indagar un poco más sobre programas de Arte. Habían reaccionado con un escepticismo extremo, obligándome a inclinarme por programas de Negocios o Ingeniería.

Eso había sido lo que había matado mi entusiasmo por la universidad. La razón por la que había pedido un año sabático. La idea de estudiar Negocios o algo que no fuera Fotografía me hizo entrar en pánico.

Lo que era muy importante, pero no le dije a mis padres, era lo siguiente: no estaba seguro de querer ir a la universidad. Era algo que se sentía muy lejano ahora. Tan lejano que no sabía si alguna vez sería parte de mi vida. Había visto a dónde llevaba: a una fiesta aburrida con tiramisú donde no puedes quitarte tu traje de etiqueta.

Miré a mi padre, también vestido de traje. Esta no era la vida que él quería tampoco. Mi padre había estudiado Escritura creativa en la universidad. Hasta tenía una maestría en Bellas Artes. Pero la vida y las circunstancias lo habían traído hasta aquí.

Luego de darle algunas recomendaciones sobre cámaras a Nikhil, la conversación viró hacia temas financieros, así que yo opté por dirigirme a la mesa de dulces. Todo se veía poco tentador. El cuello de mi camisa me estaba sofocando, y el ruido constante en el salón era ensordecedor. Un temor existencial me acompañaba en cada segundo allí dentro. Sentía que el tiempo pasaba, que mis células envejecían. Respiré profundo. En mi mente, solo podía pensar en cómo iba a salir de allí. ¿Me sentiría enfermo tal vez? Mi padre era un germofóbico. Tal vez pudiera funcionar.

Volví a mi mesa, me senté junto a mi padre y tosí tan fuerte que él se echó hacia atrás.

–No me siento muy bien –fingí con mi mejor voz de enfermo.

–Eso es porque vives desabrigado –se quejó él–. ¿Tienes calefacción en esa choza tuya?

Mis padres odiaban mi apartamento en Sheung Wan. Tan pronto como me gradué de la escuela, me había mudado con prácticamente nada de dinero, y mi hogar actual era prueba de ello. Mientras que el vecindario donde vivía con mis padres era uno de casas costosas, yo había elegido uno de esos edificios de apartamentos sin elevador que eran diminutos y solían estar ubicados sobre los frentes de tiendas que vendían cosas como pescado seco o hierbas medicinales. Sin embargo, era considerada un área emergente, por lo que seguía siendo más de lo que podía pagar por mi cuenta, así que me busqué un compañero de cuarto… en un apartamento con una sola habitación. Era realmente estresante. Mis padres se habían rehusado a ayudarme; y yo, de todas formas, prefería morir de hambre antes que pedirles ayuda. No sabía cuánto tiempo más iba a soportar la situación y estaba haciendo todo lo que estaba a mi alcance para evitar convertirme en el fracasado que mis padres esperaban que fuera.

–Sí que tenemos –mentí con facilidad–. Cómo sea, me está empezando a doler la garganta también.

Papá me dedicó una mirada penetrante.

–¿Crees que enfermándote te librarás de esto?

Aspiré con la nariz… porque en verdad sentí la necesidad de hacerlo.

–¿Por qué haría algo así? Sabes lo mucho que me emociona mi primer banquete del banco y… eso.

Mientras que el escepticismo se alineaba en su rostro, pude sentir su fobia hacia los gérmenes superando su sensor paternal.

–Muy bien. Esto ya se está terminando de todos modos. Ve a casa y descansa. ¿Necesitas que tu madre te envíe algo de comida?

La victoria más sencilla de la historia mundial.

–No, estaré bien. Puedo comprar algo de arroz congee en la tienda de la esquina.

Justo antes de salirme del salón en dirección al lobby del elegantísimo hotel, le oí murmurar muy por lo bajo algo sobre que el porridge coreano era mejor que el arroz congee.

Mi familia no era de Hong Kong. Mis padres habían emigrado a los Estados Unidos desde Corea cuando ambos eran unos niños, y yo nací y crecí en Los Ángeles. Y luego, hacía ya un año, mi padre recibió esta oferta tan tentadora del banco que no pudo rechazar. Hong Kong es la capital financiera y bancaria de Asia.

Siempre se trataba del dinero. Mi padre había dejado de lado sus sueños de escribir la “gran novela norteamericana” cuando la familia de mi madre lo presionó para que consiguiera un “trabajo de verdad”. Eso fue lo que lo condujo hasta el banco; y luego tuvo hijos, lo que lo atrincheró aún más en el mundo bancario. Y así fue cómo llegamos hasta aquí.

Dos porteros abrieron las puertas dobles para mí y yo los saludé a ambos con una reverencia antes de salir. Miré la fachada del hotel desde afuera; una elegante y vertiginosa torre de vidrio rodeada de otros rascacielos, muchos ya encendidos con luces rosadas o verdes. Una leve niebla se había asentado, dándole a todo una sensación de ensueño, casi futurística. Me froté los brazos para darme calor por encima de la chaqueta. Sentía demasiado frío para la temperatura que había afuera. El calor del verano solía durar hasta bien entrado el invierno por estos lados.

Al comienzo, extrañaba tanto mi casa que creí que iba a morir. Ahora ya me había comenzado a encariñar con Hong Kong. A veces sucede que vas a un lugar nuevo y resulta que se siente extrañamente familiar, como si en algún momento de tu existencia tú ya hubieras estado allí, como en un sueño.

No es que quiera romantizar la idea ni nada.

Caminé por el sendero de entrada de vehículos del hotel. Había coches de lujo esperando en fila, y uno de ellos casi me atropella. Un Escalade color negro que frenó de repente frente a la puerta de entrada. Los muchachos del valet se apresuraron a abrir la puerta trasera del coche, y de él descendió un hombre blanco de gafas oscuras y cabello rojo rabioso.

Lo reconocí de inmediato. Era Teddy Slade, una estrella de acción norteamericana. Diablos, ¿estaba parando en este hotel? Un sexto sentido que me decía que alguien estaba a punto de hacer algo prohibido o incorrecto hizo que lo siguiera hasta el lobby. Él se dirigió directamente hacia el elevador, cuyas puertas alguien estaba manteniendo abiertas para él.

Una mujer con gafas negras y un tapado oscuro entró justo después que él.

La mujer tenía el perfil distintivo de la superestrella de Hong Kong, Celeste Jiang. No podía creerlo. De inmediato, le envié un mensaje a Trevor Nakamura:

Estoy viendo a Teddy Slade en el Skyloft Hotel en este instante. Celeste Jiang está con él.

Trevor era el editor general del sitio web más grande y ruin de todo Hong Kong: Rumours.

Y yo trabajaba para él.

Me respondió de inmediato.

Todos han intentado capturar este momento. ¿Puedes tomarles una foto?

Durante los últimos cuatro meses, había estado trabajando con Trevor, consiguiéndole fotografías siempre que podía. Mis padres, claro, no tenían idea.

Le respondí.

Sí, puedo.

Luego, miré los números mientras el elevador avanzaba. No se detuvieron hasta llegar al penthouse del edificio.

Los tengo.

Recibí una calurosa bienvenida cuando llegué a la recepción. Los hoteles elegantes tratan bien a todos porque uno nunca sabe a quién le está hablando en realidad. Podría haber sido el hijo de Jackie Chan.

–Buenas noches, señor. ¿Cómo puedo ayudarlo? –una jovencita muy educada con un leve acento fue quien me recibió. La evalué. Sabía que en hoteles como este no dejaban ingresar a las personas que no eran huéspedes. Había una razón por la que las celebridades siempre lo elegían. Era un hotel pequeño y el personal probablemente reconocía a la mayoría de las personas que allí se alojaban. La discreción lo era todo.

Le regalé una veloz sonrisa encantadora y me apresuré a leer su nombre en el broche que llevaba en la chaqueta.

–Hola, Jessica. Me encontraré con un amigo que se hospeda aquí en este hotel. ¿Crees que puedo quedarme por aquí mientras lo espero? –le sostuve la mirada, tal vez por un segundo más de lo permitido.

Se sonrojó y me devolvió la sonrisa.

–Ah, sí, claro. El lobby junto a los elevadores será mejor. Así su amigo podrá verlo apenas baje.

–Gracias, Jessica –toqué con mi mano su antebrazo para acompañar mi agradecimiento y me dirigí al lobby. Convencido de que Jessica seguía mirándome, me senté en uno de los confortables sillones de terciopelo azul oscuro y saqué mi teléfono, como si estuviese enviando un mensaje de texto a mi amigo. En realidad, estaba buscando algo de información sobre el hotel. ¿Habría más de una habitación en el piso del penthouse?

Sí. Había dos. Fácil.

Esperé unos segundos antes de volver a mirar a Jessica, que ya estaba ocupada atendiendo a otro huésped. Estudié el lobby rápidamente. Luces bajas y muebles elegantes. Y flores. Muchos arreglos de flores.

Sonó el timbre del elevador, y yo levanté la mirada. Una pareja con acento australiano descendió y una mujer asiática con bufanda ingresó. Yo me puse de pie, me apresuré a tomar uno de los arreglos florales en una de las mesitas de café y me metí en el elevador detrás de ella, asegurándome de quedar ubicado en una de las esquinas.

El ramo era más grande de lo que me había parecido que era en la mesa, y casi aplasto a la mujer asiática con él. Ni siquiera podía verla. Espiando por entre las flores, llegué a ver el número “17” encenderse cuando ella colocó su tarjeta sobre el sensor.

Claro. Cada huésped tenía una estúpida tarjeta magnética para poder seleccionar su piso.

–Demonios, no llego a tomar mi tarjeta con esta monstruosidad que me han encargado entregar –dije en un acento británico–. ¿Le importaría presionar el botón para el penthouse?

La mujer largó un suspiro y luego la oí pasar nuevamente su tarjeta y presionar el botón para el penthouse.

–Muchísimas gracias –dije detrás de los anturios y las hojas. La mujer no respondió.

Usted tranquila, señora. A quién le importa si acaba de dejar entrar en el hotel a la versión coreana de Charles Manson, ¿verdad?

La mujer se bajó en su piso, y yo respiré aliviado.

–Buenas noches –le dije mientras ella descendía. Tampoco respondió, y las puertas se cerraron detrás de ella–. No voy a extrañarla.

El elevador siguió avanzando sin parar hasta llegar al piso del penthouse.

Había llegado el momento de conseguir esa foto.

Como en una canción de amor

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